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Cuento vaquero

Ahora, Alfredo, estás desnudo en el cuarto de Gisel cubriéndote bajo las sábanas mientras ella atiende a su novio en la sala. Es mi novio. Dijo cuando sonó el timbre después de asomarse por la ventana. Espérame aquí. Se puso un short que le cubría sólo la mitad de las nalgas, una blusa amarilla de tela muy desgastada y salió gritando con voz melosa. ¡Ya voy! Escuchas las voces que llegan a ti amortiguadas por el espesor de las paredes. No sabes qué hacer. Para distraerte buscas alrededor algo que puedas leer, pero no encuentras nada. Gisel no es una mujer de lecturas. Piensas en encender el televisor pero te das cuenta de inmediato de lo arriesgado y estúpido que resultaría hacerlo. Buscas en el suelo la taza blanca de café que una hora antes te trajera Gisel. Queda un único sorbo. Lo bebes. Está frío y dulzón. Te pones de pie y caminas cautelosamente hacia la ventana. Levantas con un movimiento suave las cortinas y ves, tres pisos abajo, estacionada frente a la entrada de los condominios, una camioneta roja y dos hombres que fuman recargados en el cofre. Ambos llevan sombrero y botas. Uno de ellos lleva fajada una pistola en el cinturón. Te preguntas qué calibre será, pero no puedes responderte, no sabes gran cosa de armas. Uno de los hombres, el de la pistola, voltea hacia arriba obligándote a cerrar la cortina. Tu respiración se agita. Esperas unos segundos. Vuelves a levantar la cortina. Los hombres siguen fumando como si nada pasara.

La noche anterior había terminado por aceptar la insistente invitación del Calacas para ir al Vaquero. Ni siquiera me gusta la banda, cabrón. Había sido uno de sus argumentos para negarse. No sé ni bailar. Había sido otro. Sin embargo, el Calacas no aceptó ninguno de ellos como pretexto suficientemente fuerte para desistir. ¡No seas mamón! Además yo te voy a pichar, marica. Dictaminó contundente. Alfredo no tuvo más remedio que subir al vocho 92, color gris, y ambos se deslizaron cuesta abajo por Bucerías mientras las bocinas Bose hacían vibrar las ventanas con una canción de Ramón Ayala. Además, dijo el Calacas mientras bajaba el volumen, en esos lugares siempre hay un chingo de morritas. Encendió un cigarro de mariguana y se lo pasó a Alfredo quien se relajó no sin antes exigir que se cambiara de música. El Calacas sonrió con malicia, puso a Bob Marley, pisó el acelerador y se alejaron por avenida Insurgentes.

Ahora, Alfredo, esperas desnudo en un cuarto ajeno. Sigues sin saber qué hacer. Recorres con la mirada la habitación. El clóset no tiene puerta y aunque hay muchísima ropa colgada, lo descartas como posible refugio, en la parte inferior hay más de quince pares de zapatillas ordenadas tan meticulosamente que te harían imposible entrar sin hacer un escándalo. En la pared de al lado, a un costado de la cama, hay un espejo de cuerpo entero. Ya habías reparado en él diez horas antes, cuando Gisel, postrada sobre el borde de la cama te pedía que la penetraras con fuerza y tú te veías al espejo y te sentías todo un poeta maldito, mejor aún, todo un superhombre, reduciendo lo que habías leído de Nietzsche a una simple cuestión sexual. Lo que no habías notado es que en la parte superior derecha del espejo hay una serie de fotografías, una suerte de collage en el que aparece Gisel en distintos contextos o distintas Giseles en el tiempo. En una de las fotos se ve una Gisel niña que abraza a un anciano, que por el parecido, piensas, podría ser su abuelo o su padre. Una Gisel adolescente que lleva un vestido azul pastel de quinceañera, al lado de un chambelán con traje de cadete en noche de gala. Una Gisel veinteañera vestida con ropa de safari al lado de un enorme felino, un tigre, al que acaricia sin aparente temor. En otras, acompañada de distintas mujeres, en situaciones de fiesta: Vallarta, Mazatlán, Los Cabos. Te detienes un momento en esta serie para admirar, con una sensación desbordada de vanidad, la imagen de varias Giseles en bikini. Un instante después te das cuenta de que todas las fotos parecen enmarcar una sola: una Gisel más actual que lleva untado al cuerpo un vestido negro que le llega a la mitad superior de los muslos y abraza a un hombre con barba de candado que usa sombrero negro, camisa negra con flores anaranjadas, pantalón negro y botas anaranjadas. El hombre tiene en un brazo a Gisel y en el otro un arma. Un cuerno de chivo. Piensas, pues los has visto infinidad de veces en los noticieros. El pensamiento, o mejor dicho la memoria de algo atroz, de algo terrible que se avecina, se te clava justo en la boca del estómago como amargo presentimiento, pues por extraño que parezca nunca habías estado en esta situación. Una gota de sudor cuelga del cabello en tu nuca y se desborda en caída libre hasta estrellarse contra tu nalga. Tienes conciencia plena de que estás desnudo y sientes la fuerte urgencia de vestirte. Buscas tu ropa. Te pones las truzas blancas, la camisa negra, después te sientas sobre la cama para ponerte el pantalón y cuando terminas de meter la segunda pierna, tu pie da con la taza blanca en la que, segundos atrás, bebieras ese trago frío y dulzón de café que ahora se te mezcla en el estómago con el presentimiento de una catástrofe. El sonido de la porcelana golpeando contra el suelo te congela los huesos.

Antes de bajarse del vocho, el Calacas sacó una grapa de cocaína y esnifó con exagerado deleite. Le pasó la bolsita a Alfredo, pero este se negó aduciendo que eso no era para él. Lo mío es la mota, carnal. Dijo con ojos crepusculares y soltó una carcajada. Ándale, cabrón, es para que entres en ambiente. En este pinche lugar no conviene andar todo daun. Precisó el Calacas en el mismo momento en el que ponía un poco de polvo en su dedo y lo restregaba en sus pronunciadas encías. Además, es de la que usa el Roger y ese güey no se anda con mamadas. ¡Pero a mí me la pela! Remató el Calacas con evidente orgullo. Alfredo no discutió más, ni siquiera preguntó quién era el tal Roger, presumió que era una extravagancia más de su amigo. Sacó una llave y haciendo un montoncito en la punta aspiró con fuerza y repitió la operación en la siguiente fosa nasal. Alfredo experimentó algo que calificó en silencio como una suerte de Big Bang en el universo de su cerebro. Cuando entraron al lugar se sentía extrañamente bien. La combinación entre el depresor y el estimulante le habían provocado una sensación binaria de disfrute. Pasaba de momentos eufóricos a momentos de extrema pasividad en cuestión de segundos. Es como la montaña rusa, ¿no güey? Escuchó decir al Calacas antes de ser ensordecido por la música. Alfredo se quedó detenido en medio del lugar y alcanzó a tener una panorámica de lo que ahí sucedía. Un enorme galerón decorado como un salón del viejo oeste. Algunas parejas bailaban en el espacio que quedaba entre las mesas que atiborraban el lugar, otras bebían, se besaban o coreaban las canciones con patético disfrute, los meseros iban de prisa por los resquicios llevando cervezas, hielos, refrescos. Al fondo, en el escenario, una banda de dieciocho integrantes, todos vestidos con trajes plateados (intergalácticos, pensó Alfredo), realizaban un baile coreográfico mientras movían los instrumentos de viento de un lado a otro con absoluta sincronización. La coloración y la simultaneidad de los músicos en el escenario le causaron mucha gracia y el placer aumentó cuando un hombre obeso salió a escena, igualmente vestido de plateado, y se puso a cantar con una voz muy aguda, casi chillona. Quiso compartir impresiones con su amigo, pero no tuvo tiempo, el Calacas ya caminaba dando brincos hacia una mesa en la que se encontraban tres mujeres. No tuvo más remedio que seguirlo. Al llegar a la mesa, dos de las mujeres se pusieron de pie y abrazaron profusamente al Calacas. La otra permaneció sentada, el Calacas tuvo que acercarse a saludarla. Alfredo clavó su vista en ella, rubia de piel bronceada, enormes ojos claros enmarcados por largas y negras pestañas y un escote pronunciado. Cuando ella se notó observada sostuvo la mirada de Alfredo y levantó las cejas como diciendo. ¿Qué ves? Alfredo se intimidó y volteó hacia otro lado. El Calacas se percató y le dijo a ella algo al oído, después hizo una señal a Alfredo para que se acercara. Se la presentó a gritos. ¡Ella es Gisel! Alfredo estiró la mano para saludarla, ella lo vio de pies a cabeza, sonrió y le regresó el saludo. Alfredo se sorprendió de sus largas uñas adornadas con cristales multicolores que brillaban con el juego de luces del lugar.

Ahora coges la taza y te quedas en suspenso durante unos segundos en los que oyes los murmullos del otro lado de las paredes. ¿Ya te despertaste primo? Grita Gisel desde la sala. No sabes qué hacer. ¿Se refiere a ti? ¿Tienes que contestar algo? Te sumerges en dichas cavilaciones cuando se abre la puerta. Un hombre alto y corpulento entra a la habitación. Lo reconoces de inmediato, es el hombre del cuerno de chivo, sólo que ahora es enorme. Gisel se adelanta para ponerse a tu lado. ¿Qué onda pinche primo? Llegaste bien pedo anoche. El hombre se detiene y te observa con cautela. Mira, este es mi novio, Rogelio. Logras salir por un instante de tu petrificación para estirar la mano. Mucho gusto. El hombre se demora en responder el saludo y tú sientes que el tiempo es una pesada piedra inamovible que cubre la única salida de la trampa en la que estás encerrado. ¿Conque tu primo? Dice el hombre dirigiéndose a Gisel. Sí, ya te había hablado de él, pero nunca pones atención a lo que te digo. El hombre echa la cabeza hacia atrás y resopla con ironía. Tú continúas con la mano extendida sin saber si debes permanecer así o bajarla. Por fin el hombre te saluda y tú te sientes disminuido con el contacto de esa enorme mano de fuerza y firmeza que te supera y te sacude como una descarga eléctrica. ¡Quihúbole mi cabrón! Soy el Roger. Recuerdas, mientras eres sacudido por el monstruoso brazo, que el Calacas te había mencionado ese nombre la noche anterior. Te arrepientes terriblemente de no haber preguntado más sobre él, como si tener más información sobre el peligro te fuera a salvar ahora. Es Gisel quien rompe la tensión y se aferra al brazo del Roger. Ándale, hay que dejar que se ponga los zapatos. Y lo arrastra hacia la sala. El Roger sale del cuarto sin despegar la vista de ti que debes estar más blanco que la cáscara de un huevo. Cierran la puerta y los murmullos se intensifican, hasta casi ser gritos, del otro lado. Te apresuras a buscar tus zapatos y mientras te los pones pasan por tu cabeza miles de imágenes patrocinadas por los noticieros en los últimos meses: personas colgadas de los puentes, hombres con las manos amarradas a la espalda que yacen con los pantalones abajo y un tiro en la nuca, una mujer que cuelga desnuda en un poste de luz, cuerpos calcinados en la cajuela de un coche, un hombre al que le han hecho un agujero en el pecho para sacarle el corazón, fosas repletas de cadáveres anónimos y putrefactos, un hombre sentado en la banqueta de un mercado municipal al que le han quitado la piel de la cara y le han puesto un sombrero y un cigarro entre los dientes. Con esta última imagen vuelves a recordar al Calacas y lo maldices en silencio. Estás a punto de llorar, pero la intuición de algo te detiene. ¿Lo habrá planeado todo el Calacas? A fin de cuentas él te llevó al Vaquero, te habló del Roger y te dirigió directamente a la mesa de Gisel, y seguramente sabía de la relación entre estos dos. Pero ¿con qué propósito lo había hecho? No obstante, también es posible que pienses ahora todo esto para buscar un culpable, un chivo expiatorio, alguien a quién responsabilizar de tu mala suerte. Quizá no haya culpables y todo sea una sucesión de acontecimientos movidos por el azar que te llevan inevitablemente a la catástrofe.

Alfredo observaba todo con extraño interés, incluso con cierto disfrute. En otro momento la música hubiera sido un elemento desagradable, pero no fue así. Incluso veía a las parejas bailar y se sentía muy divertido. Gisel lo observaba con curiosidad. Le hizo una señal al Calacas, este se acercó a ella e intercambiaron palabras al oído. Después el Calacas se dirigió hacia las otras dos mujeres y las invitó a bailar. Alfredo y Gisel se quedaron solos en la mesa. ¿Y qué, tú no bailas? Le dijo ella mientras se servía Buchanan´s en el vaso. No. Reaccionó Alfredo después de algunos segundos. Los hombres duros no bailan, remató, alegre de haber encontrado una situación que le permitiera usar esa frase tomada del título de una novela de Norman Mailer que había leído no hacía mucho tiempo. ¡Ah chingá! ¿Y tú eres un tipo duro? Preguntó ella y dejó escapar una carcajada abierta y franca. Él se vio acorralado tratando de buscar una respuesta ingeniosa y audaz pero no encontró ninguna. Ella se levantó y estiró la mano. ¡Ándale, vamos a bailar! Él intentó negarse pero al verla ahí de pie, con una minifalda de licra negra que permitía ver casi por completo un par de piernas torneadas, firmes y blancas, levantó el brazo como si fuera un robot muy lento y se dejó jalar por la fuerza de la mujer. Ya sé por qué no bailas. Le dijo Gisel una vez abrazados. ¡Eres muy malo! Y soltó otra carcajada. Él intentó decir algo pero seguía enmudecido por la poderosa presencia física de ella. ¿Cuántos años tienes? Preguntó Gisel. Sintiendo el cuerpo cálido de ella contra el suyo, los senos duros contra su cuello y luchando por no hacer evidente la erección que le crecía en la entrepierna, Alfredo respondió con cierta dificultad: dieciocho. Ella metió una de sus piernas entre las suyas y sonrió con malicia al sentir su verga endurecida. ¿Y tú? Preguntó él para distraerla y distraerse. ¡Upa, cabrón! ¡Eso no se le pregunta a una dama! Respondió Gisel y lo acercó más hacia ella. Bueno, te lo digo nada más porque no me avergüenza, tengo treinta años cumpliditos. Te ves más joven. Atinó a decir él. Ella soltó otra carcajada y lo abrazó con más fuerza poniendo la mano en la nuca de él, lo arrastró hacia un vórtice de vueltas que casi lo hacen caer del mareo. ¡Lo dicho, eres muy malo para bailar! Pero eso sí. Continuó ella rozando el muslo contra la erección de Alfredo. Resultaste un tipo duro. Soltó una nueva carcajada y siguieron bailando. “Ponte tu vestido rojo que con ese me vuelves loco; / ponte tu perfume favorito que con ese me excito. / Habitación 69, es la misma que la vez anterior y terminar los dos cansados, / cansados de hacer el amor”. Una vez que terminó la canción, Gisel le dijo. ¡Vámonos de aquí! Lo agarró del brazo, fue hasta la mesa, tomó su bolsa, le dio un trago a su whiski y le dijo al Calacas, que llegó preguntándole qué pasaba. ¡No pasa nada cabrón! Sólo que ya me aburrí y ya me quiero ir. El Calacas intentó hacer una seña a las otras dos mujeres que seguían bailando, pero Gisel lo atajó. No, ustedes se quedan. Nos vamos sólo… ¿cómo dijiste que te llamabas? Le preguntó a Alfredo que seguía colgando de su brazo. Alfredo. Respondió él. Alfredito y yo. Y terminó de un golpe el resto de whiski que quedaba en su vaso. Pero yo creí que… intentó decir el Calacas, pero Gisel lo interrumpió con brusquedad. Pues no andes creyendo. Y se fue de ahí arrastrando a Alfredo. El Calacas se quedó paralizado con la boca abierta, como si alguien lo hubiera clavado en el suelo. En el estacionamiento se detuvieron frente a un Audi color rojo. ¿Este es tu coche? Preguntó Alfredo intimidado. Sí, pero ya lo quiero cambiar, es de un modelo anterior y quiero uno 2011. Él no supo qué responder. Una vez adentro, envueltos por el olor a piel de los asientos blancos, sacó una bolsita con cocaína, esnifó por ambas fosas nasales y le se la pasó a él. Alfredo hizo lo mismo para evitar parecer incómodo. Cuando recorrían avenida Insurgentes rumbo a Ciudad del Valle sonó el teléfono de Gisel. Alfredo alcanzó a leer en la pantalla el nombre de Luis, no mostraba ninguna foto del que llamaba, sólo una silueta blanca e impersonal. Gisel resopló con molestia y contestó con agresividad. ¿Qué? Silencio. No, no, lo dejamos para la próxima. Un nuevo silencio. ¡Que no, chingada madre! ¿No entiendes un no? Se tranquilizó un poco y modificó su tono de voz. Ya sé lo que platicamos. Echó una mirada rápida hacia Alfredo y continuó. Pero mejor lo dejamos para el próximo, ¿sí?

Ahora sales de la habitación, recorres el pequeño pasillo hacia la sala y te encuentras al Roger de frente, está recargado en la barra de la cocina sobre la que ha puesto una pistola. Te ve fijamente. Gisel va hacia él con una cerveza en la mano. El Roger destapa la cerveza y le da un trago sin quitarte los ojos de encima. Gisel se sienta sobre sus propias piernas en el sillón y te sonríe como si en realidad fueras su primo. ¿Quieres una primo? Alcanza a preguntar y tú respondes que no con un leve movimiento de cabeza. El eructo del Roger truena en todo el espacio de la sala, deja la cerveza a un lado de la pistola y camina hacia ti. ¿Conque primos, no? Y pasa un brazo enorme sobre tu hombro y te imaginas cómo sería ser devorado por una boa constrictora. Piensas que debe medir casi el doble de lo que tú mides. Y ¿dónde vives primo? ¡Es de Guadalajara! Contesta abruptamente Gisel poniéndose de pie para ir a pararse a un lado del Roger quien no despega la vista de ti, es como un depredador que ha localizado a su presa y no está dispuesto a perderla. La presa eres tú. Vino de visita. Y ¿dónde te estás quedando? Gisel no sabe qué responder. Con unos amigos, en la Lindavista. Alcanzas a contestar sorprendido de poder hacerlo a pesar del miedo. ¡Eeey! Canturrea el Roger y suelta una carcajada atronadora y tú sientes que el suelo se abrirá en cualquier momento y te devorará. En el fondo, casi deseas que eso suceda. ¡Ah que mi cabrón, pos ta bueno! Quita el brazo de tu cuello, que ya empezaba a dolerte. ¡Pos orita te llevamos, no faltaba más! Toma su teléfono y marca un número. ¡Muerto! Mi vieja tiene visita. Un primo. Orita nomás me echo uno y lo llevamos. Ves los ojos oscuros del Roger y las piernas te flaquean. ¡Sí, nomás no dejen que se vaya, pa darle rait! Cuelga el teléfono, regresa a su cerveza y la termina de un trago. No se preocupe, yo me puedo ir solo. La voz te tiembla, tienes la boca seca como si acabaras de tragarte un puño de arena. ¡Cómo vergas no, si somos de la familia! Nomás deja me pongo al corriente con mi vieja y nos vamos. Toma a Gisel de la cintura y la levanta, ella no opone resistencia, luce tan pequeña y tan indefensa al lado del Roger que no tendría oportunidad ni de protestar. ¡Un mes en la sierra, está cabrón! ¡Ni modo que con puras burras! Se pone a Gisel en el hombro como si cargara un costal y antes de perderse en el pasillo hacia la habitación te susurra de paso mientras te guiña un ojo. ¡Bueno, y una que otra huicholita! ¿No? Se carcajea y se va con Gisel a cuestas. ¡Ah que pinche primito! Entra a la habitación y patea la puerta para que se cierre de un golpe. Te quedas solo en la sala. No sabes qué hacer. Piensas en salir corriendo pero recuerdas la llamada, abajo te estará esperando un tal Muerto y te irá peor si te agarra tratando de huir. Aunque hay otros cinco departamentos en el edificio, otras personas entrarán y saldrán por la puerta principal y el Muerto no te conoce, igual no te arriesgas a salir, pues es posible que el Muerto ya esté apostado afuera de este departamento. Ves la pistola sobre la barra y piensas en tomarla, entrar a la habitación, donde ya se empiezan a escuchar gemidos, y darle un tiro al Roger. Pero nunca has usado armas y es muy seguro que escuchándose la detonación el Muerto y el otro entren a acribillarte aquí mismo. ¡Maldita sea! Te sientas en el sofá y recargas la cabeza sobre las manos, quieres llorar pero extrañamente no puedes, algo te lo impide. ¿Qué tienes que hacer tú atrapado en estas historias, en este cuento vaquero, en este cuento enloquecido? Ojalá fuera un cuento, ojalá bastara con cerrar un libro y salir de esta realidad para regresar a tu realidad cotidiana, a la seguridad de tu cuarto donde lees sin arriesgar nada, sin correr un solo peligro. Los gemidos que provienen de la habitación se intensifican hasta convertirse en gritos. No sabes si están teniendo sexo o la está matando. No puedes evitar pensar en ellos. Ves a Gisel a gatas sobre la cama y al Roger sodomizándola con furia, y de alguna forma esa imagen te humilla, te sojuzga, te somete a ti también. Tienes ganas de vomitar, te sientes mareado. Te dejas caer sobre el respaldo y te cubres los oídos para no escuchar. A ti vuelven las imágenes de ajusticiados, levantados, encajuelados. Imágenes que antes pertenecían al ámbito de la televisión, de los noticieros, de la lejanía mediática, no tenían nada que ver contigo, pertenecían a una realidad tan ajena, desagradable pero ajena. Ahora es tu realidad, ahora estás esperando un destino similar al de más de cuarenta mil asesinados en todo el país. Viene a ti la imagen de ese video que viste en la casa del Ebrick mientras tomaban unas chelas, un video que bajaron del Blog del Narco, en el que a un tipo le cortaban la cabeza con un cuchillo, recuerdas cómo borbotaba sangre del esófago recién cercenado, cómo el verdugo, encapuchado y todo, se vio en la necesidad de golpear con el cuchillo para romper las vértebras cervicales del cuello y por fin arrancarle por completo la cabeza, para después hacerla bailar frente a la cámara y terminar haciendo dominadas con ella como si se tratara de un balón de futbol. El Ebrick y tú se arrepintieron durante semanas de haber visto ese video y, ahora, nadie te asegura que no sea ese tu destino, tu propio final. Algo vibra sobre la mesa de centro, es el celular de Gisel. En la pantalla aparece el nombre de Luis y una silueta blanca e impersonal. Piensas en contestar pero te detienes al recordar que es el mismo que estuvo llamando ayer por la noche. Recuerdas la mirada que ella te echó cuando habló con él en el coche, una mirada que ahora te resulta significativa, como una suerte de clave que pudiese resolver todo esto. No contestas. Quizás este Luis tenga algo que ver con tu nueva situación. Dejas que el teléfono vibre. Cuando se detiene piensas en llamar al Calacas, necesitas decirle dónde estás y qué está pasando, que le avise a tu mamá, que le diga que lo sientes, que no has sido el mejor de los hijos pero que la quieres mucho. Los gritos de la habitación se detienen. Te paralizas con el teléfono en la mano. Lo pones en la mesa en el momento en que se abre la puerta. El Roger sale con el torso desnudo abotonándose el pantalón. Al llegar a la sala se pone la camisa, se dirige hacia el refrigerador, saca una cerveza, la bebe de un trago, coge su pistola y se la faja en el pantalón. ¡Pus vámonos, primo! Te quedas como hipnotizado viéndolo. Te observa y te dice. ¡Ándale mi cabrón! Antes de salir, ves a Gisel envuelta en la sábana, te hace una leve señal de adiós con la mano. Su rostro te parece triste.

Apenas cruzaron la puerta del departamento 6, Gisel se le fue encima. ¿Qué onda tipo duro? Lo arrinconó contra la pared y le ofreció una lengua que parecía tener vida propia. Alfredo abrió la boca y dejó que la lengua lo penetrara. Al principio la sintió desagradable, invasiva, pero poco a poco fue pareciéndole más y más placentera. Gisel se restregaba sobre su cuerpo, los senos firmes en su pecho, en su rostro, los muslos serpenteando a lo largo de sus piernas y acariciando intermitente su erección. En un momento ella se deshizo de las zapatillas y él intentó quitarse la camisa, pero ella lo arrastró pasillo adentro. Se fueron dando tumbos en un abrazo voraz y giratorio hasta que dieron con la puerta de la habitación. Adentro ella lo arrojó contra la cama y se abalanzó sobre él. Pasó el rostro por su entrepierna y mordió ligeramente su verga por encima del pantalón. Subió hasta su boca y lo besó frenéticamente. Alfredo no podía creer todo lo que estaba pasando, no se consideraba feo, pero esto era una exageración. No obstante, no lo pensó más y decidió aprovechar el momento y dejarse ir. ¡De esto no hay todos los días! Pensó y agarró las nalgas de esa mujer que prácticamente lo estaba devorando. Ella se incorporó y se sacó la blusa por la cabeza mientras con la pelvis trazaba círculos violentos sobre su verga. Después se deshizo de la camisa de él, le sacó los pantalones y cuando vio las trusas blancas dejó escapar una risa enternecida y al momento en que se los quitaba le dijo: ¡mi tipo duro! Ella se puso de pie, deslizó la falda hacia abajo, se desabrochó el brasier y se quitó la tanga. En la semioscuridad, Alfredo quedó asombrado con la figura casi incandescente de Gisel. Le pareció que ese cuerpo era una suerte de metáfora de la luna que asomaba sus dedos de plata entre las cortinas. Se lo quiso decir pero no le dio tiempo, ella buscó en un cajón, sacó una bolsita con cocaína y esnifó usando sus uñas coloridas. Le dijo a él que se pusiera de pie y le dio una dosis similar. Después se puso a gatas sobre el borde de la cama y pidió que la penetrara. Alfredo quedó petrificado hasta que ella gritó ¡métemela! Él reaccionó y se acercó al culo redondo y reluciente que se abría generoso. No era su primera vez pero, siendo honestos, las otras ocasiones no habían pasado de encuentros a la misionero con adolescentes bobas, habría que reconocerlo, no tenía mucha experiencia en el tema. Sin embargo, se dejó llevar por el instinto y estiró la mano con la palma hacia arriba hasta tocar con la punta de los dedos la calidez y la humedad de la vulva. Ella se sobresaltó. ¡Sí, sí! Empezó con un trazo leve y fue aumentando la intensidad en armonía con las peticiones de ella. ¡Más, más! Usaba los cuatro dedos para lograr acariciar toda esa boca secreta que se le ofrecía espléndida. Sintió algo duro entre los pliegues tersos y húmedos, algo como una almendra y la tomó entre su índice, pulgar y anular e inició unos trazos muy suaves que fueron progresando en afinación con los movimientos circulares de la cadera de ella. Llegó un momento en que Gisel exhaló con fuerza y dejó caer la cabeza sobre la cama lo que provocó que se potenciaran las dimensiones de sus nalgas. Él dejó de acariciarla y tomando su verga con la mano llevó el glande a la entrada de la gruta y jugó un rato ahí, la acarició como si estuviera haciendo una suerte reconocimiento. Ella hizo un brusco movimiento hacia atrás y se penetró. Alfredo pensó que no resistiría, que en cualquier momento iba a eyacular, incluso lo sentía desde que estaba bailando, así que empezó a penetrarla despacio, con cautela. Pero se dio cuenta de que no era así, quizás por la mota, la coca o el whiski, o todo junto, parecía tener una resistencia poco ordinaria. Entonces la tomó de las caderas y reforzó sus embates. De repente se descubrió viéndose en un espejo que estaba a un lado de la cama y se sintió todo un poeta maldito, mejor dicho, todo un superhombre. El teléfono de Gisel se iluminó desde el suelo y empezó a vibrar. ¡No le hagas caso! Dijo ella. Alfredo continuó en lo suyo pero alcanzó a leer en la pantalla el nombre de Luis debajo de una silueta blanca e impersonal. ¿Quién será ese Luis?

Ahora vas en el asiento trasero de una camioneta roja. A tu lado va el Roger. En los asientos delanteros van el supuesto Muerto y otro, pero no sabes quién es quién. Todos llevan sombrero. ¡Dale a la higuera mi Muerto! El chofer, que ahora sabes que es el Muerto, dice, viendo por el retrovisor central. Simón. Tú vas detrás del copiloto y alcanzas a ver el perfil del Muerto y te das cuenta del porqué de su apodo: la piel grisácea, el rostro huesudo y unos ojos sumidos y rodeados por aureolas oscuras. Hay algo macabro en él que no alcanzas a definir. Al otro no logras verlo. Toman avenida Rey Nayar, después Revolución Social y enfilan rumbo al Libramiento. ¿A qué te dedicas primo? Te pregunta el Roger dándote una palmada en la pierna. Te sobresaltas. ¡Epa cabrón, no se me asuste! Tratas de sonreír de forma natural pero lo que te sale debe ser una mueca patética. El Muerto te ve con el rabillo del ojo y se ríe diciendo algo entre dientes. ¿Y? Vuelve a decir el Roger. Pues… a nada, digo, terminé la prepa y… no estoy haciendo nada. Piensas que es un buen momento para confrontar una profesión que si no ejerces del todo, por lo menos te gustaría ejercer. Soy escritor, soy poeta. Dices con un poco de aplomo. ¡Ah chingá! ¿Poeta? Responde el Roger y dirigiéndose a los dos de adelante. ¿Cómo ven? ¿Poeta? Todos se ríen, incluso tú y no sabes por qué. Ves por la ventana, van ya por el Libramiento, ves llanteras, depósitos, refaccionarias, lugares que has visto muchísimas veces, pero ahora es diferente, todo parece nuevo, como si lo vieras por primera vez y te recriminas en silencio haber pasado por ahí en tantas ocasiones y no haber puesto más atención en los detalles. Hay una muchacha parada al borde del asfalto, quizás espera a alguien o sólo quiere cruzar, no podrías estar seguro. Aunque la ves de manera vertiginosa, es casi un borrón en el paisaje, te das cuenta de que lleva un vestidito floreado y va peinada con media cola. No sabes por qué pero de repente se convierte en una suerte de símbolo de promesas, en un presagio de todo aquello que ya no verás. Te dan ganas de llorar pero las lágrimas no te salen y no sabes por qué. El Muerto gira el volante y la camioneta entra por un camino angosto bordeado de cañaverales. Has perdido la noción del espacio, no sabes dónde estás, difícilmente recuerdas tu nombre. La realidad, de golpe, parece estar hecha de agua, un líquido espeso que no te permite tener certeza de nada. Llegan a un pequeño llano en donde se levanta una higuera como único testigo. Apagan la camioneta. ¡Bájate poeta! Te ordena el Roger. Tu respiración se acelera, escuchas los latidos de tu corazón con una nitidez desconocida. Abres la puerta y te bajas, el Roger te espera en la parte trasera. ¿Qué pasó poeta? Te ves pálido. Te dice mientras te agarra del brazo cuando estás a punto de caer. El Muerto y el otro se alejan unos pasos en dirección de la higuera. ¡Agarre aire! Te dice el Roger, saca una bolsita con cocaína y aspira con fuerza usando una llave. ¿Quieres aire? Tú no puedes hablar, así que haces un esfuerzo por mover la cabeza para decir no. ¿Conque primos, no? Y entonces, sin saber por qué, sientes que recobras las fuerzas, vuelves a tomar el control de tu respiración y dices con una seguridad que no te reconoces ni sabías que tenías. ¡No! Ves directamente a los ojos del Roger, este endurece el gesto, se lleva la mano a la boca y sonríe. ¡Ya lo sé, cabrón! ¿Crees que soy pendejo? El Roger se tiene que inclinar un poco hacia adelante y hacia abajo para encararte. En este bisnes uno aprende a no tragárselas todas. Además tú no me preocupas. Como tú ha habido otros y los habrá. ¡Quiero mucho a esa vieja por bragada! ¡Pero es muy cuzca la cabrona! No, a mí me preocupa otro cabrón, que no sólo se la está cogiendo, sino que además me quiere rapiñear mi lugar ¡Y eso no, cabrón! ¡Me he partido mucho la madre por esto y no se lo pienso dejar a ningún pendejo! Tú no entiendes muy bien lo que te dice, pero tienes la oscura certeza de que no abandonarás ese llano. ¿Tú sabes quién? Te pregunta el Roger suavizando el tono de voz. No sabes qué decir, todo te da vueltas, estás mareado, quieres caer de rodillas e implorar perdón o lo que sea, pero el Roger se desespera y te grita. ¡Que si sabes quién es ese hijo de su puta madre! Silencio. El Roger hace una señal y el Muerto se acerca a ti sacando una pistola de su espalda. Tú haces un movimiento con ambas manos para pedirles que te esperen pues sigues sin poder hablar. El Roger detiene al Muerto y te pregunta: ¿y? Volteas al cielo como buscando ayuda y solamente ves una nube pequeña y solitaria que atraviesa despacio el infinito azul. Y sin saber por qué gritas de repente el primer nombre que te viene a la mente. ¡Luis! El Roger pela los ojos y te pregunta con fuego en la mirada. ¿Luis qué? ¡No sé, sólo sé que se llama Luis! El Muerto te apunta y sientes en el vientre un ardor frío desconocido y antes de que tu cabeza choque contra la tierra recuerdas, sin saber por qué, las veces en que el Calacas y tú jugaban de niños hasta el anochecer en el parque frente a su casa y que alrededor de las diez de la noche salía su madre y le gritaba: ¡Luis, ya métete!

Las insoportables transparencias

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