Читать книгу Sebastián Sichel. Sin privilegios - Rodrigo Barría Reyes - Страница 8

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«Tranquilo hijo, que no es tu papá»

Ana María Ramírez, la mamá de Sebastián Sichel, era una adolescente común y corriente, bonita y regalona de sus papás. Vivía en el sector de Américo Vespucio con Francisco Bilbao en Santiago. Eso sí, la ubicación de la casa no tenía directa relación con la realidad económica con la que convivían. En realidad, se trataba de una familia de clase media que venía en declive. Desde hacía tiempo que estaban empobreciéndose. El abuelo materno, Guillermo Ramírez, era comerciante. Más bien era un mercader de la subsistencia.

Los negocios del abuelo de Sichel no eran bullentes locales que entregaban generosos flujos de caja. De hecho, se trataba siempre de pequeños emprendimientos pasajeros —la mayoría de las veces— o boliches de barrio —las menos— en donde solía combinarse la venta de productos básicos, como sopaipillas o golosinas y algunos videojuegos para adolescentes ganosos de gastar en fichas. Eso sí, era una persona constante, ya que estos emprendimientos, o si es que se trataba de algún local comercial, solían tener casi siempre el mismo ciclo de vida: fuerte empeño inicial, escaso retorno monetario, estancamiento y fin de la iniciativa más pronto que tarde.

Así las cosas, estas aventuras comerciales del abuelo apenas entregaban un breve lapso de tranquilidad financiera para la familia. Transcurrido algún tiempo, era seguro que el hombre debía reinventarse con un nuevo emprendimiento que ayudara un rato a mantenerlo a flote hasta el inicio de la próxima aventura comercial.

Los abuelos maternos habían construido una familia más bien tradicional y con domicilio político en el centro. En realidad, más que DC, eran admiradores del expresidente Eduardo Frei Montalva y por eso un retrato del exmandatario colgaba desde una de las paredes del hogar.

Fue en esa casa de Las Condes donde Ana María, la mayor de cuatro hermanos, se enteró que sería madre a los 17 años. Asustada, decidió no contarle a nadie y mantener el secreto el máximo tiempo posible. La táctica resultó ser impensadamente exitosa, ya que durante largos siete meses, nadie sospechó en el hogar, ni en los patios o aulas del colegio en donde estudiaba.

Hasta que la adolescente no pudo más. Era claro que su panza en expansión la delataría pronto. Así es que se armó de valor. Y decidió hablar primero con una tía. Fue ella la que se encargó entonces de transmitir la noticia a los padres de la chiquilla. Cuando se enteraron, lo primero que hizo el papá de la adolescente fue salir de la casa e ir a hablar con los padres del pololo que vivía en el mismo barrio. La conversación fue tensa y extrañamente breve:

—Mire, la verdad es que no podemos estar seguros de que nuestro hijo sea el verdadero padre de esa criatura —le contestaron los padres de «Toño», un muchacho que vivía a pocas cuadras.

—Muy bien, entonces desde ahora yo soy el papá de esa guagua. Ustedes no se acerquen ni lo busquen nunca más —les respondió en tono definitivo el abuelo antes de levantarse y salir.

Antonio Alejandro José, el padre de la criatura, se quedó en Santiago, estudió Ingeniería Forestal y luego partió a la Región del Biobío a buscar trabajo en el sector forestal. Irónico, tiempo después se casaría en el sur una mujer de nombre… Ana María. La vida de «Toño» siguió en el sur, armando una pequeña empresa de raleo que luego quebraría. Su existencia sería austera, siempre con el dinero justo y viviendo en casas que nunca fueron propias.

Con 18 años recién cumplidos, un hijo y el quiebre de las confianzas familiares, Ana María terminó su educación media en el Colegio Alexander Fleming, en las mismas salas que después ocuparía su propio hijo.

La familia de Ana María pudo aguantar el chaparrón de la inesperada cría que había llegado a descolocar ese hogar de espíritu tradicional. El golpe había sido duro. Muy duro. Por eso, tras el nacimiento de la guagua, se suponía que lo que debía venir era un período de calma y sosiego.

No lo supo en su momento Ana María, pero las cosas podían ser todavía mucho peor e irse al tacho de la basura por décadas. Todo comenzó cuando conoció a Saúl Alexander Iglesias, un tipo que se dedicaba a confeccionar aros con monedas de un peso y quien vivía en una vieja casa rodante estacionada a unas cuadras de distancia.

La madre de Saúl vivía en San Antonio y era una mujer separada, empeñosa y Testigo de Jehová. El hijo, que no aguantaba la disciplina materna, había decidido mudarse con el padre. Pero optó por no quedarse en su casa, sino que se instaló como inquilino al interior de una vetusta casa rodante estacionada en calle Latadía.

Ana María lo conoció en uno de sus trayectos rumbo al colegio. La pareja comenzó una relación y al poco tiempo la muchacha hizo un anuncio que dejó helados a sus padres: había decidido casarse.

No está claro cómo fue que los papás de la escolar madre soltera autorizaron ese matrimonio. Lo que ha logrado saber Sichel es que, en realidad, sus abuelos lo vieron como opción para que él pudiera tener, al menos, un padre presente en su vida. Un papá postizo eso sí, pero una figura varonil que estuviera con él y que fuera cercana. En medio de esa sensación de soledad de una madre adolescente que había sido rechazada y desconocida por el padre de la guagua, había aparecido un hombre que decía amarla y a quien no le importaba que tuviera un hijo. Fue por eso que decidió casarse, acompañarlo y seguirlo. Y que fuera ese hombre, y no el abuelo, quien le diera su apellido al hijo.

El niño había sido inscrito, cuando nació en 1977, como Sebastián Andrés Sichel Ramírez, con la aclaración de «padre no reconoce hijo». Tres años después, cuando la madre se casó con Saúl, el pequeño pasó a ser Sebastián Andrés Iglesias Ramírez, con la aclaración de «hijo ilegítimo, pero reconocido por su ahora padre Saúl». Ese fue el nombre que lo acompañaría hasta que se convirtió en treintañero.

Saúl, sin embargo, no tenía ninguna intención de llevar una vida tradicional. Esa era una idea que le parecía insoportable y por eso es que, apenas se unieron civilmente, comenzó a elaborar un plan: irse en un recorrido sin destino ni misión concreta por el continente. Mientras a la madre no le quedaba más que sumarse a este sueño de «conquista» latinoamericana nació Banya, la hermana del pequeño Sebastián. Cuando él cumplió cuatro años, sus padres decidieron emprender viaje. En su mente, ya décadas después del periplo, todavía guarda una mezcla de recuerdos vívidos y difusas sensaciones que se apilan de manera desordenada. Como sea, de lo único que está seguro es que nada de ese viaje se le asoma como una cuestión feliz. Por el contrario, todo el recorrido fue una montaña rusa angustiante, una serie de altos y bajos marcados por lo paupérrimo de las condiciones de la travesía y una precariedad que los había convertido en un grupo de vagabundos más que en una familia de turistas despreocupados.

La ruta y el recorrido se basó en tres principios intransables: hacían los trayectos en lo que fuera, dormían en lo que fuera y comían lo que fuera.

Así las cosas, el transporte era a dedo, pernoctaban en casas okupa y para comer solían meterse en supermercados para robar algunos productos básicos. La memoria de Sichel suele tener especialmente nítido dos cuestiones: el viento que le llegaba a la cara debido a la falta de vidrios en los muchos vehículos en que se subieron y que en alguna ocasión llegaron hasta comer ranas.

En esta aventura familiar lo que Sichel rememora está lejos de la mirada de hippies románticos cumpliendo un sueño latinoamericanista. No. Para él se trató de una etapa irresponsable que jamás debió hacerse. Lo suele reprochar por lo que él enfrentó, pero de manera especial por las penurias que debió enfrentar su hermana pequeña.

De alguna manera, este viaje por el continente fue el sello que tendría ese grupo familiar en el futuro y el punto sin retorno para una madre que se vio atrapada en un espiral del cual no pudo escapar más. Así, por acción u omisión, padre postizo y mamá optaron por convertir a la familia no en un proyecto claro de largo plazo, sino más bien en unas hojas llevadas por el viento. Sin destino, sin objetivos ni sueños de largo plazo. Todo se trataba de pasar el día como se pudiera y abrir los ojos en la jornada siguiente y ver de qué manera se podían salvar las horas por venir.

A fin de cuentas, se trató de una elección voluntaria y libre por la precariedad. Una pobreza disfrazada de hippismo, despreocupación y relajo. Una existencia familiar suspendida en el aire en donde pronto se fueron adosando otras cuestiones que no hicieron más que complicar, atormentar y agravar las cosas. Entre ellas, las más complejas fueron: agresividad, violencia, excesos y el abuso de sustancias.

Tras varios meses lejos de Chile, la familia regresó al país. De vuelta, había un destino perfecto para seguir adelante con el estilo de vida: Horcón. Fue en esa zona costera donde instalaron su casa. Lo de hogar, por cierto, era un eufemismo, ya que lo que hacía las veces de hogar no era más que una carpa y unas lonas levantadas en la zona de Bahía Pelícano.

Fue en la rompiente de Horcón donde el niño comenzó a relacionarse de manera un poco más sana con su padre postizo. Saúl, un tipo que también tenía un lado lúdico, le enseñó al pequeño a filetear pescados, a reconocer moluscos en las rocas y a comer pulgas de mar. El niño, por supuesto, estaba encantado con esas enseñanzas. Las maravillas y rarezas de meterse entre las rocas y convertirse en una suerte de mariscador precoz resultaba infinitamente más cautivador que dedicarle tiempo y energías a responsabilidades cotidianas.

El pequeño y Saúl alcanzaron a cimentar una relación relativamente normal. No era un vínculo especialmente cercano ni entrañable, ya que pese a esos chispazos de intimidad que conseguían por momentos de aprendizajes rudimentarios, había algo que al chiquillo le impedía traspasar la barrera del amor verdadero.

Fue en esos trayectos por la zona costera de la Quinta Región que el matrimonio vio una casa desocupada en la calle Vergara de Concón. Entonces, sin mucho más que un par de bolsos que acarrear la familia tuvo, de pronto, un nuevo domicilio.

La residencia, comparada con esa carpa levantada en la playa, asomaba enorme y sólida. Un pequeño palacio costero. Una sensación de amplitud que se hacía más potente con esas entrañas vacías que resultaban imposible de llenar debido a lo poco que llevaron.

La casa podía ser otra, el hogar podía ser enorme, pero lo que se mantenía inalterable fue la dinámica de una pareja que cada vez iba profundizando su vínculo con excesos, fiestas y agresiones. Sichel ha tratado de entender cómo fue que la madre se vio atrapada en esa vida. Ambos se han sentado en varias ocasiones a escudriñar en esas razones. La madre, a modo de defensa, le ha dicho que se trató de una especie de «agradecimiento culposo» hacia el hombre que había querido estar con ella y su hijo.

Viendo lo que pasaba, el abuelo de Sichel quiso actuar como contención en esa situación y, al menos, poder entregar algo de sosiego a los nietos ante la existencia descontrolada en la que estaba inmersa la hija. Por eso decidió dejar Santiago e instalarse en una casa en Concón para estar atento al desbande que reinaba en ese hogar okupa.

Fiel a su tradición de emprendimientos casuales que siempre parecían pender de la cuerda floja, el abuelo ideó un negocio basado en la venta de paltas y chalecos de La Ligua. Un experimento que apenas duró algún tiempo hasta que se hizo financieramente insostenible.

Al menos, durante ese período, el nieto pudo refugiarse, lo más que pudo, en ese pequeño espejismo de tranquilidad que era la casa del abuelo en comparación con la de sus padres. Y por eso, cuando el «tata» regresó a Santiago, resultó ser una pequeña tragedia para el pequeño que sabía bien que volvería a una dinámica familiar que se hacía más oscura y destructiva.

Lo más perturbador y emocionalmente devastador para los hermanos era el ambiente de violencia que se había normalizado en el hogar. Víctima principal de estos maltratos era la madre. La mujer, incluso, alguna vez debió hasta ser hospitalizada después de que su marido la golpeara y terminara con una pierna rota.

En medio de ese panorama, había algo que no parecía concordar: el niño y la niña parecían librarse siempre de cualquier agresión. La violencia psicológica y física que soportaba su madre jamás llegó hasta los pequeños. De hecho, Sichel no recuerda haber sentido miedo de estar cerca o quedarse solo junto a un tipo alcohólico, violento y drogadicto.

Es una de las grandes dudas que jamás ha podido explicarse: ¿por qué Saúl hizo esa separación entre los golpes a su madre y el buen trato general que tuvo con él y su hermana? ¿Por qué, mientras la madre aguantaba la furia de puños y pies, Saúl se dedicaba a enseñarle a hacer vasos con botellas de pisco en desuso?

Sichel está convencido que no fue un niño maltratado debido al esfuerzo protector de la madre. «Nos escondía y mentía con tal de mantenernos a salvo», rememora. Y aclara: «Sí, es verdad que le decía papá a Saúl, pero mi verdadero papá era mi tata».

La figura paternal de Saúl, sin embargo, se vino estrepitosamente al suelo después de dos acontecimientos. El primero fue una confrontación que tuvo con él después de una agresión contra su madre, cuando ya no aguantó más y decidió encararlo. El otro momento que ayudó a que la imagen de Saúl se fuera desvaneciendo, fue enterarse de que ese hombre, en realidad, no era su padre biológico.

La confesión de la madre fue completamente improvisada e inesperada. Fue tras una discusión casera que había tenido con Saúl, que salió con su hijo rumbo al consultorio local. Y ahí, mientras esperaban en la fila, tal como lo habían hecho decenas de veces aguardando por el trámite de entrega de alimentos, ambos incómodos y en silencio —por lo que habían debido soportar un momento antes en la casa—, la mamá miró a Sichel y le lanzó una noticia inesperada: «Tranquilo hijo, no te preocupes, que Saúl no es tu verdadero papá…».

Para Sichel esta confesión fue una suerte de venganza pacífica de la madre hacia un marido que llevaba demasiado tiempo abusando de ella. Su forma de desquitarse fue desenmascararlo. El anuncio resultó ser una forma de protegerse y una manera de sentirse más aliviados al saber que la sangre del hombre que vivía en la casa okupa no corría por las venas del pequeño. Sí, tenía su apellido Iglesias, pero no era más que una cuestión formal que podía cambiarse con un trámite —tal como lo haría años después— en el Registro Civil.

Con la confesión, que estuvo lejos de cualquier formalidad y que no dio pie a ninguna conversación más profunda, el chiquillo simplemente intentó asimilar el dato y calló. Masticó la información en silencio intentando digerir, ordenar y encajar piezas.

Con los años, esta verdad revelada por la madre simplemente fue una suerte de dato extra en su vida y quedó apartada durante años ya que las urgencias iban por otro lado: proteger como pudiera a su madre, cuidar a su hermana menor y poder ir al colegio para consolidar sus estudios con tal de salir de esa locura en que vivía.

Solo cuando cumplió 30 años Sebastián volvería a la carga en la búsqueda para descubrir quién era su verdadero padre.

Curiosamente, sí hubo algo que quedó profundamente marcado en él tras esa confesión de su madre: el odio por las filas. Siempre las recordaría como el lugar en donde esperaba largas por horas por alimentos o atención en los consultorios y el sitio en que supo que ninguna gota de sangre de Saúl corría por sus venas.

Una aversión que lo persigue hasta hoy y que lo ha llevado a ver esas hileras de personas aguardando como una expresión de desigualdad, menosprecio y maltrato. Y, por supuesto, como el lugar propicio para enterarse de malas noticias.

Sebastián Sichel. Sin privilegios

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