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Tradición cuentística

en América Latina

En América Latina, el cuento es un género importante, que goza de popularidad en todos los niveles y de un reconocimiento genuino en los círculos literarios más exigentes. Varios sobresalientes autores latinoamericanos han sido exclusivamente autores de cuentos –por ejemplo, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola–. Y, algunos de los novelistas que gozan del mayor respeto, son considerados grandes a causa de sus cuentos: quienes me vienen de inmediato a la cabeza son Machado de Assis, Gabriel García Márquez y Juan Rulfo. Se cree que el desempeño más notable de otros novelistas exitosos, como Julio Cortázar y Reinaldo Arenas, se observa en sus cuentos. Abundan las antologías nacionales de cuentos y varios de los prestigiosos premios de cuentos les han sido otorgados a escritores de la región. El caudal de la tradición cuentística en América Latina, que forma parte de la fabulosa riqueza de la literatura y el arte latinoamericanos en general, desmiente a quienes, de modo ingenuo, consideran que el subdesarrollo económico y la inestabilidad política son idénticos a la pobreza artística. Algunos de los escritores mencionados se encuentran entre los mejores del mundo moderno y han ejercido influencia en las literaturas de las áreas más desarrolladas del orbe.

Varios errores presentes en el extranjero, relativos a la literatura latinoamericana, deberían disiparse desde el inicio. Uno de ellos, originado por la rutilante irrupción del conjunto de escritores de ficción en la década de los 60 del siglo XX (un fenómeno conocido como “el Boom de la novela latinoamericana”), consiste en creer que la literatura latinoamericana es un acontecimiento reciente, sin antecedentes. El hecho es que, dada la naturaleza de los imperios ibéricos de los que emergió, América Latina ha gozado de actividad literaria afín a la de Occidente desde el siglo XVI en adelante, en especial en el área española. Otra idea errónea, consecuencia natural del primer error, radica en pensar que la literatura es rural, tanto respecto de su naturaleza, como de sus temáticas, como consecuencia de su historia y de su entorno geográfico. No obstante, en contraposición a la vida colonial en América del Norte, el Imperio Español, en particular, estuvo organizado alrededor de opulentas ciudades, que eran las sedes de sofisticadas cortes virreinales, que competían con y en ocasiones aventajaban a los centros urbanos ubicados en la metrópolis. En varias regiones, como por ejemplo en México central, los españoles no tuvieron como contendoras a tribus nómades, sino a poderosas y avanzadas culturas originarias, que tenían grandes y complejas ciudades propias. Las urbes virreinales, los virreinatos, eran una simbiosis de las ciudades europeas y las ciudades indígenas. La literatura latinoamericana ha sido una actividad urbana desde el principio, aun cuando sus temáticas hayan sido rurales, en los casos en los que los escritores han desarrollado interés político en la selva, las llanuras o las tierras del interior.

Por último ha habido quienes han considerado que la literatura latinoamericana es provinciana en cuanto a su orientación y primitiva en lo relativo a temáticas y técnicas, lo cual reflejaría una presunta proximidad a la naturaleza. Pero lo contrario es lo cierto. La literatura latinoamericana es predominantemente cosmopolita y sofisticada. En la época colonial, la vida intelectual se regía por filosofía neo-escolástica, que ponía gran énfasis en las fuentes clásicas y patrísticas, la retórica y la lógica. La erudición, el conocimiento recibido y la elegancia argumentativa prevalecían por sobre la observación de la realidad, hábitos mentales que dejaron un calamitoso legado en la política y la cultura en general, se podría agregar. Había una universidad, la Santo Tomás de Aquino, en la isla Española, ya en el siglo XVI y en Tlatelolco, un colegio, donde se les enseñaba latín a los hijos de la aristocracia nativa. El Imperio Español se regía por la letra de la ley, como también ocurría con el Imperio Portugués, aunque con menor severidad en este último caso. Esta costumbre perduró hasta después de la independencia. Desde el siglo XIX en adelante, cuando la literatura latinoamericana se convirtió en una actividad deliberada y premeditadamente social y textual, la supracapital artística e intelectual de América Latina ha sido París, el lugar en el cual hasta hoy los escritores de diversos países siguen encontrándose para intercambiar ideas. Desde entonces, la literatura latinoamericana ha sido cosmopolita hasta el exceso. Escritores latinoamericanos como Borges, Alejo Carpentier y João Guimarães Rosa fueron individuos de una erudición inmensa, que dominaban varias lenguas. La pose de ser escritor naif o alguien de talento innato, que parece prevalecer entre los escritores norteamericanos, no es frecuente entre los latinoamericanos, que rara vez se sienten incómodos por su erudición. Ni siquiera el compromiso político ha ido en contra de aprender un oficio artístico refinado. José Martí, el revolucionario y poeta cubano del siglo XIX, sabía al menos tres lenguas y escribía un verso delicadísimo y una prosa de enorme poder retórico.

Una importante faceta de esta larga tradición literaria latinoamericana es la cantidad de cuentos que ella ha producido y la calidad de los mismos. Esto se puede explicar en parte por la convergencia de ciclos narrativos provenientes de fuentes culturales vigorosas y diversas: las variadas culturas originarias (azteca, maya, inca, guaraní), las numerosas culturas africanas (con la cultura yoruba prevaleciendo entre ellas) y la cultura ibérica, que incluye la portuguesa, la gallega y la catalana, entre otras, como también el legado europeo completo, que se remonta a la época clásica y bíblica, pasando por la Edad Media, y las fuentes indo-europeas del repertorio narrativo occidental. A pesar de ello, hay razones más fortuitas para la abundancia de cuentos que existe en América Latina. Por ejemplo, en una región fragmentada en muchos países que comparten una lengua y una literatura, el cuento, que viaja con facilidad, es un género que les permite a los escritores latinoamericanos conocerse con mucha mayor rapidez.

Cualquiera sea la otra razón que pueda explicar el caudal de los cuentos latinoamericanos, ellos no solo comparten con los del resto del mundo una historia, sino también rasgos básicos en común. Entre todos los géneros modernos en prosa, el cuento es tanto el más como el menos literario a la vez: el más literario, pues el cuento artístico es notoriamente exigente en cuanto a forma y originalidad; el menos literario, pues el cuento es el único género moderno en prosa que ostenta una tradición oral paralela, que pervive incluso en la conversación cotidiana y es indiferente a los detalles formales o a la innovación. Contar cuentos consiste abiertamente en transmitir versiones recibidas de un relato contado y vuelto a contar infinidad de veces. Uno oye muchos cuentos en el transcurso de la vida diaria. Los chismes son una forma de cuento, como también lo son las anécdotas que se cuentan alrededor de una mesa, mientras se come, las cuales pueden tener el colorido de sus contrapartes literarias. Lo mismo se puede afirmar de los chistes, que dependen en igual medida de la actuación o la performance de quien los cuente, como de la novedad u originalidad de su contenido. También las mentiras tienden a ser cuentos cuidadosamente construidos, como lo son las confesiones a las autoridades, abogados o psiquiatras. Los cuenteros rurales en la Venezuela actual combinan la tradición con la tecnología moderna, vendiendo cintas grabadas de sus espectáculos en las paradas de autobús y las estaciones de servicio.

Contraviniendo las expectativas, el género ha adquirido nueva vida en las ciencias sociales. Las historias de casos en el psicoanálisis, la antropología y la sociología suelen ser similares a los cuentos, un hecho que la etnografía moderna hoy en día reconoce. Dos de las compilaciones de cuentos que más influencia han tenido en los últimos cien años han sido The Golden Bough (1890), de Sir James G. Frazer y La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud (1900). El trabajo de Carl Jung trazó un mapa de las relaciones entre las historias míticas y el subconsciente y Claude Lévi-Strauss comparó las estructuras profundas de los relatos con las del lenguaje en sí mismo. El cuento parece ser inmune al tiempo, a las modas literarias, al progreso y a la diversidad cultural. Todo el mundo, en cualquier lado, alguna vez ha contado cuentos, a pesar de haberlo hecho por razones que pueden diferir, dependiendo del momento histórico. Los cuentos tainos, mayas e incas con gran probabilidad tuvieron una función doctrinaria, quizá litúrgica, en sus respectivos entornos culturales originales.

En tanto, definir el género es difícil. Existe una sensación y una textura propias del cuento –una especie de fenomenología–, determinadas por su limitada extensión, por su breve duración, independientemente de si se trata de un cuento escuchado o leído. Aún así, no se puede medir la extensión con facilidad aunque, por lo general, un cuento se pueda leer o escuchar de una sentada, de modo que la totalidad del mismo se encuentra presente en la mente del lector, una vez que el cuento finaliza. Sin duda, esta es la razón por la cual el cuento artístico le da tanta importancia a su unidad de acción, a su simbolismo y a su tono. En este aspecto, el cuento se parece a la poesía lírica y a la música. Una frase musical tiene efecto en el auditor, solo si una frase anterior continúa sonando en su oído. Del lector de un cuento bien elaborado se espera que recuerde incidentes previos u otros detalles y que sea capaz de establecer relaciones en su mente. El placer estético que un buen cuento brinda, repentino e intenso, depende de la habilidad que ese cuento tenga para provocar dichas asociaciones, pero la diferencia entre el cuento y la música o el poema lírico es grande. Un buen cuento probablemente sobreviva una mala redacción por parte de un escritor torpe. Su núcleo parece ser la coincidencia de incidentes independientes de su esbozo y de los adornos permanentes de las modas literarias. Esa es la razón por la cual los cuentos pueden gozar de cierto anonimato, como las baladas populares o los romances. Al ver esto, Vladimir Propp propuso una “morfología” de los relatos populares rusos, como si los cuentos fuesen una propiedad común a todos, como lo es la lengua. Otra de las razones de la riqueza del cuento latinoamericano podría muy bien ser su combinación de formas altamente literarias con otras profundamente tradicionales.

Los primeros cuentos en lenguas europeas que surgieron en lo que iría a convertirse en América Latina fueron sin duda los relatos que los marineros contaron sobre sus aventuras en las tabernas de puertos como Cádiz, Sevilla o Lisboa. Bien hiladas y pulidas por sucesivas narraciones durante las tediosas travesías marítimas, algunas de estas historietas encontraron su camino hacia los escritos de Pedro Mártir de Anglería (1456-1526), el primer historiador del Nuevo Mundo, como también el primer coleccionista de americanismos, tanto en lo relativo a objetos provenientes del Nuevo Mundo, como a saberes populares. En De orbe novo decades, el infatigable Anglería, que enloqueció cuando se le contó (por equivocación) que su hijo había sido devorado por caníbales. También les regala a sus lectores las heroicas hazañas de un mono manco –un brazo le había sido mutilado en el cautiverio– que combate a un jabalí, decidido a matarlo, mientras ambos están siendo embarcados a España. Anglería compiló además muchos de los cuentos que conforman la cosmogonía taína y comenta acerca de su sugerente parecido de esta con los mitos clásicos. Con esta observación inauguró un tema que incluso hoy asedia a filósofos y antropólogos: ¿es acaso la mitología un fenómeno generalizado, con relatos análogos contados en regiones del mundo independientes unas de otras? ¿Existe una mentalidad universal que se expresa en estos relatos? Al momento del cambio del siglo XV al XVI, los componentes de lo que se iría a convertir en la literatura latinoamericana (por lo demás, escritos en latín por un buen humanista) ya se encontraban activos en los influyentes escritos de Anglería. Su misma práctica de coleccionista de relatos de orígenes diversos, refundidos más tarde en un molde retórico europeo dentro del cual se acomodan con dificultad, anticipa tanto la difícil situación de los escritores latinoamericanos contemporáneos, como algunas de las soluciones, descubiertas por ellos mismos.

El Nuevo Mundo era solo “nuevo” desde el punto de vista de los europeos, por supuesto. Los pueblos originarios habían contado cuentos durante siglos, antes de que las naves de Colón aparecieran en el horizonte de aquella auspiciosa mañana del 12 de octubre de 1492. Sus relatos, al igual que los del Antiguo Testamento o los de la mitología clásica, trataban de los orígenes del mundo y la humanidad y comprendían narraciones sobre cataclismos cosmológicos, incesto, violencia, traiciones, luchas monárquicas y migraciones masivas. Estos relatos eran una manera de conceptualizar el mundo y de lidiar con las arduas realidades que hombres y mujeres de todas partes enfrentan: el destino, la muerte, la trascendencia, la organización de la vida en sociedad. Hablaban de lo azaroso del amor, fuera este filial o erótico, de la sucesión de generaciones, del temor a los fenómenos de la naturaleza, de asuntos ligados al conocimiento y al poder. Los frailes, consternados por el tratamiento que recibían los llamados “indios”, recopilaron estos relatos y les dieron forma escrita, para demostrar, por una parte, que esta gente pertenecía a la raza humana y, por otra, que también era hija del Dios cristiano. La originalidad de los cuentos a menudo era sorprendente, del mismo modo en que el saber popular europeo, en especial el cristiano, lo era para los indígenas.

Los cuentos europeos y americanos eventualmente se entremezclaron, mientras los indígenas, con diversos grados de sinceridad y a menudo respondiendo a las amenazas y a una innombrable brutalidad, aceptaban las nuevas doctrinas. Este proceso cobró nueva fuerza cuando los africanos comenzaron a ser importados como esclavos a muchas partes del Nuevo Mundo, en especial al Caribe y a Brasil. Diversas formas de recopilación de relatos, derivadas de la práctica iniciada por los frailes, aún siguen vigentes. Es gracias a los frailes, en épocas remotas, y más tarde a los antropólogos, que contamos con algunos de los relatos incluidos en la antología, dado que antes de la llegada de los europeos, en el Nuevo Mundo no existía la escritura. Los dilemas que este tipo de recopilación ocasionan –de índole moral, política y literaria– a menudo han sido incorporados en la textura misma de los relatos, en especial, aunque no en forma exclusiva, en épocas modernas. Por lo tanto, los relatos taínos, mayas e incas recogidos aquí, no son prehispánicos en un sentido cronológico, sino post-hispánicos, parte del proceso de reescritura y redescubrimiento constante provocado por la colonización. Aparecen al inicio del presente libro, para respetar la estructura secuencial que toda historia tiene que construir, con la finalidad de ser inteligible, pero el lector debe estar consciente de las inevitables distorsiones que las reescrituras siempre perpetran en los textos originales, sin importar los esfuerzos que quien reescribe haga para desaparecer del cuadro.

Los cuentos recopilados por de Anglería, Fray Ramón Pané o Fray Bernardino de Sahagún no fueron los únicos relatos originarios que llegaron a las imprentas europeas. Pronto, los descendientes alfabetizados de los indios conquistados comenzaron a escribir desde su perspectiva escindida, como habitantes de dos universos mentales que tratan de explicarle uno de esos universos al otro. Al escribir acerca de Garcilaso de la Vega, el Inca, Arnold Toynbee identificó de manera muy provechosa a esta nueva clase de escritores híbridos, presentes a lo largo de la historia moderna, como pertenecientes a lo que los rusos denominaban la “intelligentsia” –habitantes originarios que explicaban (hacían inteligible) su cultura al conquistador, incorporando en el proceso el repertorio ideológico y técnico fundamental del conquistador–. En la América Latina colonial, de hecho, estos escritores se valieron de los mismísimos fundamentos de la doctrina europea para condenar a los europeos. Guamán Poma de Ayala –escribiendo, como Garcilaso de la Vega, desde una perspectiva cristiana– critica con gran severidad a los españoles por no regirse por los principios de su propia religión. Ninguno de estos escritores cuestiona el cristianismo –en esa época, el núcleo explícito de la ideología de Occidente– que es el conjunto dominante de creencias a las cuales adhieren. En su ambivalencia y en su angustiada hibridez, estos escritores anticipan el dilema de los autores latinoamericanos modernos: para diferenciarse de Occidente deben pensar utilizando los fundamentos ideológicos y discursivos que les proporciona Occidente.

Las cosmogonías de las culturas originarias no eran los únicos relatos de alcance cósmico en la América Latina colonial. Las relaciones del Descubrimiento y la Conquista tenían un alcance universal. El Descubrimiento (del Nuevo Mundo) fue, de acuerdo a Fray Bartolomé de las Casas, el evento histórico más importante desde el nacimiento de Cristo. Desde entonces, la sensación de haber sobrevivido a un hecho histórico que había dividido las aguas en un antes y un después, la sensación de estar presente en un inicio significativo, ha permeado los relatos provenientes de América Latina. La conciencia de cuán portentoso fue el Descubrimiento, en términos de la Historia Universal, constituye nada menos que la irrupción de un sentido moderno de temporalidad. La gente sentía haber caído en algo así como un abismo histórico, que habían sido barridos por un vasto cataclismo temporal, inexorable e irreversible, que desbarataba la red de seguridad que la tradición proporcionaba, representada por las tranquilizadoras reiteraciones culturales, incluidos los relatos que se contaban una y mil veces. Moctezuma, el monarca azteca derrotado, solo pudo explicar la llegada de Cortés y sus hombres como el cumplimiento de una profecía perteneciente al sistema azteca de creencias. Fue una manera de salvarse del abismo con el que se estaba viendo confrontado. La urgencia histórica presente en muchas de las crónicas del Descubrimiento y la Conquista, tiene su paralelo en los escritos de San Pablo; se trata de la consciencia de que existe en el desenvolvimiento de la vida colectiva, que anuncia un nuevo y portentoso comienzo.

El anuncio fue posible gracias a la diseminación de la letra impresa –el Nuevo Mundo fue realmente descubierto por la imprenta, dirán algunos–. El debate sobre el proceso de la colonización española y portuguesa continúa gracias a que aún se encuentra disponible un asombroso registro original del mismo. En comparación, disponemos de mucho menos información sobre las proezas y desventuras de Alejandro el Grande o del Rey Darío y ninguna sobre las invasiones aztecas, mientras se dirigían hacia el sur desde las tierras altas centrales de México. No obstante, en especial los españoles desarrollaron en el siglo XVI una enorme burocracia estatal, que dejó registrados en historias y en documentos legales los logros y fracasos de miles de personas en los más diversos momentos de sus vidas. Los archivos de Simancas y, en particular, el Archivo de Indias en Sevilla, están repletos de este tipo de documentos. Tanto en las historias como en los documentos legales –relaciones, peticiones, confesiones, informes–, encontramos innumerables relatos, tanto sobre los colonizadores, como sobre los colonizados. Aun cuando no se trate de cuentos en el sentido que el término habría de adquirir en el siglo XIX, cuando la práctica se convirtió en un género propio, estas son narraciones entretenidas, significativas y bien construidas, que tienen peso propio. Enrique Pupo-Walker ha demostrado cómo en historias extensas estas narraciones aparecen relatos breves como ilustraciones, como divagaciones entretenidas e imaginativas, como transiciones, ejemplos y otros ornamentos retóricos. Algunos relatos, como el conocido de Pedro Serrano, que figura en Los comentarios reales de los incas, de Garcilaso de la Vega, pueden tener un subtexto político e incluso filosófico: los europeos, cuando se los reduce a la barbarie, actúan de la misma manera que los indígenas de la más baja ralea.

Lo que conecta a todos estos relatos coloniales entre sí es el tema de la huida, tanto física como mental, de las estrecheces y, a veces, literalmente de las prisiones del Nuevo Mundo. Ésa es la razón por la cual muchos de ellos versan sobre algún tipo de desvío del camino recto o, incluso, incluyen casos de delincuencia, como en los cuentos de Catalina de Erauso y de Gaspar de Villarroel. Es un hecho histórico que muchos criminales llegaron al Nuevo Mundo para escapar del largo brazo de la ley. El mismo Colón enroló a presos comunes para su primer viaje, prometiéndoles libertad a cambio de sus servicios. En el siglo XVI y en el XVII, la libertad y el Nuevo Mundo se volvieron sinónimos a nivel del subconsciente. Miguel de Cervantes anhelaba un puesto en el Nuevo Mundo, que le fue denegado. La línea divisoria histórica mencionada más arriba, que marcaba un antes y un después, podía ser, a un nivel individual, un cambio de identidad, en no pocos casos, para judíos conversos que huían de la Inquisición. Para Catalina de Erauso, la “Monja Alférez”, la libertad significó un cambio de sexo.

En El Carnero (1636), de Juan Rodríguez Freyle, la primera recopilación literaria de relatos del Nuevo Mundo, la ficción que le confiere unidad a la obra es que su contenido habría sido extraído del papelero de la audiencia de Bogotá; se suponía que los relatos eran la basura de los litigios entre los buenos vecinos residentes en esa ciudad. El comportamiento ilícito o inmoral es su común denominador. Como la acción heroica ya no era posible –la Conquista había finalizado hacía mucho–, estas aventuras eran eróticas; a menudo se trataba de actos que contravenían el matrimonio. El matrimonio es la ley fundamental que mantiene el orden social y asegura una sucesión pacífica. Rodríguez Freyle se burla de los intentos persuasivos de la ley por controlar y contener el deseo sexual y convierte este Decamerón colonial en un libro delicioso, incluso levemente pornográfico. Es evidente que muchas de estas desventuras habrían de ser consignadas en los escritos eclesiásticos, la otra extensa y exhaustiva variante de archivo, en el que se registraba la vida privada, incluso íntima, de los colonizadores. Largas y en gran parte tediosas historias de órdenes religiosas, diócesis y parroquias contienen de modo ocasional jugosos relatos, no desprovistos de mérito artístico. En el siglo XVII y en el siglo XVIII, el registro eclesiástico y legal no era tan colorido como en el siglo XVI, pero es exhaustivo y consigna un tipo de vida que, aun cuando no sea aventurera, constituye los cimientos de lo que en la actualidad es América Latina.

El mundo de los virreinatos era barroco, no solo en cuanto a su expresión artística, sino en lo relativo a la mismísima textura de la vida social y política –sus escritos legales y religiosos eran manifestaciones de escolástica barroca–. Era esta una vida de pompa y ritual, en la cual las autoridades religiosas y políticas hacían ostentosos alardes de su poder y su riqueza. El barroco aderezó y favoreció la extravagancia del Nuevo Mundo, incorporando sus expresiones a las formas recibidas de la arquitectura, la pintura y la literatura europeas. La oratoria religiosa, como en el cuento de Villarroel, era practicada por gente como Juan de Espinoza Medrano (“El Lunarejo”), quien también era un devoto seguidor y defensor de Luis de Góngora, el poeta barroco más importante de la época, venerado e imitado en la América colonial. Otros, como la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, escribió obras de teatro a la manera de Calderón de la Barca y poesía, que llevaba al Siglo de Oro español a su punto culminante. La “Respuesta a Sor Filotea”, de Sor Juana, una defensa de su derecho como mujer a ejercer su intelecto y practicar el arte de la escritura, es también una autobiografía sinóptica –un buen cuento, enredado en la maraña de su retórica y su léxico neo-escolásticos–. La vida de Sor Juana, al igual que las vidas de otros criollos poco convencionales, es una que se aventura a las fronteras de las costumbres y de la ley, donde se encuentran lo inusual y lo prohibido. Su extravagancia barroca era ser mujer e intelectual, del mismo en que la extravagancia de Catalina de Erauso era ser una monja alférez.

En Brasil, la actividad artística e intelectual no era comparable a la de los virreinatos españoles –aunque no era insignificante, en especial en el siglo XVII, gracias a las obras del jesuita Antonio Vleira (1608-1697) y del abogado Gregorio de Matos (1633-1696)–. Los colonizadores portugueses no se vieron confrontados a culturas indígenas avanzadas, como la azteca, la maya o la inca, de modo que no tuvieron la necesidad de competir con estas, creando sofisticadas sociedades como los virreinatos españoles. Los templos aztecas fueron transformados en catedrales barrocas. Más aún, al permanecer cerca de la costa, los portugueses no emprendieron campañas épicas a gran escala ni migraciones masivas, como los españoles. Desde el principio, quizás a causa del carácter de los portugueses, Brasil estuvo más abierto a la influencia europea y fue menos confrontacional en su contacto con los pueblos originarios. Contrariamente a España, Portugal, donde los árabes habían sido derrotados mucho antes, no estaba absorbido por asuntos de pureza racial o doctrinaria. Por lo tanto, no se propuso convertir a los indios con el mismo celo. Entonces, como era de esperar, los relatos más apremiantes del encuentro entre las culturas son aquellos escritos por Jean de Léry en su Historie d’un voyage faite en la terre du Bresil autrement dite Amérique (1578), que aún son leídos con deleite por escritores y antropólogos.

La literatura de América Latina en tanto actividad consciente de sí misma surgió como resultado del proceso de la independencia, durante las primeras décadas del siglo XIX. Mientras los ex virreinatos y otras subdivisiones políticas (tales como las capitanías generales y las jurisdicciones de las audiencias) se convertían en naciones, sus elites aspiraban a fundar literaturas individuales. Una nueva nación tenía que tener una expresión de su propia esencia en el arte. Copiados de los modelos napoleónicos, al igual que los coloridos uniformes de sus ejércitos, estos nuevos estados redactaron constituciones, organizaron poderes legislativos, compusieron himnos nacionales e idearon banderas y una completa heráldica de legitimación y poderío. Su historia fue monumentalizada, los héroes, conservados y venerados y las estatuas, erigidas. La originalidad de cada nación, su carácter único, tenía que ser expresado y preservado. Los mitos nacionales se convirtieron en los cimientos de las literaturas nacionales, en extensos poemas dedicados a la naturaleza americana, como las odas de Andrés Bello.

La actividad literaria salió desde la celda monástica, el púlpito y la corte virreinal y se dirigió hacia los cenáculos, los cafés y los clubes políticos, los recientemente fundados periódicos y las gacetas. Los fundadores de las naciones y las literaturas a menudo eran los mismos. Se desarrolló la literatura latinoamericana en medio de una intensa actividad política, un rasgo que aún no ha perdido y que colorea muchos de los cuentos que empezaron a publicarse. (En suma, la política se convirtió tanto en un motivo de orgullo como en la plaga de la literatura latinoamericana moderna.) Intelectuales y escritores de diversos países latinoamericanos se reunieron en París alrededor de 1830, donde descubrieron sus parecidos y diferencias. Se trataba de exiliados, diplomáticos, hombres jóvenes enviados a Europa para ser educados allá. Por razones geográficas y políticas, habría sido imposible que se reunieran en cualquier ciudad de América Latina, de modo que su destino común, París, se convirtió en la cuna de la literatura latinoamericana moderna. Por supuesto que Francia era el eje de la actividad artística e intelectual de Europa y el lugar donde el cuento estaba consolidado como género, en las obras de escritores como Guy de Maupassant, Flaubert y muchos otros. Los modelos de las gacetas latinoamericanas eran, inevitablemente, sus contrapartes francesas. Lo mismo ocurrió con los cuentos. Los escritores latinoamericanos aprendían de los suplementos literarios que leían, imitaban y, a menudo, traducían.

Si el espíritu romántico celebraba lo particular, lo individual, lo local y lo diferente, en contraposición a las normas y reglas abstractas que el neo-clasicismo dictaba, entonces existía una contradicción en las actividades de los artistas e intelectuales latinoamericanos en París y en otros lugares. ¿Había una sola literatura latinoamericana o había muchas? Si una determinada conciencia, nacida de un entorno natural y social determinado, creaba el arte, entonces tenía que haber una literatura mexicana, una argentina y una chilena y no una latinoamericana. Este es un problema que no ha sido resuelto a nivel teórico, pero sí lo ha sido a nivel práctico. El imperio español había sido programadamente uniforme en cuanto a la lengua, le ley y la religión, razón por la que los nuevos intelectuales y artistas y sus sucesores hasta nuestros días, pensaron y siguen pensando que son muchas las cosas que tienen en común. Además, las comunicaciones modernas hicieron posible el intercambio de libros panfletos, ideas y los encuentros en Europa o en la misma América Latina. Fue posible para ellos conocerse, buscarse y publicar antologías que incluían las obras de escritores de varios países (la primera fue América poética, compilada por el argentino Juan María Gutiérrez, que apareció en Chile en 1846). Los escritores latinoamericanos más importantes conocen la obra de sus colegas y sienten que pertenecen a una tradición continental, a pesar de reconocer que trabajan al interior de literaturas nacionales que les proporcionan instituciones como las editoriales, empleo y las posibilidades de viajar. Con las excepciones usuales, a menudo causadas por la persecución política, los mejores escritores se empinan a la cima y dialogan con sus colegas, más allá de las fronteras nacionales.

La principal innovación en la literatura romántica latinoamericana del siglo XIX fue el empeño de mirar lo más directamente posible la realidad del continente, tanto la de la naturaleza, como la de la sociedad, en lugar de hacerlo a través del discurso de la filosofía neo-escolástica. Este cambio, que por supuesto había tenido lugar en Europa durante la Ilustración, llegó con demora a las antiguas colonias españolas, a raíz de la minuciosa perfección del adoctrinamiento católico, que estaba aliado a las instituciones de la Corona. En Brasil, este cambio hacia la observación directa de la realidad ocurrió algo más temprano e incidió en la fundación de agencias estatales dedicadas al propósito de aprender sobre los abundantes recursos naturales del país.

Relecturas del cuento hispanoamericano

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