Читать книгу Conciencia histórica y tiempo histórico - Rodolfo Mario Agoglia - Страница 5
ОглавлениеHistoria contemporánea y contemporaneidad de la historia
La naturaleza de la realidad y el conocimiento históricos
Una de las características más relevantes de la historiografía actual y de la “filosofía crítica” de la historia (cuyo cometido específico consiste en dilucidar la naturaleza, las condiciones y el alcance del conocimiento histórico) es la exigencia y el propósito de hacer de la historia una ciencia “con-temporánea” (Barraclough, 1977, 1965, Introducción; 1977, capítulo 11; Le Goff y Nora, 1974). Este último vocablo alude a dos objetivos distintos aunque, como lo veremos de inmediato, concurrentes. Por un lado, significa que el saber histórico debe versar, de preferencia, sobre nuestro propio presente, sobre la realidad y el tiempo en los cuales estamos inmersos y que conciernen de un modo inexcusable y perentorio a nuestra existencia social, porque son el tiempo y la realidad acuciantes de nuestra praxis, de nuestras más urgentes decisiones y comportamientos. Y, por otra parte, extendiendo aquella instancia a todas las épocas y situaciones históricas, señala que, cualquiera sea el momento al que se aplique el empeño cognoscitivo del historiador, éste debe proporcionar siempre una visión desde su propio presente.
Ambas pretensiones habrían merecido -quizás la primera más enfáticamente que la segunda- una inmediata y categórica impugnación de parte de la historiografía tradicional, que se prolonga hasta las primeras décadas del siglo XX. Ésta habría rechazado sin vacilaciones el primer reclamo, por entenderlo totalmente gratuito e inconsistente; pues, ¿cómo podríamos lograr un conocimiento objetivo e imparcial de un tiempo en pleno transcurrir y en cuyos procesos sociales, políticos y económicos estamos enteramente comprometidos? Esta tarea que se le asigna a la historia sólo permitiría un saber conjetural e impreciso, preñado de incertidumbres e impregnado de subjetividad, que nos alejaría, de suyo y para siempre, de la adquisición de un genuino saber científico. La historia con temporánea así preconizada adolecería, pues, de una insanable ilegitimidad, de una deficiencia irremediable que atentaría contra los más elementales requisitos establecidos por la ciencia en cualquiera de sus formas. De acuerdo con este criterio, había que esperar que nuestro tiempo se consolidase u objetivase como pasado, resolviendo todas aquellas indeterminaciones y ambigüedades que lo afectaban como presente, como momento todavía no cumplido; había que aguardar a que quedase “definido” como etapa histórica y, por otra parte, remitirlo para su estudio a un sujeto que estuviese fuera de él, o sea, liberarlo de todos los conocimientos que limitaban y ofuscaban la visión del sujeto contemporáneo, para que pudiera elaborarse, a su respecto, un saber riguroso.
En cuanto a la demanda más generalizada de hacer historia de cualquier época desde nuestro presente, ella implicaba también para tal historiografía una flagrante deformación del pasado, una violación de sus propios derechos, que conduciría a una interminable sucesión de interpretaciones diversas, ninguna de las cuales se podría considerar segura y definitiva, o concordante con lo que esa época fue en sí misma, independientemente de nuestros intereses y de la subjetividad de los distintos historiadores. Sólo, pues, un historiador no-contemporáneo dispondría de la “distancia” y de la imparcialidad necesarias para acceder y ajustarse al pasado real y efectivo. E invocando tal “objetividad” científica, esta misma historiografía imponía a nuestro espíritu una singularísima acrobacia mental, pues pretendía que, mediante saltos verdaderamente prodigiosos en el tiempo, nos metamorfoseáramos en antiguos, orientales, bizantinos, medievales, según los casos y el período de la historia que deseáramos conocer.
No es necesaria mucha sagacidad, como se colige, para darse cuenta que la historiografía tradicional cometía la falacia que los griegos denominaron metábasis eis állo génos, o sea, trasladaba al ámbito de las ciencias históricas el ideal de cientificidad inherente a las ciencias fácticas de la naturaleza y a las ciencias formales, más estrictas aún desde el punto de vista lógico.
Pero sería correcto y justificado, como lo concibió casi toda la mencionada historiografía “científica” de fines del siglo XIX (animada por una recalcitrante tesitura antihegeliana y antidealista -en buena parte explicable-), aplicar a las realidades sociales e históricas (humanas) idénticos criterios heurísticos y metodológicos que los adoptados por las otras ciencias?
La “nueva” filosofía de la historia, la que surge en el siglo XX (Meyerhoff, 1959), liberada del “lastre” metafísico de la doctrina hegeliana -de todas sus implicaciones y supuestos- y reducida, en primera instancia, a una reflexión racional sobre la historia, advirtió que era urgente indagar sobre la naturaleza de la realidad histórica para ver si ella admitía o no tal tratamiento. Se imponía, en suma, una aproximación ontológica, esto es, una incursión en el ser mismo de esa realidad para detectar sus cualidades intrínsecas, sus rasgos más privativos y esenciales; y tal acercamiento convenía emprenderlo con método fenomenológico, es decir, procediendo a una descripción de la realidad histórica tal cual ella se presenta por sí misma ante nuestra conciencia, sin interferencias, prejuicios, ni suposiciones teóricas de ninguna especie, con la mayor neutralidad de que somos capaces. Lo cual es posible porque, en este intento, no buscamos abordar tal o cual proceso, o tal o cual período concretos de la historia, frente a los que las peculiares connotaciones y resonancias humanas propias de los hechos históricos particulares pondrían en juego nuestras tendencias, inclinaciones, pasiones o sentimientos, y nos obligarían a una definición, a una apreciación personal. En cambio, si -conforme al señalado propósito- sólo buscamos extraer de las distintas situaciones y períodos aquellas propiedades que son comunes a todo suceder histórico, tales caracteres -por ser tan generales y abstractos- no tendrán eficacia para influir sobre nuestro ánimo e impulsarlo a una toma de posición, y serán susceptibles de aprehensión objetiva por nuestra conciencia porque ante ellos nada tenemos que declinar o deponer.
Ahora bien, este análisis fenomenológico -así factible- nos dice que la historia se nos parece como un proceso constante -casi como aquel eterno fluir que Heráclito atribuía a toda la realidad-, como un devenir temporal que va sustituyendo incesantemente instituciones, creencias, personajes, situaciones, y en donde se hace sumamente difícil discernir alguna permanencia, algunos nexos firmes y cierta legalidad. Pero, además, nos dice que ese proceso es bastante evanescente, un tiempo más irreal de lo que la historia corriente (la que nuestra estereotipada educación nos comunica) podría sospechar, pues del pasado -que ya no es- solo nos han llegado escasísimos fragmentos, únicamente algunos vestigios y documentos: los hombres o los pueblos que los legaron han desaparecido totalmente, y de la enorme masa de creaciones, productos y sucesos solo nos restan testimonios en número muy limitado, de suerte tal que si nos pusiéramos a re-construir la totalidad de la que formaron parte, no nos dirían absolutamente nada (¿qué significarían, por ejemplo las Pirámides o las ruinas de la Acrópolis, si no supiéramos -por la conexión establecida por nosotros con otros testimonios- que fueron las expresiones más acabadas de dos altas culturas y constituyeron, respectivamente, monumentos funerarios y templos consagrados a determinadas divinidades?). Por otra parte, el futuro de ese tiempo es todavía más irreal que el pasado, porque aún no es y resulta poco menos que imposible predecirlo. No es mucho, en efecto, lo que podemos prever de ese momento aún en gestación, que todavía no ha llegado a ser. Y entonces, solo nos queda, como único momento real y efectivo, el presente que está siendo -bien que su extrema complejidad no sea tampoco la más adecuada para permitir un conocimiento necesario universal, válido para siempre y para todos-. ¿Qué otra cosa podemos concluir, entonces, sino que, precisamente por ser esta realidad histórica tiempo en su esencia, no hay nada en ella de estable y que lo único efectivamente real es el presente? Viene al caso, por esto, recordar las profundas palabras de San Agustín, quien declara en sus Confesiones que todos los momentos del tiempo confluyen y se condensan en el presente, de modo que, en él, todo es presente: el presente del pasado, que es memoria; el presente del presente, que es intuición, y el presente del futuro, que es espera o atención.
Pero si el único ser real y efectivo del tiempo (y, por ello, el único que se experimenta e intuye) es el presente (o, como dijera Platón con mayor radicalidad todavía, el instante), ¿qué es lo que alberga ese ser presentivo y cuáles de sus contenidos corresponden a la realidad histórica? Si descartamos de nuestras consideraciones todo cuanto no sea estrictamente tiempo humano, es decir, si prescindimos del tiempo cósmico -que es el tiempo en el que tienen lugar los fenómenos naturales-, reconoceremos fácilmente que la realidad temporal presentiva del hombre está constituida por un conjunto de obras, hechos y acciones in fieri, en curso de desarrollo: en definitiva, que esa realidad es praxis. Y convendría aclarar aquí, aunque solo sea de paso (ya que el tema excede los límites del presente prólogo), que ni siquiera los griegos -como lo ha dicho agudamente Marcuse (1968)- a quienes por lo general se atribuye la concepción de haber otorgado por vez primera al pensamiento un valor teorético y un alcance eminentemente contemplativo, han dejado de asignarle una función práctica, servidora de la acción; al punto que, incluso cuando distinguieron y privilegiaron (como lo hizo Aristóteles) ese pensamiento puro sobre los otros, entendieron que él constituía en sí mismo una forma de vida y de conducta, o sea, también una praxis (Jaeger, 1963). De modo que el único problema que subsistiría al respecto sería el de establecer -por difícil que fuera- qué tipo de praxis conformaba el pensamiento teórico.
Si, como vemos, la realidad (siempre presentiva) del tiempo humano es praxis, resta establecer ahora qué es en ella lo específicamente histórico. Y debemos entonces distinguir la praxis personal y privada de los hombres, de su praxis social, que responde a los intereses comunes, que importa a todos y a todos compromete. El pensar, el producir y el obrar del hombre, su praxis, en síntesis, es histórica cuando es social, y esa praxis social, que es un ínter-ser (un inter-esse), define adecuadamente el ser histórico de nuestro presente.
La realidad histórica, así acotada como praxis social presentiva, nos conduce de inmediato a una idea más clara del pasado y del futuro, a una mejor elucidación del carácter propio de los otros momentos del tiempo histórico. Pues si el presente es la praxis real y efectiva, el pasado será una objetivación de praxis o, más bien, una praxis objetivada, dado que es una praxis ya transcurrida de la cual solo nos queda un testimonio objetivo; y el futuro será una proyección de praxis o, mejor, una praxis proyectada, una praxis que se atiende o espera.
Sin embargo, cuando ahondamos un poco más en nuestro análisis, van surgiendo otros caracteres no menos singulares de esa misma realidad histórica. Nos percatamos, por ejemplo, de que el pasado no sería nada, se esfumaría por completo -pues los testimonios perderían todo significado-, si no hubiera alguna conciencia que lo arrancara del olvido otorgándole a tales testimonios un determinado valor. El pasado, pues, no es nada independientemente de la conciencia que lo reconstruye. Y entonces comenzamos a comprender en toda su profundidad la concepción que elaborara el historicismo de la primera mitad del siglo XX, con Hegel a la cabeza, cuando sostenía que no había realidad histórica sin conciencia y, por ello, consideraba que esa realidad no era mera historidad (facticidad pura), sino historicidad (facticidad consciente o indefectiblemente sabida), y así la denominaba. El mismo Hegel se encargó de precisar, en brillantes páginas de la Fenomenología del Espíritu y de las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal cómo el propio presente real y efectivo deja de ser tal sin la conciencia de lo que en él ya está caduco y debe ser transformado o removido. Esta conciencia es la que dinamiza o dialectiza el curso histórico y, sin ella, el tiempo presente de la historia se detendría, se congelaría sin dar paso al advenimiento de un momento superador. Marx posteriormente, desde una perspectiva filosófica materialista diametralmente opuesta a la hegeliana, confirmó ese mismo principio cuando condicionó la transformación histórica de la sociedad capitalista de su época a la previa toma de conciencia de su situación deficitaria y obsoleta, y de las estructuras e ideologías que, no obstante esa caducidad, la apuntalaban postergando su fatal desaparición. Y en refuerzo de estas apreciaciones coincidentes, diremos que el futuro (Marx y Engels, 1967) -no solo en estos mismos pensadores, sino también en las más importantes corrientes historiográficas actuales- es visto y cabe definirlo como una pre-conciencia, como un proyecto que orienta nuestra praxis presente, sin el cual, aun con la nítida percepción de lo perimido4, no sabríamos qué hacer, cómo enderezar nuestra acción transformadora. Algo semejante -como descubriera Nietzsche (1970) y, tras él, toda la filosofía existencialista contemporánea- a lo que ocurre con el curso del más originario tiempo existencial, del cual el tiempo histórico parece ser una proyección trans y supraindividual, ya que la conciencia del futuro preside en él las decisiones del presente, desde el cual re-vivimos y reinterpretamos constantemente nuestro pasado. Y, por ello, expresa Grassi (1954) con acierto que también para nuestra conciencia histórica el pasado es un im-perfectum, una realidad no consumada (que no ha podido perdurar), y el presente, el continuo intento de perfeccionamiento del mundo humano en función del futuro. De todo lo cual se infiere que ninguno de los momentos históricos son sin una forma de conciencia, y que esta es parte integrante, esencial e inescindible de la realidad histórica, que tiene, como Jano, un rostro bifronte, pues alude, por un lado, a la temporalidad que brota incesantemente del presente y, por otro, a la conciencia que trae hacia él las imágenes del futuro y del pasado que lo movilizan en una integrada línea de continuidad. Así se explica que la ontología fenomenológica del ser histórico haya debido ampliar su cometido, complementando su descripción de la temporalidad con una fenomenología de la conciencia histórica (Banfi, 1977). Y es este estudio el que nos aclara que tal conciencia no es un mero reflejo del tiempo al que inseparablemente acompaña. Así como un suceso no es histórico por el mero hecho de ocurrir en un presente, tampoco una conciencia es histórica por la simple aprehensión de lo acaecido, o de la situación existente. Ella es -tal cual hemos anticipado- eminentemente activa: sobre la base del presente que asume, proyecta un futuro y construye un pasado y, de este modo, produce realidad y conocimiento; pues, mediante la integración de los momentos del tiempo histórico, insufla movimiento al presente y genera praxis social, a la vez que funda ontológicamente lo que el conocimiento histórico debe ser. Si esta forma de saber, en efecto, quiere constituir una traducción fiel y objetiva -verdadera- de la historia como realidad, no puede ignorar que ella es praxis social presentiva y consciente5, y que el presente, como nexo real y efectivo del tiempo, es también el único horizonte posible desde el cual debe elaborarse su conocimiento. En suma, si la historia construida (la historiografía) pretende erigirse en saber verdadero acerca de la historia vivida, no puede desvirtuar la índole, la estructura y el orden procesal de desarrollo de la historicidad.
De este breve examen fenomenológico se desprenden algunas conclusiones importantes. Ante todo, vemos que la historia con-temporánea, en cualquiera de las acepciones que le atribuye la nueva historiografía, lejos de constituir una postulación arbitraria e insólita -como en un principio aparentaba ser- ostenta, por así decirlo, mejores derechos que la historia tradicional pasatista.
En primer lugar, como historia del presente -o, como la llamara Hegel, inmediata (Lecciones de filosofía de la historia, op. cit., Introducción)- goza precisamente de un prestigio histórico mayor del que podríamos barruntar. Porque si hoy pretende, cuantitativamente, acaparar la parte del león -como dice Barraclough-, las contadas historias inmediatas que se escribieron en el pasado (como la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides; la Guerra de las Galias, de Julio César; las múltiples Historias de la Revolución Francesa, del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, y las igualmente variadas Historias de las dos guerras mundiales, entre otras) representan, cualitativamente consideradas, ejemplos ilustres de óptima historiografía, ya que son indiscutiblemente las que mayor vigencia conservan, las que mejores enseñanzas contienen y más interés despiertan todavía. Lo cual nos indica que son historias “vivientes” que han captado, en su momento, el sentido del propio presente y, por ello, nos dan testimonio irrefutable del significado que la historia alberga para el hombre; pues ésta se nos ofrece, en tales expresiones historiográficas, como acontecer en el cual el hombre se está autorrealizando, en el que se juega y dirime su destino. Responden, en consecuencia, al más hondo sentido de la historicidad como praxis social presentiva y consciente; pero señala también el profundo valor filosófico que encierra la historia: si -como pensaban los griegos- el filosofar es consustancial al hombre, ninguna realidad hay, ni puede haber, más “filosófica” que aquella en la cual, por obra del hombre mismo, se verifica su realización. Y, por lo tanto, no puede extrañarnos que, al igual que ante los más radicales interrogantes filosóficos, no podemos tampoco sustraernos, ni dejar de definirnos, frente a los grandes sucesos de la historia universal, puesto que afectan a nuestra condición humana. Y esto solo lo confirma y convalida la historia con-temporánea.
En segundo lugar, como historia desde el presente (como contemporaneidad de toda historia), la historia con-temporánea se ajusta con mayor rigor que la pasatista a la naturaleza del ser histórico. Porque la historia tradicional, al tomar el pasado como ser consumado y cosificado, concentra todo su interés en el conocimiento de esa supuesta realidad desde sí misma. Pero hemos visto que tal pasado es, justamente, lo no-consumado (y su extinción certifica su incompletitud), porque no tiene, como tal, realidad independientemente de nuestra conciencia, de modo que mal podemos asimilarnos pasivamente a un pasado que no es, que ya no existe sino por nosotros mismos, por nuestro requerimiento. Somos nosotros quienes lo restituimos, quienes lo solicitamos y rescatamos desde nuestro presente, y él sólo adviene al ser por nuestra solicitud, que formulamos para integrar ese presente nuestro en una continuidad, la continuidad del tiempo histórico, del tiempo de la humanidad. Por ello, el pasado es siempre instrumental a cada presente del hombre, y no tiene el ser fijo de una cosa, sino el móvil de una reiterada re-aparición. Y esto corrobora que toda historia, la de cualquier época pasada, es siempre con-temporánea; pero como -según vimos- el presente es la única realidad efectiva de la temporalidad, toda historia es, no idealmente -de acuerdo con la definición de Croce (1954)-, sino realmente contemporánea.
Todas estas disquisiciones que, por su carácter teórico, pueden parecer especulativas, no obstante ser estrictamente fenomenológicas, tienen también su plena confirmación histórica en los más variados testimonios y referencias como -desde las Vidas paralelas de Plutarco, hasta las Anti-Memorias de Malraux- lo atestigua la historia biográfica. Y por ella sabemos hoy, con toda certeza, que son las cruciales y dramáticas vicisitudes de nuestra existencia las que nos ponen en un contacto experiencial directo con el ser histórico, o sea, las que nos permiten una experiencia ontológica de la historicidad (Müeller, 1959), y también, que los grandes protagonistas de la historia universal han tenido una visión de ese ser en un todo acorde con la descripción que acabamos de proporcionar. Pues lo han vivido como praxis social con un ritmo de desarrollo tendido hacia el futuro, pero inequívocamente centrado en el presente, al cual han reputado siempre de fuente exclusiva de realidad y de conocimiento.
Finalmente, el examen fenomenológico nos descubre otras características que por sí mismas exhiben la realidad histórica: dialecticidad, totalidad estructurada y sentido. La primera deriva de la evidente conflictividad que es inherente a los procesos históricos y constituye el motor de su devenir: pues, aun cuando la historia no se reduzca exclusivamente a ellas, luchas y contradicciones no pueden ser ignoradas como esenciales ingredientes de esos procesos. Pero, claro está, la naturaleza de esa dialecticidad (la cual, dado el carácter objetivo-subjetivo6 de la historicidad, como de toda realidad humana, no será nunca puramente objetiva), al igual que su ritmo operativo, su tipo y su grado de legalidad, ya no lo puede determinar este análisis, sino un estudio teórico-interpretativo ulterior, una reflexión racional sobre aquella.
Respecto de la totalidad, también ella se manifiesta como una propiedad de lo histórico, pues todo suceso se nos ofrece siempre como inserto dentro de un conjunto orgánico en el cual los elementos guardan relaciones internas de interdependencia y reciprocidad. Y a la par advertimos que esta estructura es dinámica y se halla en curso de desenvolvimiento continuo: que no hay una organización natural o un esquema formal ya dados que presidan el proceso mismo. Por ello, ni el naturalismo organicista, ni el estructuralismo, la definen adecuadamente: la estructura de la totalidad se va determinando y surge del curso histórico concreto, y no a la inversa; emerge de la historicidad, y no la historicidad de ella (Lagadec, 1965; Agoglia, 1969). Pero, de cualquier modo, sería impropio y contrario a la índole del ser histórico abstraer los sucesos del contexto que integran y que les va asignando su propio lugar y cometido, en vez de ser él una mera resultante de la función de sus partes.
En cuanto al rasgo del sentido, generalmente se ignora lo que este término significa en la historiografía actual. Y como el problema relativo al mismo queda comprendido más bien dentro de lo que hoy se denomina Filosofía de la historia (o reflexión filosófica sobre la realidad histórica), inmediatamente se lo identifica con el Fin o la Meta últimos de la historia universal de que hablaba la filosofía de la historia tradicional (la de los siglos XVIII y XIX) (Kahler, 1966). Sin embargo, estas ideas están muy lejos de ser equivalentes.
En primer lugar, el sentido alude aquí al hecho -para cualquiera aprehensible- de que cuando el hombre actúa, se forja fines y orienta su conducta en función de un sentido (de un cierto ideal, de un valor, o de un deber ser que regulan normativamente sus actos). Hay, pues, una suerte de experiencia ontológica del sentido; de modo tal que los fines y objetivos son vivenciados siempre como servidores de él. Y en lo que a la praxis histórica se refiere, se quiere indicar con este término que toda ella conlleva o busca también un deber ser, un valor, o un ideal; pero que estos no son nunca exteriores o previos a ella misma, sino que surgen en y con la praxis social, como proyectos que ella va sucesivamente pergeñando al través y al ritmo de su propio devenir temporal. Y, por ello, se afirma que el sentido debe indagarse siempre en la propia realidad histórica; lo cual no significa que haya un fin fijo e inmanente a la historia misma, una especie de destino que conduzca desde dentro el desarrollo histórico. Precisamente, para la historiografía y la filosofía de la historia actuales, una objetivación metafísica del sentido, hipostasiado como meta absoluta, inmanente o trascendente, introduciría un elemento suprahistórico en la historicidad (Fackenheim, 1961) y, en cualquiera de los casos, sobrepasaría abusivamente lo dado fenomenológicamente en la procesalidad del curso histórico. Y como el equívoco puede indudablemente agravarse cuando se habla del sentido de la historia universal, o sea, cuando extendemos esta noción desde el propio presente a la totalidad del proceso histórico (que nunca nos es dada como tal, ni puede serlo), Hartmann ha insistido con razón en aclarar que el sentido, para la historia, no puede ser otro que una inferencia a partir y en apoyo de nuestra propia praxis. Incuestionablemente, entonces, si objetivamos metafísicamente el sentido, infringimos o traicionamos la verdadera naturaleza ontológica de la historicidad. Pero ello de ninguna manera implica que debamos renunciar a su búsqueda en la historia, dado que es su principio esencial. Solo una errónea, anacrónica o burda concepción del sentido, puede inducirnos a ello, pues si tanto a la totalidad del presente, como a la del curso histórico universal (ambas en constante formación), las privamos de sentido7, incurriríamos en el gravísimo error de negarlos como praxis social y de inhibir nuestro obrar, visto que nada se puede hacer ni actuar si carecemos totalmente de orientación.
Sin abundar más, ahora, en consideraciones ontológicas, estimamos oportuno abordar otros problemas capitales que derivan de la fundada concepción de la historia como saber contemporáneo.
La Ideología y la historia
En primer lugar ¿qué significa, qué alcance tiene para esta historia, qué juicio le merece, la definición tradicional de la historia como saber acerca del pasado? La entiende, sin atenuantes, como un desconocimiento del ser de la historicidad y, avanzando un poco más todavía, declara que ese desconocimiento, sea o no deliberado (consciente o inconsciente), igualmente equivale a una ocultación del ser mismo de la realidad histórica, razón por la cual lo tacha, drásticamente, de ideológico.
Pero ¿cuál es el significado estricto, para la historia, de este término -Ideología- que la Sociología, especialmente la del conocimiento, ¿ha explorado exhaustivamente y se ha difundido hoy en todas las ciencias y en todos los dominios de la cultura?
Sabemos que el concepto de Ideología adquiere nivel y formulación científicos con Marx y Engels en La ideología alemana, dejando de ser aquella “ciencia de las ideas” de Destutt de Tracy, que había derivado luego en una concepción y un uso del vocablo claramente peyorativos, para aludir a quienes exclusivamente lucubraban sobre problemas sociales, políticos, y hasta científicos, desvinculándose totalmente de la realidad.8 A través de la elaboración de estos pensadores, el concepto pasa a comprender dos significaciones diferentes, aunque evidentemente complementarias. 1) Primero, una más general, esbozada por Engels en sus Cartas (hoy adoptada y desarrollada por [Louis] Althusser, [Jürgen] Habermas, [Max] Horkheimer y [Herbert] Marcuse, entre otros), según la cual cualquier complejo de ideas sistematizado (a veces lógicamente estructurado), que detenta un grupo social determinado (representaciones colectivas) en un momento histórico dado, y que responde en la práctica social a sus propios intereses, es una Ideología. Esta integra siempre, pues, la totalidad social de una cierta época, y, en la medida en que resulta sumamente difícil, o casi imposible, para cualquier sujeto -tanto de conocimiento como de producción- sustraerse a tales intereses, las doctrinas filosóficas y religiosas, las ciencias, las técnicas, el arte, y todas las manifestaciones de la cultura son, en mayor o en menor grado, ideológicas; vale decir, que sin constituir ellas mismas Ideologías, están impregnadas de elementos ideológicos. Como expresiones de los intereses de un grupo social, las Ideologías así entendidas, dejan ver, teóricamente, relaciones sociales reales (aquellas que el grupo configura o representa), pero a la vez ocultan o encubren, por motivos prácticos, otros aspectos de esa misma realidad social.9 Y, por otra parte, como esos mismos intereses invaden y se infiltran en toda actividad cognoscitiva, las Ideologías distorsionan o se interponen a cualquier conocimiento pretendidamente objetivo acerca de cualquier esfera de la realidad, proporcionando sólo -como dice Mannheim- una visión inadecuada, o en el mejor de los casos simplificada, de lo real. 2) Una acepción más específica y estricta de la Ideología, expuesta reiteradamente por Marx y Engels a partir de la mencionada obra,10 define en cambio la Ideología, y la identifica, como el conjunto de ideas elaborado y asumido por la clase social dominante para dar sanción teórica a sus formas de dominación social y justificar prácticamente las relaciones de poder establecidas. Para ello, dicha clase idealiza sus condiciones de existencia -como si fueran las perfectas- y, además, encubre astutamente la deficiencia e injusticia de tales relaciones materiales dominantes, todo el significado negativo que tienen para el hombre, como así también su precariedad histórica, procurando conservarlas, consolidarlas y, si fuera posible, eternizarlas. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel había hablado -recordemos- de una “astucia” de la Razón absoluta que consistía en poner a su servicio, en utilizar para sus propios fines absolutos, las aspiraciones, los propósitos, los designios y hasta las ambiciones más mezquinas y egoístas de los hombres, y en virtud de la cual todo lo que estos hacían era instrumentado a favor del desenvolvimiento del propio Espíritu absoluto. Pero también había hablado de los reiterados y tenaces intentos de las razones subjetivas que, abroqueladas en sus particularismos, y para defender relaciones de poder existentes, procuraban hacer perdurar como infinitas, situaciones históricas determinadas que, por naturaleza, son siempre finitas y destinadas a desaparecer después de haber cumplido su cometido histórico. Este intento de perpetuar lo perimido configuraba para Hegel una ilusión de infinitud, es decir, introducía una infinitud perniciosa -por ilegítima- en la historia, que no podía, por ello mismo, prosperar. De tal modo que -dentro del contexto de la doctrina hegeliana- estas maquinaciones urdidas por las razones subjetivas constituían una suerte de contra-astucia que ellas desarrollaban para oponerse a los designios de la Razón absoluta (que regía la historia), interfiriendo, obstruyendo o deteniendo su devenir. Y en este sentido podría afirmarse que la concepción de la Ideología acuñada por Marx y Engels constituye la versión “materialista” de esta “idealista” contra-astucia de la razón subjetiva de Hegel; pues si, por una parte, la Ideología expresa las relaciones sociales efectivas o vigentes (que son las impuestas por la clase dominante), por otra, las falsea con fines de perduración histórica, haciéndolas aparecer como las únicas, posibles y verdaderas -para lo cual introduce toda suerte de deformaciones en los procesos sociales, políticos y económicos y en las respectivas esferas del conocimiento, convirtiéndolas en ideológicas-. Así, por ejemplo, merecen tal calificativo la sociología, la historia y la economía que dan explicaciones ilusorias, respectivamente, de la realidad social, histórica o económica; o sea, cuando la primera infunde la ilusión de que el hombre actúa socialmente según decisiones enteramente libres, y no -como efectivamente ocurre- que sus acciones son en la mayoría de los casos formas coactivas de adecuación, o por lo menos están condicionadas, a las circunstancias sociales objetivas; o cuando la segunda -ocultando los mecanismos y motores reales de la historia- afirma que el mundo sólo está regido por las ideas; o cuando la tercera pretende justificar científicamente (como pensaba Marx) un sistema de explotación encubriendo la injusta distribución de la riqueza nacional. Todo lo cual demuestra que, en sus dos acepciones técnicas originarias, el término Ideología connota (de un modo preponderante en la segunda de ellas, más acotada y rigurosa) la doble función teórica y práctica, que toda ideología cumple, de ocultación o distorsión de ciertos aspectos de la realidad social e histórica para convalidar, en el plano práctico, determinadas actitudes y conductas encaminadas a apuntalar el sistema establecido, que es el rasgo definitorio esencial de lo ideológico.11 No cabe duda, tampoco, que la primera acepción -más amplia e imprecisa- abre la posibilidad de pensar y hablar de ideologías como complejos de ideas asumidas por un grupo social, con el fin de des-encubrir las situaciones existentes para promover actitudes y acciones enderezadas a la liberación y humanización del hombre. Pero ello introduce, a nuestro entender, una ambigüedad en el término, no solo inconveniente desde el punto de vista lógico, sino, además, peligrosa, por cuanto los valores de positividad12 que se le atribuyen juegan a favor de las ideologías con sentido negativo, a las cuales se pueden ir imperceptible y paulatinamente transfiriendo. Por estos motivos, y sin desconocer la latitud que el vocablo ha ido ganado progresivamente en su uso generalizado, y hasta neutro, preferimos atenernos a su significado originario y prevalente.
De acuerdo con él ¿qué se entiende por ideológico en la historia como conocimiento?
Sin entrar en un tratamiento exhaustivo del problema relativo al carácter ideológico que pueden tener las ciencias y las técnicas en general -todas ellas penetradas de intereses, compromisos y valoraciones emergentes del grupo social al que su sujeto productor pertenece (Habermas, 1970)- es conveniente aclarar, ante todo, que hoy se reconoce con fundamento que las ciencias formales y las ciencias fácticas de la naturaleza se hallan mucho menos expuestas a la ideologización que las ciencias humanas, sociales e históricas, en las cuales no cabe aplicar -y no rige- el mismo criterio de objetividad, pues -como agudamente lo ha declarado Sartre (s/f, M. Merleau-Ponty)- “la historia no puede, como la Naturaleza, contemplarse de frente, porque nos envuelve” a nosotros mismos que la indagamos. De tal modo que aquella esperanza abrigada por Marx y Engels en La ideología alemana de que una sociología y una historia científicas nos proporcionaran -frente a las de su época- ideas verídicas de la sociedad y de la historia, está lejos ya de ser compartida. La razón de esa mayor precariedad epistemológica y de objetividad, propia de estas ciencias, se refleja -por contraste- en la constatación de que las ciencias formales y naturales (hoy plenamente autónomas y munidas de métodos rigurosísimos) no poseen ya contenidos ideológicos. Para afirmar lo contrario no basta aducir que ellas integran como las otras la totalidad social, y que sus conocimientos se han elaborado desde una cierta situación histórica. Pues -como bien ha anotado Horkheimer (1978)- condicionamiento e ideología son cosas distintas, y el mero hecho del carácter históricamente condicionado de una teoría no se identifica con la demostración de que ella es ideológica. Para esto es necesario probar que lo es por su función social, explorando -como exige Foucault (1978)- las consecuencias de la institucionalización de la verdad científica con fines subalternos, los efectos de poder que pueden derivarse de los enunciados científicos, y el uso social que se pueda hacer de la seriedad y el prestigio de la ciencia. Y, en efecto, las ciencias formales y naturales no pueden ya ser ideológicas por sus contenidos (tan sólidamente fundados desde el punto de vista lógico y metodológico), sino que solo pueden asumir forma ideológica por la aplicación social que se haga de ellos. En cambio, no ocurre lo mismo con las ciencias humanas, cuyos contenidos, al igual que su forma, pueden ser ideológicos en virtud de los intereses sociales que sus temas y problemas ponen en juego. En tal sentido, entonces, deben ser considerados ideológicos, en la Historiografía, todos los conceptos y teorías -a la par que los instrumentos metodológicos a ellos conducentes- que encubran u oculten no sólo el ser de la historia como realidad, los caracteres ontológicos que la definen (practicidad social, contemporaneidad, transformación, dialecticidad, totalidad estructurada y con sentido), sino también los rasgos propios de nuestra época y nuestra situación, o sea, del presente sobre el cual y desde el cual se debe construir el conocimiento histórico.
Negar u omitir en consecuencia, que la historia es praxis social, es anular toda decisión, encubriendo que la historia la hace el hombre en solidaridad, y que nuestra definición ante los procesos históricos nos define también como hombres -tal cual lo ha sostenido enfáticamente Jarspers (1950). Negar u omitir la contemporaneidad de la historia, reduciéndola a la historia del pasado desde él mismo, conforma una tesitura ideológica porque es un pretexto (consciente o no) para eludir todo compromiso, porque nos exime de toda definición frente a nuestro presente y nos permite evadirnos de él. Negar u omitir que la historia es transformación, significa estabilizar y consagrar la situación existente, justificándola ideológicamente como aceptable y alentando nuestro conformismo cómplice. Negar u omitir la dialecticidad de la historia, es ignorar todo conflicto y oposición y enmascarar ideológicamente la verdadera crisis de la sociedad contemporánea, no reconociendo el significado de las luchas históricas -sociales y políticas- por la promoción del hombre. Negar u omitir que la historia es siempre totalidad estructurada, implica auspiciar el aislamiento de los procesos y problemas sociales, políticos y económicos, impidiendo así (puesto que no hay tales hechos “puros”) nuestra plena concientización y su cabal comprensión y, con ello, la de la situación deficitaria de nuestro presente. Negar u omitir un sentido en la historia, equivale a ignorar que es totalidad y es proceso (porque no hay totalidad procesal sin sentido), y a renunciar -como lo ha visto agudamente Habermas (1973)- a toda acción, declinar nuestra intervención, como si la experiencia del sufrimiento -tal cual ha expresado Malraux-, de la manipulación, de la frustración y de la dependencia no significasen nada, como si todo obedeciese a una distribución casual y no hubiese habido, en la historicidad, ni una praxis orgánicamente articulada, ni un cierto grado de continuidad temporal orientados a la humanización del hombre. Pero no hay pruritos formalistas ni academicistas capaces de ahogar nuestra fe y nuestro sentimiento de que en la historia se verifican un esfuerzo sostenido y una línea ascendente del hombre para advenir a un nivel de Humanidad. Y negar u omitir, finalmente, aquellos rasgos que -según vemos- definen nuestro presente (o, como dijera Fichte, los caracteres de la edad contemporánea), configura también una actitud ideológica, porque ello nos expulsa de nuestra realidad y nos neutraliza como sujetos críticos de enjuiciamiento y actores posibles del proceso histórico.
Las categorías históricas
Íntimamente vinculado a nuestra definición de Historia con-temporánea se halla el problema de las categorías históricas.
¿De qué modo, en efecto, con qué instrumentos conceptuales y metodológicos puede la Historia con-temporánea encauzar y emprender sus investigaciones para arribar a un conocimiento que no altere (ideológicamente o por deficiencias de tratamiento) el ser de la realidad histórica -de la historicidad y de nuestro presente-? Y ¿cómo acotaremos o determinaremos ese presente sobre el cual y desde el cual se debe construir, como horizonte, el conocimiento histórico?
Desde Galileo, y más concretamente a partir de Kant, sabemos que ninguna ciencia puede conocer los fenómenos y objetos que estudia sin un aparato teórico determinado. Si prescindimos de él, el cúmulo de nuestras experiencias sería tan caótico que imposibilitaría todo conocimiento. Einstein ha reiterado que un sistema de pensamiento lógicamente coherente es el requisito inexcusable de toda ciencia, y la historiografía ha reconocido explícitamente, en su propio campo (como lo hace, por ejemplo, Maravall, 1959), que
el saber -de acuerdo con lo que nos asegura el análisis epistemológico- es respuesta a una pregunta que formulamos dirigida a un objeto observado y al que preparamos de antemano para que nos pueda responder… Es más, sin teoría no hay propiamente hechos. Sin una teoría previa que los recoja y los encaje en un conjunto interpretativo, aquellos pasan inadvertidos y, todavía más, son hasta negados, aunque tengan una presencia sensible.
En el caso de Kant, que ha sido el creador y el promotor de esta concepción de la ciencia, tal aparato teórico era fijo y estaba dado de una vez para siempre en la estructura de nuestra conciencia. Pero tras un minucioso y renovado análisis crítico de esta doctrina kantiana, la epistemología ha llegado a la conclusión de que las estructuras condicionantes del conocimiento no son dadas, sino forjadas por el hombre y, por lo tanto, no son universalmente válidas ni inmutables -no son generales ni para todas las ciencias, ni para todas las épocas-. Afirma, en suma, la multiplicidad y el cambio del aparato categorial -que será distinto para las distintas ciencias- y la relativa historicidad del mismo, de conformidad con el desarrollo del conocimiento científico -historicidad que, en el caso de la Historia, que la tiene a ella por objeto, se intensifica al punto de exigirle el constante cambio de aquellas categorías vinculadas a cada época histórica, según veremos-.
La cantidad y calidad de fenómenos que la ciencia puede seleccionar y conocer dependen, entonces, de cada estructura teórica. Sin embargo, la variedad y el cambio de las mismas no debe hacernos pensar que sean totalmente subjetivas y apriorísticas (Rubinoff, 1964). Por el contrario, la ciencia sustenta y reclama que tales estructuras sean construidas (en las ciencias fácticas) a partir de la experiencia que tenemos de cada realidad y mediante un análisis racional de la misma. Las categorías del conocimiento tienen que tener un fundamento en el objeto a estudiar, pero también han de exceder los meros datos de la experiencia si quieren explicar e interpretar racionalmente esa realidad.
En lo que al saber histórico respecta, esta exigencia epistemológica cobra una especial connotación (Ricoeur, 1969). Las categorías deben respetar los caracteres propios del ser histórico, lo que equivale a afirmar que deben comprender conceptos teóricos capaces de expresar y responder a los rasgos más generales de todo suceder histórico, y otros que se ajusten a los más peculiares de cada presente sobre y desde el cual se construya el conocimiento. Los primeros conceptos, constantes, fundamentales e imprescindibles para el estudio de cualquier momento histórico -puesto que traducen el ser mismo de la historicidad- son ontológicos, y los segundos, que rigen sólo para un determinado presente, son variables y se denominan ónticos.
Las categorías ontológicas, que la epistemología de la historia ha detectado hoy con seguro método fenomenológico para sustituir definitivamente a los viejos conceptos filosóficos que aplicaba la historiografía de los siglos XVIII y XIX, son los que traducen los caracteres de la historicidad que ya hemos expuesto: practicidad social, contemporaneidad, dialecticidad, totalidad estructurada, y sentido. Con ellos, la historiografía actual ha superado las parcialidades de las historias que Nietzsche denominara anticuaria (desde el pasado), monumental (desde el presente) y crítica (desde el futuro), y que se asentaban en una unilateral y errónea apreciación y conceptualización del tiempo histórico. Y, sin ellos, no podría obtener ningún saber valedero, pues su desconocimiento -ya lo vimos- distorsiona y encubre la realidad histórica, y extravía cualquier intento explicativo o interpretativo ulterior.
Las categorías ónticas, en cambio, requieren otro tipo de análisis, no fenomenológico -como ha expresado Barraclough- sino empírico-sistemático, pues es necesario aprehender aquellos rasgos que distinguen nítidamente nuestro presente de los otros presentes ya pasados (Dardel, 1958). Y, para ello, debemos examinar concretamente la propia experiencia que de él tenemos y la que nos llega a través de todas y cada una de las manifestaciones de la cultura actual, a fin de hacernos una idea global, unitaria y orgánica -sistemática- de lo que es y se propone.
Pero ¿en qué consiste el presente histórico que buscamos definir? ¿En el cúmulo de experiencias vividas y que vivimos? Dicho de otro modo: ¿todo, en este presente, es verdaderamente histórico? El presente que ha de conformar el horizonte de comprensión e interpretación de la historia ¿es esa densa y rica trama de experiencias que, como sujetos sociales, vivimos diaria y constantemente?
Hegel acometió el problema en sus Lecciones y nos ha legado una enseñanza inestimable. El presente histórico -nos dijo-, el que enlaza y articula todos los momentos de la historicidad, el que verdaderamente opera en ella, y desde el cual debemos preguntar al futuro y al pasado y hacer historiografía, es el presente vigente. Pues no todo el presente tiene efectividad y vigencia, y sólo la tiene aquello que nos incumbe a todos, que gravita en nuestra condición humana y que compromete nuestro destino. Por eso, la historia debe vivirse y hacerse desde lo que en nuestro presente es decisivo y actual, desde la presencialidad (gegenwart). Y toda historiografía construida desde esa actualidad, ha de conservar un valor permanente, porque nos dirá qué significó un cierto pasado para ese presente efectivo y vigente, que es la única forma históricamente real de ser del pasado en cualquiera de sus épocas o manifestaciones.13
La historiografía actual ha ahondado en el análisis de las experiencias históricas del hombre contemporáneo, que son: en lo político, la declinación y destrucción del sistema europeo, la disgregación de los imperios coloniales y el nacimiento del Tercer Mundo, la crisis del liberalismo y el surgimiento del socialismo y de nuevas formas de democracia; en lo económico, la crisis del capitalismo y la aparición de nuevas formas de industrialismo e imperialismo; en lo social, la explosión demográfica, la crisis del individualismo y la expansión de la masificación; en lo cultural, el formidable desarrollo de la ciencia y de la técnica y su ideologización, como así también, la evasión del arte, la filosofía y la religión. Todas estas experiencias históricas han provocado, en el nivel existencial, las vivencias más negativas y dolorosas: de la explotación, de la alienación, del fracaso, de todas las formas de la opresión y del sometimiento; pero han conducido, por una suerte de dialéctica, a un alto grado de concientización, el mayor, quizás, que ha alcanzado el hombre en su historia. Y como resultado de este análisis, la historiografía de hoy -a través del amplio aspecto de corrientes y escuelas que abarca-, ha caracterizado nuestro presente vigente por rasgos unánimemente reconocidos: indivisibilidad de la riqueza y la miseria, indivisibilidad de la libertad, solidaridad y personalidad inalienables de los pueblos, inseparabilidad de política y economía, descolonización progresiva y creciente, necesidad de integración de las naciones, raíz y destino popular de la cultura, función social de la educación, de la literatura y del arte, misión formativa y liberadora de la filosofía y de la religión, subordinación de la ciencia y la técnica a la totalidad del saber y a la eticidad, y, finalmente, desideologización y humanización del hombre por la historia como praxis y como conocimiento. Con estas categorías ontológicas y ónticas, con estas categorías constitutivas y heurísticas, que respectivamente expresan el ser de lo histórico y de nuestra presencialidad, la historiografía actual resuelve también la polémica entre las metodologías analíticas y las sintéticas, o constructivas, a favor de estas últimas, que subordinan la sincronía a la diacronía, y los métodos estructuralistas, cuantitativos, psicológicos, y otros igualmente explicativos, a los interpretativos y dialécticos.
En síntesis: la epistemología de la historia y la historiografía actuales nos aclaran cómo debemos abordar la realidad histórica, y nos alertan expresamente contra el peligro de un acercamiento a ella con criterios y categorías extrahistóricos, vale decir, con intereses estrechamente personales o de grupo, y con esquemas metafísicos, lógico-formales, psicológicos, funcionalistas o lingüísticos, porque todos estos enfoques, más profundamente ideológicos de lo que creemos, pueden suscitar en nosotros una ilusión de practicidad, de haber penetrado en el acontecer histórico mismo y de estar actuando y gravitando en él. Vana ilusión, por igual perniciosa para nuestra existencia y nuestro saber históricos, que no tardará en desvanecerse y enfrentarnos a nuestra deserción.
¿Cómo ha llegado la historiografía de nuestros días a estas definiciones y categorías del tiempo y de la conciencia históricos que acabamos de esbozar y constituyen las bases firmes e indispensables (ya imposibles de ignorar) para sus tareas de investigación comprensión e interpretación? A través de una reflexión filosófica que ha acompañado en forma sostenida el desarrollo del conocimiento histórico, pero que se afirma desde el surgimiento de las ciencias humanas en el siglo XVI, y alcanza su máxima intensidad y sistematización a partir del siglo XVIII, prolongándose ininterrumpidamente hasta el presente. Es este proceso el que nuestra obra pretende mostrar, conjuntamente con las importantes consecuencias que de tales concepciones se derivan para la cultura y el mundo contemporáneos, y en especial para el compromiso histórico del hombre latinoamericano.
4 Perimir: caducar un procedimiento por haber transcurrido el término fijado por la ley sin que lo hayan impulsado las partes. (Diccionario de la Academia Española, edición en línea). [Nota del editor].
5 El propio Marx que, ya lo hemos dicho, subvierte la relación hegeliana entre ser y pensamiento, expresa respecto de la realidad histórica: “No basta que el pensamiento tienda hacia la realidad; la realidad misma debe tender hacia el pensamiento” (1975, Contribución a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
6 Esta “indestructible compenetración ontológica” -como acertadamente la ha calificado Francisco Fernández Santos (1966)- entre objetividad y subjetividad se pone más allá de la oposición entre realismo e idealismo. Véase también Rotenstreich, 1965.
7 Sin él -como dice [Jean-Louis] Vieillard-Baron (1979)- el hombre quedaría “exiliado” de la historia, pues no lo busca por mero deseo de saber, sino para encontrar y fijar en ella su propio lugar, para “situarse”.
8 Véase [Jean Marie] Matagne, 1972, El término de ideología; [Kurt] Lenk, 1974; [Karl] Mannheim, 1973, Ideología y utopía; y [Paul] Ricoeur, 1974.
9 Esta fuente de las Ideologías en la existencia social, las diferencia de las Visiones del mundo y de la vida, que tienen su raíz en la existencia individual y que son asumidas siempre como un credo personal, aunque puede haber concepciones comunes. Naturalmente una Weltanschaung puede reunir (y de hecho reúne) elementos científicos, filosóficos, religiosos, de la vida cotidiana, etc.; pero una teoría científica o filosófica se convierte en la totalidad, o en parte, de una concepción del mundo, cuando es creída.
10 Y hoy por Müller, [Kostas] Axelos, [György] Lukács, [Capek] Milic, [Hans] Lenk, [Moritz] Geiger, y otros.
11 Según Burke (que se inspira en Hobbes), las ideologías surgen cuando una formación socio-histórica entra en crisis, a fin de apuntalarla o combatirla. Ver, al respecto Geertz, 1971, y Lefort, 1968, L’Ere de l’Ideologie.
12 Tales como la combatividad, la fe en el triunfo final, el convencimiento de justicia, etc., que según [Frederick] Watkins (1970, La era de las ideologías) le son concomitantes desde los procesos sociales derivados de la Revolución industrial.
13 En cuanto a la historia sobre el presente desde el presente mismo, requiere que este sea entendido en un sentido eminentemente proyectivo, casi exclusivamente como enderezado a un futuro, razón por la cual debe enfatizar y profundizar la búsqueda de lo que en el presente vigente anticipa o prefigura, el presente en advenir.