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Cazador de luz

Cinco años. Concón.Vida de okupa.

Cuando le preguntan por los primeros recuerdos de su niñez, la mente de Sebastián Sichel Ramírez (1977), por entonces Sebastián Iglesias Ramírez, se transporta de inmediato a la localidad costera de la Quinta Región en donde la vida del niño, entre los 5 y 12 años, tuvo como refugio una casa ajena que fue tomada como propia.

No está claro, pero al parecer se trataba de una vivienda que pertenecía a unos exiliados que habían dejado el país, por lo que el grupo familiar —mamá, papá postizo y hermana tres años y medio menor— simplemente se adueñó de una propiedad que, en realidad, era una carcasa vacía en su interior. Un hogar sin luz, sin agua, sin refrigerador, sin baño, con ventanas tapadas con plásticos que parecían inhalar y exhalar con cada movimiento del viento, en donde se cocinaba al fuego de unos palos y un lugar donde entraba, salía, se quedaba, bebía, peleaba y se intoxicaba gente extraña. En ese entrar y salir de gente, sí hubo un integrante que se sumó al grupo familiar de manera permanente y más apacible: «Kayser», un perro callejero que los acompañó por largo tiempo.

A fin de cuentas, ese espacio de tres piezas, más que casa, parecía ser una especie de refugio improvisado en algún lugar indómito en donde la familia —y quien quisiera— podía guarecerse. De hecho, cuando llegaron al inmueble, todos se acomodaron durante un tiempo en una de las piezas y luego se fueron distribuyendo a medida que iban sumando mejoras. Y el primer WC llegó gracias a uno que encontraron tirado en un vertedero cercano.

Ahí, en un contexto de vida familiar precaria, disfuncional y violenta, la existencia del pequeño tuvo un sello especialmente marcador que lo acompañaría de por vida: la ausencia de luz.

Esa penumbra permanente de sus primeros recuerdos de niñez hizo que el hombre se convirtiera después en un obsesionado por arrimarse a cualquier destello lumínico que sirviera para acompañarlo. Primero, siendo muy pequeño, robando velas a una Virgen en la zona baja de Concón; décadas después, con la manía de siempre dejar las cortinas entreabiertas para que la luz pudiera colarse como mejor quisiera.

En esos ambientes iniciales siempre sombríos de su niñez, los electrodomésticos y la televisión aparecían como aparatos de una era futurista que no concordaban con la suya. Artilugios de un tiempo de modernidad que, en su caso, se limitaban a ser observados y escuchados en casas vecinas y nunca en la propia. Como esperar una semana completa para instalarse en la casa de José —un vecino que era el cuidador de una residencia de veraneo— para mirar durante largas horas las secuencias de rutinas humorísticas del Jappening con Ja a comienzos de los 80.

La falta de luz en casa, lo convirtió en un adicto a la calle. Era una cuestión práctica: salvo los pocos libros que tenía en su hogar, la entretención y la luz estaban fuera de esa casa-cueva en la que vivía en calle Vergara en Concón. Por eso había que aprovechar al máximo, desde temprano por la mañana hasta el ocaso. Por entonces su vida de chiquillo se dividía entre estar tras una pelota de fútbol o colarse en casas vecinas de veraneantes ausentes.

Un hábito que comenzó a cimentar desde pequeño fue la búsqueda permanente de libros y revistas para leer junto al suave destello de las velas hogareñas. Fue de esa manera que comenzó a establecer una relación de cariño y necesidad por la lectura. Su mamá le conseguía los libros en ferias o los cambiaba por cualquier cosa. Su gran entretención eran los Reader,s Digest que el niño se los aprendía casi de memoria.

Sin embargo, había algo contra lo que las historias y relatos que salían desde los textos no podían competir: la libertad que le daba una existencia extrañamente autónoma y despreocupada para su corta edad.

El Sebastián Iglesias de antaño suele rememorarse como un niño líder que desde temprano debió forjar cierto carácter para acomodarse en esa libertad que masticaba a destajo en la urbe del litoral. Lo del liderazgo prematuro quizás lo diga por haber sido el organizador de un grupo llamado «La pelotita azul», una especie de club social y deportivo que armó con otros pequeños en Concón. La iniciativa pretendía definir una suerte de calendarización de acciones de entretención para el año y significaba buscar materiales para armar la sede y diseñar tarjetas de identificación para los integrantes. Ahí, Sebastián ejercía el rol de presidente eterno y un rígido evaluador de las pruebas que debían pasar los postulantes a la vicepresidencia del conglomerado infantil.

En la práctica, Iglesias era un viejo chico, algo mandón y aglutinador. Un infante que en vez de gastar la escasa plata que alguna vez tenía en sus bolsillos en alguna golosina o bebida encontraba más placer en la lectura de algún diario o cualquier libro que llegara a sus manos.

El menor era una mezcla de cuerpo que se desarrollaba rápido, carácter fuerte y personalidad introvertida, especialmente respecto de sus emociones. Un silencio y reticencia que mucho tenía que ver con la idea de llevar adelante una vida lo más normal posible para que así el resto lo viera como un niño más. Un intento de forzada proyección de normalidad que, sin embargo, escondía una dura batalla interna por hacer a un lado la pesadilla diaria que vivía puertas adentro.

En medio de esa familia el sello distintivo, más que la pobreza, era la disfuncionalidad. Sí, porque más que carencia de recursos o pobreza dura, lo que marcaba la vida en ese hogar era la precariedad de quienes habían decidido navegar la vida de esa manera. Mamá y papá encubierto así lo habían decidido por voluntad propia. Un estilo de vida hippie con ganas de perpetuarse por siempre, donde el trabajo formal era una rareza y en donde las pertenencias materiales asomaban como lujos innecesarios. Un mundo de carencia que se contraponía con un superávit de gritos, peleas, alcohol, drogas, gente que entraba y salía, bullicio y fiestas sin fin. Todo liderado por un papá problemático y secundado por una madre que optó por seguir el ritmo de un marido estrafalario e imprevisible.

En el barrio de calle Vergara el pequeño Iglesias era conocido como «tatán» aunque sus amigos más cercanos, le decían «capitán» por sus reiterados empeños de liderazgo infantil. Por entonces el chiquillo era más bien alto, con tendencia a tener kilos de más —según él por una mala alimentación basada en una mezcla de pan y leche en polvo entregada en consultorios— y con un sello que se transformó con el paso del tiempo en la huella digital de su rostro: papiche.

Lo de la mandíbula inferior prominente es una mezcla de herencia genética y secuelas de un serio accidente que tuvo de pequeño en Concón, cuando perdió el equilibrio y salió volando de una bicicleta prestada, en un paso bajo nivel y aterrizó golpeándose el rostro contra el suelo. Se quebró la nariz y la cara quedó a maltraer. Las secuelas de esa dura caída nunca fueron tratadas como correspondía y Sichel cree que su dificultad para respirar y las complicaciones de su dentadura —uno de sus flancos médicos más débiles— tienen que ver con ese duro aterrizaje frontal en el cemento costero.

A algunas burlas recibidas por «perón» o «papiche» se sumaron otras que para el estudiante eran más dolorosas e indignantes y que tenían que ver con lo precario de su situación material y familiar, lo que hizo que tuviera varias peleas a combos. Incluso, en el colegio en Concón, ya hastiado por los comentarios y bromas que se multiplicaban, un día se envalentonó y preguntó quién era el que le solía pegar al resto de los alumnos. Hubo unanimidad en que Hugo era el más fiero de los patios. Entonces, el niño fue a buscarlo y decidió, sin razón aparente, trenzarse a golpes. El objetivo era imponer un cierto escudo de respeto colegial e intentar detener o, al menos, aminorar la frecuencia de las burlas. «Mi entorno familiar ya era muy duro y no quería que me pasaran por encima», recuerda.

El problema era que el escolar también debía lidiar con un cuerpo que comenzó desde pequeño a desarrollarse de manera algo desenfrenada. No había en ese crecimiento proporcionalidad ni armonía, por lo que su figura era la de un chico en expansión desordenada, en donde parecía que el cuerpo iba por un lado mientras las extremidades habían decidido ir por otro rumbo.

Genética y tipo de alimentación parecen haber hecho su trabajo de manera conjunta en esa caótica extensión corporal. Sus kilos extras estaban basados en su precaria dieta alimenticia que incluía casi únicamente pan, fideos, arroz y papas. Una especie de menú eterno del que no se salía —ni él ni su familia— y que tenía un tono repetitivo en las preparaciones que se cocinaban en los fogones de la casa okupa.

En el hogar todo escaseaba y por eso cada producto debía ser aprovechado al máximo. Él lo recuerda de manera especial con las papas. Se pelaban y a un lado quedaba el tubérculo desnudo y al lado un recipiente que se llenaba con las cáscaras. Primero se cocían o freían las papas y luego se aprovechaba de hacer una nueva ronda de fritura en donde se echaban las cáscaras.

En ese ambiente, cualquier ingrediente que saliera de la rutina era apreciado como un acontecimiento mayor. Quizás por eso Sichel rememora hasta hoy una Navidad en que la madre decidió salir junto a él y obsequiarle un helado Crazy, pequeño lujo infantil contenido en un vaso plástico. Por supuesto, en esa casa, el Viejo Pascuero o el Conejo de Pascua eran personajes más bien imaginarios y ausentes para los dos pequeños.

En Concón el niño estudiaba en el Colegio Parroquial Santa María Goretti, establecimiento fundado por un expárroco de la localidad en 1954 y que en un inicio tuvo el nombre de Escuela Particular N°111. Años después llegaron al colegio las Hermanas de la Caridad Domínicas de la Presentación de la Santísima Virgen, agrupación de activas y empeñosas monjas colombianas que dieron un renovado impulso al colegio. El establecimiento estaba justo tras la parroquia local y fue en ese lugar donde Sebastián hizo su primera comunión y hasta se convirtió en acólito.

Quizás Sichel no sepa la importancia que tuvo, pero para su hermana Banya esas caminatas de ambos rumbo al colegio fueron de los instantes más cercanos y marcadores que ella atesora como un tiempo de complicidad junto a su hermano durante la niñez. «Si pudiera elegir el momento que más me llena el alma es el recuerdo de ir caminando con Sebastián hacia el colegio cada mañana y cada tarde, con mucho frío en invierno y él colocando sus manos heladas en mi guatita diciéndome que era una estufita. Es realmente una tontera, pero son instantes que se graban en la mente de una niña de cuatro años», recuerda Banya desde España.

El entonces estudiante fue de alguna manera «adoptado» por esas religiosas que conocían el complejo ambiente familiar que el alumno Iglesias enfrentaba en el hogar. No se trataba, sin embargo, de que la realidad de este estudiante fuera especialmente inusual. Sichel lo recuerda bien cuando una vez preguntaron al curso de más de cuarenta alumnos quiénes tenían padres profesionales. Apenas dos manos se levantaron y una de ellas era de un estudiante argentino.

Pero hubo algo que las religiosas vieron en Sichel que las llevó a apañarlo de manera especial. Era un buen alumno, cercano a las monjas y a los profesores, lector voraz y empeñado en participar y sacar adelante las distintas actividades que el establecimiento organizaba. Académicamente comenzó a destacar en ciencias sociales y matemáticas. Por eso, poco a poco, monjas y profesores comenzaron a potenciar las capacidades de un niño que ya empezaba a destacar entre los demás.

Charao y Figueroa fueron sus dos mejores amigos en esa época. Fue con ellos que en 1987 vio y celebró el triunfo de Cecilia Bolocco como Miss Universo después de meterse «a la mala» en una casa de veraneo vacía. Y fue en los patios de esa escuela de Concón donde el niño tuvo su primer pololeo. Fue en quinto básico, cuando el pequeño le dejó una sentida carta más el regalo de una foca de lana —que le había tejido su mamá— en el banco de la compañera que le gustaba. Ella le devolvió un «sí» a través de otra misiva formal.

Su paso por este establecimiento de la Quinta Región no solo fue un refugio y una importante represa de contención emocional para el niño, sino que también fue el lugar en donde Sichel comenzó a valorar la prédica del mundo católico y la acción efectiva en que podía convertirse ese cúmulo de buenas intenciones que usualmente solo quedaban en rezos y oraciones a Jesús y María.

Este vínculo fue porque las monjas no solo oraban puertas adentro, sino que tenían una fuerte presencia social con los vecinos y las organizaciones comunitarias, por lo que el trabajo práctico de ayuda y mejora concreta en la vida de la gente se proyectaba mucho más allá de las panderetas del recinto educacional. Así, el escolar fue testigo directo de esa coherencia, uno de los motivos que, años después, explicarían su acercamiento con el catolicismo de base y comunitario. Y fue probablemente eso mismo lo que lo acercaría —en sus inicios en el mundo de la política— a la Democracia Cristiana.

Pero más allá de la contención del colegio y la relevancia que tuvieron las monjas colombianas —y que no se queda en el hecho de conocer y poder cantar hoy el himno de Colombia—, su paso por Concón fue marcada por dos hitos que le ayudaron a descubrir, décadas después, quién era realmente.

El primero fue cuando, ya hastiado por el trato que recibía su mamá, decidió enfrentar a su «padre». Lo hizo tomando un palo para frenar una agresión que estaba soportando su progenitora. El otro hito fue cuando supo, mientras esperaba en una fila de un servicio público regional, que el hombre que vivía en esa casa okupa, en realidad, era un personaje postizo y que no era su padre biológico.

Décadas después, siendo presidente del BancoEstado, Sichel pasó por esa vieja casa ubicada en calle Vergara. La residencia que de niño le parecía enorme, ahora se le asomó como un lugar extrañamente pequeño. Y ahí, los nuevos propietarios le mostraron algunas fotos antiguas que habían encontrado de manera fortuita en la residencia y en donde aparecía un Sichel apenas chiquillo. Los nuevos moradores exhibieron esos registros como si fueran un pequeño tesoro que había quedado abandonado en el lugar. Para los actuales residentes era como si en esas piezas y espacios se hubiera criado alguna estrella de la música o un afamado actor.

Para Sichel, en cambio, era volver a enfrentar un espacio que no había sido benevolente y en donde la angustia, la precariedad y el temor lo había acompañado por demasiado tiempo. De hecho, cuando le preguntan por el momento más feliz de su niñez, asegura que fue cuando dejó esa casa en Concón y se instaló en el hogar de los abuelos maternos en Santiago. Como sinónimo de la felicidad que encontró con ese cambio, Sichel asegura que, más que lo material que había en esa nueva residencia —como tener agua y luz, «lujos» impensados hasta entonces en su vida—, por primera vez experimentó una verdadera sensación de tranquilidad. De alguna manera, la bomba de tiempo que parecía siempre a punto de explotar en su casa en Concón había desaparecido.

El chico, después de muchos años, por fin había encontrado la extraña certeza de que las cosas, personas y ambiente reposado con los que se acostaba por la noche iban a ser los mismos del día siguiente.

«Mi niñez terminó mucho antes de lo que hubiese querido. Se acabó a los 11 años», suele decidir Sichel al recordar en fin de esa etapa de su vida y su paso a una adolescencia-adultez prematura.

Sebastián Sichel. Sin privilegios

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