Читать книгу Averroes intempestivo - Rodrigo Karmy Bolton (coautor) - Страница 6

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El nombre de Averroes debería escribirse con una tachadura. No es seguro si esta debe recorrer el nombre de manera lineal o con ondulaciones, pero debe existir una tachadura indicativa de lo que Averroes representa para el pensar contemporáneo: lo que ha sido despreciado a fin de conseguir la figura monolítica del yo moderno; aquello que se rescata para arrancar de ese yo, o bien, simplemente para indicar que Averroes y el averroísmo son uno solo y que pueden pensarse como un hilo, una débil pero persistente hebra de pensamiento que en ocasiones se laxa y en otras, como hoy, cuando ya no queda otra, se tensa y se vuelve evidente. Podemos calificar algunos libros de averroístas, cuando su mención al pensador cordobés es expresa. Ahí no corremos riesgo y estamos a salvo en buena trinchera. El hilo, sin embargo, es tan delgado que puede parecer invisible, escurridizo a la mirada y perdido entre los escombros de la tradición moderna. Secreto. A él se pegan escritos, pensamientos sueltos, poemas, que ni siquiera conocen el nombre de Averroes. En este sentido, Averroes no es un pensador, sino un modo de pensar. Por eso rehúye incluso a la mirada del averroísta, que en cuanto se fija en el sujeto Averroes, este se diluye, y aparecen al-Fārābī, Alejandro de Afrodisia, Aristóteles.

Averroes, entonces no como sujeto, sino como paradigma en el sentido agambeniano. Un caso separado de una serie que ilumina a los demás casos,1 aboliendo no sólo la dicotomía entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, sino también aquella del adentro y el afuera.2 Averroes como idea que constela, para usar un concepto caro a Benjamin,3 en torno al cual giran múltiples formas, modos de pensar que, sin embargo, comparten una idea fundamental, a saber, que el intelecto es único para toda la especie, separado del individuo y, sin embargo, indisociable de cada ser singular, en tanto ser sensible a la experiencia de lo común. Ni arcaico ni actual, Averroes se vuelve plenamente contemporáneo al pensamiento filosófico que ha puesto en duda tanto la linealidad del proyecto racionalista moderno como el esencialismo de la teología política decisionista. Quienes han situado a Averroes en una suerte de bisagra temporal que abre al racionalismo de los modernos tienen razón cuando resaltan la pugna entre el cordobés y la teología, donde este siempre defendió la necesidad y primado de la filosofía. Pero allí se olvida, muchas veces, que la modernidad es también una subordinación del pensamiento a la teología, que desde Aquino viene vociferando la absoluta pertenencia del intelecto al sujeto individual. Y olvidan que hoy se hace mucho más evidente, en lo que concierne a nuestra vida política y económica, la hegemonía discursiva de la oikonomía divina y la soberanía teológica, que la búsqueda de modos reflexivos de con-vivir.

La oposición de Aquino al pensamiento de Averroes tiene una clara doble vertiente por donde se asoma la teología y la soberanía política de manera indisociable. Primero, porque, en el teólogo, el intelecto es aquella facultad del alma ‒alma como acto del cuerpo‒ que trasciende el cuerpo y permite la resurrección del individuo. Sin intelecto personal no hay salvación.4 En segundo lugar, porque “sustraída de hecho a los hombres la diversidad del intelecto –dice Aquino‒, la única entre las partes del alma que aparece incorruptible e inmortal, se sigue que después de la muerte no resta nada del alma de los hombres sino una única sustancia intelectiva; y así se elimina la atribución de los premios y de las penas y de la diversidad que le distingue.”5 Nos acercamos así al problema de la Ley, que aquí parece todavía estar en el más allá, hasta que el Aquinate diga literalmente que si el intelecto es separado, la voluntad habría de estar en él y no en el hombre, y así este “no será dueño de sus actos, ni ninguno de sus actos sería loable o vituperable: ello significa arrancar los principios de la filosofía moral.”6 La moral, esa vieja ficha que conquista a religiosos y laicos, y que Aquino vincula correctamente al control, es posible solo a través de la introducción en cada uno de los individuos de una parte inmortal que asume en la tierra la responsabilidad de su salvación o su condena en el más allá. Nietzsche lo vio con claridad cuando dijo que “los hombres fueron pensados «libres» para poder ser juzgados […] en consecuencia, toda acción tuvo que ser pensada como querida, el origen de toda acción como radicado en la conciencia.”7

La marcha de los vencedores, de los que proclaman el patrimonio cultural como aquel lugar intocable e indiscutible, no puede admitir la idea de un pensamiento inapropiable, escurridizo, tal como el que Averroes proponía como sustento mismo de la especie. Ahí, la Ley queda en entredicho porque ella necesita de sujetos responsables que quieran acceder al paraíso, y cuando el cielo sea destruido por la ciencia, todavía quedará la idea de progreso para seguir avanzando hacia una salvación imposible, como diría Nietzsche, queriendo, en última instancia, la nada. “Es evidente ‒argumenta Roberto Esposito en Due, un libro en el que pone al descubierto su filiación averroísta hasta ahora solo sospechada‒ que, rompiendo la relación entre pensamiento y sujeto, o reinterpretándola en una clave que hace del sujeto el trámite, más que el propietario, del pensamiento, Averroes disgrega no solo un bloque metafísico sino también un horizonte teológico-político pivotado en torno a la semántica de la persona.”8

Esa palabra nos faltaba aquí: persona. La máscara perfecta de la moral, su dispositivo teatral que hace del escenario el marco del orden por donde transitan los seres únicos e indivisibles, inconfundibles con los animales, soberanos de sus actos, a imagen y semejanza del señor. Lo que resucita, diría un Aquino del siglo XXI, es la máscara, porque esta, sin coincidir con el cuerpo, tan cercano a lo animal, permite identificar con facilidad al culpable del merecedor de la bienaventuranza. “Para ser propietaria ‒dice Esposito en otro lugar‒, la persona no puede coincidir con el cuerpo.”9 Máscara sujeta al cuerpo para asumir la responsabilidad como consumidor crediticio, en realidad sostiene al cuerpo, lo forma con la costumbre, lo produce para que éste no muestre su fondo oscuro donde el lobo asecha. Y como asecha nomás majaderamente, el dispositivo de la persona se despliega también al interior de la especie humana para pegotearse en el rostro de algunos, dejando a otros en un raro estatus entre el animal y el humano. A los terroristas, a los subversivos, a los refugiados, les falta la máscara. A veces a los refugiados y pobres del mundo se les presta una para aparecer en televisión y no molestar a la audiencia. La mayoría de las veces la máscara es tan grotesca que produce el mejor efecto teatral y permite unas cuantas lágrimas de los que ya tienen la máscara pegada en doce cuotas. Opuesta al gesto, a esa “comunicación de una comunicabilidad,” dice Agamben, ‒donde no hay nada que decir porque lo que se muestra es “el ser-en-el-lenguaje del hombre como pura medialidad”10 ‒ la persona es el símbolo de una sociedad que niega la posibilidad de un sujeto como la modernidad misma lo imagina, en cada una de sus más férreas defensas del primado de la racionalidad individual. Lo que queda de la autonomía del sujeto es un tic nervioso provocado por la tirantez de la máscara personal.

Tendríamos que decir que más que opuesta al gesto, la persona captura la potencia gestual y le da un nuevo sentido en el que aparece una relación de términos opuestos. Solo así puede aparecer el reverso de la persona o la persona degradada. La persona juega, entonces, en el campo gravitacional del primer y segundo pronombre singular o plural. Una otredad que conduce a la enemistad tan cara a Schmitt, pues, a pesar ‒dice Esposito‒ de “toda la retórica acerca de la excedencia del otro, al confrontarse dos términos solo cabe concebir al otro en relación con el yo. No puede ser sino no-yo: su reverso y su sombra.”11 En otras palabras, cuanto más se fortalezca el carácter de sujeto, la autoafirmación, la autonomía ‒y muchos otros autos‒ más se de-subjetiva al otro. Raza, clase, género y otros conceptos que tanto agradan a la sociología, son conceptos-dispositivos, que funcionan como oposiciones basales para la afirmación de la persona o su des-personificación. En un extremo nos encontramos hoy al empresario, en el otro las figuras del refugiado, el terrorista y el pobre. Entre medio, se mueve la gran masa de deudores que luchan por no vivir en el miedo inconcebible a la despersonalización.

Pero no hay que engañarse con el efecto de la máscara. No hay algo como un detrás de ella, sino simplemente una producción, un modo de agrupar los síntomas que indican humanidad. Lo importante, entonces, es precisamente eso. El orden de las cosas, más que el sueño platónico de una idea que sostiene a la materia, o debordiano donde el espectáculo de las ideas oculta la materia. Lo que hay, y en esto quiero acercarme a la traducción árabe del eînai griego que es mawǧūd, es decir, haber, que indica un darse de las cosas. Quizá haciendo una interpretación aventurera y forzada ‒pero para qué está la filosofía sino para aventurar y forzar‒ podríamos decir que en el mawǧūd se está rehuyendo la esencia, tal como en el griego se usaba el artículo neutro to que, como dice Barthes, las lenguas romances han retomado en el artículo indefinido “lo”, saliendo así del binarismo entre lo que existe y lo que no existe.12 Lo que hay no es el ser de las cosas al modo de una esencia. Tampoco un binarismo en el que exista el ser y el no ser, sino un tercer elemento que abre la posibilidad del ser y del no ser, del hacer y no hacer. La persona y la no persona, son, entonces supuestos binarios de nuestra tradición que se afirman en una idea esencial. Si los comprendiéramos solo como una constelación de elementos posibles, podríamos ver que en las constelaciones operan fuerzas destructivas, que arrastran lo que creíamos estable al caos o lo reagrupan en torno a nuevas relaciones de magnetismo.

Mencioné, entonces, a Barthes porque él se lanza en contra de los binarismos y lo hace con una determinada mirada sobre el paradigma. Para él, el paradigma no ilumina, sino que cierra, porque es precisamente el núcleo en torno al cual giran los conceptos dando una idea engañosa de estabilidad. Lo neutro sería un antídoto antiparadigmático, lo que desbarata y ridiculiza el sentido que lo articula,13 siempre sostenido en el rechazo de algo y la elección de un otro. Lo neutro contraría el dogma, no lo ignora como si no le interesara que el mundo adquiera sentido dogmático, sino que hacia el dogma es violento en tanto deseo de suspensión de “las órdenes, leyes, conminaciones, arrogancias, terrorismos, intimaciones, pedidos, querer-asir.”14 En lo neutro se articula un silencio como posibilidad de callarse frente al sentido del paradigma dominante. Por cierto, se nos aparece la violencia divina de Benjamin como una fuerza neutra, o la potencia-de-no agambeniana como la versión más actual de una filosofía de lo neutro. Es decir, en lo neutro no hay nihilismo, sino el deseo de horadar la rigidez del sentido. Si el sentido de las sociedades contemporáneas se articula en torno a un permanente hablar, una avalancha de comunicación, el silencio de lo neutro no se opone al habla, sino que muestra que ella se da en una comunicabilidad que también puede callar. El derecho de guardar silencio no es otra cosa que la captura legal de la potencia de callar, tanto como la huelga legal busca capturar la huelga general. En tanto el silencio es la norma que imponen dogmáticamente las dictaduras, la posibilidad de hablar puede tomar el carácter revolucionario que tiene el silencio, porque lo que está en juego no es la dicotomía silencio-habla, sino la posibilidad como terreno en la que ambas pueden darse.

Un ejemplo bello del deseo de lo neutro es la delicadeza, tal como la aborda Barthes. Muy influido por sus lecturas del Tao e impresionado por la “ceremonia del té” descrita por Kakuzo, Barthes muestra la delicadeza puesta en juego en la “eliminación altiva de toda repetición: la delicadeza se espanta, se ofende con las repeticiones inútiles,”15 lo que acompaña una búsqueda por lo suplementario, por la sobredeterminación de los placeres. La negación de la repetición trae consigo un deseo por abarcar más formas, implicando en la ceremonia sentidos diversos. El placer del té se disemina no solo en su sabor, sino en cientos de detalles que abren a la verdadera inutilidad. El canto del hervidor, que contiene en su interior trozos de hierro que golpetean musicalmente; la diferenciación de las formas, de modo que cuando la tetera es redondeada, el plato ha de ser cuadrado o si por la ventana se ven flores, estas no han de encontrarse en el interior de la habitación. Cada uno de los detalles delicados contribuye a metaforizar, “destacar un rasgo y hacerlo proliferar en el lenguaje, en un movimiento de exaltación.”16 Contra la delicadeza aparece lo viril, que triunfa con la repetición, relegando lo delicado a lo inútil, a lo femenino. Lo que es delicado, en tanto detalle que siempre está expuesto hacia lo otro, no tiene cabida en ese varonil empirismo, que no hace fluir, sino que retiene para detectar causa y efecto. Barthes piensa en Deleuze cuando dice “cada vez que en mi placer, mi deseo o mi pena, soy reducido por la palabra del otro (a menudo bien intencionada, inocente) a un caso al que corresponde una explicación o una clasificación general, siento que hay una infracción al principio de delicadeza.”17 La persona, en este sentido, es siempre poco delicada, porque ella emerge precisamente de la clasificación humana y no puede aspirar a otra cosa que la repetitiva moda.

Entonces, el silencio, la delicadeza, el sueño, pero no ese sueño que sueña, sino el sueño indeterminado, donde el pensamiento se suspende, como en la descripción de la aventura con hachís de Benjamin, son figuras de lo neutro, que escandalizan a los dogmáticos sean ellos partidarios del blanco o del negro. Tal vez lo más terrible que lo neutro asoma es la imposibilidad de hacer de él un programa y, sin embargo, puede ser temible, desbaratador, transformador del orden, iluminador de otros órdenes, porque lo que indica con desprecio permanentemente lo neutro son los principios que nuestra tradición ha erigido como inamovibles, especialmente aquel principio racionalista que ha querido sujetar el deseo de lo neutro a la intelectualidad de un individuo. Lo neutro es el escándalo de Aquino, el retorno de una constelación averroísta donde el deseo se escapa para suspender lo individual, abriendo a la mirada la multiplicidad que “el fascismo de la lengua,” como dice Barthes, busca permanentemente dirigir.

Lo inasible de lo neutro, que es desde siempre también un deseo que no quiere asir, se aparece como un acontecimiento que deja traslucir lo que Deleuze llama un campo trascendental, ese lugar de pura inmanencia, de “conciencia pre-reflexiva impersonal, duración cualitativa de la conciencia sin yo.”18 Porque más allá de este cerco que impone la persona, lo común aparece como el lugar en que esa persona es posible, como forma en que ese flujo se actualiza. La persona no es más, entonces, que una actualización de aquello que es puramente inmanente, que como bien dice Deleuze “es potencia, beatitud plena,”19 que sufre de un pliegue sobre sí misma. A propósito de la subjetivación en Foucault, Deleuze dice que “es preciso que con velocidades infinitas se llegue a constituir el ser lento que somos o que debemos ser.”20 Así aparece la persona, o el proceso permanente en el que se rigidiza la potencia infinita, se coloca el lindes sobre la posibilidad y se cerca a esa vida inmanente y tan indefinida que el filósofo francés la llama una vida ‒es decir una vida cualquiera que sin embargo es también la experiencia de una vida singular. Se impone sobre ella, digo, una fórmula determinada de actualización en la que ella se separa en sujeto y objeto.21 Lo neutro, dirá Barthes, se ve apresado por el predicado. La adjetivación del mundo ‒independientemente que sea un insulto o un cumplido‒ nombra para establecer una esencia que cierre identitariamente las cosas, separando lo uno de lo múltiple. De ahí en más solo hay una triste certeza ‒porque la certeza es la ficción que articula el sentido de nuestra experiencia‒ de que encontramos únicamente soledad y firmeza en nuestra razón, esa razón que pareciera jugárselo todo en el gobierno de sí y de los otros.

Lo neutro, en este sentido, es un nombre de la existencia perfecta, el medio puro en el que algo se nombra. Y nombrar es estabilizar la distancia entre lo profano y lo sagrado, entre el afuera y el adentro. Por eso el pensamiento ‒la filosofía, la teoría‒ no son conocimiento de algo en particular, sino del ser perfecto. El pensamiento del medio puro desactiva toda trama de dominación porque expone la dominación misma como escena, rompe con la mercantilización de la vida porque muestra al fetiche del capital como sistema de posibilidades, actualización del medio en una forma singular. El nombre es el factor antropogenético por excelencia, a partir del cual se configura toda separación entre hombres y dioses, hombres y animales, y entre hombres y hombres. La preocupación por sostener esta separación ha sido el rol fundamental, como bien comenta Agamben, de la religión, incluso en el momento actual, en el que la principal religión es el capitalismo que separa y produce diferencias, aunque no haya nada que separar:

Y como en la mercancía la separación es inherente a la forma misma del objeto ‒escribe Agamben‒, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido ‒incluso el lenguaje‒ son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta es la esfera del consumo.22

Lo neutro pareciera configurarse, a primera vista, como un escape del sentido que rige el paradigma contemporáneo. Cuando nos acercamos a lo neutro la persona desaparece, porque ella nunca es neutral. Es hombre, es mujer, es inteligente, es tonta. La fisiognomía es, desde esta perspectiva, una ciencia de la persona, que establece las gradientes necesarias para su clasificación. El gesto de lo neutro es antipersonal. Comunica la posibilidad de comunicar y por eso su rostro se escapa al descriptor. En la adjetivación, lo neutro es ingresado en las dicotomías bueno-malo, alto-bajo, fuerte-débil, humano-animal, razón-cuerpo. La adjetivación corta el flujo que es la vida y la vuelve contra sí misma bajo la forma jerárquica del dominio. Las singularidades no prescinden de formas, características, maneras de ser. De hecho, ellas son modos del ser. La adjetivación, por el contrario, es la manera en que tal o cual singularidad es anulada para formar parte de una división general, comprensible y administrable por las relaciones de poder vigentes. La persona es la adjetivación más general por medio de la cual ingresan en un mismo sistema todos los humanos, con la posibilidad siempre presente de perder esa condición y quedar sin adjetivo más que la mera ‒pero peligrosa‒ vida biológica. Pero también en el capitalismo esa misma división ingresa como fuerza de trabajo, mano de obra barata o ejército de reserva: cuerpo y sensibilidad a disposición del capital intelectual reservado a unos pocos.23

En este punto, debemos volver sobre el problema de la repetición. Deleuze comprende la repetición de una manera diferente a Barthes, donde el problema no sería el gesto mismo de repetir, sino el establecimiento de fórmulas de generalidad y equivalencia. Esa repetición que en Barthes es amenaza de lo expuesto infinitamente, en Deleuze es asimilable a lo equivalente, porque las cosas solo pueden pertenecer al orden de lo ya aprisionado por alguna esencia cuando su repetición es entendida como una generalidad. La repetición, en cambio, es incambiable e insustituible. “Los reflejos, los ecos, los dobles, las almas ‒dice Deleuze‒ no son del dominio de la semejanza o de la equivalencia; y de la misma forma que no existe posible sustitución entre los verdaderos gemelos, no hay posibilidad de cambiar su alma. Si el intercambio es el criterio de la generalidad, el robo y la donación son los de la repetición.”24 Esa repetición de lo singular, de lo que nunca es intercambiable, solo se da en el infinito. Los libros escritos por la humanidad se pueden volver a escribir por el azar a condición que el mundo sea eterno, como proponía el averroísmo, sin contraposición entre la nada en que Dios crea y la materia, sino ambas integradas como ficciones en la posibilidad del medio absoluto. No creatio ex nihilo sino creatio ex possibili,25 desde la potencia que aun pasando al acto conserva siempre su carácter de posibilidad.

La persona, dirá Deleuze, deriva precisamente de una abstracción, de una forma de equivalencia. Y en tanto se es persona, se es intercambiable. Las personas son el capital humano del capitalismo que en vez de flujos, se convierten en posesiones.26 Son objetos para otros sujetos soberanos. ¿En qué se funda la cosificación del otro? Precisamente en el reconocimiento de su otredad, su exteriorización incomprensiva del flujo que une a las singularidades, de la trama en la que lo común se despliega como el medio de todas las relaciones, donde, como dice Mijaíl Bajtín,

todo hablante es además contestador de sí mismo: no es el primer hablante, el que ha roto por primera vez el eterno silencio del universo, y presupone no solo la existencia de un sistema de aquella lengua que utiliza sino también la existencia de enunciados precedentes, propios y ajenos, con los cuales su enunciado de una u otra forma se relaciona (se apoya en ellos, polemiza con ellos, simplemente los supone ya sabidos por el oyente).27

Para Averroes, la diferencia de esencia entre la existencia en su grado más perfecto y los existentes radica precisamente en la distinción contemporánea entre un hablante y la posibilidad de que su enunciado circule en concordancia o disputa con otros enunciados, pero siempre referidos a ellos. La existencia más perfecta es única porque su esencia es la medialidad y no la diversidad que se manifiesta como incremento o disminución,28 grados que pueden existir únicamente como formas diversas en el flujo de lo común. Un otro objetivizado solo puede ser absorbido o rechazado, un amigo o un enemigo con el que no hay conversación sino consumo y desecho. Esta relación es posible en una trama imaginada como suma de singularidades de cuya esencia depende lo común y desde donde se emiten los enunciados para quedar atrapados en la ley de propiedad.

La reflexión de Bajtín configura el camino que Esposito tomará como Leimotiv cuando enuncia, a propósito de la literatura, que “no son las dos primeras personas las que sirven de condición de la enunciación literaria; la literatura comienza solo cuando surge en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder de decir Yo.”29 No es que esa persona surja ex nihilo, sino más bien como un reconocimiento, un desvelamiento de la eternidad en la que siempre se ha desenvuelto el lenguaje, dentro del cual llevamos a cabo una intervención, una modulación del medio que expresa singularidad. Esta singularidad nunca puede bastarse a sí misma porque siempre está siendo en lo común que la conforma y excede al mismo tiempo. La literatura solo surge, entonces cuando la autoría queda en entredicho, de la misma forma en que se reconoce su ser singular. En este sentido, Jacques Derrida dirá justamente que cualquiera “debe poder declarar bajo juramento, entonces: no tengo más que una lengua y no es la mía, mi lengua ‘propia’ es una lengua inasimilable para mí. Mi lengua, la única que me escucho hablar y me las arreglo para hablar, es la lengua del otro.”30 Esta tensión entre lo propio y lo otro es, sin embargo, una falsa dicotomía, una manera fácil de dar cuenta de dos polos que parecen habitar un mismo campo y entrar una pugna irresoluble. Las preguntas que rondan, en este sentido, al proyecto averroísta son: ¿cómo se singulariza el medio? ¿Cómo la potencia absoluta deviene efectivamente acto y conserva en sí la propia potencia? ¿Qué ocurre con el sujeto o el yo cuando ha develado su inestabilidad existencial?

Duns Scoto puso en el siglo XIII en boga el concepto de ecceidad (haecceitas) para referirse a una forma de individuación radicalmente diferente a la de persona, en tanto ella indica un “esto,” un darse la forma de un esto, contrapuesta a la quidditas que intenta mostrar algo en tanto “que es”.31 Lo que se singulariza en el modo de una ecceidad no tiene origen ni final: “no es un punto, sino una línea de desplazamiento y de concatenación. No está hecha de personas y cosas, sino de velocidad, afectos, tránsitos; su semiótica está compuesta por nombres propios, verbos en infinitivo, pronombres indefinidos.”32 Nunca se trata aquí de un sujeto, sino una relación en la que el sujeto puede darse. Esa relación, ese medio puro ha sido nombrado por Gilbert Simondon como el ser preindividual, es decir, el ser en el cual es posible la individuación no como un mero contexto del ser individuado, sino como una dimensión de ese ser, tal como en Averroes la existencia perfecta está siempre operando en cada una de las existencias concretas. “Para pensar la individuación ‒dice Simondon‒ es preciso considerar el ser no como sustancia, o materia, o forma, sino como sistema tenso, sobresaturado, por encima del nivel de la unidad, consistiendo no solamente en sí mismo, y no pudiendo ser pensado adecuadamente mediante el principio del tercero excluido; el ser concreto, o ser completo, es decir el ser preindividual, es un ser que es más que una unidad”33 ; es el medio puro en el cual las cosas se modulan como individuaciones, existencias singulares que difieren por gradualidad. Por eso podemos decir que el medio está siempre siendo en las existencias y, luego, su diferencia es de esencia y no de grado: “podemos considerar que el ser se dice en dos sentidos: en un primer sentido, fundamental, el ser es en tanto es; pero en un segundo sentido, siempre superpuesto al primero en la teoría lógica, el ser es el ser en tanto individuado.”34 Conocer el proceso de individuación se vuelve, pues, mucho más relevante que conocer el ser a partir de un individuo dado.

Las existencias individuadas se forman en el flujo de un mundo eterno y no creado ex-nihilo. En este sentido, Averroes considera en la eternidad del cosmos una circularidad que le sería particular a las cosas contingentes. Circularidad, que, sin embargo, indica una repetición al modo deleuziano, donde la permanente generación y corrupción hacen imposible que un determinado ente se produzca dos veces. “El sujeto de lo singular tiene que ser único ‒dice el Cordobés‒, y si se destruye el sujeto, y luego vuelve a existir, por necesidad es otro distinto numéricamente.”35 Podemos decir que la unicidad del acontecimiento que es el ser singular, la ecceidad o individuación, se atiende con mayor delicadeza cuando le damos su carácter contingente que, sin embargo, participa de lo eterno ‒lo externo‒ indisociablemente. Contingente porque en cada acontecimiento de individuación lo que está en juego es el deseo, que perdería todo significado si es traspasado ‒argumenta Averroes en el Tahāfut at‒tahāfut‒ del ámbito de lo posible a lo necesario.36 El deseo es el lugar de la imaginación (ḫayāl) que habita y se ve atravesada por lo común, pero no abarca la vastedad del intelecto (ʽaql).37 En este sentido, el pensamiento filosófico va de la mano con un des-intencionamiento, una renuncia a la objetivización y la demarcación de una individuación como otro absoluto. “Teoría ‒dice De Vito‒ no es conocimiento de alguna cosa, sino pensamiento. Conocimiento sin intención.”38

Entonces, una cuestión fundamental para la filosofía contemporánea, tal como lo fue para Averroes, es que lo que se despliega como individuación no es nunca un en sí, una esencia, sino una relación que es sustento ontológico de la experiencia. Un flujo que va desde lo inteligible a lo sensible y viceversa, por medio de la imaginación. El rol de la imaginación ‒y en ello concuerda toda la filosofía que va desde al-Fārābī a Averroes‒ no es otro que ser el punto de conjunción entre lo sensible y lo inteligible, el lugar mismo de la individuación. Por eso, controlar la imaginación, estabilizarla, ha sido la tarea fundamental de los educadores modernos, poco interesados en que el resultado de la individuación sea algo difícil de asir y conducir. La imaginación, tal como la comprendió la tradición, no deviene enemiga del pensamiento racional, sino su condición, pero sí deviene enemiga de aquel racionalismo que termina en autoritarismo.39 Donde la imaginación es encauzada, la razón deviene terror. La imaginación, comprendida de esta manera, establece un punto de relación entre el cosmos y las existencias singulares, porque el orden de la razón está en la propia naturaleza y no encerrada en una mente, de manera que la introyección y la proyección constante del flujo del mundo deviene transformación y cambio porque lo común coincide con las infinitas ecceidades imaginativas. No es la imaginación un puente hacia lo trascendental, sino, al contrario, es la manera en que las singularidades acceden a la experiencia bipolar de lo inteligible y lo sensible dentro de un campo inmanente. Esta es una ontología del haber, que el árabe identifica en la palabra wuǧūd (existencia) etimológica y radicalmente ligado a mawǧūd (existente),40 y no del ser como algo extraño a la propia naturaleza:

Cualquiera que esté atormentado por dudas sobre la ciencia eterna ‒dice Averroes‒ e insista en librarse haciendo referencia a aquella humana, transforma el razonamiento de evidente (šāhid) a oscuro (ġāʾib), porque comprende dos existentes en sumo grado diferentes: no dos existentes que participan de una única especie o género, pero que son del todo disímiles.41

Precisamente, lo neutro barthesiano es escandaloso porque en su develamiento nos acercamos a Dios, al medio puro en que es posible la experiencia, a aquello que la teología ha querido dejar en la extraña pero soberana divinidad. Las dos formas de la existencia, difieren esencialmente, pero no se entiende una sin la otra. Por eso en la tradición árabe era posible el conocimiento del cosmos a través del propio microcosmos de la existencia singular42 y el del mundo, en cuanto el ser como tal (ʾanniyya) ‒dirá Averroes‒ “es un atributo mental (maʿnā ḏihnī) que implica la conformidad de aquello que es externo al alma con aquello que le es interno.”43 Es en la neutralización de la dicotomía entre mundo y singularidad individuada, mas no en su confusión, donde radica la posibilidad de encontrar al ser.

El poeta Angelus Silesius dijo “pierde toda forma y te parecerás a Dios”44 de la misma manera en que Averroes plantea que “el hombre, como dice Temistio, se asemeja a Dios en esto, que es en cierto modo todos los entes, y los conoce en cierto modo; pues los entes no son otra cosa sino su ciencia, y la causa de los entes no es otra cosa sino su ciencia ¡Cuán admirable es este orden, y cuán extraño este modo de ser!”45 Dioses son, para Averroes, aquellos que han aprendido a vivir ‒habitar‒ en lo común por medio de la imaginación. Y allí se vuelven felices porque reconocen el exceso que son y se encuentran con la posibilidad de hacer uso de las cosas del mundo. Una doctrina que en el siglo XII espantó a la Iglesia porque en el averroísmo, como dice Gagliardi:

El hombre no es más un peregrino, el viator del valle de las lágrimas, en camino hacia la patria verdadera asegurada por la muerte. El ser viviente no necesita someterse a la muerte para encontrar la felicidad. El hombre se sustrae al juicio de Dios, a la mediación de Cristo y al poder de la iglesia volviendo la tierra habitable.46

Conocer es un necesario salir de lo que Barthes afirmaba como paradigma o relación dogmática entre binarios, para entrar en el campo de la potencia y el flujo. No hay ningún cielo posible de ser conquistado, como ocurre en Aquino, si seguimos todas las reglas comandadas por la ley de la persona, sino la posibilidad misma de ser Dios en lo común, en lo que hay.

El mismo dispositivo que nos encierra en un sí mismo gobernante nos convierte también en culpables que adeudan infinitamente con la sonrisa de quien es libre. Este es un asunto insoslayable para la comprensión de los fines a los que sirve el proceso de subjetivación y la configuración legal del concepto de persona. Porque la subjetivación personificada, a diferencia de la individuación simondiana, lleva a cabo un doble proceso que, por una parte afirma la coincidencia entre el ser biológico y el intelecto, mientras por otra, afirma una objetivación del cuerpo como contrapuesto a la razón, estableciendo una clara jerarquía que sustenta el control o planificación del deseo y la sensibilidad a partir de una racionalidad que los comprende como cosa. Sigue operando en el propio ser biológico la fractura tomista entre cuerpo y alma, pero de forma secularizada, es decir, con una racionalidad que ya no encuentra un más allá en el que realizarse, sino sólo el despliegue infinito de un tiempo vacío y homogéneo del progreso. La libertad, en este sentido, se afirma en la propia sujeción del cuerpo, en su fragmentación, haciendo que una de sus partes, la sensible, sea convertida en fuerza de trabajo, mientras la parte intelectiva se orienta hacia la realización del proyecto divino basado en la culpa y, por tanto, en el débito. Solo en tanto se corta el flujo entre lo sensible y lo inteligible ‒es decir, el lugar que ocupa precisamente la imaginación‒ el viviente humano queda expuesto a una partición fundamental que hace funcionar la máquina capitalista. Como bien dice Stimilli, “asegurando a cada individuo el máximo de autocontrol como expresión de libertad, la técnica gubernamental liberal resulta una forma de dominio sin constricción que garantiza fuerza y eficacia absoluta.”47

Lo neutro, lo impersonal, la tercera persona, la individuación, aparecen en el pensamiento contemporáneo como una forma de averroísmo. ¿Adjetivar entonces lo neutro? He ahí el fascismo de mi lenguaje. Solo repetiré, al modo deleuziano, que el averroísmo es una relación entre pensamientos, no un pensamiento. Una ecceidad, que tan pronto como buscamos hacerla doctrina filosófica, se desvanece para anidarse en la poesía. Una imagen incapturable y molesta. Un flujo impersonalizable, ni siquiera en Averroes.

La situación del mundo contemporáneo, nos indica, por medio del averroísmo, una doble posibilidad. Primero, la de pensar lo neutro. Barthes va ganando, en este sentido, la carrera que inició antes Blanchot. Segundo, la de una filosofía neutral. Qué nombre más impreciso, por cierto. Suena a sin compromiso, sin casarse con nada ni nadie. Y ahí está la confusión, porque necesitamos una filosofía capaz de comprometerse a fondo con el mundo, que sea capaz de desactivar los binarismos del poder, pero sí que no haga tal cosa como casarse, pues aquello le haría ingresar en el campo de los opuestos. Una filosofía incómoda, escandalosa, se opone siempre al dogma, porque ha encontrado la felicidad del uso de lo común, de lo inapropiable. Esto, aunque le cueste dejar de asumir al hombre como un animal racional y comenzar a hablar de su relación con la razón, con los posibles modos de existir y habitar lo que, siguiendo a Alejandro de Afrodisia, Averroes llamó el intelecto material. Aprender a ser felices opositores al poder, parece una posibilidad más digna de la filosofía que la teológica apuesta por la autonomía de la persona.

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Averroes intempestivo

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