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Capítulo IV

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Esperanza

¿Quién de tus gracias no se enamora?

Hija del aire, ¿quién no te adora?

José Zorrilla

Esa niña ligera y airosa, que alegra las áridas riberas que os he descrito como un rayo de sol ardiente el desnudo y aterido cuerpo del mendigo, esa es Esperanza, la hija del mar, la que, arrojada sobre una pelada roca, no sabemos si es aborto de las blancas espumas que sin cesar arrojan allí las olas, o un ángel caído que vaga tristemente por el lugar de su destierro.

Ella creció esbelta como la palma y hermosa como una ilusión que acierta apenas a forjar el pensamiento; creció al abrigo de aquella otra huérfana llamada Teresa, cuya existencia solitaria era respetada en toda la comarca.

La vida de aquellas mujeres, las dos buenas, las dos jóvenes y hermosas, había llegado a ser para todos un objeto de veneración casi, que nadie osaba profanar, y su cabaña tan solitaria y tan pobre no fue jamás perturbada por ninguna mirada indiscreta. Tal vez, porque esos lugares en donde mora la virtud inocente encierran en sí mismos un poder misterioso e invencible que rechaza la calumnia y la curiosidad del vulgo.

La una, casi niña todavía, y con esa belleza pura que algunas imaginaciones privilegiadas han soñado en los serafines —ángeles que se acercan más al trono del que todo lo es—, solía inspirar esa simpatía, dulce e insinuante a la vez, que deja en pos de sí un rastro luminoso que no es jamás oscurecido por las sombras.

Ni Rafael, ni el beato Angélico, esos dos grandes artistas que tan bien han sabido trasladar al lienzo sus celestiales visiones, delinearon jamás facciones más puras, ni contornos más perfectos. Esa muestra inimitable de los artistas, la naturaleza, había sobrepujado esta vez a todas las inspiraciones, a todos los sueños imaginables.

La cabellera, que por una rareza extraña jamás crecía hasta más allá de sus hombros, flotaba suelta y en rizados bucles alrededor de su cuello de una blancura alabastrina.

Los ojos y pestañas eran de un color negro fuerte, en tanto que sus cabellos dorados como un rayo de sol despedían reflejos pálidos, semejantes a la luz de la luna cuando en clara y serena noche de verano cae como un haz plateado sobre las temblantes ondas.

Tenía su voz cierta vibración armoniosa y clara que, hiriendo dulcemente el oído, conmovía el corazón de un modo extraño cual si se escuchara el eco de un instrumento armonioso o la última cuerda del laúd que estalla gimiendo.

Cuando su mirada cándida pero resuelta se fijaba en algún objeto, parecía atraerlo hacia sí por una fuerza invencible, y el arco perfecto de sus cejas tomando una rigidez indomable, bajo la que se creería adivinar un poder sobrenatural, prestaba a su semblante una belleza severa e inimitable. La sonrisa que vagaba siempre en sus labios finos y de un rosado pálido, cual suele serlo el de las flores de invierno, dulcificaba aquella dura pero poderosa influencia que, como todo lo que no pertenece a la tierra, parecía rodeada de una aureola refulgente que, envolviéndola en sus vapores, la alejaba de las demás criaturas.

Tal vez de aquellas nieblas del Sur, de aquellas algas verdes y transparentes que flotan en las aguas en formas diversas y caprichosos festones, tal vez de las blancas espumas, y del tornasol que forman las olas, y de las gotas brillantes que esparcen en torno como lluvia de plata cuando un viento fuerte las desparrama, y de las perlas que encierran las conchas, y de la esencia en fin de todo lo bello que esconde el mar, se formó aquella hermosa criatura, que el acaso trajo a la tierra, cuando era quizás su destino ser diosa de silenciosas grutas y reina de ocultos misterios.

Su paso era ligero siempre, y su pie breve y rosado como el de un niño dejaba apenas impresa su huella en la arena, hollando sin romperlas las delicadas conchas que se ven en las orillas blanquizcas de aquellas ásperas riberas, cual las flores silvestres en las selvas regadas por arroyos cristalinos.

Cuando se la veía pasar y desaparecer en un instante, con los rizos suaves de su cabellera agitados por el viento o bien acariciando su frente blanca y lisa como la de una estatua, y los entreabiertos labios como queriendo aspirar el aroma salobre que el viento llevaba hasta ella, se la creería más bien que mujer una visión angélica, un sueño que quisiéramos se prolongara una eternidad de siglos, una ilusión, en fin, que temiéramos verla desvanecida entre los vapores de nuestro mismo pensamiento.

Por eso Fausto, su compañero de infancia, el marinerillo de rostro moreno y cabellos de ébano, la sigue a todas partes como sigue la sombra al cuerpo, como sigue a la aurora la alba estrella de la mañana.

Ella es el espejo en donde se reflejan las ilusiones de su primer cariño; ese risueño sol de primavera que presta vida a las flores inocentes, y él respira con loca avidez el aroma que despide aquella sencilla clavellina de tallo ligero, en cuyos pétalos perfumados encuentra las primeras dulzuras de un amor casto y lleno de sonrisas.

Ella es para su alma lo que ese lago tranquilo y purísimo de los cuentos mágicos, terso cristal del que no se exhalan ponzoñosos vapores y en cuyas arenas plateadas no pueden arrastrarse los asquerosos insectos que mezclan su saliva amarillenta a la transparente linfa de las aguas. La dulzura que experimenta su alma cuando está a su lado es la de aquellos que, ignorando el mal, gozan tranquilamente las dulzuras que le prodiga el ángel cariñoso que vela por los días de su existencia.

Hacía algún tiempo, no obstante, que su espíritu, más inquieto que de costumbre, daba a su mirada ese recelo continuo del que teme ser sorprendido en medio de una gran felicidad. Poco tranquilos sus sueños, solían presentarle imágenes que reproduciéndose luego en su memoria le causaban vértigos extraños que trastornaban su cerebro, y cuando la voz de su padre le llamaba para el trabajo de todos los días, mostraba un descontento en aquel semblante por lo general risueño y afable.

Solía algunas veces abandonar su lecho antes que la aurora iluminase con sus tibios rayos las olas que venían a morir en la desierta playa y vagar alrededor de la cabaña de Esperanza, como un fantasma errante en medio de aquella claridad dudosa y sin nombre que precede a las tinieblas y que no es todavía ni sombra ni luz.

Pero lo que buscaba su corazón en aquella correría incierta y vaga, lo que le arrastraba hacia la vivienda de aquella pobre niña, que había sido lo más querido de los días de su infancia y que hoy era la hermana que no abandona nunca a su hermano, lo que le trastornaba haciéndole sufrir y derramar lágrimas, ni lo sabía, ni lo comprendía, pero se dejaba arrastrar por aquel instinto que le transportaba a regiones desconocidas, que ya eran luz, ya tinieblas, desconcierto rápido e instantáneo, que no le dejaba pensar, ni preguntarse a sí mismo qué era lo que pasaba en su corazón cuando tan inquieto, tan turbio y tan lleno de locas sensaciones se sentía.

Fausto se hallaba en ese instante tormentoso que experimenta el niño cuando quiere ser hombre.

Los pensamientos agitados se agolpaban en su mente débil, y las imágenes brillantes pasaban y volvían a pasar ante su vista conturbada; él creaba y sentía, los fantasmas tomaban a veces en su espíritu una forma real, pero aquella forma era incierta, trémula, semejaban un hermoso poema escrito en un momento de delirio.

¡Fausto era casi desdichado!

Asomaban en el lejano horizonte los primeros rayos de luz que anuncian el día cuando el joven marinero se hallaba ya a pasos de la cabaña de Esperanza.

El cielo estaba sin nubes, pero el bochorno de la atmósfera dejaba adivinar que el día sería tormentoso.

No se sentía en torno el más ligero ruido, solo el mar lanzaba sus largos bramidos y sobre las olas turbulentas volaban las gaviotas como indiferentes a tan impotente cólera.

El alma de Fausto consonaba perfectamente con el estado de la naturaleza, y sus sombrías miradas mostraban que él participaba del triste placer de aquella soledad y de aquel aislamiento que semejaban admirablemente el vacío que experimentaba entonces su corazón.

El cerco azulado que se percibía al redor de sus ojos, la palidez de sus mejillas, y su aire taciturno y sombrío, indicaban demasiado la lucha interior que le rendía. Su aspecto en el momento de que hablamos era el de una de esas criaturas hermosas que, bañadas por el primer rayo de devoradores males que tal vez le han de conducir a un helado y solitario sepulcro, aparecen más bellas que en un estado de perfecta salud, porque también la fiebre comunica brillantez a las miradas moribundas y tinte rosado a las mejillas lívidas y tristes.

Algunas veces, en medio de su ronda amorosamente solitaria, se acercaba a la puerta medio carcomida de la cabaña de Esperanza y, comprimiendo su respiración agitada, ponía atento oído para percibir de este modo hasta el más insignificante ruido que dijera a su corazón: «¡Ella es!»; pero sus esperanzas quedaban frustradas. Entonces volvía a su inquieto paseo a lo largo de la ribera, mirando receloso a todas partes, como si temiese haber sido sorprendido en vergonzoso acto de espionaje, que todos reprobarían pues, en efecto, él era el primero que trataba de sorprender los castos misterios de la vida de aquellas dos mujeres, tan respetados hasta entonces.

Pero su corazón le vendía, su corazón le llevaba hacia allí y a pesar suyo volvía y escuchaba atento qué era lo que pasaba dentro de tan santa vivienda.

Llegó, pues, un momento en que Fausto creyó percibir el sonoro murmullo de dos voces. Los que hablaban parecían hacerlo acaloradamente, y aun podía creerse que a las palabras se mezclaban sollozos.

Entonces, con el corazón palpitante y lleno de una curiosidad que jamás había experimentado, se acercó más a la puerta para poder oír de este modo y distintamente cuanto pasaba en lo interior de la cabaña.

Pero como si fuese de repente, se presentó ante sus ojos una visión que sin tener nada de horrible le sobrecogió mucho más que todas cuantas había forjado su enferma imaginación; sin embargo de que no era otra cosa que un hombre esbelto y de estatura más que regular, cuyo exterior le hacía aparecer como extranjero, al menos para Fausto, que jamás le había visto.

Vestía con cierta elegancia desdeñosa un largo gabán de abrigo, un pantalón oscuro y unos botines de paño que casi cubrían sus pies, demasiado pequeños si se atendía a su estatura. Su rostro apenas dejaban verlo el ala de su sombrero y el ancho tapabocas que arrollaba al redor de su cuello; sin embargo, el curioso podía ver todavía unos ojos azules hermosísimos, y una nariz afilada y perfecta.

—¡Vaya una extraña curiosidad! —exclamó dirigiéndose a Fausto, que le miraba con esa rara mezcla de cólera y de miedo que experimentan algunos en presencia de aquellos cuya superioridad física les amenaza con su tranquilidad.

El pobre marinero tenía ante sí aquella colosal y airosa estatura, aquel hombre que le había sorprendido en el crimen más grande de su vida y que, sin derecho alguno para reconvenirle ni interrogarle, tenía fija sobre él una mirada escudriñadora y burlona. Todo esto, que él comprendía vagamente, había de tal modo irritado su carácter susceptible que los instintos de refinado orgullo que empezaban a desarrollarse en su corazón se revelaron entonces en toda su fuerza. Tan vivas emociones hervían y se ocultaban dentro de su pecho, no apareciendo a los ojos del extranjero más que como un niño avergonzado ante las severas miradas del que le sorprendiera en un delito.

—¿Qué es lo que esperas aquí? —le preguntó entonces aquel hombre que, con las manos sumergidas en los profundos bolsillos de su gabán, parecía divertirse, con un raro placer, en contemplar tan inocente turbación.

Sintió entonces aquel niño que la sangre se agolpaba a sus mejillas, porque semejante hombre, gracias a una extraña influencia que no comprendía, pero que le causaba vértigos, le turbaba, y repuso en tono irritante aunque tembloroso.

—¿Y a usted qué le importa?

Una carcajada sardónica y fría contestó a estas palabras del pobre inocente que, sobrecogido por el sonido casi metálico de aquella risa diabólica, echó a correr instintivamente alejándose de aquel ser que le causaba espanto.

Este le vio alejarse con una calma indiferente, y siguió paseándose silenciosamente a lo largo de la ribera.

La hija del mar

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