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Necesitamos expresar nuestras penas

«Dad palabras al dolor».

Shakespeare1

–No encuentro palabras para expresar el dolor que siento…

Así empiezan muchos de los mensajes de pésame que recibimos o enviamos. Ante el dolor, ya se trate de la pérdida inesperada de un bebé en gestación, o de cualquier otra desgracia, aunque fuera previsible, parece que nos quedamos sin palabras. No es fácil expresar lo que sentimos cuando nos enteramos de que a un amigo le han detectado un cáncer. O cuando un accidente estúpido deja mutilado a un joven vecino, o un conocido ha sido víctima de un atentado… Una necesidad imperiosa nos empuja a manifestar nuestros sentimientos de pena, en esa mezcla tan difícil de formular en la que nuestras emociones se confunden con los sentimientos de rabia o impotencia.

Si asumirlo no es fácil, aún parece más difícil callar el dolor. Se diría que tenemos una necesidad básica de expresarlo, aunque no sepamos hacerlo. Desde que llega al mundo, las primeras manifestaciones del recién nacido son gritos de protesta, de ruptura, de miedo, quizá. El que sufre, no importa su edad o situación cultural, tiende a decirlo, a quejarse o a llorar su dolor.

Contar sus penas o escribirlas para sentirse escuchado, hablar de sus enfermedades u operaciones, forma parte de una verdadera terapia. ¿Quién no ha reparado alguna vez en las expresiones de satisfacción o alivio que reflejan ciertas señoras mayores contándoles a otras sus operaciones, partos o enfermedades?

Sin embargo a muchos de nosotros nos han formado en el rechazo de los mejores cauces para evacuar el dolor. No nos han sabido decir a tiempo que las meras lágrimas son un innegable alivio. Y así son innumerables los que van por la vida sin atreverse siquiera a revelar sus penas a quien deberían hacerlo. Por su talante, por la educación recibida, creen que exponer a otros sus problemas es una debilidad. O, a causa de la naturaleza de sus dolencias, les da vergüenza revelarlas. Ignoran que compartir lo que se siente con alguien de confianza suele ayudar a ver más claro y a descargar la angustia. Sobre todo si se trata de un profesional, capaz de aportarnos soluciones para nuestra situación.

El mero hecho de ser escuchados y descubrirnos reflejados en los relatos de sufrimientos ajenos, como ocurre en los grupos de apoyo, nos ayuda a sentirnos menos aislados y a comprender mejor nuestra situación. Al tomar conciencia de que otros comparten nuestro estado, e incluso sufrieron y lucharon tanto o más que nosotros, nos resulta más fácil relativizar el propio dolor y sobrellevarlo. En realidad, «las personas que no consiguen expresar su pena corren el riesgo de ser destruidos por ella [...]. Sin la posibilidad de comunicar con otros no hay cambio posible. Quedarse mudo, cerrarse a toda relación, es la muerte».2

Atreverse a llorar

Cuando las emociones nos embargan, a veces no podemos reprimir las lágrimas. Aunque la tradición nos recuerda en muchas partes que “los chicos no lloran” –como cantaba Miguel Bosé–, todos los seres humanos, incluidos los varones, sentimos en algún momento la imperiosa necesidad de llorar.

Es cierto que, en algunas sociedades, aquellos caballeros que no consiguen reprimir las lágrimas ante la pena son todavía tratados de blandengues y de poco hombres. Pero las actitudes están cambiando y hoy vemos cada vez más hombres que se atreven a llorar en público, cosa impensable hace solo unos pocos años. Ahí están, por ejemplo, algunos tan valientes y masculinos como los bomberos voluntarios en Haití al rescatar a un niño entre los escombros del terremoto (2010), el futbolista Iker Casillas al ganar el Mundial de Sudáfrica ese mismo año, el actor Javier Bardem al recibir la Concha de Plata en 1994, o el tenista Roger Federer al perder el Abierto de Australia en 2009. De dolor, de pena o de alegría, todos necesitamos llorar en algún momento. Unos se aguantan, otros no lo consiguen. Llorar es natural, y forma parte del lenguaje corporal para expresar nuestras emociones extremas. Nuestra reacción ante nuestra necesidad de llanto es cultural, y depende en gran medida de nuestra educación.

El lenguaje del dolor

El lenguaje del dolor es complejo y ambiguo. Si por una parte nos impulsa a quejarnos, se da la paradoja de que, a la hora de explicar el sufrimiento, pocos sabemos hacerlo, incluso los que más padecen. La respuesta al dolor es en gran medida aprendida. Depende en una buena parte del contexto personal y de la cultura. Así, el gran tenista Rafael Nadal, después de un partido épico contra el no menos famoso Novak Djokovic, declaraba haber «disfrutado sufriendo».3

Durante milenios el lenguaje del dolor estuvo teñido de connotaciones religiosas y filosóficas. Pero a partir del advenimiento de la medicina científica nuestra sociedad occidental se refiere a sus dolencias en términos cada vez más seculares. Ante la enfermedad, el dolor y la muerte un número creciente de nuestros contemporáneos ya no recurren a la espiritualidad, sino que se dirigen exclusivamente a la ciencia y a los servicios públicos, en los que han depositado la fe que les queda. Al auxilio espiritual innegable de la meditación o de la oración, prefieren soluciones técnicas inmediatas. De modo que la gestión de esas realidades tan personales está pasando del área existencial al área asistencial, como si incumbiesen en primer lugar a la seguridad social.

En otras épocas o latitudes todo el mundo tenía que convivir con viejos, enfermos y moribundos. En nuestro entorno la atención al que sufre se ha socializado y tecnificado tanto que la mayoría de nuestros conciudadanos casi no tienen contacto con las postrimerías de la vida hasta que no les afectan directamente. Hospitales y tanatorios mantienen a enfermos y muertos lejos de los vivos y sanos. Una de las consecuencias más inmediatas es que hoy muy pocos de nuestros contemporáneos están emocionalmente preparados para el encuentro personal con el sufrimiento, y aún menos poseen el lenguaje adecuado para expresar su dolor o para comunicarse con los que sufren. No sabemos qué decir en situaciones dolorosas, por la sencilla razón de que nunca nos hemos enfrentado a ellas, y no hemos aprendido de la tradición familiar qué hacer en esos casos.

Ni siquiera la terminología médica consigue expresar debidamente el nivel experimental del dolor. No sabemos cómo describir nuestro propio sufrimiento, y cuando lo intentamos descubrimos que a menudo no podemos rebasar una comunicación superficial, porque desconocemos el lenguaje que le es propio. Apenas nadie habla de esas cosas en una sociedad que mantiene la ilusión de que tiene derecho a que toda molestia le sea evitada. Esto aumenta el sentimiento de incomprensión de los que sufren, incluso en relación con las personas en las que confían. En la visita al médico este usa una terminología científica que deja insatisfecho al paciente porque no la comprende, pero que protege al profesional de las incómodas preguntas del enfermo y de su familia, en caso de que desborden hacia cuestiones existenciales profundas, para las que no suele tener respuestas.

Eso hace que la creciente confianza en la ciencia se acompañe al mismo tiempo de un creciente temor ante los efectos de la enfermedad y ante el poder de los profesionales de la salud. De modo que no solo el dolor nos encierra en un sentimiento de impotencia, sino que también nos deja a menudo sin palabras. Y este silencio añade a nuestra aflicción el peso de la soledad.

El derecho a ser felices

La situación se complica en nuestra sociedad porque esta nos ha persuadido de que todos tendríamos que ser felices. Aunque nadie nos garantiza el derecho a la felicidad, son muchas instancias las que nos bombardean con la publicidad de que la dicha está al alcance de todos, inmediatamente, y con un mínimo esfuerzo. Pero una cosa es tener derecho a buscar la felicidad y otra es pretender conseguirla, sin más, comprándonos un coche, una casa, o contratando una póliza de seguros. La realidad no siempre se amolda a nuestros deseos. Y hacer depender nuestra felicidad de las cosas que tenemos o de las personas que nos rodean es una triste quimera. Por mucho que unas y otras puedan contribuir a nuestros estados de ánimo, tratándose de vivencias subjetivas, las raíces de la felicidad siguen plantadas en nuestras actitudes, en nuestro ser interior.

Esto explica que, aun consiguiendo evitar muchas aflicciones, sigamos sintiéndonos desgraciados. No sufrir no significa ser felices. Nuestros inevitables desencuentros con la realidad envenenan nuestra existencia devastando las pequeñas parcelas de felicidad –pasajeras y efímeras– que están sin embargo a nuestro alcance. Demasiadas veces «los hechos no son los responsables de nuestro malestar, sino la interpretación y la actitud que tomamos frente a ellos».4

Para evitar mucha de la infelicidad evitable «tendríamos que aprender a aceptar las cosas tal como nos vienen, y a los demás tal como son»5. Aceptar no quiere decir resignarse a la realidad sino reconocer su existencia, y reaccionar inteligente y positivamente ante ella. Vivir no es un asunto fácil. Por eso, en vez de temer que nuestra felicidad se acabe, conviene temer que no empiece nunca. Alguien ha dicho, con una pizca de humor, que “mirar al lado bueno de la vida no perjudica la vista”. Por eso, teniendo en cuenta la gran cantidad de dolor que ya existe en el mundo, nuestra mejor opción es mirar más al lado amable, intentar ayudar e incluso sonreír –a ser posible– aunque estemos heridos. Porque cada minuto perdido en pensamientos negativos es un minuto de vida no recuperable.

¿Sufrimiento creador?

Eso no significa que la infelicidad sea buena en sí. Significa que le podemos hacer frente de maneras más positivas e inteligentes que otras. Stefan Zweig fue sin duda muy categórico al afirmar que al dolor se lo debemos todo: «Toda ciencia viene del dolor. El sufrimiento busca siempre la causa de las cosas, mientras que el bienestar induce a la pasividad y a no volver la mirada atrás».6 Sin llegar a tanto, es necesario reconocer que al menos una parte esencial de la literatura universal surge de la necesidad de expresar el drama humano o de superarlo. El Diálogo de un desesperado con su alma (Egipto, 2000 a.C.) decía ya: «¿Con quién puedo desahogarme hoy? La angustia me ahoga. Ni siquiera el silencio quiere escucharme. Quizá mi único confidente sea la muerte…»

Los más bellos poemas suelen ser los más desesperados. La fuerza de la tragedia griega reside precisamente en haber dado expresión al drama que se libra en cada ser humano enfrentado a un destino mortal inevitable ante el que se rebela y del que se siente simultáneamente víctima y culpable. En sus conflictos, desgarros y angustias, el amor y el sufrimiento se entrecruzan al mismo tiempo como causa y efecto. Gran parte de las obras literarias expresan la lucha del hombre contra la adversidad, y sus incesantes esfuerzos para decir su dolor, comprender su sentido o superarlo de alguna manera.

La literatura bíblica, de hondo arraigo en nuestra cultura, sigue aportando consuelo en la aflicción porque contiene algunos de los más vigorosos testimonios ante el dolor. Como dice Pascal, «Salomón y Job conocieron y expresaron mejor que nadie la miseria humana: uno en la prosperidad (véase el Eclesiastés) y otro en la adversidad. Uno experimentando la vanidad de los placeres y el otro padeciendo la realidad del sufrimiento».7 El libro de los Salmos contiene 150 oraciones, unas «de orientación» y otras, las más numerosas, «de desorientación»,8 es decir, de queja, lamento y protesta sobre las veleidades de la vida. Meditar u orar con esos salmos nos hace bien, porque ayuda a verbalizar aquello que nos duele, a partir de la experiencia de quienes se sintieron escuchados y recibieron consuelo en sus penas.

En realidad, en el mundo del arte, las creaciones francamente alegres son escasas. El arte cómico y la risa camuflan, con frecuencia, muecas de dolor. Por ejemplo, del Quijote se dice muy acertadamente que “al terminar de reír, se debería llorar”. Se ha afirmado que los grandes artistas son seres “malditos por el sufrimiento” y que alguien que no ha sufrido no tiene nada que decir.

De hecho, muchos artistas se han hecho portavoces del sufrimiento, dándole una función catalizadora en su creación artística. Algunas de las más sublimes obras de arte se inspiran en él. La sensibilidad –cualidad fundamental del artista– o le hace sufrir más que a otros o lo capacita para expresar su dolor con mayor emoción.

Aunque parezca exagerado, la verdad es que si tomamos la lista de los mayores artistas de la historia, y la recorremos casi al azar, empezando por los músicos, esta tesis parece confirmarse. Juan Sebastián Bach quedó huérfano a los 10 años. Mozart murió de enfermedad y miseria a los 35 años. Beethoven, nieto de una demente, hijo de un alcohólico y de una criada, escribió sin embargo la sublime Pastoral. Debussy, de gusto tan refinado, se crió en un barrio de los más bajos, a golpes de látigo, con una madre que tenía, entre otras taras, una mano muy suelta.

Edgar Poe, que perdió a su madre a los 3 años, escribió: «Nunca he amado sin que la muerte mezcle su aliento con el de la belleza».

R. M. Rilke, en sus Cartas a un joven poeta (escritas cuando él solo tenía 27 años y su destinatario, 20), escribe que «el artista creador es en sí mismo un mundo en el que debe encontrarlo todo. Yo lo aprendo todos los días, lo aprendo a costa de sufrimientos hacia los que no puedo más que sentir gratitud [...]. Cuanto más tristes, silenciosos y pacientes nos sentimos, más profundamente penetra en nosotros todo lo nuevo [...]. ¿Por qué quieres excluir de tu vida toda turbación, todo dolor o melancolía, si no sabes nada de todo lo que esos estados de ánimo aportan a tu trabajo?» Más tarde añadiría que «cada uno tiene derecho a su muerte», afirmación que resulta casi profética para alguien que murió prematuramente como resultado de la herida causada por una espina de rosa...9

Vincent Van Gogh, el pintor maldito, de sensibilidad enfermiza, acabó perdiendo la razón, luchando desesperadamente contra la demencia. Después de pintar sin ningún éxito ni reconocimiento, día y noche, hasta un cuadro diario, conoció la automutilación, el internamiento definitivo y finalmente el suicidio, a los 37 años, no habiendo vendido un solo lienzo en toda su vida. En 1888, dos años antes de su muerte, escribía desde Arlés a su hermano Theo, que lo mantenía para que siguiera pintando: «Me siento demasiado débil para luchar contra las circunstancias. Necesitaría ser más sabio, más rico y más joven para triunfar. Afortunadamente para mí, ya no me importa el triunfo y en la pintura solo busco la fuerza de sobrevivir...»10

Edvard Munch, el gran pintor noruego de la angustia, escribió lo siguiente: «Enfermedad, Locura y Muerte son los ángeles que han velado sobre mi cuna y me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Yo supe muy pronto que mi vida no sería más que sufrimiento y tormentos [...]. Mi padre nos castigaba a menudo con una violencia demente [...]. Desde niño viví como las más torturantes injusticias la ausencia de mi madre, mi mala salud y la amenaza constante de los castigos del infierno».11

Nijinski, el gran genio de la danza, para poder estudiar y salir adelante se vio forzado a sucumbir a los 16 años a las exigencias sexuales del gran Diaghilev, director de los famosos ballets rusos. Toda su corta vida, que acabó en la demencia, se vio abrumada por el miedo a la miseria. Escribió hacia el final, en su Diario: «Vivo, luego sufro. Pero en mi rostro rara vez se han visto lágrimas: todas se las ha tenido que tragar mi alma».

La angustia y la inquietud pueden, en efecto, favorecer la creación porque los artistas, siendo más sensibles que el común de los mortales, subliman su dolor en sus obras. Su arte les ayuda como una terapia a superar circunstancias particularmente adversas. Una personalidad creativa encuentra nuevos medios de expresión hasta para el dolor. Por otra parte, los artistas sufren el desfase entre la realidad imperfecta en la que viven y la creación maravillosa que desearían producir. Creando construyen puentes entre esos dos mundos. Ante los horrores del dolor, y en su admirable empeño en no dejarse destruir por él, no es de extrañar que los artistas sientan la imperiosa necesidad de crear belleza. Pero no cabe duda de que sus obras maestras surgen más del talento del genio que de sus desventuras.

1 . «Dad palabras al dolor. La desgracia que no habla, murmura que no puede más en el fondo del corazón, hasta que lo quiebra» (Shakespeare, Macbeth).

2 . Dorothee Sölle, Suffering, Filadelfia: Fortress Press, 1975, p. 76.

3 . En J. J. Mateo, “Te sangran los dedos y disfrutas del sufrimiento”, en El País, 30.1.12, p. 43.

4 . Borja Vilaseca, “¿Qué necesito de los demás para ser feliz?”, El País Semanal, p. 68.

5 . Ibíd.

6 . Stefan Zweig fue un escritor austriaco que vivió entre 1881 y 1942.

7 . Pascal, Pensamientos, § XV.

8 . W. Brueggerman, The Message of the Psalms, Mineápolis: Augsburg Fortress, 1984, p. 51-52.

9 . Citado por Reine Caulet, « Je crée donc je souffre », dossier Douleur, p. 35-36.

10 . Antonio Rabinad, Cartas a Theo, Barcelona: Paidós Estética, 2004, p. 395.

11 . Ibíd., p. 35.

Frente al dolor

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