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La invitación
Los viajeros llegan a Betsaida con sentimientos divididos. Por una parte, están contentos de regresar a casa. Por otra les cuesta despedirse del maestro, que prosigue ruta hacia Galilea. 1 Convivir con él ha sido una experiencia inolvidable, que les gustaría prolongar. ¿Conseguirán que se quede con ellos, aunque solo sea un día más?
La aldea los acoge con su suelto abrazo, encogida entre el lago y la pedregosa loma, salpicada de caseríos y pequeños campos. Entre los barbechos destacan algunos sembrados de verde tierno. Negros cipreses, algarrobos retorcidos y algunos granados rodean los bancales. En la paz de la mañana los golpes de los azadones de los campesinos resuenan frescos y profundos contra muros y aljibes, ritmando a sacudidas la algarabía de las gaviotas.
Los que vienen de camino apenas se detienen un instante a beber de una vieja noria en los primeros huertos. Tienen prisa por presentar al maestro a los suyos.
El Galileo es un compañero de ruta apasionante. Un espíritu libre. Sus nuevos discípulos están desorientados por lo imprevisible de sus actos y de sus dichos. Su manera personal de enseñar, en contraste con la de los maestros de su tierra, es tan abierta y nueva que cada propuesta suya parece un desafío, y hasta un acto de protesta. Pero para él la libertad no es la posibilidad de actuar a su antojo sino la ocasión de escoger lo mejor.
El maestro aspira nada menos que a cambiar el mundo, transformando a las personas una a una, como intentando producir un nuevo tipo de ser humano.2 Sin embargo, no es ni un iluso ni un loco: es tan realista como la vida misma. Por eso infunde a sus desconcertados discípulos, además de asombro, confianza y respeto.3
Deja patente en cada palabra que no es lo mismo dar lecciones que ser maestro. Los doctores de su entorno siempre quieren enseñar; con él uno siempre quiere aprender.
Les sorprende que acepte a seguidores tan poco preparados como ellos. Da a entender que, «en el alma de un ignorante siempre hay sitio para una gran idea».4 Por eso desconfía de los eruditos arrogantes, que están tan imbuidos de su propio saber que son incapaces de aprender nada nuevo. Les reprocha que, teniendo la llave del conocimiento, capaz de abrir la puerta del reino de Dios, ni saben usarla ni dejan que otros la usen.5
Desde el principio ha dejado bien claro que él no necesita disponer de locales reservados para sentar cátedra, ni para encontrarse con Dios. Les enseña en cualquier momento y los hace sentirse cerca del cielo allí mismo donde están, ya sea en el camino, bajo las palmeras de un huerto, entre almendros y olivos, o en plena montaña.
De regreso a sus casas, Andrés y Juan expresan el imperioso deseo de seguir a pleno tiempo a tan singular maestro.
La suya es una escuela de acceso libre, abierta a todos. Sin aulas ni horarios, porque en ella se aprende siempre y en cualquier parte. Sin más manuales que la revelación divina y el universo infinito. Sin más exámenes y pruebas que las que entraña la existencia. Y sin diploma de fin de estudios porque en la escuela de la vida uno nunca se gradúa.
El entusiasmo de estos aprendices de discípulos es tal que no cesan de compartir su hallazgo con sus familiares y amigos.6 Impactados por la personalidad del maestro, anhelantes de seguir aprendiendo de él, estos jóvenes inquietos exultan con lo descubierto en sus primeras lecciones.7 Andrés transmite su gozo a su hermano Simón y se lo presenta a Jesús. Unos a otros se van pasando la noticia.
Y así es como Jesús encuentra a Felipe.
Al poco de verlo, con esa mirada que alcanza mucho más lejos que los ojos, le dice:
—Sígueme.
Jesús parece no ver a las personas como son, sino como pueden llegar a ser.
El nuevo discípulo, deslumbrado por su guía, corre en busca de su amigo Natanael,8 para compartir con él la alegría del hallazgo.9 Con el corazón saltando de emoción, le comunica la noticia:
—Creo que hemos encontrado al Mesías.10 Este maestro no es un rabí cualquiera.
Impaciente y deseoso de que su amigo conozca a su nuevo maestro, Felipe resume en una sola frase el fondo de todas las conversaciones que habían mantenido juntos sobre el libertador esperado:
—Tiene que ser el enviado de Dios, aquel que prometieron los profetas. Se llama Jesús, es decir, «salvador», aunque la gente lo conoce como «el Nazareno», porque es hijo de José, el carpintero de Nazaret.
Pero su amigo Natanael,11 con la ruda franqueza que le era habitual, replica con un gesto burlón de desconfianza:
—¿Otro mesías? ¿No te parece que ya tenemos bastantes desengaños? Además, ¿de Nazaret puede salir algo bueno?12 ¿Cómo puedes tú creer en un «salvador» galileo? Busca en la Escritura y verás que de Galilea nunca salió ningún profeta.13
Natanael es un idealista, comprometido y serio. Pero hasta los mejores creyentes tienen prejuicios y corren el riesgo de equivocarse.
A Felipe le duelen las dudas de su amigo, pero no tiene alegatos para disiparlas. Como quiere mucho a Natanael, renuncia a discutir con él sobre el tema. Convencido de su verdad recurre al único razonamiento irrefutable, el mismo que había esgrimido el maestro con sus primeros discípulos, y que desde entonces sería el argumento principal de su campaña de reclutamiento:
—Ven y ve. Sal de debajo de tu higuera, y sígueme hasta él. Convéncete por ti mismo.14
Natanael le sigue sin ganas.
Al encontrarse ante a Jesús su desilusión se confirma. El porte y la indumentaria del joven rabí no cuadran con la idea que él se ha hecho de un personaje tan importante como el Mesías. Hasta le cuesta ver en él a un maestro digno de confianza. Allí no ve más que a un mero caminante, vestido como ellos, con la humilde vestimenta de los pobres.15
Pero cuando Jesús observa a Natanael, que se acerca reticente, ostentando escepticismo y suficiencia propia, le dice con una intrigante sonrisa:
—Bueno, si tú no tienes claro que yo sea ni siquiera un buen judío, yo te veo a ti como un israelita de verdad, en quien no hay engaño.
Es como decirle:
—Me gusta tu sinceridad y tu franqueza. Pero no te fíes demasiado de las apariencias.
Sorprendido por estas palabras, Natanael exclama:
—¿De dónde me conoces?
El maestro es muy observador. No es frecuente sorprender a un joven orando. Los jóvenes sanos prefieren presumir de escépticos que de beatos. Y a Jesús le gustan los jóvenes sinceros y valientes, por eso le confiesa un pequeño secreto:
—Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Enseguida me di cuenta de lo que estabas haciendo.
Natanael se ruboriza. Su pudor le impide dejar en evidencia su espiritualidad. Siente además que su corazón no puede esconder nada a la mirada penetrante del maestro. Se avergüenza de su insensatez y de sus infundados prejuicios. Ahora intuye que su amigo Felipe podría tener razón.
Poco después, tras observar más de cerca a Jesús y escuchar sus penetrantes palabras, una certeza extraña, como viniendo del cielo, ilumina su mente, y le empuja a confesar:
—Tú debes ser el hijo de Dios, el esperado rey de Israel.
Y Jesús le contesta, radiante, feliz de haber encontrado un discípulo tan lleno de potencial como aquel:
—¿Porque te dije que te vi bajo la higuera crees? Cosas mayores que estas verás. Os prometo que, de aquí en adelante, si sabéis mirar, veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre nosotros.
Que equivale a decir: «Mi presencia va a poneros en contacto directo con el cielo».
—¿Os acordáis de la historia de nuestro padre Jacob? Huyendo de las amenazas de su hermano se encontró perdido en tierra extraña, agobiado por su zozobra, lejos de todo lo que amaba. Pero Dios estaba allí, con él, en medio de su soledad, porque él nunca nos deja. Os aseguro que hoy aquí, junto a esta higuera, si se os abrieran los ojos de la fe, podríais ver también el cielo abierto, y un camino directo que nos lleva hasta el trono del universo. Si abrís bien vuestros ojos del alma «veréis que los cielos están abiertos y nunca se cerrarán».16 Cualquier lugar donde se busca a Dios es un Betel, «casa de Dios y puerta del cielo».17
Natanael, como Jacob en su huida, también cree despertar del torpor de un sueño a una nueva realidad en la que lo divino, lo que parece más inaccesible, se encuentra, gracias al maestro, al alcance de un latido del corazón. En su interior resuena el eco de las palabras del patriarca fugitivo:
—Ciertamente Dios está en este lugar y yo no lo sabía.18
Y se dice, sin decirlo, lo que se han dicho a sí mismos otros de los muchos descubiertos por él:
—«Cristo me ha visto debajo de la higuera. Sabe de mí más que yo, mucho más de lo que nunca podrá descubrir el psicoanálisis».19
Y es que el maestro tiene la rara facultad de ver más allá de las apariencias, de detectar la presencia de lo divino en lo humano y de lo celeste en lo cotidiano. Con él se aprende a ver con ojos nuevos las cosas viejas, y a dejar de mirar las cosas nuevas con los viejos ojos de siempre. Su extraña capacidad de amar le permite vislumbrar radiantes mariposas en las más feas orugas y santos admirables en indignos pecadores. Porque amar de veras «es ver la belleza que hay en el corazón de otra persona».20
Hay maestros que enseñan guiando a sus alumnos como a los caballos: paso a paso. La mayoría necesitamos ser guiados así, respetando nuestro ritmo. Hay otros que enseñan potenciando lo que encuentran de bueno en el discípulo, animándolo a avanzar y a crecer, porque todos aprendemos mejor cuando somos alentados. El nuevo maestro enseña de ambos modos: acompasando los pasos de todos y motivando a cada uno, estimulando con franqueza cualquier progreso.
El maestro es capaz, además, de entender los sueños de sus potenciales discípulos. Por eso puede soñarlos como aun no son e imaginar la realidad en la que pueden convertirse. Sabe que el ser humano se crece cuando se sabe soñado.21
Así estos jóvenes, como tantos otros que vendrán después, al compartir entre sí las nuevas perspectivas que su encuentro con Jesús aporta a sus vidas, van extendiendo su invitación a seguirle y hacen crecer poco a poco su pequeño grupo de discípulos. Con tan entusiastas portavoces se va extendiendo la obra del insólito maestro, tomando a hombres y mujeres donde están, tal como son, y transformándolos poco a poco en seres nuevos, llenos de increíbles posibilidades.
Como Natanael, cada uno tenemos nuestros propios criterios, algunos de ellos falsos. Nos cuesta entender que Dios proponga caminos distintos de que los que nosotros conocemos. Por eso el maestro desconcierta con la aparente sencillez de sus planteamientos.
Todos solemos admirar lo extraordinario, las grandes realizaciones de la humanidad, los grandes personajes de la historia.22 Al mismo tiempo, como es evidente que no todos podemos ser los primeros en todo, y muy pocos pueden hacer realidad sus delirios de grandeza, la inmensa mayoría nos condenamos a nosotros mismos a conformarnos dentro de la categoría de los «del montón». Esta realidad parece haber activado en infinidad de seres humanos unos mecanismos de defensa que los retienen en lo que los clásicos llamaban aurea mediocritas23 y que cabría traducir como «la apología de lo pasable».
En todas las sociedades las penurias económicas, la ignorancia, las injusticias de la vida, la dificultad de estudiar ciertas carreras o de encontrar un trabajo interesante minan el optimismo natural de la infancia y el idealismo de la adolescencia. A medida que pasa la juventud y la vida adulta se complica, las circunstancias llevan a los desanimados hacia la evasión, la resignación o la inhibición, produciendo con frecuencia vidas rutinarias, conformistas, desilusionadas, abocadas al fracaso.
Desde siempre muchos jóvenes pierden pronto sus ambiciones más legítimas, tanto en lo que se refiere al ámbito de los estudios, del trabajo o el éxito personal, como en el ámbito espiritual de los ideales y de los valores.24 En todas las áreas de la existencia la inercia que prevalece es la de contentarse con resultados mediocres o la de justificarlos.25 No comprometerse, no atreverse a intentar nada nuevo por comodidad, por miedo al esfuerzo o temor al ridículo, conformándose con «seguir tirando» entre la improvisación y el desánimo, cuando tantos podrían alcanzar una realidad altamente motivadora con un poco de esfuerzo y más voluntad.
Ahí es donde Jesús se distingue de otros maestros.26 Es cierto que predica un estilo de vida sencillo y modesto, pero suscita elevadas aspiraciones y enseña una profunda filosofía de la existencia. Su persona irradia «un poder escondido, que no puede ocultarse del todo».27 Hasta sus enemigos tienen que confesar que «jamás hombre alguno ha hablado como este hombre».28
Si hay una cosa que deja bien clara a los suyos es su deseo de que alcancen la excelencia:
—¿Qué hacéis de extraordinario? —preguntará a sus discípulos demostrando que no se contenta con poco. ¡Hasta se atreve a animarles a que sean «perfectos», es decir, a que desarrollen hasta donde puedan las innumerables posibilidades que laten en su ser!29
Así es como transforma sus vidas, mostrando de qué son capaces, y qué pueden llegar a ser si abren al poder de la gracia divina.
Desde el principio de su ministerio el maestro llama a jóvenes y menos jóvenes a convertir sus vidas ordinarias en vidas extraordinarias. A cambiar esa existencia mediocre de la que no se sienten satisfechos, por algo grande, noble y bello. Al llamarlos a seguirle les invita a enrolarse en una misión comprometida, consagrada a una gran causa. Su llamamiento los arranca de su realidad rutinaria y los lanza a una aventura fabulosa, arriesgada, intensa, difícil, heroica incluso, en la que no hay lugar ni para el sin sentido ni para la superficialidad.
Quienes siguen a Jesús pronto dejan de ser ciudadanos del montón. Su ejemplo despierta en el fondo de su ser la respuesta a la llamada del ideal, y así esos jóvenes inquietos pronto estarán dispuestos a continuar la andadura apasionante iniciada por él.30 Al dar sentido a su existencia, Jesús da una dimensión extraordinaria a sus vidas ordinarias.
El maestro intuye que su ministerio sobre esta tierra puede ser muy corto. Por eso lo vive de un modo tan intenso. Después de haber pasado su juventud como carpintero31 construyendo casas donde habitar, arados para cultivar la tierra y yugos para compartir las cargas, ahora se ha empeñado, como educador, en construir un mundo más habitable, idear herramientas nuevas para cultivar los corazones y buscar modos más solidarios de compartir las fatigas humanas.
Como no acaba de gustarle la manera en que vive su espiritualidad la mayoría de la gente de la comunidad religiosa en la que ha nacido, decide, en vez de abandonarla, como suelen hacer los descontentos, algo infinitamente mejor, pero mucho mas difícil, es decir, ir construyendo con sus seguidores una nueva comunidad, que él decide llamar su «iglesia».32
Los representantes del clero y los dirigentes del país murmuran:
—No le hagáis caso. Este carpintero no está calificado. Es un megalómano ignorante.
No sabe lo que hace.
Pero él no se desanima porque sabe que, cuando alguien decide hacer algo importante, debe enfrentarse con la oposición de los que hubieran querido hacer lo mismo, pero no se atreven a asumir los riesgos, con las críticas de los partidarios de algo diferente, y sobre todo, con la resistencia de los que nunca hacen nada.
Al principio no cuenta más que con el apoyo de sí mismo y ya ronda la treintena. Pero la pasión de esos primeros discípulos ganados para su causa es tan contagiosa que ellos mismos van extendiendo la invitación a otros.
Cuando decide empezar a construir la comunidad de creyentes con la que él sueña, el maestro deja bien claro que no quiere fundar una religión, sino una escuela. La religión verdadera ya la tiene: es la que Dios ha revelado. Ahora quiere enseñar a ponerla en práctica. La esencia de su doctrina puede formularse en un par de frases:
—La religión pura y sin tacha a los ojos de Dios consiste en atender a los necesitados en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo.33 O, dicho de otro modo: ser un buen creyente consiste en vivir en comunión con Dios, y en tratar al prójimo con la empatía y solidaridad con las que uno quisiera ser tratado en sus circunstancias.34
Para él, la espiritualidad y la educación tienen un objetivo común: enseñar a pensar, enseñar a ser, enseñar a vivir y, por consiguiente, enseñar a convivir; es decir, enseñar a amar.35
Este valiente reformador tiene muchas ideas innovadoras y muy pocos prejuicios. Por eso admite en su equipo a jóvenes y viejos, a instruidos e ignorantes, a hombres y mujeres,36 algo totalmente inaudito en su mundo, porque además los acepta sin ninguna preparación previa. Y todo lo hace al margen de las instituciones religiosas mejor establecidas de su tiempo, es decir, al margen del templo y de la sinagoga. Sabe que «las verdades especiales para este tiempo se hallan, no en posesión de las autoridades eclesiásticas, sino de los hombres y mujeres que no son demasiado sabios o demasiado instruidos para creer en la palabra de Dios».37
Sus grandes temas son la vida misma, la verdad valiente, el amor sincero, la libertad real, la felicidad auténtica, por eso lo principal para él es la formación del carácter. Persuade a sus discípulos de que si están descontentos con la sociedad en la que viven y quieren cambiarla, tienen que empezar por dejarse transformar ellos mismos. Solo así pueden convencer a otros, aportándoles mejores razones de vivir y una escala superior de valores. Para ello les pide reflexión, disciplina del cuerpo y de la mente, gusto por el trabajo, gozo en compartir, ganas de cumplir con el deber y respeto por todos.
Les enseña a no confundir la humildad con el miedo, ni el contentamiento con la pereza.38 Es decir, a reconocer sus límites, pero sin negarse a utilizar sus capacidades, dejándose guiar por Dios para hacerlas rendir al máximo.
Ser capaces de conformarse con pocos bienes materiales no significa no tener grandes proyectos y nobles ambiciones, ni aceptar con excusas lo que es inexcusable, ni confundir la espontaneidad con la superficialidad. Dios tiene para cada uno un ideal de progreso y de excelencia. De ahí su empeño en animar a servir al máximo de las posibilidades sin caer en el complejo de inferioridad ni en la vanidad o la arrogancia.39
El joven maestro sabe animar, entusiasmar, corregir con tacto, motivar a querer dar lo mejor, y lo hace con paciencia, firmeza y cariño. Por medio de constantes analogías, historias e imágenes y, sobre todo, mediante su ejemplo, enseña a sus discípulos a comprender las Escrituras, a interpretar la realidad, a escuchar la naturaleza y a aprender de las experiencias, a no temer la muerte y a tomar en serio la existencia. A orar de modo inteligente y a impregnar de fuerza espiritual su quehacer cotidiano. A vivir en solidaridad, a practicar el perdón. A estar dispuestos a sufrir antes que a hacer sufrir y a padecer el mal antes que a causarlo.40 En una palabra, a vivir vidas plenamente positivas, que conviertan su entorno en un mundo mejor.41
En poco tiempo las vidas comunes de Juan y Andrés, de Simón, de Felipe y de Natanael, al reflejar la del maestro,42 se irán convirtiendo en vidas excepcionales. Solo necesitan seguirle y continuar avanzando con él por ese camino empinado y angosto, pero apasionante, que lleva desde las tierras más bajas de su mediocridad humana, hasta las cimas más altas del ámbito de lo divino.
Y lo van a seguir tan de cerca, que los miembros de su creciente grupo van a ser conocidos por su entorno como «los del Camino».43
1 . Juan 1: 43-44.
2 . Augusto Cury, El Maestro de los maestros, Nashville: Thomas Nelson, 2008, pág. 75.
3 . «Jesucristo ha dicho las cosas más grandes tan sencillamente que parece que no las haya pensado, y tan claramente, sin embargo, que se ve bien que las pensaba. Esta claridad unida a esta ingenuidad es admirable» (Blaise Pascal, Pensamientos, no. 797, Madrid: Valdemar, 2001, pág. 309).
4 . Óscar Wilde, De profundis, Barcelona: Seix Barral, 1977, págs. 92-93.
5 . Mateo 23: 13; cf. Lucas 11: 52.
6 . Juan 1: 40-51.
7 . Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, debían ser bastante jóvenes entonces, ya que unos tres años más tarde todavía su madre quería buscarles trabajo (Mateo 20: 20). El hecho de que Juan se recueste con naturalidad sobre Jesús en la última cena, se comprende mejor como un gesto juvenil de confianza (Juan 13:23-26), que como una postura calculada de un adulto, que podría tener otras connotaciones. El que este mismo discípulo, hacia el año 100 todavía esté en activo, se comprende bien si era unos diez años más joven que Jesús.
8 . Juan 1: 40-51.
9 . Dietrich Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Salamanca: Sígueme, 2004, pág. 235.
10 . Texto basado en Juan 1: 43-51.
11 . «Felipe sabía que su amigo Natanael escudriñaba las profecías, y lo descubrió en su lugar de retiro mientras oraba debajo de una higuera, donde muchas veces habían orado juntos, ocultos por el follaje» (E. G. White, El Deseado, págs.113-114).
12 12. «Los nazarenos, en su manera de hablar en arameo, lengua vulgar de la época, tienen un acento del terruño que les hace reconocerles entre los demás y que les ridiculiza […]. Se designa a sus habitantes por un equivalente antiguo de nuestro “boñigas”, son am-ha-arets, hombres de la tierra, labriegos» (R. Aron, Los años oscuros de Jesús, Bilbao: Ediciones EGA, 1991, págs. 43-44).
13 . Juan 7: 52.
14 . Las preguntas que tienen que ver con Jesús: «¿Por qué un creyente cree que en Jesucristo está su salvación?, así como otras preguntas equivalentes: ¿y vosotros quién decís que soy yo?, solo pueden responderse personalmente [...] porque la pregunta y la respuesta solo son posibles si antes se ha dado una previa experiencia intransferible: la experiencia del encuentro» (Martín Gelabert, Salvación como humanización, Madrid: Ediciones Paulinas, 1985, pág. 13).
15 . E. G. White, El Deseado, págs. 111, 113.
16 . Ibíd., pág. 116
17 . El episodio del sueño de Jacob se relata en Génesis 28: 10-22.
18 . Génesis 28: 16.
19 . Emmanuel Carrère, El reino, Barcelona: Anagrama, 2015, pág. 61.
20 . Jean Vanier, citado por Peter Van Breemen en The God Who Won’t Let Go, Indiana: Ave Maria Press, 2001, pág. 98.
21 . Idea adaptada del poema de Danilo Dolci, Cada uno crece solo si es soñado.
22 . Desde la más remota antigüedad hasta la era de los Guinness Records nuestro mundo exalta a los campeones.
23 . Esta expresión es muy conocida entre los latinistas. y viene del poeta latino Horacio (que vivió del 65 al 8 a. C. ). Aparece por vez primera en sus, Odas, Libro II, (Oda nº 10, dedicada “A Licinio”).
24 . En España se aplica el término de «generación ni-ni», desde la primera década de los años 2000, a los jóvenes que ni estudian ni trabajan, y aun más exactamente a los que no quieren ni estudiar ni trabajar.
25 . En el ámbito religioso la actitud de tibieza se suele llamar «el síndrome de Laodicea» (Apocalipsis 3: 14-22).
26 . El Dr. Augusto Cury comenta así la sabiduría de Jesús: «Hay dos tipos de sabiduría: la inferior y la superior. La sabiduría inferior se mide por la cantidad de conocimiento que tiene una persona, y la superior, por la conciencia que ella tiene de lo que no sabe. Los verdaderos sabios son los más convictos de su ignorancia […]. La sabiduría superior, tolera; la inferior, juzga; la superior, comprende; la inferior, culpa; la superior, perdona; la inferior, condena. La sabiduría inferior está llena de títulos, en la superior nadie sale graduado, no hay maestros ni doctores, todos son eternos aprendices» (El Maestro del amor. Análisis de la inteligencia de Cristo, Nashville: Grupo Nelson, 2008, pág. 15).
27 . E. G. White, El Deseado, pág. 111.
28 . Juan 7: 46.
29 . Mateo 5: 47-48.
30 . «Jesús ha enseñado algo infinitamente mejor que una sofística depurada o una moral cívica fundada en la justicia; ha querido transformar a los hombres a su semejanza, según las palabras de su anunciador Ezequiel: “Yo os daré un corazón nuevo, y depositará en vosotros un nuevo espíritu, y arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y pondré en vosotros mi espíritu”» (G. Papini, Historia de Cristo, pág. 326).
31 . En la tradición hebrea el trabajo manual es sagrado: «Aquel que gana su vida con su trabajo es más grande que el que se encierra ociosamente en su piedad», decían los rabinos. Porque Dios ya puso al hombre en el jardín del Edén «para que lo labrara y lo guardase» (Génesis 2: 15). Y el trabajo es tan honroso, añaden, que «el artesano en su trabajo no tiene necesidad de levantarse ante el más grande doctor». Por eso, para no citar más que algunos de los más prestigiosos rabinos, Hillel fue leñador, Yehuda panadero, y Yohanan zapatero. El primer gran rabí cristiano, Saúl de Tarso, era fabricante de tiendas (Hechos 18: 3).
32 . La palabra que nuestras biblias traducen por «iglesia» (ekklesia en griego), significa una asamblea de personas que han respondido a una invitación (Mateo 16: 18). «Con el llamamiento de Juan, Andrés, Simón, Felipe y Natanael, empezó la fundación de la iglesia cristiana» (E. G. White, El Deseado, pág. 114).
33 . Santiago 2: 27.
34 . Mateo 22: 37-40.
35 . cf. Enrique Rojas, Vive tu vida, Planeta: Temas de Hoy, 2013, pág. 83.
36 . Lucas 8: 1-3 dice que las mujeres discípulos eran muchas; menciona por nombre a María Magdalena, a Susana y a Juana, la mujer de Cuza, el intendente de Herodes.
37 . E. G. White, Palabras de vida del gran Maestro, Mountain View: Publicaciones Interamericanas, 1971, pág. 57.
38 . cf. Filipenses 4: 11.
39 . Filipenses 4: 13.
40 . Dionisio Byler, Jesús y la no violencia, Terrassa: Clie, 1993, pág. 48.
41 . Augusto Cury afirma: «Si el mundo político, social y educativo hubiese vivido mínimamente lo que Cristo vivió y enseñó, nuestras miserias hubiesen sido extirpadas, y hubiésemos sido una especie más feliz» (El Maestro de maestros, págs. 189-190).
42 . «Como la flor se dirige hacia el sol para que sus brillantes rayos le ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así deberíamos volvernos hacia el Sol de Justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros y nuestro carácter se transforme a imagen de Cristo» (E. G. White, Camino a Cristo, Madrid: Safeliz, 2013, pág. 69).
43 . Hechos 9: 2; 19: 9, 23; 22: 4; 24: 14, 22.