Читать книгу LAS AVENTURAS DE MARÍA Y RODRIGO: LA CONJURA CONTRA LA REINA - Rosario Lara Vega José Ramón Rico - Страница 8
ОглавлениеLa conjura,
21 de febrero de 1565
El carruaje enfiló lentamente el inicio de la calle. Las losas irregulares que conformaban el piso de la calzada hacían saltar, con gran estrépito, las ruedas contra el suelo. María se aferró a su asiento a medida que las sacudidas provocadas por los baches la zarandeaban de un lado a otro en el interior del vehículo.
El palacio presentaba elegante factura: era un edificio renacentista, de finales del siglo quince, construido con pequeños sillares de piedra. Dos torres cuadradas situadas en los extremos y rematadas con una rica crestería flanqueaban la fachada principal.
María miró a través de la ventanilla del carruaje. Situado en una plazoleta, el solemne edificio presidía la explanada. No lejos de allí, apenas unas calles más abajo, se podía escuchar el tañido de las campanas llamando a la oración. Durante un instante pensó que la búsqueda de su padre por fin tendría un final feliz. Se sintió relajada, como cuando se sentaba frente a su clavicordio. Entonces una extraña sensación se apoderó de ella: era como si volviera a ser la niña que recibía las lecciones de música de su padre. En su memoria se reprodujeron los momentos en que tocaban y reían juntos mientras poco a poco el sol se ocultaba en la lejanía. Todo parecía ahora muy lejano en el tiempo.
El desvelado interés de su padre por cultivar su talento le había llevado a estudiar con el maestro Francisco Salinas en Salamanca, recibiendo de él clases magistrales de teclado. Aquel magisterio, junto a la protección de su padrino, el Duque de Alba, le permitió cuatro años atrás la oportunidad de desempeñar un trabajo en la corte.
Sumida en sus pensamientos, llegó frente al palacio. Cuando el carruaje se detuvo, abrió la portezuela y bajó cautelosamente.
Sonrió. Notó como un nudo se formaba en su garganta mientras descendía del coche. Elevó la vista y reparó, durante un instante, en el escudo de armas que presidía la fachada. La linajuda familia Mendoza había unido sus apellidos a los del príncipe de Éboli, hombre de confianza de su majestad Felipe II.
Penetró en el edificio y accedió a un patio interior con dos galerías de columnas bajo arcos rebajados. María cruzó el patio y se dirigió a una de las estancias situada en la galería inferior. Se detuvo en la entrada, mientras un criado la anunciaba.
Tenía dieciocho años. Sus llamativos ojos azules, brillantes, como si un mar en calma los hubiera inundado, aparecían bajo unas cejas rubias delicadamente perfiladas.
—¿Se puede? —preguntó el fámulo asomándose a la habitación—. La dama que esperabais acaba de llegar.
—Hacedle pasar —respondió el noble.
El conde Egmont se levantó nada más entrar la joven y avanzó a su encuentro; era un hombre maduro, de aspecto cálido. Había llegado a Madrid el día anterior para tratar asuntos sobre los Países Bajos con su majestad Felipe II y se había alojado en la residencia de su amigo, el príncipe de Éboli.
El sol, anaranjado y radiante, bañaba la habitación. La estancia era amplia y confortable, decorada con mobiliario italiano. Las paredes aparecían cubiertas por numerosas pinturas, la mayoría rostros congelados de personajes anónimos. Al fondo, un gran ventanal daba a la plazoleta.
El conde extendió las manos en un gesto de bienvenida y la observó con alegría.
—Me alegra volver a verte —saludó cortésmente—. Eres toda una mujercita —afirmó admirado.
María se sonrojó. Tenía la piel blanca. El cabello, al igual que las cejas, era rubio y lo llevaba recogido en un moño cubierto por un birrete.
—¿Te apetece tomar algo? —preguntó el conde.
—Agua, por favor.
El conde se dirigió hacia una mesa ocupada con varios frascos de bebidas. Asió uno de ellos y vertió el líquido en el interior del vaso que posteriormente dio a su invitada.
María respiró hondo y bebió un sorbo. No quiso darle vueltas al asunto; había acudido a aquella cita por requerimiento del conde. Recordaba lo amable que había sido el noble con ellos tras el encarcelamiento de su padre. El desasosiego volvió a inundarla, pues ya habían transcurrido cinco años desde que cayera preso en manos de los turcos.
—Me han dicho que su excelencia tiene noticias de mi padre, ¿es así? —le interrogó la joven enmarcando una dulce sonrisa en su rostro.
El caballero miró fijamente a su interlocutora y le sonrió amistosamente.
—Me conforta decirte que tengo buenas noticias. Según mis informadores, tu padre será liberado pronto.
La joven pareció feliz con aquella declaración.
—¿Estáis seguro?
—Sí. Junto con otros cinco mil soldados de los que fueron hechos prisioneros en la isla de Djerba.
Aquella campaña fue una de las grandes derrotas militares sufridas por Felipe II. En su afán por liberar el norte de África de la piratería turca había planeado un ataque contundente. Sin embargo fueron los otomanos quienes sorprendieron a la flota española en la isla de Djerba, apresando a diez mil hombres y hundiendo todas las naves, siendo los presos, posteriormente, llevados a Estambul.
—Agradezco su interés por este asunto, señor conde.
—No podía hacer menos —respondió el noble—. Tu padre me libró de una muerte segura en San Quintín.
El conde era un hombre alto, de facciones marcadas, y mirada enigmática. Iba vestido a la moda de la época: jubón con mangas acuchilladas, calzas cortas adornadas con oro y unos zapatos de terciopelo acabados en punta cuadrada.
—Tengo entendido que eres dama de la reina —continuó el conde—. Y al parecer eres una virtuosa del teclado.
María agradeció el cumplido.
—He tenido buenos profesores —afirmó orgullosa.
—¿Te agrada la permanencia en la corte? —interrogó el noble con tacto—.
—Sí, estoy muy contenta y muy orgullosa —contestó la muchacha, feliz.
—Pues tienes que saber que… la reina se encuentra en grave peligro —le dijo el noble acercándose a María, con un halo de misterio.
Isabel de Valois, hija del monarca francés Enrique II, llevaba pocos años casada con Felipe II. Su matrimonio se había concertado como parte del acuerdo de paz firmado tras la batalla de San Quintín, por lo que se la conocía popularmente como Isabel de la Paz. Tras celebrarse la boda por poderes en la catedral de Notre Dame, siendo el novio representado por el Duque de Alba, la princesa francesa, que contaba con tan solo trece años de edad, viajó a la corte española incluyendo en su ajuar algunas de sus muñecas preferidas. No obstante el matrimonio no se consumaría hasta dos años después, momento en que la reina se transformó de niña a mujer.
—No os comprendo —respondió María dando un respingo— ¿A dónde queréis llegar?
Durante un instante la joven sospechó que la audiencia había sido una mera excusa para sonsacarle información sobre la vida privada de su señora. En otras circunstancias, aquella entrevista habría finalizado, pero teniendo presente la ayuda que estaba recibiendo de su interlocutor, no parecía lo adecuado. Se trataba de un buen amigo de su padre, no había pues motivos para recelar del conde.
—No sé si debería de contarlo —pensó el conde voz alta.
Por un instante, el caballero permaneció en silencio. La joven dama no pudo evitar cierta desazón ante la extraña situación.
—Mi querida María —dijo el caballero con cierto aire confidencial—: tengo noticias de una conspiración en el seno de la corte. He de hablar urgentemente con su majestad sin despertar sospechas algunas.
El conde Egmont habló con evidente elocuencia, serena y pausadamente, marcando la pronunciación de cada palabra con un tono ceremonioso. La gravedad de sus acusaciones provocó cierto desconcierto en la joven dama que palideció. Apenas podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Estaba confusa. No sabía qué pensar sobre aquel extraño asunto.
—Os ayudaré —respondió María intentando dar muestras de valor.
—¿Puedes hacer que la reina me conceda una entrevista?
—Sí —asintió.
El conde no pareció sorprenderse de su ofrecimiento. Se metió la mano en un bolsillo y sacó un sobre.
—Toma esta misiva y entrégasela a la reina. Aquí está todo lo que debe saber.
—Ahora —prosiguió el noble— debes marcharte. Espero que sepas guardar un secreto.
María salió del palacio abrumada y decidió volver andando. El sol había declinado y las piedras de las casas se habían tintado de un color anaranjado. Callejeó por la ciudad, mientras las tiendas aún permanecían abiertas. Madrid había crecido vertiginosamente desde 1561, fecha en la que el rey había decidido trasladar la corte desde Valladolid a la Villa. Los edificios proliferaban, las calles se hacían interminables y los comercios florecían para atender las necesidades de los nuevos habitantes. Respiró profundamente y tarareó para sí una antigua melodía castellana.
Más tarde, en una de las estancias más lujosas del palacio del príncipe de Éboli, dos hombres charlaban animadamente.
—Lo has conseguido —dijo el príncipe.
El conde Egmont sonrió.
—No creo que sospeche nada. Dentro de unos días habremos logrado nuestro objetivo.
El príncipe elevó una copa de Jerez y propuso un brindis.
—¡Por nuestra alianza!
Los días de gloria del Duque de Alba parecían próximos a su fin.