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Prólogo. Sobre la poesía reunida de Robinson Quintero Ossa

Darío Jaramillo Agudelo

Creo que fue Agustín de Hipona (en todo caso no importa quién fue) la persona que observó que, si todo estuviera absolutamente quieto, no percibiríamos el tiempo. En otras palabras, sabemos del tiempo porque las cosas se mueven. Es el movimiento lo que induce esa percepción meramente categorial que es el transcurso del tiempo.

La hipótesis de la quietud absoluta no es más que una imagen irreal y perfectamente ociosa. Lo que sentimos es el movimiento y por él llegamos a los minutos y a las horas. El físico lo corrobora: la velocidad de desplazamiento se mide con la longitud recorrida multiplicada por el tiempo que tarde; kilómetros por hora, metros por segundo.

Estos metafisiqueos me los desencadena el primer acercamiento a la poesía reunida de Robinson Quintero Ossa. Heracliteano sin Heráclito, lo primero que suscitan sus poemas es la noción de movimiento, más, de cambio. Sin Heráclito, pero con río: “Yo amé un río | un brioso torrente en un recodo de mi niñez || Llegaba de las montañas | entre florestas de guadua | y cafetales | y se desbordaba en la casa | al fondo del solar || Un río | como los días | siempre de paso | [...]”.

La quietud total supone el silencio total. El sonido aparece con el movimiento. Aquí, al principio, en sus primeros poemas publicados, una hermosa memoria de la infancia, el sonido es el mismo silencio del campo, el sonido es el canto de los pájaros que “tal vez se entregaban al infinito | arrobados por una ciega embriaguez | Tal vez eran náufragos | los invitados del viento”.

Antes de seguir con el movimiento, con la inquietud, vale la pena detenerse en los pájaros, un tema central, reiterativo, se diría que obsesivo, en la obra de Quintero. Al enunciar lo que recuerda de su infancia, dice: “O cuando me era triste | la música de las palabras | y asombrado me detenía a escuchar | la fiesta de un pájaro | en el atardecer”.

Y cuando recuerda su pueblo natal, dice que su nombre es “Palabra desde la que vuelan pájaros” (también dice que es “palabra que se fue haciendo verso”). En otro poema, también dedicado a Caramanta, señala que “ningún poeta le ha cantado | Lejos de todo | es una vereda | un paraje perdido | con pájaros y riachuelos”.

La quietud es anterior al poema. A la quietud absoluta, la quietud sin tiempo, la imita la quietud de la infancia, un pueblo que es todo el universo, Caramanta. Allí comienza el movimiento, movimiento en su acepción de parte de una sinfonía y en su acepción de cambio de lugar.

Caramanta es, también, el sitio de las primeras elegías, los primeros duelos, los primeros muertos. El abuelo, el hermano con el que compartía habitación y cama; el final del poema sobre el hermano es desgarrador:

Esta noche el hermano descansa del otro lado de la cama y, ceñidos los dos por la misma sábana, calentados por la misma manta, estamos desvelados bajo el mismo techo. (Ya crecimos: es preferible envejecer por separado, lo más distantes posible). Uno de los dos dejará la casa. ¿Cuál primero? Siento de pronto cómo oprime su sien la almohada; su cara medio oculta por la cobija es sueño y sombra. No tiene todavía el rostro pálido el orificio de la bala en su frente.

Después, en otra “Invocación en la muerte de mis hermanos”, se trata a sí mismo como un árbol (y allí, siempre, los pájaros): “Señor | de los tres dejas el de tronco | menos fuerte | el de frutos tardíos | el de más débil fronda | Afianza mis raíces | cuida mi savia | permite a los pájaros | que canten | para que los que vengan | disfruten de mi sombra”. Este poema da lugar para mostrar el tono de conversación de sus poemas, un sabor coloquial que, con todo y lo coloquial, tiene su música, una música sin estridencias, susurrada, una música que está al servicio de lo que dice.

Hay aquí oficio y conciencia del oficio. En la parte titulada “El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse” la constante es la reflexión sobre el trabajo de darle nuevo sentido al mundo (“limpiar las palabras | regarlas y vigilar | que no mientan”). Compara el quehacer del poeta con el trabajo de la hormiga, con la labor del peluquero, con el arte del malabarista, con el transitar del atleta; cada uno de estos paralelismos es un poema.

Además de la labor del poeta, aparecen otros quehaceres que rodean su cotidianidad. La vendedora de frituras, la prostituta, el lustrabotas (“y es su alegría descubrir el color del cielo | reflejado en los zapatos”), el dentista, la madre; y hace la elegía de su jíbaro (“se murió mi jíbaro | Él —tan acostumbrado a dar | resurrecciones || [...] || Se murió mi médico | mi músico | mi mago || [...] || Se me fumó todo el cielo”).

Si bien los poemas iniciales son un canto a la quietud del pueblo natal, una evocación donde la nostalgia se trastoca en una ineludible presencia del origen, la sección titulada “La poesía es un viaje” alude ya, directamente, al movimiento. Al contrario del aparente romanticismo de los traslados de un caminante, también al contrario del casi épico mundo de la navegación, Quintero hace su crónica viajera del que se mueve por carretera, aún más, del que va por el mundo montado en el nada prestigioso bus. El bus es la aventura del ser anónimo, la masificación de la calidad de viajero: “Sigo los buses que viajan veloces en la noche | cuando la tiniebla es más cerrada | y apenas los distingue | el destello de las luces || No dicen a dónde van | ni de dónde vienen | y a nadie dan razón de los asuntos de sus viajes”. Ya antes ha dicho: “El bus llega a ser tan silencioso que medita”.

El paisaje es una sucesión de instantáneas: “colinas de altos pastos rojos | un río de brillantes peñascos | una montaña escasa de luz | y otra cumbre más distante donde ya es la noche | Un cielo color granate | y un viento que entra con sus pájaros en el crepúsculo | también de viaje | El temblor de los platanales en la carretera | las aguas estancadas en las zanjas | los abismos por los desfiladeros | El oscuro sonido que se hace debajo de los árboles | y la última luz viva de la tarde”.

Y no es solo la percepción metamorfoseante de quien levanta la vista y mira a lo lejos a través de la ventanilla; también están las visiones de quien no sabe si duerme o está en vela arrullado por el silencioso ronroneo del bus: “En el sueño entreoíamos las gomas | sobre el asfalto mojado | acelerar rápidas | y el tráfico de los camiones | dejaba una exhalación de aguaviento | La vegetación se hizo borrosa | y las fachadas de los pueblos | rebrillaron en las ventanillas | como bocetos cubistas”. O la sensación de quien no ve, pero oye e intuye las luces de otros vehículos: “Sigo los buses que viajan veloces en la noche | cuando la tiniebla es más cerrada | y apenas los distingue | el destello de las luces || [...] || Las estrellas cumplen arriba | su destino | Pero más hermosa que la luz | inmóvil | es la luz que huye”.

El viaje, siempre por carretera, depara otras apariciones que Robinson convierte en poemas: las cruces que señalan los lugares donde alguien encontró la muerte, los cementerios de gente, los cementerios de carros, los túneles, otros carros que vienen y se cruzan con el bus, como el camión de ganado, como otro bus que saluda con una formidable bocina: “Es rutina entre los choferes de buses, cuando se cruzan por las carreteras solitarias, a manera de saludo, soplar a todo volumen los vientos de sus cornetas hasta que los carros se pierden en las distancias”.

En cierto modo, los poemas de Quintero son pioneros en el tema de viaje como pasajero de bus; una situación cotidiana, en principio patéticamente prosaica, es ganada por él para la poesía. Y sus personajes, anónimos, en apariencia rudamente vulgares, adquieren un perfil poético: la frutera que vende a orillas de la vía, el montallantas (“Agradece con un buen deseo el trabajo del montallantas || Sucio | desarrapado | en un paraje de la carretera | se esmera en su oficio || Rápido | y con destreza | repone el neumático | coloca la llanta en el eje | y gracias a él es posible continuar el viaje | que demoró el imprevisto”) y los ayudantes (“Desde niño admiré su osadía de viajar | colgados del borde de las puertas | de los buses | asidos a una manija por una mano de aire”).

Párrafo aparte merecen los choferes de bus: “los pensamientos del chofer | mientras gira silencioso | con el volante el mundo || ¿Qué bulle en ese solitario corredor de fondo | entre tanto pasan árboles | precipicios | y sombras?”. Al chofer le dedica un epitafio y un homenaje: “Aquí yace | quien enseñó | no el mundo | sino una manera de mirarlo”.

Más allá de los protagonistas, de los testigos, más allá de los paisajes, Quintero indaga el sentido profundo del viaje, su significado iniciático, hasta su fatalidad: “Porque el asunto es moverse | errar | remontar la distancia | ser uno mismo lejanía”. Revela la búsqueda, casi más importante, al menos más duradera, que el hallazgo mismo: “El que viaja || Desea a veces la quietud | no el continuo viaje | no el afán de arribar para partir | siempre || un poco de solaz | un paraje silencioso | una oculta corriente de agua”.

Paradójicamente, el viajero también manifiesta su carencia, que ahora es la quietud, e invoca a “El que es pasajero y nunca emprendió viajes | a esos lugares de donde llama | su alma | viaja ahora en este poema”. Por esto mismo no es de extrañar que ese personaje con aires de explorador se recoja: la siguiente parte del libro revela con su título la intención: “El poeta da una vuelta a su casa”. Y, sí, está en su casa, pero allí reivindica su vocación de errancia: camina por la casa, va por la calle pateando una piedrita, pasea por la calle con su perro.

Caminar es distinto a viajar en cualquier vehículo. Dice David Le Breton que “el conductor [¡y el pasajero!] de automóvil es el hombre del olvido: el paisaje desfila a su lado más allá del parabrisas, sin que él sienta nada, en una especie de anestesia sensorial y de hipnosis con la carretera. Es también el hombre de la urgencia: sin necesidad de detenerse en el camino, es únicamente un ojo hipertrofiado que lo recorre a gran velocidad. Además, ni las carreteras ni las autopistas son propicias para la exploración o el vagabundeo [...]. El caminante siente la tierra bajo los pies, en contacto vivo con el camino”. Antes ha dicho que “caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”, ha dicho que “caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo” y ha dicho, también con tino, que “caminar es la confrontación con lo elemental”.

Si el viaje largo significa medir el mundo, ampliar el rincón del paraíso que aquí se llama Caramanta y confrontarlo con otros cielos y otros infiernos, la caminada es algo más íntimo que suscita la visión interior; aun moverse dentro de la casa significa descubrimientos: “Una vuelta a su casa para burlar el tiempo | mirar en otra cara | o ver las cosas de otro modo”. Ese detenerse sirve, también, para reconocerse móvil: “la sombría media luz de la casa | la consistencia del resguardo | no son para mis versos || [...] || Mis palabras prefieren | para dejarse ver | la intemperie: || los días son dioses y adioses || [...]|| Caminar es ya tener una casa | Escribir es ya tener una casa”. En el mismo poema dice que “Poeta que no camina | ¿a qué horas templa su melodía?”, siguiendo con esto el aforismo de Nietzsche: “no escribo solo con la mano: el pie quiere escribir también. Firme y valiente corre, ya por el campo, ya sobre el papel”.

En el recogimiento también se le aparecen los pájaros:

Surcan el bajo cielo de mi casa multitud de pájaros: bajan a los muros o se ponen a hacer nada en los árboles. Trotan sobre la hierba, pican el plátano de los cebaderos, vuelven al aire y se esfuman. Algunos se extravían buscando la ruta de la bandada y otro —como este— se estrella en el abismo de la ventana.

Y en las caminadas de vecindario va al ritmo de su perro:

Tiene mi perro un estilo de pasear que lo distingue, un paso fluido que despierta la admiración de la gente, un ir plácido por las aceras que da gusto mirarlo, un vagar distraído que dan ganas de seguir su rastro; su andar pisa entre más firme más suelto, su trote queda en el aire después de que pasa, su correteo da vueltas en redondo y pone a girar las calles. Se escucha, en lo que escribo, su paso. Con quiebres de gozque, sin lazo de atar, va mi perro en su paseo de olores.

El caminante se permite hacer una taxonomía de las calles. El común denominador es que siempre son distintas: “Hay las calles que pasado un largo tiempo | volvemos a caminar | [...] || Hay las calles que anduvimos ya en una ocasión | —no sabemos qué ocasión fue— | pero en la ruta | nada recuerda nuestro paso || Y hay las que paseamos por primera vez | y en las que nos estremece | el presentimiento | de que ya las caminamos”.

No es extraño que sea caminando cuando el poeta halla su doble que siempre va adelante de él, si bien nadie puede estar seguro nunca de cuál es el original, si lo hay, y cuál la copia, si la hay. En todo caso, entretenido con pájaros o consigo mismo, buscándose a sí mismo o recogiendo piedras, el poeta descubre el mundo mientras camina y descubre el poder curativo de los guijarros: “Sea un andrajo de pedrusco o un pulido guijarro, hay que guardarlas en los bolsillos, darles un sitio en la mesa, llevarlas de ronda, descansar su peso. La piedra que levita la calle, la que hace pila entre el andén y el muro, la que luce sus bordes en el charco del patio, ensimismada. Hay que hablar las piedras, decirlas sin prisa. Dan calma”. En todo caso se autoprescribe unos mandamientos que sigue con fe: “Agradecer cada día el misterio del que nace el poema. | Ir sin prisa entre el mirar y el admirar. | Ser la luz secreta que medita”.

Invitados del viento

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