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I. La distancia

«El dolor de ahora es parte de la felicidad de antes.

Ese es el trato».

C.S. Lewis

En las primeras semanas de la pandemia todos estábamos un poco aturdidos. La empresa nos había mandado a trabajar a casa y nuestro día a día era frenético.

Pasábamos la jornada, y mucho más, enfrente del ordenador y enganchados al teléfono. Los primeros días de tele-trabajo habían transcurrido entre la incredulidad y una mezcla de euforia por la sensación de libertad al quedar fuera del escrutinio físico de compañeros y jefes, y de incertidumbre por lo que significaba la amenaza del virus. Se había generado una necesidad compulsiva de estar activos y en contacto, negando la realidad del confinamiento.

Era extraño mirar por la ventana y ver la calle desierta. La enfermedad aún era un enemigo invisible, una cifra que había que creerse. Lo único tangible eran los aplausos en el frío de la noche. Ver a todo al mundo asomado a las ventanas provocaba la sensación de estar viviendo una película. Éramos prisioneros en una cárcel familiar y nos asomábamos por las rejas de nuestras celdas para aplaudir a los carceleros.

Recuerdo que ese día estábamos en una videoconferencia todos los directores de departamento, con el director general. Era la tercera de la tarde y estaba siendo especialmente complicada. Por alguna razón había un problema en la red y nos escuchábamos con retardo. Un retraso breve, pero lo suficiente para que las conversaciones se solaparan de manera incómoda.

En esas reuniones nadie se mira a los ojos. Todos están observando desde arriba un punto indeterminado, y así es difícil mantener una conversación con un mínimo de humanidad. La mayoría de los hombres se habían dejado crecer la barba, en una inconsciente protesta por el encarcelamiento, o quizás era una señal rebelde de abandono, como si estuvieran de vacaciones.

Recuerdo lo que estaba pensando cuando el teléfono sonó, porque confieso que me fascinan los segundos planos. Me gusta mirar la decoración del hogar, lo que hay detrás de las caras y adivinar –o imaginarme–, algo personal de la vida de los demás.

Era una llamada de la empresa de Mario. Había perdido el conocimiento. El asunto parecía muy grave y una ambulancia con UCI se lo acababa de llevar.

***

Del hospital recuerdo el silencio.

Las salas de espera de Urgencias parecen haber sido diseñadas especialmente para ser odiadas. Esa noche el panorama helaba el alma. En plena pandemia estaba llena, pero todos allí parecíamos estar solos. Nadie se atrevía a mirar a nadie. Solo se oían las toses. Los enfermos, a la espera de que se les llamara; y los familiares, separados, inmóviles y cabizbajos.

Recuerdo el camino en el coche hacia el hospital. En realidad recuerdo la sensación física que me acompañó. Y si me esfuerzo un poco, aún soy capaz de sentirla de nuevo. Un vacío en la boca del estómago, como si tuviera ahí dentro una mano invisible que hubiera cerrado el puño oprimiendo todo lo que encontraba y una pesadez en la frente que me cerraba los ojos y me nublaba el pensamiento, dejando solo y en primer plano la incertidumbre y el miedo.

Recuerdo, como envuelta en niebla, la primera conversación con el médico: «Su marido ha sufrido un síncope provocado por un ictus frontoparietal derecho. Es grave, muy grave, y estas primeras cuarenta y ocho horas son críticas». Recuerdo la flojedad en las piernas y cómo iba oyendo su voz cada vez más lejos. Recuerdo haberme dejado caer en la silla sin atreverme a mirar a nadie.

Me entregaron sus cosas en una impersonal bolsa gris. Casi con escalofríos guardé en mi bolso su cartera, su reloj y cogí su teléfono. Lo encendí para tratar de entender qué había pasado, pero también, qué absurdo, para sentirme más cerca de él. Abrí su wasap, por si había mensajes. Encontré uno, inacabado. «Cielo, ¿qué tal vas? ¿Y si preparas». Lo último que Mario había estado haciendo antes del ataque era intentar hablar conmigo.

***

El tiempo en los hospitales es distinto que en el resto del mundo. En la frontera de la sala de espera transcurre con cuentagotas. Imaginas que dentro están pasando muchas cosas, y todas afectan a tu vida. Ves médicos y enfermeras moviéndose con indiferencia, y esa falta de empatía con tu angustia te hiere. Cuanto más tiempo pasa, más te consumes. Cuanto más tiempo pasa, más te convences de que todo está peor.

Recuerdo haber pensado que los prisioneros de los campos de concentración debieron pasar por algo muy parecido. Tanto tiempo sin hacer nada, en una espera programada para destruir poco a poco su esperanza.

Recuerdo haber deseado no tener dos hijas para no sufrir la tortura de tener que llamarlas para ver cómo estaban, decirles que se hicieran la cena y tranquilizarlas como si no pasara nada. Cómo odié a cada miembro de la familia que me llamó o me mandó un mensaje, seguros desde el cobijo de sus casas, para preguntarme. Recuerdo cómo me apuñalaba la envidia cada vez que veía a un paciente irse con el alta.

Recuerdo con una claridad muy vívida cuando me llamaron por segunda vez, la impresión que me produjo el médico tras su traje de protección, lo alejada que sonaba su voz, como la de un robot, y lo sola e indefensa que me sentí.

–Vamos a llevarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos… No, no puede quedarse con él… las normas son muy estrictas… Su seguridad y la de todos… Solo le permitimos verle unos segundos, en el traslado... La informaremos por teléfono...

Y recuerdo, sobre todo recuerdo, el esfuerzo que me costó poner mi mejor cara para sonreír a Mario cuando su camilla pasó a mi lado. Tenía los ojos entreabiertos y no sé si miraba; me pareció que hacía amago de levantar la mano para intentar coger la mía sin conseguirlo, y mientras veía cómo se lo llevaban los enfermeros envuelto en máquinas, no pude evitar preguntarme si sería esa la última vez que iba a ver a mi marido vivo.

***

La gente me pregunta cómo puedo ser tan fuerte.

A mí me parece que todos somos lo suficientemente fuertes si se nos ponen las pruebas adecuadas para demostrarlo.

Hace un año yo tenía una vida plácida. Plácida, sí. Un trabajo llevadero que casi me gustaba, y eso que Green no es una empresa fácil. Un buen marido que me quería y al que amaba, y unas hijas que crecían felices.

Pero la pandemia llegó a escondidas, aprovechándose de nuestra ingenuidad, para cambiarnos la vida para siempre. Para algunos fue una molestia larga e incómoda que puso a prueba su habilidad para adaptarse a cambios que no habían planeado. A otros les arrojó a la cara su incapacidad para estar solos o les enseñó lo que es vivir con miedo. Y a unos cuantos nos ha enseñado que todo lo que nos une a la felicidad está atado con un nudo muy fácil de deshacer, que más nos vale no renegar de lo cotidiano, no vaya a ser que tengamos que usar esa fuerza que mantenemos escondida.

Lo que hacía más irreal la situación era el tener que hablar con los médicos por teléfono. Una llamada al final de la mañana era el parte diario. Apenas unos minutos para escuchar, con mi corazón latiendo tan fuerte que podía oírlo, los avances o retrocesos. Por muy amables que fueran, cuando colgaba me quedaba una sensación heladora de vacío. Las preguntas siempre se me ocurrían después.

Por necesaria que fuera la medida de impedir visitas a los pacientes, era de una crueldad infinita. Es un dolor imposible de compartir. No habría sido capaz de explicarle a nadie lo que se siente al imaginar la soledad de la persona a la que quieres. Se supone que de alguna manera el orden natural de las cosas de pareja te lleva a cuidar del otro hasta el final de sus días. Pero arrancarte de repente a tu ser querido sin posibilidad ni siquiera de verle es tan inhumano, tan animal… Día a día, minuto a minuto, pensando en qué hará, qué sentirá, quién y cómo le estarán cuidando, con la angustia de no poder aliviarlo estando junto a él…

Tener que pensar en la empresa de Mario mientras él estaba ingresado fue un salto al vacío que tuve que dar sin ni siquiera saber si llevaba paracaídas. Al principio los médicos me dijeron que la recuperación iba para largo y que podría haber secuelas severas. Enseguida supe que su ausencia no iba a ser como cuando tienes gripe o coges unas vacaciones, en las que puedes resolver cualquier problema aunque te cueste varias horas de teléfono.

Mario había heredado de su padre una imprenta de barrio en las afueras de la ciudad, que con mucho trabajo había conseguido reconvertir en una empresa de artes gráficas que vendía al mundo de la televisión y la organización de eventos.

Él llevaba esa responsabilidad de manera muy liviana, como si apenas le pesara. Ahora que yo tenía delante la tarea majestuosa y enigmática de cuidar del negocio de la familia, del futuro de mis hijas y de las casi treinta familias a las que daba de comer el negocio, me sentía muy pequeñita, algo así como estar en la base de un enorme rascacielos mirando hacia arriba.

Juan Fran era la mano derecha de Mario. Leal, abnegado y polivalente, era el escudero ideal, un complemento que lo convertía en una ayuda impagable.

Cuando le conté por teléfono que había decidido tratar de cubrir su ausencia, asumiendo el peso de compaginarlo con mi actual trabajo y el cuidado de la familia, pareció sentirse complacido.

–No te preocupes mucho por no conocer el negocio. En el fondo, da igual que imprimas carteles para saraos de la farándula o que vendas naranjas. Lo que hace funcionar a los negocios son las personas. Trata de hacer que estén a gusto y lo demás vendrá solo.

»¿Sabes? Cuando tu marido está en el taller nadie de fuera sabría decir quién es el jefe. De alguna manera él les hace sentir que no son empleados, sino personas. Es una cosa tan simple y que sin embargo hace tan poca gente…

»¿Te ha contado que los días del cumpleaños de sus hijos les da la tarde libre? Sin pedirles que recuperen las horas. Incluso les da dinero de su bolsillo para que les compren un regalo. Pues no te puedes imaginar el efecto que eso tiene. Y muchas cosas así. Luego ellos se lo devuelven con creces.

»Tú solo tienes que ser tú misma; no trates de imitarle. Procura que la gente sepa que hay alguien al frente para que no tengan miedo y déjame a mí el trabajo sucio.

Tan sencillo y tan complicado.

Sí. ¿De dónde salen las fuerzas para llevar una casa, manejar una empresa que no conoces, seguir con tu trabajo y tranquilizar a tus hijas para que hagan vida normal cuando tu marido está grave en el hospital rodeado de muerte?

¿Voy a estar a la altura? ¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo me voy a quedar después de esto?

La voz de Juan Fran seguía sonándome en la cabeza. Necesitaba recordar su tono sereno para calmarme.

«Sobre todo, procura estar atenta y tranquila. Todas las crisis, pero esta más, sacan lo mejor y lo peor de cada uno. Va a ser el momento para las personas de verdad».

***

Sus palabras a lo largo del confinamiento se fueron convirtiendo en una turbadora profecía.

En Green, cada día que pasaba, la distancia nos iba desgastando sin piedad. Parecía que las paredes de las oficinas hubieran sido el dique de contención de una serie de problemas latentes, como si el contacto físico fuera el cordón umbilical que nos unía a la cordura.

La actividad también se multiplicó de manera insólita. Yo creo que en cierto modo muchos se sentían obligados a demostrar que estaban ahí, detrás del teléfono o del ordenador, y las llamadas y las videoconferencias se convirtieron en la razón que justificaba nuestro trabajo. Lo irreal de la situación apenas camuflaba el cansancio que íbamos acumulando.

Clientes, compañeros y directivos estaban confusos y asustados, y pronto se pudo ver que nadie se ponía al frente, por lo que unos y otros parecíamos náufragos que no saben nadar y se mueven de forma frenética para evitar ahogarse.

Debe ser difícil manejar el miedo de los otros cuando parte de tus obligaciones es cuidar de ellos. Los bebés se tranquilizan cuando ven el gesto de su madre u oyen su tono de voz. Pero eso tan mágico se pierde con el tiempo. No todos estaban preparados para manejar ese temor, ni el propio, ni mucho menos el de los demás.

Pero tampoco es tan fácil esconderse. Y la temeridad y la ignorancia, mezcladas con la distancia, pueden ser muy destructivas, como lo fue la torpe intervención de nuestro presidente ya bien avanzado el confinamiento.

Por aquel entonces todos nos preguntábamos, de forma más o menos abierta, adónde iba Green y cómo íbamos a salir de esta.

Nuestra relación con la empresa apenas se limitaba a recibir noticias, casi nunca buenas, desde Recursos Humanos, que además se preocupaban de hacerte ver que estaban trabajando desde la oficina, como para expiar sus decisiones.

Cuando te llamaban, o peor, te escribían un frío correo, solía ser para notificarte que te quedabas en ERTE, o si lo estabas, para decirte que ibas a trabajar aún menos. Hubiera sido de mucha ayuda que alguien explicara cosas básicas como el porqué y el para qué de esas decisiones, para no minar más el estado de ánimo de una plantilla que esperaba las noticias como los legionarios traidores esperaban la señal del centurión para ser diezmados.

Pues bien, el presidente nos convocó a una conferencia multitudinaria un viernes por la mañana a última hora. Se me pasó por la cabeza, como un presentimiento, que todos los despidos mal hechos que he visto durante mi carrera se habían hecho ese día de la semana y a esas horas.

Su discurso causó un efecto devastador. Incómodo tras la pantalla, en un tono tan optimista que parecía irreal e insultante, y con muy pocas ganas, se limitó a agradecer el esfuerzo de todos y a darnos ánimo ante lo que nos quedaba por delante, «que es mucho y desconocido». Ni siquiera tuvo la decencia de ponerse ropa adecuada para la ocasión y se dirigió a nosotros con una camiseta deportiva desde el salón de su casa, un escenario en el que detrás asomaba una bicicleta estática que no se dignó a quitar.

Sin rumbo, sin sensibilidad, con la mitad de los trabajadores de Green agotados y la otra mitad derrotados por el desaliento, no fue de extrañar que a partir de ese momento se abriera la veda para el saqueo de la moral y de los valores, como cuando en una ciudad en toque de queda se apagan todas las luces y los vecinos se lanzan a la calle de rapiña porque saben que no hay nadie al mando.

***

No sé cómo habría actuado yo en este estado de cosas si no hubiera ocurrido lo de Mario.

Descubrí que hay varios tipos de horror, y que cada uno puede ser más terrible que el anterior hasta el punto de anularlo.

En el hospital me repetían una y otra vez que las visitas estaban prohibidas debido a la pandemia, fuera cual fuera la causa por la que mi marido estaba hospitalizado, y que en este caso además mi presencia no iba a resultar de ayuda para el enfermo y era una práctica de riesgo para él, para mí y para los demás.

Lloré, protesté, supliqué, busqué influencias, quién sabe de lo que hubiera sido capaz para poder visitarlo. Todo en vano.

Y comprendí que la angustia es más que un estado mental: es un lastre físico, como llevar en el estómago un globo lleno de ácido que alguien ha pinchado y que va dejando escapar un hilo que te come por dentro, que no te permite olvidarte ni un segundo de tu tragedia. Tan cruel que aunque no duermas y debieras estar agotado, te mantiene no solo alerta sino en un estado de clarividencia asesino.

Vivir sin noticias cuando la persona a la que quieres se consume en la distancia se parece mucho a morir. Todos los días, al final de la mañana, el médico llamaba puntual para informar de las novedades. Una llamada corta, protocolaria, fría como la sala de urgencias. Si acaso, esa conversación servía para reanimar un poco el espíritu, pero hasta el mediodía el ácido fluía hasta provocar dolor.

Después de hablar con el hospital había una tregua, muy breve, pero que me daba fuerzas para informar a mi entorno y mantener el tipo ante las niñas, guardar una sonrisa para responderles cuando levantaban la cabeza de sus deberes y preguntaban por papá, ajenas a mi tortura.

Todo lo demás era accesorio. Eran miedos anulados por el miedo supremo.

El interés de todos, las llamadas de la familia, los wasaps de los amigos, los despachaba con frialdad inmisericorde. Ellos me decían que admiraban mi fuerza y mi entereza, yo no les contestaba que en realidad era indiferencia.

En Green también había miedo.

Lo vi enseguida en las videoconferencias posteriores al discurso del presidente. Aunque el malestar aún no fuera explícito, los comportamientos se convirtieron en síntomas inequívocos de putrefacción. No era difícil recibir mensajes de compañeros que estaban en la misma reunión, intercambiando memes, o burlándose de cualquier aspecto que se comentara.

Y cada vez más veces el tiempo intermedio se llenaba de llamadas para comentar los saqueos. «Fulanito» se ha cogido una baja por estrés. A «menganito» le han pedido que trabaje aun estando en ERTE. «Zutanito» lleva tres meses sin cobrar del SEPE y parece que ha tenido que pedir dinero a sus propios hijos. La madre de «merengano» ha muerto sola en la residencia.

Dicen que ser valiente no es no tener miedo, sino saber mantener la calma cuando lo tienes. Yo me pregunto cómo se puede tener templanza y cordura en un mundo en el que los padres y los seres queridos mueren solos.

***

Vivir pendiente de que el silencio se interrumpa; es lo que pasa cuando tu esperanza se asocia al timbre del teléfono.

Mario continuaba sin responder favorablemente. Se había estabilizado y los doctores decidieron sacarlo de la UCI y llevarlo a planta, seguir con las pruebas y determinar con más precisión la gravedad y el pronóstico. Las visitas seguían prohibidas y la información se limitaba a los partes diarios, cada vez más cortos, más monótonos.

Una tarde, el teléfono sonó. Sentí que el corazón se me paraba, como siempre que llamaban a deshoras. Me lancé sobre el aparato, temiendo lo peor. Para alivio mío vi en la pantalla que era el móvil de Juan Fran.

Él solía mantenerme informada de cómo iba el negocio por wasap a diario, y los fines de semana me enviaba un largo correo con detalles. Yo también le informaba cada noche de la evolución de Mario. Por él sabía que la empresa, como casi todas, prácticamente había dejado de funcionar.

La compañía estaba saneada, aunque no había que confiarse. Si la situación duraba mucho más íbamos a entrar en dificultades. Me decía que a pesar de todo había buen espíritu y los trabajadores habían comprendido la situación y estaban respondiendo bien.

En los últimos correos me mandaba cada vez más cifras, señal inequívoca de que estaba preocupado, y me señalaba los temas que requerían mi atención.

Juan Fran tenía siempre un tono de voz tranquilizador:

–¿Cómo estás, Charo?

Dejó que me explicara y me desahogara, pero de alguna manera me pareció que todo lo que le estaba contando ya lo sabía.

–Puedo intentar imaginarme lo que tienes en la cabeza. Aquí ya sabes cómo van las cosas, pero he pensado que podías venir a verlo en persona, y así te distraes. Y la empresa es vuestra; nadie te va a poner problemas para circular por la calle.

»No es imprescindible que vengas, pero harás mucho bien… y probablemente a ti también.

***

Con el único argumento de la esperanza que me transmitía Juan Fran, me armé con las pocas fuerzas que tenía para acercarme a la empresa en la que Mario dejaba parte de su vida.

Tuve que justificar mi viaje en dos controles. En el segundo estuve a punto de darme la vuelta.

Juan Fran me recibió en la puerta con una sonrisa franca y sincera. A pesar de la mascarilla se le podía adivinar por las arrugas de las comisuras de sus ojos.

–Han venido todos a verte, Charo.

Aquello sí que no me lo esperaba. Yo iba a despachar con Juan Fran la marcha de la empresa, no a someterme a un tercer grado por parte de la plantilla ni a ofrecer soluciones que no tenía.

–No se lo he pedido yo. Han venido ellos a darte su apoyo y su cariño. Están muy afectados. No les he podido convencer de que era más seguro quedarse en casa. Ya ves, la indisciplina tiene a veces un lado amable.

En efecto, estaban todos esperándome en el taller. Algunos habían llevado a sus familias y se podía ver a niños corriendo entre las prensas, ajenos a la gravedad de la situación.

Yo no solía visitar mucho la empresa, pero a la mayoría los conocía de vista. Se me fueron acercando uno a uno, chocando los codos, pero muchos me acariciaban el brazo con calidez. Me presentaron a sus mujeres, maridos e hijos, y todos tenían un gesto o una palabra de ánimo.

Al terminar la ronda de saludos hicieron un círculo espontáneo alrededor de mí y de Juan Fran.

–Bueno, Charo, las cosas están así. Lo que te cuento a ti ya lo saben ellos, porque es lo que solía hacer Mario. Es bueno que todos sepamos cómo está la situación.

»Ya sabes que está todo parado; nosotros llevamos sin pedidos desde el 13 de marzo.

»La mayoría de la plantilla está en ERTE, ya sea total o parcial. Todos sabemos que esto es una empresa familiar y que nuestra capacidad de aguante es limitada. Así que todo va a depender de lo que dure el cierre y del nuevo negocio que seamos capaces de traer.

»Han surgido algunas iniciativas interesantes. Hemos asumido algún pedido de empresas más pequeñas que la nuestra que han tenido que cerrar, y Jorge y Pablo, que están allí –saludaron con orgullo al oír sus nombres–, han empezado a ofrecer servicios de formatos virtuales a productoras de televisión. También estamos buscando otro tipo de clientes; todos están dando ideas sobre ello.

Mientras Juan Fran hablaba, yo miraba a los demás. Vi en sus ojos más determinación que tristeza. Qué difícil se estaba haciendo el mundo con la barrera de las mascarillas. ¿A nadie se le había ocurrido inventar unas que fueran transparentes? Debajo de ellas, una persona podía pensar cualquier cosa sin temor a ser descubierta; ahora era más fácil ocultarse. Pero, afortunadamente, una mirada sincera no podía esconderse tras una mascarilla.

Aun estando físicamente separados en el amplio taller, me pareció que allí existía una conexión muy poderosa. Había algo común en todos ellos, algo que me resultaba familiar. De repente lo entendí: todos tenían la mirada de Mario.

Quise saber de sus familias, de sus mayores, cómo estaban llevando en casa los nuevos hábitos de vida, las compras, el encierro de los niños.

–Donde no alcanza la empresa, Charo, intentamos llegar nosotros. Nos hemos organizado con grupos de wasap para ayudarnos en lo que cada uno pueda.

Nuria, una robusta mujer con aspecto decidido que trabajaba en el taller, había tomado la palabra.

–Unos cuidan a los niños cuando tenemos que venir a trabajar, otros hacen compra para los mayores que viven cerca… Mira, la hermana de Belén, esa que está allí, trabaja en una compañía de teatro y una vez a la semana organiza un Zoom para todos los niños. Ya se han apuntado hasta los primos.

»Somos más fuertes si somos más que una empresa, si nos apoyamos como una familia. Es lo que Mario nos ha enseñado.

»Para que lo sepas, Charo, si las cosas empeoran estamos dispuestos a ajustarnos e igualarnos en el ERTE según la situación familiar de cada uno. Sabemos que cuando Mario vuelva encontrará la forma de compensarnos. Pero seguro que no va a hacer falta. Ya verás, entre todos vamos a sacar esto adelante.

Pregunté, tratando de que no se me notara la emoción, si necesitaban algo de mí.

–Nada, Charo, céntrate en Mario. Él nos ha hecho sentir como si fuéramos su familia. Cuida de él y nosotros cuidaremos de la empresa hasta que vuelva.

Fue solo entonces cuando noté que una preciosa niña rubia, hija de una de las empleadas más jóvenes, se había acercado por detrás y me había cogido con su manita.

***

Necesitaba asimilar lo que había visto y oído. Tras llegar a casa bajé a dar un paseo con la excusa de hacer algo de compra. Madrid seguía pareciendo una ciudad fantasma y llena de miedo.

Era fácil percibir cómo nos alejábamos los unos de los otros al cruzarnos en la acera, al esperar la cola de la tienda, en el descansillo del portal... Nos mirábamos de reojo y nos sentíamos como amenazas. La distancia había alterado de un tajo la condición humana, pero aún quedaban sitios, y lo había visto por la mañana, en los que a pesar de ello podías sentirte cerca de tus semejantes.

De regreso, las ventanas se abrieron y los vecinos salieron a aplaudir. Después de todo, había vida, agazapada a la espera de poder mostrarse. Los aplausos me caían encima como la lluvia fresca en verano, y pensé que eran para animarme; sentía que me empujaban y me abrían el camino.

El ambiente onírico me había atrapado hasta el punto de que apenas presté atención al sonido del teléfono que salía de mi bolso. Lo cogí con despreocupación, pero al instante el ácido del globo de angustia que llevaba en el estómago salió a borbotones. Mario se había infectado de COVID.

***

A veces la vida utiliza a la gente insensible para borrar todo el sentido al dolor que causa.

Apenas dos días después de contagiarse, Mario volvió a la UCI con muy mal pronóstico, y a la vez yo fui convocada por Hernán a una reunión presencial. No podía esperar, no podía excusarme.

Encontrarnos en persona era una demostración de autoridad que él disfrazó de preocupación por mantener la confidencialidad del tema a tratar. La indiferencia por mi estado anímico ante el agravamiento de la salud de mi marido solo podía deberse a una bajeza moral imperdonable en quien dirige personas en momentos de normalidad, y letal cuando en una crisis dependes de ellas.

Tras una pregunta personal protocolaria, que yo esperaba, Hernán me lanzó a bocajarro sus órdenes. No había que esperar más, ni siquiera atender los escrúpulos de Recursos Humanos: el negocio estaba parado y tenía que ser radical con los recortes de mi departamento. Despidos donde se pudiera, más ERTEs donde no. Sin piedad, sin prisioneros. Sin proyecto y sin esperanza.

«No es tu trabajo plantear alternativas». «La empresa en esta época no puede entender de personas». «Así por lo menos tienes la cabeza entretenida».

Si no tenía fuerzas para ponerme en pie, ¿cómo iba a tenerlas para despedir a nadie? Ni siquiera discutir o negociar estaba a mi alcance, de modo que me levanté y me fui a casa sin decir adiós, todo lo insensible que se esperaba de mí.

Convoqué al equipo al día siguiente para informarles del agravamiento de la situación. Tenía la extraña esperanza de que finalmente alguien lo fuera a hacer por mí, pero el tiempo me arrastró como arrastra al condenado al patíbulo. Cuando estábamos apenas comenzando, el teléfono sonó. Apagué el micrófono del ordenador, pero no la cámara.

Me han dicho que a pesar de estar en modo silencio casi pudieron oír mi grito, que vieron cómo se me rompía el alma y el cuerpo, que siempre recordarán las caras de miedo y dolor de mis hijas cuando aparecieron, que me olvidé de que estaba conectada a la mitad de mi mundo y que todos lloraron conmigo cuando lloré la vida, por mucho que en esa llamada me dijeran algo que ya sabía.

***

¿Cómo se llora cuando no se puede llorar?

¿Cómo se puede convivir con un dolor tan grande que siento que ni me pertenece ni cabe dentro de mí?

¿Quién ha puesto esta historia tan macabra en el centro de mi vida? ¿Por qué? ¿Por qué?

Necesito comprender cómo he llegado hasta aquí. Quién o qué me ha arrojado a la puerta de un tanatorio, sola y con el alma helada, después de estar más de dos semanas esperando que me devolvieran a mi marido.

Todavía no me creo que lo que he vivido vaya conmigo. No lo merezco, no lo he pedido, no lo quiero.

¿Cómo voy a ser capaz de convivir con esto el resto de mis días? Sin saber por qué me han arrebatado el derecho a estar con él en su partida, enseñándome con ello el final de mi vida. O sin saber si murió solo o tenía a alguien cogiéndole la mano, y si voy a poder perdonarme alguna vez el pecado que no cometí de no haberle velado.

No puedo llorar. Debería estar haciéndolo todo el día pero no soy dueña de mi pena. Solo a veces, y si tengo la suerte de estar sola, cuando un recuerdo –por leve que sea–, una frase inocente mencionada por alguien o una foto vista de reojo hacen desbordar el caudal de lágrimas retenidas puedo desahogarme. Y eso me da fuerzas durante algo más de tiempo.

Mario, no me conformo con tus recuerdos. Quiero seguir mandándote wasaps con canciones, esas que tú decías que elegía tan bien porque sus letras te explicaban mi estado de ánimo. Quiero seguir recibiendo los tuyos, esos mensajes con los que coqueteabas y que me hacían sentirme deseada.

Quiero seguir intercambiando contigo besos de chocolate y champán. Quiero seguir oyendo cómo me dices que te encanta mi sonrisa, despeinada y sudorosa, porque me convierten en la chica que hace años te enamoró como a un niño.

Nadie te ha llevado, Mario, y sin embargo yo te he perdido, perdido para siempre. Daría todo lo que me queda de vida por pasar un solo día más contigo.

Ahora cierro los ojos y no soy capaz de recordarte, y lo único que tengo de ti es el peso de tus cenizas en una bolsa, el roce de tu anillo de boda en mi mano, y en el teléfono tu último wasap sin terminar de escribir.

***

Esta mañana, al despertarme, he pasado un largo rato en la ventana, esperando para comprobar la terquedad del sol, ese empeño en demostrarnos que la vida sigue.

Y el sol va a seguir saliendo. Pero eso es lo único de mi vida que no depende de mí. Es duro descubrir que tienes que valerte por ti misma, pero es bueno intuir que puedes hacerlo. Aunque he perdido la poca fe que tenía y sé que la misericordia no existe, presentir que lo que yo haga puede mejorar la vida de otros y que estoy aquí porque Mario me ha puesto en este camino me da fuerzas para vivir por segunda vez.

Hace ya días que dejé Green. No ha sido especialmente doloroso; creo que he hecho lo que debía. Además, tengo que aprovechar que me siento anestesiada para los sentimientos más básicos, buenos o malos.

Irene quería que me lo pensara; creía que era una decisión fruto de la pena. Pero yo le he dicho que el peor ausente es el que tiene el alma en otro sitio aunque físicamente esté ahí. Y ahora hay demasiadas personas así en Green.

Le he deseado mucha suerte; ella seguro que la necesita más que yo porque su trabajo va a consistir en tratar de traerlos de vuelta, y estoy segura de que muchos no van a querer.

Ahora, en la puerta de mi nueva empresa, mi empresa, respiro hondo y por primera vez en mucho tiempo me siento sonreír.

Estamos unidos a las cosas de la vida, la familia, la pareja, el trabajo, por un hilo muy fino. Pero a veces los hilos más finos son los más resistentes.


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