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III. Retazos Humanos

«Más tonto que el tonto es

a quien el tonto hace tontear».

«Sonríe, sonríe y sonríe, una sonrisa nunca falla», me repetía sin cesar. Mi inseparable miedo a parecer distinto me recordaba que en esta vida la única salida es sonreír. Sonreír y luchar.

–Sácame bien guapo güey, que quiero sentir el orgullo de mi mamá cuando la feliciten sus vecinas en Monterrey.

Imagino la cara de mi mamá cuando nací. Seguro palideció, seguro lloró varios días, seguro pensó que era el castigo de dios por sus pecados: un hijo sin piernas en un país tan duro como México. ¡Qué cabrón ese dios y qué ingenua mi mamá! Si existiera ese dios habría escuchado los rezos de una pobre viuda y le habría dado un hijo completito. Si existiera ese dios le preguntaría donde se mete cuando se le necesita, si soy el plan que falló o solo un retazo de su creación. ¡Me vale madres ese dios!, ese dios no existe, pues en mi historia no hay retazos ni creación.

De mi infancia recuerdo el café con leche por la mañana al lado de mi mamá, las tardes de otoño jugando a las adivinanzas y hablando de la vida, los apapachos y los infinitos «te quiero», que en el regazo de una madre saben mejor. «Sonríe siempre mi Chuchito, una sonrisa nunca falla», me decía mientras acariciaba mi pelo y se dejaba ganar en nuestros juegos. A los catorce llegaron las hormonas y quise correr detrás de las chavas. Entonces descubrí que me faltaban las piernas y se vinieron a vivir conmigo la amargura y la rabia. Rabia y amargura, por no poder correr, por no poder saltar, por no poder ir a pistear con mis amigos en busca de la chava que me pudiera gustar. Las chavitas solo veían las piernas que me faltaban; tan solo me veían como el mejor amigo o el peor amor. En la adolescencia aprendí a fijarme en lo que me faltaba, a sentirme un retazo de la creación.

A mis veintidós, mi mamá lloró de orgullo en mi graduación de los estudios de Marketing Digital. Ya era todo un egresado, pero no me quitaba el amargo sabor de sentirme perdedor. Me acompañaba el dolor de ver que los amigos no me llamaban para ir de fiesta, o que las chicas solo veían en mí a un buen bato con un adorable corazón. Mi mamá insistía «Sonríe, sonríe y sonríe», pero yo me había cansado de sonreír, de ser el buen hijo, el perfecto pendejo. El pendejo que acompaña a la chava hasta la entrada de su casa, pero ella no le invita a pasar al interior. El pendejo al que llaman para ir al cine, pero no para ir de peda hasta cagar de risa en el amanecer. El pendejo al que nunca llaman para romper una norma, pues si hay problemas será un lastre o un soplón, que no sé qué es peor. Yo no quería quedarme en la entrada, ni ir al cine, ni ser el olvidado cuando se rompieran las normas. Tenía que demostrar que sabía ser el alma de la fiesta, que no era un coyón.

En Monterrey sabes dónde está la droga y la droga sabe dónde estás tú. Si de romper normas se trataba yo iba a demostrar que lo haría tan bien como el mejor. Conseguir mota sería sencillo y así mostraría que no me rajo. Robé tres mil pesos a mi mamá y me armé de valor. Sabía dónde comprar:

–Quiero tres mil pesos de mota.

–Anda de aquí jueputa, eres un niño, vete de aquí cabrón.

–No hay pedo con mi lana, dame la mota y me voy.

Desapareció aquel dealer sin decir nada, y a los cinco minutos volvió acompañado del jefe del cártel de Nuevo León. El jefe, el gran Jefe, el mero mero.

–Bueno, bueno, bueno, un bato en su sillita motorizada buscando mota, ¿Quién crees que eres Chucho?

–No quiero problemas, dame mi mota y me voy.

–No seas pendejo. Aquí nadie va a darte nada. Vuelve a cuidar a tu mamacita, que no hay mujer más santa en todo Nuevo León.

En México los narcos conocen a todo el mundo, por eso el mero mero sabía quién era yo y quién era mi mamá. Conocía su lucha por sacar adelante a un hijo que no puede escapar corriendo del peligro. Si hubiera tenido piernas me habrían pasado la droga y en unos meses la habría vendido yo. Luego, a traficar unos años para acabar en una zanja con un tiro en la nuca o en una cárcel mexicana, que no sé qué es peor. Desde entonces sé que mis piernas ausentes pueden llevarme a los mejores sitios o sacarme de la peor situación.

Sin saber bien cómo, aunque creo que fue el mero mero, mi mamá se enteró de aquella compra fallida y actuó con el coraje de las madres luchadoras. Habló con un padre salesiano que me había dado clase en bachillerato, quien me metió en un programa de empleo rumbo a España. Sin contemplaciones me subieron en el primer avión. Recuerdo el enfado con mi mamá y recuerdo no darle besos en el aeropuerto. Ella, con la cara desencajada por el llanto, decía que me quería y que se le partía el alma, pero que mi futuro estaba fuera de allí. Cada noche extraño aquellos besos negados, más que a mis piernas, por mucho que me lleven a los mejores sitios o me subieran a aquel avión.

***

Siempre me han atraído los zapatos, fantaseo que reflejan la personalidad de su propietario. Si te fijas bien, sus detalles muestran rasgos de la personalidad difíciles de descubrir. Además, como yo no tengo, me permiten conocer a los demás sin mostrar cómo soy.

Recuerdo la primera impresión que me causó Hernán cuando lo conocí. «Este es Hernán, el director del Departamento de Marketing, tu jefe», me dijeron cuando entré a trabajar en Green Technology. Su imagen era impecable, de gentleman inglés. El traje ceñido se adaptaba como un guante a su cuerpo, sin una sola imperfección. El pelo, retacado de gel, potenciaba el plateado de sus canas y revelaba que Hernán tenía la madurez perfecta para mandar. Sin embargo, fueron sus zapatos quienes me advirtieron del peligro que suponía no temer a Hernán. La suela de cuero estaba hecha para pisar alfombra. Sabía que no iba a encontrar ningún obstáculo que le hiciera resbalar, pues su dueño fulminaría cualquier inconveniente del camino. Las agujetas enceradas, nuevecitas y brillantes, estaban atadas con un doble nudo muy apretado, mostrando que su propietario ansiaba oprimir. El brillo del zapato era un brillo de espejo, que cuando lo mirabas devolvía tu imagen pequeña e insignificante. Los zapatos de Hernán generaban un abismo entre el que mira y el que muestra ser perfecto, la perfección pluscuamperfecta, intencionadamente inalcanzable.

Mis estudios en Monterrey me habían abierto las puertas del Departamento de Marketing de Green. En cuanto Hernán me vio, ideó una campaña de publicidad para mejorar la imagen de la empresa en sus clientes: yo era latino y discapacitado, no se podía pedir más. Acabé siendo el modelo en la campaña y pidiendo al camarógrafo que me sacara bien guapo.

–Sácame bien guapo, güey, que quiero sentir el orgullo de mi mamá cuando la feliciten sus vecinas en Monterrey.

Hernán llegó tarde a la grabación de la campaña; decía que la puntualidad era para la tropa, que al jefe hay esperarle sin rechistar, y sólo actuar cuando él diga qué se debe hacer. Tuvimos que esperar una hora sin hacer nada hasta que llegó a la grabación. Se situó en la distancia sin mezclarse con los demás y fijándose en todos los detalles. No tardó en hacer una mueca de desagrado. Se chingó el cigarro en dos fumadas, lo tiró violentamente contra el suelo y lo aplastó sin que su zapato perdiera por ello ni un ápice de perfección. Se estaba poniendo nervioso. Decía que la estupidez le sacaba de sus casillas, y aquel camarógrafo no iba a ser una excepción:

–¿Eres tonto o qué? Debe verse que le faltan las piernas y debe lucir bien mexicano. Ya que le hemos contratado, que se vea que somos una empresa diversa y abierta a todo tipo de gente.

Me sorprendió la agresividad de Hernán, pero todos a mi alrededor siguieron centrados en su tarea, como si estuvieran acostumbrados a ella. Buscando una explicación miré al camarógrafo y él me miró pidiendo paciencia con su gesto. Sonrió y le devolví la sonrisa. Respiró, aunque se le notaban las ganas de llorar. Sabía que todos los que habían osado enfrentarse con Hernán habían acabado despedidos, y él tenía dos hijos y muchas cuentas por pagar. Siguió con su trabajo «cuando dirige un idiota no hay que entender, hay que obedecer», me confesó más adelante.

Hacía mucho tiempo que aquel hombre tenía su mente fuera del trabajo. Hacía años que su alma no entraba en Green; había aprendido a quedarse esperando en la puerta a que el cuerpo regresara, protegiendo así las ilusiones que aún mantenía y que quería conservar. El camarógrafo forzó una sonrisa y dijo:

–Si quiere luego lo arreglo con el ordenador, señor Hernán.

Hernán tiró lo que quedaba del cigarro, y gritó:

–¿Quieres grabar de una vez? Y tú, Chucho, pon cara de contento, que aquí te hemos dado la oportunidad de tu vida y parece que estés de velatorio.

Hernán no podía reprimir su necesidad de hacer al resto partícipe de lo que pasaba por su cabeza. De repente gritaba o susurraba, insultaba o elogiaba, y jamás se arrepentía de nada. Debió de pensar que había sido brusco con el pobre camarógrafo, así que se acercó a él y le susurró:

–Quiero una grabación cojonuda. Debe verse que le faltan las piernas, debe dar pena, que se vea que es un retazo de persona. Cuanto más minusválido parezca mejor que mejor.

Juro que lo oí. Juro que me llamó retazo. Yo estaba suficientemente cerca para escuchar y Hernán era lo suficientemente idiota como para no calcular. Puto, maldito cabrón que me había tocado de jefe. El brillo de sus zapatos me pareció entonces falso, de ese tipo de limpieza conseguida con esponja abrillantadora del súper. El tipo de brillo que luce al principio, pero que estropea el calzado y se ensucia con facilidad.

Acababa de aterrizar en Green y ya notaba que me quería largar. Pero necesitaba aquel trabajo tanto o más que el camarógrafo y el resto de los compañeros que me rodeaban. Respiré profundo y dibujé la mejor de mis sonrisas. Si quería al discapacitado alegre para su campaña lo iban a tener. «Sonríe, sonríe, sonríe, una sonrisa nunca falla», me repetía sin cesar.

***

Lo primero que hice cuando llegué de México fue incorporarme al programa de los Salesianos llamado «Segunda oportunidad»: discapacitados latinos que buscaban abrirse camino en España. Para nuestros países era una forma de quitarse un problema de encima, para los españoles una manera de limpiar su conciencia, y para nosotros la posibilidad de vivir de nuestros trabajos, no de la caridad.

Durante el primer mes del programa hicimos un chingo de cosas: cursos, pláticas y prácticas a discreción para entender a los españoles. Las empresas colaboradoras del programa nos daban formación para el empleo, nos daban pláticas sobre cómo es el mundo de la empresa y de paso seleccionaban a quien les pudiera gustar. Cuando las empresas nos ofrecían un trabajo era nuestra primera oportunidad. Si conseguíamos un contrato permanente, los Salesianos nos instalaban en un departamento compartido con otros compañeros para dar así por concluido el programa. Esta era la segunda y verdadera oportunidad.

En el curso nos enseñaron materias como Historia, donde aprendí el punto de vista de los españoles sobre la invasión colonial: olvidaron decir que Colón descubrió a quien estaba descubierto, Hernán Cortés mató para conquistar y los españoles se llevaron el oro que nunca han devuelto. Había otra clase llamada Comunicación, donde aprendí a tutear y a decir joder, coño, hostia y cojonudo a todas horas. La asignatura que más me gustó fue Comportamiento en la Empresa, impartida por Irene Díaz de Otazu, la directora de Recursos Humanos de la empresa Green Technology.

Recuerdo la primera clase de Irene. Llegó puntual y, con una sonrisa dibujada en su boca, empezó a platicar:

–La puntualidad demuestra el respeto, y desde el respeto se construye el resto. Si queréis tener éxito en una empresa, debéis comenzar por el respeto, la educación y la sinceridad; si a esto añadís trabajo duro, lo demás está de más.

A pesar de ser Irene una gran directiva, al menos así la presentó el salesiano, me sorprendió que vestía muy parecida a nosotros: tenis, jeans desgastados y un suéter amplio de color negro que no mostraba sus formas, como si evitara impactar. Sus tenis eran blancos sin marca, unos tenis normales, elegidos para pasar desapercibidos. Su ropa decía que lo importante no era ella, sino estar cerca de nosotros. Se notaba que Irene quería ser agradable, que lo principal éramos los alumnos y nuestras ganas de aprender. La clase fue magistral, fuera del aula y lejos de los libros, que es donde se aprende de verdad:

–Queridos alumnos, vamos al zoo a aprender cómo os debéis comportar.

Los zoológicos son sitios donde los animales malgastan su vida para saciar la curiosidad de los humanos. La llovizna nos acompañó en el viaje en autobús al zoológico, como si quisiera quitar la ilusión que acompaña a los adolescentes cuando hacen algo nuevo. Irene sonreía, platicaba con todo el mundo y procuraba que todos pudiéramos intervenir. Me pareció Irene de esas personas que generan ambientes en los que todo el mundo se siente incluido. Su ánimo compensó lo gris del día, contagiando su alegría y entusiasmo en el trayecto. Escuchaba, respondía y sonreía, y eso que no paraba de platicar. Comenzó su lección en el autobús, de manera pausada explicó lo qué íbamos a ver en el zoológico.

–Recordad que somos homos y somos sapiens. El que se comporta como un mono no debería salir de la selva, el que se comporta como un sapiens tiene mucho que aportar. Aportar en una familia, en la escuela, en un grupo de amigos o en una empresa. Os traigo al zoo para que aprendáis a distinguir a los monos de las personas con las que os gustaría trabajar.

Ver por primera vez un elefante me pareció inolvidable, y el oso hormiguero que está bien cabrón. Lo que más me impactó fue nuestra enorme semejanza con los gorilas y pensé que no somos más que monos versión superior. El recinto de los gorilas era sombrío, silencioso y olía mal. Olía a caca, a perro mojado, a pedo de frijoles con veneno. Era de esos olores que se huelen desde la garganta, que cuesta acomodar varios minutos. Una vez adaptado a la penumbra y al olor pude descubrir que los gorilas no estaban en silencio, sino que compartían gemidos y murmullos, y se comunicaban entre ellos. Intuí que había cierta organización en aquel murmullo, pero no la supe comprender. Pensé en comentarle a Irene que pasa lo mismo con los humanos, que al principio no los entiendes y todo parece un caos, pero cuando pasa el tiempo ves que siempre están organizados. Sentado en mi silla, mientras observaba a los gorilas, me percaté de la parte más penosa del espectáculo: un montón de presos en un recinto aparentando normalidad durante su cautiverio. Los más cercanos al cristal de protección eran los más sociables, hacían muecas a los espectadores, sonreían ampliamente y se desparasitaban unos a otros mientras se hacían cariñitos. Uno me sonrió y le devolví la sonrisa. Entonces leí la incomodidad en sus ojos y comprendí que la sonrisa era parte de un papel que alguien le había asignado. En verdad tenía ganas de llorar. Otros más alejados parecían perturbados; uno miraba a la pared, otro comía su propia mierda y un tercero no paraba de comer y reír. Eran los inadaptados y distintos del grupo, puestos allí para poder sospechar de ellos y para encontrar un culpable cuando se necesitara. También pensé en comentarle a Irene que siempre hay un grupo de raros entre los humanos, que se utilizan para echarles la culpa si algo sale mal. Son los sospechosos. Lo pensé porque me recordó lo que ocurría en el patio de mi escuela, donde siempre había alguien dispuesto a echar la culpa al distinto. Más al fondo estaban las hembras con sus crías, ocupadas en protegerlas y en atender al gran macho de espalda plateada que presidía toda la situación. Para ellas era importante no molestar y atender a sus crías, no molestar y evitar mirar frente a frente al espalda plateada, no molestar para mantenerse en la organización.

El espalda plateada no era el más grande, ni siquiera parecía ser inteligente, pero se notaba que era quién tenía el control. Estaba en lo más alto del recinto y observaba con una mueca de desconfianza al resto de gorilas. Vigilaba a las hembras y a las crías, aunque con distancia y desapego. En la cara de los otros gorilas se leía que era él quien mandaba, que debían conseguir su aprobación para efectuar cada movimiento, y evitar que se pudiera enfadar. Me miró tan penetrante que temblé. Su mirada dejaba claro que él mandaba allí, y que solo el cristal de protección me salvaba de ser despedazado, simplemente por ser un extraño, simplemente por observar y darme cuenta de la situación. Sostuvo su mirada de esa forma autoritaria que la sostiene el que manda, ordenando que bajara la mía. Un escalofrío me hizo notar el miedo, como si el cristal no estuviera entre los dos, y bajé la mirada mientras me rascaba la cabeza, un pretexto que permitió disimular mi acción cobarde. De reojo me pareció ver que el muy cabrón sonreía, porque los dos sabíamos quién mandaba. Supe que todos los gorilas de la jaula sentían lo mismo que yo.

Ya no notaba el hedor del recinto, ni notaba la penumbra, ni el cristal de protección. Me sentía como si fuera un gorila más en medio de aquel grupo. Percibía la desconfianza del resto de los compañeros y la obligación de pasar inadvertido con el temor a ser descubierto en mis pensamientos. Aquella sensación duró un momento, un instante, lo justo para pensar en si este era el mensaje que quería mandar Irene: el miedo en la empresa mantiene al grupo unido, unido para que nada cambie.

Mientras pensaba en los gorilas y los humanos, en el zoológico y en la empresa, mi mirada se perdía entre los gorilas. Entonces un macho joven regaló un plátano a una hembra, quizá por congraciarse, quién sabe si con otra intención. Rápidamente otra hembra celosa avisó al espalda plateada, quien de un salto llegó hasta el mono joven y le golpeó con furia. Golpeó, golpeó y golpeó. Todos miramos absortos y atemorizados. Humanos y simios vimos el escarmiento paralizados por el miedo. Incluso los cuidadores contemplaron sin intervenir. Pasado el castigo todo volvió a la calma. Las crías volvieron a jugar, las hembras a cuidarlas y los inadaptados a simular ser idiotas. El espalda plateada, con mirada desafiante, mostraba su autoridad. Me alegré de notar entonces el cristal de protección, que me mantenía a salvo de cualquier agresión. Salimos del recinto de los gorilas mientras los cuidadores llevaron al macho joven al veterinario para evaluar su estado. El resto de gorilas supieron qué pensar.

Allí acabó la visita al zoológico, para Irene fue suficiente y al resto no nos quedaron ganas de más. En el camino de vuelta Irene se hizo dueña del micrófono del autobús.

–¿Qué habéis visto?

La pregunta no era fácil. No habíamos visto monos sino a nuestros primos los gorilas, que me habían recordado mi infancia en el patio de la escuela y quizá un futuro que no quería vivir. Una chava contestó:

–Está claro que ha habido un mono que algo ha hecho mal. Supongo que habrá quebrado una norma y el jefe lo ha castigado. ¿Qué se podía esperar?, son monos.

–El problema no es ese –me apresuré a intervenir yo–, sino que el resto ha visto lo injusto del castigo, y nadie ha movido un dedo por pararlo, ni tan siquiera los cuidadores. Si nadie hace nada ante la injusticia, esta sigue para siempre. Sí, son monos, pero no los veo muy distintos a nosotros.

Mi compañera insistió en su punto de vista:

–Lo que está claro es que alguien debe mandar y que hay que obedecer las normas porque, ¿en quién vas a confiar? ¿en el que regala un plátano dentro de una jaula apestosa?, ¿en aquel tonto que no para de sonreír?, ¿en el que se come su mierda? Al frente se necesita quien sepa mandar, y el resto debe obedecer, que es la única manera de proteger al grupo.

Irene sonrió, había conseguido su propósito: hacernos pensar. Yo me preguntaba cómo aquella chava podía decir que tener uno al mando es la única manera de proteger al grupo. Irene dio por concluida su lección en el mismo autobús de vuelta:

–No olvidemos que somos homo, y que por tanto nos paraliza el miedo, la amenaza y la sinrazón. No olvidéis que somos sapiens, y que queremos ver a nuestro grupo mejorar. Para mañana os mando una tarea, que vamos a llamar «Si no eres la solución eres el problema». Se trata de exponer cual debería haber sido vuestro comportamiento en caso de que hubierais sido gorilas dentro de la jaula.

«Si no eres la solución eres el problema». Esa frase me acompaña desde entonces. «Si no eres la solución eres el problema», es un principio que te obliga a actuar. Expliqué en mis deberes que quien calla ante la injusticia merece estar en la jaula de los gorilas. Sin embargo, no podía olvidar que, cuando me sentí en la jaula, mi reacción fue bajar la mirada y callar.

***

Irene llegó puntual a nuestra primera reunión en Green, donde entré a trabajar gracias al curso Segunda Oportunidad. Tenía la suerte, al menos eso pensé en un principio, de conocerla, pues había sido una profesora muy fregona. Decía que con la puntualidad se demuestra el respeto, y que a partir del respeto se construye todo lo demás. Como ya la conocía del curso de formación con los Salesianos, no me sorprendió la limpieza de sus zapatos, una limpieza sin reflejos ni brillo, una limpieza funcional. La suela era de hule para caminar sin hacer ruido, sin querer perturbar a quien no quiere ser molestado. No tenían agujetas enceradas ni hebilla, sino un elástico para ponérselos sin esfuerzo, dispuestos a meterse y quitarse fácilmente. El color era mate, elegido para no deslumbrar. Yo diría que eran zapatos hechos para alguien centrado en los demás.

–Hola, Irene, de lejos creí que eras mi compañera becaria, pero cuando acercaste te he reconocido. Te ves espectacular.

Irene sonrió, pues estaba claro que era un piropo desmedido, pero también una declaración de mis ganas de agradar.

–¡Qué amable eres, Chucho! ¿Cómo te hemos tratado en estos primeros días? Recuerda tener paciencia, acabas de aterrizar.

Quería contarle a Irene lo extraño del comportamiento de Hernán y el miedo que provocaba en el equipo, pero ella me pedía paciencia. Parecía como si supiera lo que le iba a decir, así que dude y callé. Callé al igual que callan los cobardes, callé cuando no debía callar. Para los del Departamento de Marketing, Hernán era sinónimo de peligro y vivían entre el temor y el sinsabor de una situación que alguien debía denunciar. Yo sentía hervir en mis venas las ganas por combatir a los injustos, a los acosadores y a los elitistas. Mis ganas por luchar y mostrar que un mundo mejor era posible me decían que debía hablar. Irene, sin embargo, solo se interesó por mi comodidad en la empresa, los horarios, el locker o el seguro médico. Quizá Irene pensó que yo tenía que aprender a esperar para hacer un juicio, aunque fuera algo tan patente como Hernán.

Su actitud me frustró, se caía el mito de la gran directora de Recursos Humanos, no entendí qué estaba esperando para actuar. Sus huecas palabras me parecieron excusas para no afrontar su responsabilidad, tan inservibles como los rezos de mi mamá a un dios cansado de desaparecer. ¿Sería Irene una líder desaparecida, de esas demasiado comprensivas, educadas y cobardes? No me estaba gustando aquella primera reunión. «Irene y yo no nos parecemos en nada», pensé para mis adentros. Ella parecía saber leer mis pensamientos y pidió más paciencia:

–Eres muy joven, Chucho. Date tiempo para entender lo complejo de Green. Todo el mundo necesita comprensión. En los trabajos hay que entender a la gente para ayudarle a mejorar.

Estaba confundido. Irene, en sus clases, hablaba de actuar, de ser la solución y no el problema, de defender el respeto, la educación y la sinceridad; sin embargo, en aquella primera reunión, no me dejaba ni hablar. Yo había imaginado una Irene fulminando a los malos en defensa de los débiles y necesitados. Muy al contrario, sentí que Irene nada quería cambiar.

***

Sonreí, sonreí y sonreí, confiando en que mi sonrisa cambiaría las cosas en la grabación de aquella campaña de publicidad. Al menos, pensé, hago la vida agradable al camarógrafo y al resto de compañeros. Sonreír me recordó que me encantaba la idea de ser imagen de marca y poder así sentir el orgullo materno desde Monterrey. Pero estar delante de Hernán me hacía cuestionar si Green era mi lugar. Ajeno a mis pensamientos, encendió otro cigarrillo desobedeciendo la prohibición de fumar. Se lo chingó de una fumada y, señalando con su dedo índice al camarógrafo, insistió:

–Debes sacar su cara de minusválido, que se note que es latino, que ha pasado necesidad.

Tras la grabación Hernán estaba exultante. Pensaba que todos aplaudían su liderazgo arrollador. Al ser yo el recién llegado se quiso congraciar conmigo, así que me susurró:

–Esta campaña va a ser un éxito. Soy la hostia, si no fuera por mí, esta empresa hace años que se habría ido al garete. Tú también eres la hostia, ven a mi oficina, tenemos cosas serias que hablar.

La alfombra de la oficina era de esas tan tupidas que frenó mi silla de ruedas al entrar. No estaba hecha para recibir, sino para excluir a quién no la supiera pisar. Alfombra hecha para contentar suelas limpias que no están manchadas por el trabajo. Hernán se sentó en su señorial sillón de cuero, respiró profundo dándose importancia, y… no pudo evitar mirar mi silla y mis piernas ausentes, como si faltara algo.

–Perdona por haberte chillado, Chucho, pero estar rodeado de tontos me saca de mis casillas. Yo quiero que la empresa funcione, tener profesionales de verdad. Sin embargo, la inepta de Irene deja que esta empresa esté llena de mediocres, y a mí me toca compensarlo.

En la pared de aquella oficina había una enorme foto de Hernán. En ella posaba orgulloso, con un birrete en su cabeza y recogiendo lo que parecía un título, con la bandera de Estados Unidos detrás. Mensaje para la galería, pensé. Parecía que aquel enorme sillón estuviera colgado del cielo, tanto que me hacía mirar a Hernán hacia arriba, mientras yo me sentía más y más pequeño. Pensé que cuando alguien tiene que auto-proclamarse importante, es porque quizá no lo sea tanto. ¿A qué venia ese ataque gratuito a Irene? Quizá supiera que había sido mi profesora en el curso, tal vez pensó que yo la apreciaba o puede que solo pretendiera congraciarse conmigo gracias a la vieja estrategia de criticar por criticar.

–Recursos Humanos es un departamento de segunda, todo comprensión y segundas oportunidades, el reino de la mediocridad. Debes saber que Irene os critica a todos los nuevos. Sin embargo, protege, protege y protege a los ineptos que llevan años contratados, tontos como el cámara, monumentos a la incompetencia.

Aquella crítica a Irene fue la gota que derramó el vaso de mi esperanza con Hernán. Noté que mi alma ya no estaba en aquella oficina, me esperaba fuera protegiendo las ilusiones que no quería abandonar. Supe que Hernán era patético. Si obviabas su coraza de mala educación, la alfombra tupida y el sillón colgado del cielo, quedaba su esencia. Hernán no miraba a los ojos cuando mentía, tartamudeaba buscando las palabras en su cabeza y sus manos temblaban al no saberse expresar. De pronto hablaba, de pronto callaba, mostrando que no sabía qué decir. Vi que uno de sus zapatos se movía nervioso, buscando una salida, queriendo salir corriendo. Cuando los zapatos quieren salir corriendo es porque quien los lleva quiere escapar. Nefasto me pareció Hernán en su lucha por ganar entre sus aliados a un batito recién aterrizado. Sus zapatos, manchados por pisarse, habían perdido su perfección pluscuamperfecta. Los zapatos y yo firmamos una tregua, pues ambos estábamos cansados de los esfuerzos de Hernán por resultar veraz.

–Hernán, no se preocupe. He captado el mensaje y tengo claro a quién no debo defraudar.

Hernán se limpió la saliva de las comisuras de sus labios y dejó de tartamudear.

–Sabía que eras de los míos. Nada te va a faltar en mi equipo. Mañana hablo con Irenita y le digo que conviertan tu contrato en permanente. Bienvenido Chucho, me gusta la gente con hambre como tú, con hambre de verdad.

En aquella oficina recordé que yo era un tipo con suerte. Yo era un tipo muy completito y no un retazo de persona, que diría Hernán. Quizá el retazo fuera él pues, si quitabas la coraza que protegía su esencia, quedaba la nada más patética, su falta de humanidad. Me pregunté cómo podía ser Hernán un directivo. ¿Acaso era Green una empresa que contrata personas para tratarlas como monos? Nadé en un mar de dudas, no supe qué pensar. Extrañé mucho a mi mamá, el café con leche por la mañana y los apapachos infinitos.

***

«Irene Díaz de Otazu, Directora de Recursos Humanos», se leía en el cartel de la puerta de la oficina de Irene. Me recordó su entrevista en la revista de los Salesianos, que había leído unos días antes:

–«Irene Díaz de Otazu, experta en Recursos Humanos, experta en personas y en empresas, una referente en el mercado laboral», iniciaba el periodista.

–Mi función en la empresa es ayudar al grupo de personas que la integran a mejorar, y a la empresa a obtener beneficio económico. Estos dos objetivos son complementarios y solo pueden lograrse con ambición por alcanzar las metas, y con respeto los integrantes del grupo.

Aquellas respuestas de Irene tan medidas, tan perfectas, con su parte personal, su parte profesional y su parte humana, me hicieron saber que había preparado concienzudamente la entrevista. Irene era de esas personas que nunca dejan nada al azar. El resto de la entrevista fue una estudiada exposición de la importancia del respeto y la educación para que el equipo pueda progresar. En la entrevista hablaba de su principio «si no eres la solución eres el problema», que yo había hecho mío. De soluciones precisamente quería hablar. No hizo falta llamar a su puerta porque siempre estaba abierta; no obstante pedí permiso para pasar.

–¿Se puede Irene?

–Por supuesto, mi querido Chucho, mi sapiens preferido, entra hasta el final.

La oficina tenía un piso laminado de esos que parecen madera, funcional para limpiarlo fácilmente y a la vez acogedor, que invita a pasar. Cuando frenas la silla en la oficina de Irene, el piso no resbala y tampoco te atrapa si quieres arrancar.

–Te he llamado porque llevas ya un mes con nosotros y tu jefe ha pedido que te hagamos fijo en la plantilla, sin embargo, no conozco tu opinión sobre Green. Para nosotros es importante la opinión de nuestros jóvenes…

Agradecí el interés de Irene por mí, sin embargo, me pareció que estaba echando el típico choro sobre la importancia de respetar los tiempos en la empresa, de saber esperar y otros tópicos por el estilo. Al ver que se extendía demasiado sentí que no llegaría mi turno y recordé mi primera reunión con ella, en la que ni tan siquiera pude hablar. Mientras ella hablaba y hablaba pude ver encima de su escritorio una placa de agradecimiento de los Salesianos por el programa «Segunda Oportunidad». Pensar en los Salesianos me recordó a mi mamá, la gran luchadora orgullosa de su hijo, la que defiende la sonrisa como receta ante la adversidad. Hacía días que no la llamaba. La tenía más abandonada que aquel dios al que le reza, aquel que haciendo hombres no recordaba ponerles piernas, como si fueran un retazo que se pueda olvidar.

–¡Chucho! ¿Me estas escuchando? Te he preguntado cómo te ha ido con Hernán.

–Para serte totalmente sincero, Irene, esto no es lo que me esperaba, creo que este no es mi lugar.

–Vas demasiado rápido, Chucho, debes tener paciencia. Creo que tu juventud e inexperiencia te hacer ser impaciente con la empresa y quizá con Hernán…

Otro choro de Irene sobre la empresa y la ética. Entonces vi un gran cuadro colgado en la pared. Era una foto de todo el personal de Green Technology celebrando los primeros diez años de la empresa y, en letras superpuestas, el eslogan «Todos hacemos Green». La foto era bonita, aunque había perdido el color por el paso de los años, y el ancho marco de madera que la soportaba pedía a gritos una renovación. Aquella foto reflejaba a Irene: con principios excelentes, pero con un formato desfasado. Me molestó darme cuenta de que se había quedado anclada en el pasado, un pasado con otros ritmos, con cambios que se producían muy poco a poco. Bajé la mirada y me tropecé con sus zapatos. Su color mate había tomado una tonalidad apagada, de esas que aburren y aburren porque nunca van a cambiar.

–Perdona que te interrumpa Irene, quizá no me expresé bien. Yo creo que sabes que Hernán critica continuamente, llama tonto a todo el mundo y ataca sin piedad. Yo no quiero trabajar con él pues me quita la alegría por trabajar. Además, perdona mi insolencia, pero si alguien piensa que todo el mundo es tonto, es porque el tonto es él.

–No te puedo consentir estas palabras. Debes ser más respetuoso y paciente con la empresa y, si te toca trabajar con Hernán, tendrás que trabajar con él. Ya eres mayorcito Chucho, ahora toca ser responsable.

Los zapatos de Irene delataron su incomodidad. En los momentos de vergüenza la gente encoge sus pies dentro de los zapatos intentando liberar presión, queriendo aliviar por allí la resistencia que no quieren mostrar. Los zapatos de Irene se abultaron contradiciendo lo que ella estaba diciendo, dejando al descubierto su lucha interna. Agradecí a los zapatos su sinceridad.

–Irene, me pides que tire mi tiempo a la basura, que acepte tu realidad. Me niego a ser parte de este problema, no voy a ser el tonto a quién el tonto hace tontear.

Sonreí y miré fijamente a Irene, pues ya no quedaba nada por decir. Calló, se empañaron sus ojos y la frustración rodó por su mejilla. Salí de aquella oficina que ni resbala ni atrapa. Yo sonreí, sonreí y sonreí, e Irene me dejó volar.


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