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El alumbramiento,

31 de enero de 1547

La llegada del alba sumió a Gonzalo en una extraña inquietud. Los gritos de su esposa, Jimena, habían invadido cada rincón de la casa. Aturdido y nervioso, recorría de un lado a otro la habitación en penumbra.

Era una vivienda pequeña construida con pizarra, sólida y bien situada, próxima al castillo de su señor, el Duque de Alba.

De pronto, un último grito desgarrador fue seguido por un coro de sollozos. Gonzalo sonrió y permaneció expectante tras la cortina que daba acceso al dormitorio. Apenas había transcurrido un año desde su boda y ya era padre.

Las primeras luces del amanecer, rosadas, suplantaron la pálida luz de las velas que iluminaban la estancia. Poco a poco, el sol fue despuntando en el horizonte.

Se oyó entonces un agitado ir y venir desde dentro del dormitorio. El capitán de arcabuceros aguardó tras la cortina sin apenas pestañear. Comprendió que algo marchaba mal. Se mordió el labio inferior con fuerza, como si quisiera evitar que las lágrimas afloraran sobre sus ojos. Aquel incesante rumor impedía oír lo que decían.

De repente, la cortina se descorrió. La partera, una mujer nervuda con el cabello teñido de blanco, se acercó hasta el capitán y le dijo:

—¡Enhorabuena! Ha tenido dos hermosos niños.

A Gonzalo le dio un vuelco el corazón.

—¿Dos niños? —preguntó sorprendido.

—Niño y niña.

Gonzalo respiró emocionado.

—¿Cómo se encuentra mi esposa? —preguntó ligeramente turbado.

Ella bajó la cabeza y dejó escapar un elocuente suspiro. Antes de que la mujer respondiera, el capitán adivinó el triste desenlace.

—No ha logrado soportar el parto. Lo siento.

Gonzalo miró a su alrededor abatido. Hubiera deseado morir en aquel mismo instante, mientras recordaba que las heridas sufridas durante las batallas de los tercios españoles en Flandes no resultaban tan dolorosas como aquella pérdida. Con el corazón encogido, notó una sensación de desamparo y una lágrima acabó perdiéndose entre sus mejillas.

La partera ya había regresado al dormitorio. Sobrecogido, con los ojos acuosos, permaneció unos instantes mirando hacia dentro desde el umbral. Después penetró en el lecho.

Jimena había sido una mujer hermosa, de tez blanquecina y cara redonda. Su rostro, inerte, aparecía ahora pálido y desfigurado por una mueca, en tanto que sus ojos abiertos de par en par mostraban un azul vidrioso. El resto del cuerpo, envuelto en unas sábanas, aparecía ensangrentado.

Gonzalo permaneció de pie y callado. Bajó la mirada hacia el suelo, procurando ocultar su rostro. El capitán pensó salir corriendo de la habitación y, por un instante, tuvo la sensación de lograrlo.

Incapaz, comprobó que dos pequeñas criaturas se revolvían en una cuna. Bajo la atenta mirada de los presentes, Gonzalo se acercó hasta ellas y las tomó entre sus brazos, buscando consuelo. Por un momento olvidó lo que había ocurrido.

Afuera, el frío seco e intenso de la meseta castellana se instaló en la pequeña localidad salmantina de Alba de Tormes. Todo comenzó a estar iluminado y brillante. Dentro, un enjambre de mujeres inició una lúgubre letanía en latín.

LAS AVENTURAS DE MARÍA Y RODRIGO: LA CONJURA CONTRA LA REINA

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