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El viaje en autobús

Él llega un minuto antes de la hora de partida: ocho veintinueve p.m. Entrega el boleto a la edecán y recibe una bolsa con un emparedado y a la pregunta de qué quiere tomar, él responde. Whiski. Sonríe y rectifica. Coca Cola por favor. La edecán entrega la bebida y con una sonrisa confirma su número de asiento: 12, pasillo. Él le sonríe y nota que la edecán tiene bonitos labios, discretos pero sugerentes. ¿Las edecanes van también en el autobús? Pregunta con malicia. No, nosotras nos quedamos en puerto. Contesta de manera impersonal. Lástima. Dice él y aborda.

Ella ocupa el asiento número 11. Habla por teléfono. Sí mamá, el viernes en cuanto termine tomo un autobús de regreso. Sí, sí. Dales un beso por mí, diles que las amo, no dejes que coman dulces por la noche, adiós. Cuelga. Ve su reloj y voltea hacia la ventana. Ve su rostro reflejado en el cristal. Se arregla un poco el cabello y suspira. Busca en su bolsa y saca una caja de Paracetamol. Toma dos pastillas y bebe de la botella de agua que está en el portavasos. Su celular vibra. Revisa sus mensajes y lee bajo el nombre de Julián. ¿Ya tomaste tus pastillas? Que tengas bonito viaje. Te veo al regreso. Besos. Piensa en responder el mensaje pero no lo hace. El detalle de las pastillas la enoja. Antes eran cosas que apreciaba, ahora, no sabe bien por qué, le molestan.

Él camina por el pasillo con los ojos puestos en la cinta de numeración de los asientos. Se da cuenta de que cada vez que sube a un autobús avanza contando parsimoniosamente: uno-dos, tres-cuatro, cinco-seis hasta llegar al que le corresponde. Ríe mentalmente de sí mismo y se detiene en el once-doce. Ella tiene el rostro vuelto hacia la ventana. Él piensa que Alba no tuvo la precaución de escoger un asiento que estuviera solo cuando le compró el boleto. ¡Es tan distraída! Ella siente la presencia de alguien que se prepara para sentarse a su lado y maldice el momento en que le pidió a Chelita que le comprara el pasaje. Claramente le dije que escogiera uno que fuera solo, creo que se desquitó por hacerla trabajar hasta tarde. Él saca un libro de su valija, lo deja en el asiento y sube la valija al portaequipajes. Ella voltea a ver el libro. El profesor del deseo, Philip Roth. Después voltea a ver el rostro de la persona que lo acaba de dejar ahí en el mismo momento en el que él, después de acomodar su pequeña valija, dirige su vista hacia ella. Los dos se contemplan un instante cuya duración les parece incierta. Hola. Dice él. Creo que nos toca compartir. Hola. Responde ella. Sí, creo que sí. Y acomodándose como si quisiera proteger en la medida de lo posible el espacio que le corresponde regresa su vista a la ventana. Él se sienta. Vamos retrasados, ¿no? Pregunta ella como para sí. Él ve su reloj. Sí, pero sólo por cinco minutos. Ella, sintiendo una especie de reproche en su precisión, responde. Bueno, me parece que deben de ser más cuidadosos con sus horarios. Él, dándose cuenta de que su comentario la ofende de alguna forma, afirma sin convicción. Sí, creo lo mismo. El chofer aparece, se para al inicio del pasillo y recorre el espacio con la vista. Parece contar el número de asientos vacíos u ocupados, no lo saben. Da media vuelta y toma su lugar como conductor. Sienten el motor al arrancar con una suave vibración en el cuerpo. Él imagina que se acaba de sentar en un gato enorme que ronronea. Ella ve su reloj y se tranquiliza.

¿A dónde se dirige? Pregunta él dejando a Roth de lado. Ella, abandonando las luces al fondo de la oscuridad de la ventana voltea a verlo y después de dudar un momento responde. Voy al DF. Él asiente en silencio. ¿Conoce? Pregunta ella. Un poco. Miente él. Ella lo ve con detenimiento y él rectifica. Bueno, sí. Yo nací allá. Hace ya algunos años. Ríe. Evito ir lo más que puedo. Ella suspira y cuando se recobra continúa. Y ¿usted? Voy a Querétaro. ¿Hacemos escala en Querétaro? Pregunta ella sobresaltada mientras ve su reloj. Eso espero, de lo contrario estoy en el lugar equivocado. Ella lo ve repentinamente como si hubiese un mensaje oculto en lo que acaba de decir. ¿Qué? Dice él. Nada, nada. Responde ella. Silencio. Y ¿a qué se dedica? Pregunta ella buscando algo, para él inimaginable, en su bolso. Mmm, soy poeta. Saca la cabeza del bolso. ¿Poeta? No me diga. Sí, sí le digo. ¿Por qué le parece tan extraño? Lanza su vista hacia la noche y responde. No, extraño no, es sólo que conocí una vez a un poeta. Silencio. ¿Y qué tal fue? Ella voltea a verlo como si no comprendiera. Él puntualiza. ¿Qué tal fue conocerlo? Ella suspira. Bien, por momentos. Él asiente con la vista refugiada en la portada del libro. ¿Y qué tal se gana como poeta? Pregunta ella con cierta malicia. Sonriendo, como si se hiciera una broma a sí mismo, dice. No mucho, digo en dinero. ¿Y en qué más se puede ganar? Él voltea a verla como para verificar que lo dice en serio. Ella ríe. No me haga caso, sólo bromeo. Son bromas que tenía con aquel poeta del que le hablaba. Él sonríe. Bueno, soy poeta pero no vivo de eso. Para subsistir doy clases en la universidad, para existir hago poemas. Soy como el doctor Jekyll y míster Hyde. Se avergüenza de inmediato de haber usado una referencia literaria tan trillada. ¿Y cuál es cuál? Pregunta ella en tono juguetón. Él sonríe y recobra el ánimo. No estoy muy seguro. Risas. Él continúa. El trabajo es necesario, ya sabe, tengo que ayudar a sostener una familia. Ella, queriendo evitar sonar muy curiosa pregunta. ¿Casado? No. Dice él. Divorciado. Yo también. Dice ella. Y se ven a los ojos. Cada uno piensa que hay algo en la vista del otro que les recuerda algo sobre sí mismos, algo que habían olvidado. Las luces se apagan, el camión sale de la ciudad. Las pantallas de los televisores descienden lentamente con un bep-bep hipnótico. Los dos ríen perturbando un poco el espacio sonoro envuelto en algodón del autobús. La película comienza.

Y usted ¿a qué se dedica? Soy criminalista. Vaya, eso es… intimidante. Ella lo ve y sonríe cuando descubre la broma en su mirada. Sí, eso me dicen. Responde mientras retira de su bolso un paquete de Trident de menta, saca uno, lo mete en su boca y le ofrece el resto. Él acepta mientras imagina el chicle que ella mastica. Ve el diminuto, blanco y aromático chicle pasando entre sus labios, recibido por la punta de la lengua voluntariosa que se adelgaza para alcanzarlo y mandarlo ipso facto a las muelas implacables. ¡Quién fuera el chicle! Piensa él mientras da comienzo a su propio rumiar mentolado. ¿Y qué tal se gana? Imagino que mucho y bien. Dice tratando de evitar cualquier dejo de sarcasmo en su voz. Ella, con la vista perdida en la pantalla del televisor más cercano, responde ensimismada. Sí, se gana bien. Silencio. Él observa su perfil iluminado por el resplandor azul del monitor. No lo dice muy convencida. Ella reacciona y sonríe. Bueno, lo que pasa es que hay que sacrificar mucho, pero me apasiona lo que hago. ¿O qué, en la poesía todo es fácil? Ríe. Luego de aceptar la encrucijada en la que lo acaba de meter asiente. No, no es fácil. Hay mucha frustración en el camino. Ella ve en el brillo azulado de sus ojos una pasión que le recuerda sus años de juventud, cuando todo era una posibilidad detrás de cada decisión por tomar, de cada esquina por doblar, de cada puerta por abrir. ¿Frustración por la fama no alcanzada? Pregunta ella con honestidad. Él la encara pensándose blanco de un ataque. No. Dice con energía. Se tranquiliza y continúa con menos severidad. No, no la fama. No en el sentido en el que se piensa comúnmente, por lo menos. Y ¿cómo, entonces? No lo sé, quizá adquirir la certeza, por mínima que sea, de que se puede escribir eso que se creía que se iba a escribir. Ella lo ve. Silencio. En la película los amantes se separan.

Y ¿a qué vas a Querétaro? Perdón, ¿te puedo tutear? Él siente que hay algo muy conocido en esa forma de la confianza, algo parecido a la intimidad. Claro, voy a un encuentro de poetas. Ella sonríe y bromea. Pues sí que es difícil eso de la poesía, ya me imagino, todos ebrios acostándose con todos por todas partes. A él le divierte la imagen tan estereotipada que ella tiene sobre tales eventos. No quiere decepcionarla y, en el fondo, sabe que algo de cierto hay en eso. Bueno, imagina un congreso de ególatras narcisistas y te darás cuenta de lo que es. Ella voltea sobresaltada, como si se sintiera descubierta por algo. Después ríe. Lo imagino. Él la ve. ¿Qué, en los congresos de criminalistas no pasa lo mismo? Se ven a los ojos y ríen. Bueno, sí. Pero tengo la impresión de que el ambiente es más frío, más… ¿cómo decirlo? ¿Científico? Entonces no copulan. Dice él. Se estudian, se comprueban. Ella, en tono desafiante arremete. ¿Y los poetas? ¿Se usan entre sí para futuros textos? Vuelven a reír. Silencio. En la película los amantes separados recorren caminos opuestos aunque saben en el fondo que el destino predestinado por el celuloide holiwodense los hará volverse a encontrar.

Y ¿cómo te llamas? Héctor, ¿y tú? Helena. Helena. Piensa él y dice casi sin querer. En este momento me gustaría llamarme Paris. ¿Hilton? Él voltea sin creer que lo que dice es en serio. Ella lo recibe con una risa franca y para nada moderada. ¡Tranquilo! Los poetas siempre andan colgados de las nubes y no aguantan una broma de los mass media. Él ríe. Bueno, no estaría mal, un poeta con el dinero de los Hilton. Lo ve y revira. Te la pasarías borracho ocho días a la semana. Quiere reír pero se da cuenta de que a él no le causa gracia. Lo digo por la fama que tienen los poetas. Ya lo creo. Responde refunfuñando. Ella cambia la conversación. Mi viaje es de trabajo. ¡Siempre trabajo! Exclama él entre dientes. ¿Cómo dices? Se molesta ella. No, digo que es inevitable estar sujetos al trabajo. ¿En qué consiste tu trabajo? Más tranquila responde. En realidad es capacitación, voy a encerrarme tres días en una oficina a estudiar. ¿Visitas la ciudad? Casi no tengo tiempo, a lo sumo voy al cine por las noches o de compras, sin embargo, cuando las labores me lo permiten me gusta mucho caminar por el centro, hay en Madero una cafetería que me encanta y a la que cada que puedo siempre voy. Ríe y continúa. Tomo una mesa cerca de la puerta que me permita ver tanto lo que ocurre adentro como lo que ocurre afuera. Puedo pasar horas ahí. Aunque regularmente sólo me alcanza el tiempo para tomar uno o dos cafés, después salgo a caminar antes de regresar al hotel, las noches del Zócalo me dejan un sentimiento entre nostalgia y esperanza que disfruto mucho. Él, sin saber por qué, siente celos de la calle Madero, de la cafetería en la que se sienta algunos momentos a ver a los parroquianos del mundo, de las pisadas que da en esa enorme y caótica ciudad de sus placeres y sus pesadillas. Pero no dice nada.

La película termina. Las televisiones se levantan para dar paso a una oscuridad arrullada por el ronroneo constante del autobús que se desliza sobre la autopista. Después de un momento él le toma la mano y ella lo deja hacer. El tacto es tan familiar que tienen en un primer instante el impulso de soltarse. No lo hacen, al contrario, aprietan las manos como en reconocimiento y las manos se acarician entre sí como dos criaturas con frío. Él acerca su cabeza a la de ella y deja que el perfume de su cabellera le impregne el rostro y le inunde los pulmones. Ella lo recibe con un quejido suave, un ligero sollozo como un anuncio, una licencia, y las bocas se buscan en la oscuridad. Un sobresalto las invade en el primer contacto, después los labios se aproximan con suavidad y se besan como si flotaran en una balsa sobre un río tranquilo que se aproxima lenta e inexorablemente a una cascada, como si al final de esa travesía les esperara únicamente la catástrofe.

Despierta con la voz del conductor. Señores pasajeros, la ciudad de Querétaro, diez minutos. Se talla el rostro como para despegarse las telarañas que el sueño le dejó y se recobra a sí mismo lentamente. Su reloj le dice que son las seis a.m. A su lado ella duerme. Él la ve por un instante cuya duración no puede precisar. Se levanta para sacar su valija del portaequipaje y luego se agacha hasta ella para besar suavemente sus labios dormidos. Ella despierta. ¿Qué pasó? Pregunta con un fantasma de voz. Es mi bajada, estamos en Querétaro. Ella ve por la ventana como queriendo contrarrestar las imágenes del sueño que la engañan. ¿Ya? Pregunta. Ya. Responde él. Adiós. Se acerca para besarla, ahora en sus labios renacidos. Ella le ofrece suavemente la boca. Cuando da la vuelta para bajarse ella le dice. Oye, las niñas quieren pasar contigo todo el verano. Él voltea a verla. En sus ojos se enciende una luz que bien podría llamarse alegría. ¿Y tú qué opinas? Silencio. Por mí está bien. Dice ella y sonríe. Él también sonríe, asiente en silencio, da media vuelta y se va. Cuando el autobús reanuda su marcha ella descubre en el piso el libro de Philip Roth, lo ve como si viera algo más que un libro, lo guarda en su bolso, recuesta la cabeza, cierra los ojos y no puede evitar sonreír antes de quedarse dormida.

Las insoportables transparencias

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