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Introducción

Cuando leemos las Vidas paralelas de Plutarco, sentimos, de pronto, que estamos transitando por un mundo radicalmente distinto del de nuestra realidad cotidiana y de nuestra experiencia individual, un mundo en que se dilucidan situaciones que hacen a la vida de la humanidad.

Advertimos, entonces, que hemos penetrado imperceptiblemente en él a través de datos, referencias y anécdotas de personajes y hechos que han perdido su “particularidad” para ser absorbidos y quedar inscritos en el contexto más amplio de un universo público, dentro del cual juegan un papel y cumplen una función completamente diversos. Ya no cuentan, en efecto, por su índole privada o su alcance individual, sino en relación con procesos, fines e intereses que los trascienden totalmente y suelen resultar, a la postre, contrapuestos a aquellos. Por eso vemos a hombres sobresalientemente dotados, que han afrontado todo tipo de riesgos y realizado proezas de excepcional magnitud, experimentar las más complejas vicisitudes, ser víctimas generalmente de las fuerzas que han desatado y de los personajes que han elevado, y cometer a veces ellos mismos actos abusivos y crueldades que no están a la altura de su propia condición, ni podría ninguna conciencia moral individual justificar o consentir. Reciben por lo común, en compensación de sus hazañas, el embate de la adversidad, e insisten no obstante, sin doblegar su voluntad, como llevados por un seguro instinto, en emprender un nuevo itinerario, hasta el éxito o el derrumbe final. Pero casi simultáneamente comprendemos también que todos estos hombres tienen -por lo menos- una oscura conciencia (una suerte de sentimiento o certera intuición) de ser algo más que individuos privados y de estar inmersos en una conflictividad propia, no de su existencia personal, sino de una realidad humana, en gestación, que abarca, en su universalidad, por igual a sabios e ignorantes, a magnánimos y mezquinos, a probos y abyectos -de una realidad, en suma, que nos comprende a todos y va emergiendo, lenta pero constantemente, de la confluencia de esa heterogeneidad individual-. Y así entendemos que tales hombres asuman, en relación con sus capacidades, derechos y prerrogativas que repugnan a la conciencia moral personal, pero por la cual ellos nunca admitirían, por su parte, ser juzgados. Ya desde el temprano Humanismo del Renacimiento intriga y preocupa, siendo tema de gran difusión, esta adversidad que acecha y persigue a los hombres históricos (o, como se decía en la época, a los caracteres nobles, Trinkaus, 1940), que la tradición atribuía a una especie de celoso destino (a la manera griega) que nivelaba trágica e inexorablemente los impulsos prometeicos del hombre (resolviéndose así la injusticia particular en una justicia total preservadora del orden y el equilibrio cósmicos). Pero todavía no se había discriminado claramente que ese dominio donde la injusticia y el infortunio apabullaban y destruían implacablemente los seres más valiosos, no era el Cosmos con mayúscula, sino simplemente el mundo más modesto, cercano y familiar de los propios hombres.

¿Qué es, pues, esta realidad histórica que en apariencia se niega a sí misma y que, por un personaje que encumbra o glorifica, aniquila y devora –como Saturno­ a miles de sus mejores hijos, precisamente a quienes desarrollan e impulsan sus posibilidades más íntimas y fecundas? ¿Es la historia la salvación o, paradójicamente, la crucifixión del hombre, su irremediable destrucción?

Nadie ignora que esa paradójica realidad, hasta ahora tan sinópticamente descripta, es el objeto propio -si no exclusivo- del conocimiento histórico. Pero no todos se percatan de que ella no existe ni se constituye sin algún grado de conciencia respectiva. Esta conciencia, en su forma más primaria o elemental es la simple captación de que ciertos hechos, acciones, obras o procesos son modos de realización del hombre. Le falta naturalmente a esta conciencia histórica incipiente discriminar, entre otras cosas, qué dimensión o nivel del hombre se realiza en la historia, por determinación de quién y de qué conductos; o sea, le resta adquirir su total claridad y pleno desenvolvimiento. Sin embargo, en su misma e inicial simplicidad, ella contiene virtualmente notas de gran importancia para una descripción fenomenológica. Así: 1) la advertencia de que la historia es la realización del hombre hace del ser histórico una dimensión eminentemente humana, rasgo que si no define radicalmente su naturaleza, por lo menos la delimita y la distingue de otros dominios ontológicos, como el metafísico y el teológico, sin pronunciarse respecto de sus posibles conexiones; además, 2) la condición humana de la historia lleva implícita la condición histórica del hombre, como un ser para el cual la historicidad es indeclinable, aunque no quede aún especificado, en esta primera aproximación, si ella es o no el ámbito exclusivo de su realización; en tercer lugar, 3) el reconocimiento de la recíproca condicionalidad de hombre e historia revela la índole objetivo-subjetiva de la realidad histórica y -dada la ineludible subjetividad del hombre- la necesidad inevitable de una toma de conciencia como el requisito para el propio ser de la historia; y finalmente, 4 ) las aclaraciones que surgen de esta somera incursión proporcionan criterios bien precisos para distinguir la verdadera realidad y el verdadero conocimiento históricos de los que no lo son.

Sobre la base de estos datos preliminares, estamos ahora en condiciones de iniciar un análisis ordenado y penetrar, con mayor amplitud y profundidad, en el problema planteado.

Conciencia histórica y tiempo histórico

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