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Sin remordimientos

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Cristina

Me duele todo, pero no me quejo.

Después de la hazaña de anoche, al llegar a casa, Irene, Marina y yo, nos despatarramos en el sofá y abrimos una botella de cava. Esa botella de cava del bueno que teníamos guardada en la nevera para lo que se suponía una ocasión especial. Normalmente la ocasión especial o hecho extraordinario es cuando una de nosotras liga con un objetivo de nivel 9 como mínimo y tiene que contárselo a todas las demás.

Sin duda, el saxofonista es un nivel nueve, pero admitamos que no se puede decir que me lo haya ligado, más bien le he hecho la putada de su vida.

—No me puedo creer que le hayas hecho eso al pobre hombre. ¿No piensas darle una explicación del porqué?

Ahí estaba Irene, nuestra Pepito Grillo, preocupándose por Àngel al que, a fin de cuentas, había robado su saxofón y que el pobre, poca culpa tenía de haberse comprado el saxo equivocado. A ellas si les he explicado el porqué de todo en el coche camino a casa.

Por suerte, Marina le quitaba hierro al asunto, poniendo la nota de humor y relatando con detalle cada paso dado en mi carrera hacia el Renault 12 destartalado de Irene.

Al final hemos reído mucho y dormido poco. Pero... sí que Irene tiene razón. Tengo mi mala leche, no soy excesivamente cariñosa, ni tengo don de gentes para hacer amigos, pero si algo tengo es que soy buena persona. Las buenas personas no roban saxofones, de hecho, no roban, sin más. Y mucho menos engañan de la manera que yo engañé al robasueños. Porque yo le besé para distraerle... ¿no?

Respiro hondo y se me acelera el corazón cuando mi cerebro vuelve al pensamiento recurrente que me ha atormentado toda la noche y parte de la mañana. No sé si será autoengaño, pero intento convencerme de que no besaba tan bien, no era tan guapo y que sus manos acariciando mi piel desnuda no fue lo mejor que he sentido en meses, quizás años. Y es que admitamos que el panorama amoroso cada vez está peor.

Será eso. Será que no me liaba con un tío hacía tiempo. No puede ser que sienta algo más que un inmenso sentimiento de superioridad frente al robasueños.

Intento quitármelo de la cabeza.

Son las diez de la mañana y tenemos que irnos si queremos encontrar un lugar donde poner la toalla. Con tanto dominguero, Ca’n Picafort se pone imposible y Playas de Muro no está menos masificada.

Nos preparamos el desayuno y Marina se sienta en la mesa mirando al infinito.

Es una chica preciosa, altruista y todo corazón. Ama tanto a los animales, tanto como Irene los odia. Eso es una suerte porque si no, nuestra casa estaría llena de animalejos varios, seguramente lisiados y faltos de cariño. El mes pasado intentó colarnos una iguana, Merilyn, como si ponerle un nombre de diva la hiciera más atractiva. No sé cómo se la endosó a su madre que ya tiene dos perros y cinco gatos, uno de ellos paralítico.

Nuestra Marinita. Si fuera hombre me casaría con ella, pero tenemos esa especie de maldición de ser heterosexuales y que nos gusten los hombres inalcanzables.

—Yo… no sé por qué no ligo.

Me da la risa ante las palabras de Marina, quizás por su cara desganada o su mirada perdida en el blanco de los armarios de nuestra cocina.

Las dos vamos en pijama, pantaloncitos cortos y camiseta de tirantes. Yo llevo un conejo verde, Marina, una calavera con un lacito rosa… muy Marina. Nos desperezamos a nuestro ritmo. Puedo oler el café recién molido, y eso parece hacer más llevadero el hecho de tener alguna que otra legaña.

Me sirvo un café en una taza y añado leche fría; en verano, no concibo que sea de otra manera.

La cocina es abierta, da a la parte trasera de la casa donde tenemos un bonito jardín donde a Irene y a mí nos gusta tener macetas, casi todas vacías, porque por algún extraño motivo que no llegamos a comprender, las cabronas mueren irremediablemente cuando nos acercamos a ellas, unos días después de haberlas comprado.

—En serio —murmura Marina mientras introduce a buen ritmo, una y otra vez una magdalena en el café—. Yo… yo… he nacido para ligar.

Dejo de mirar por las cristaleras y centro mi atención en ella. Alzo una ceja con una sonrisa socarrona.

Marina asiente.

—Tengo sangre latina.

Me descojono e Irene, que ha aparecido a mi lado con la cafetera en la mano, se tira por el suelo de la risa.

—¿Qué dice que tiene?

—Sangre latina —le digo alzando una ceja sin parar de reír.

Y es que no es lo que dice Marina, si no cómo lo dice. Con toda la desgana del mundo.

—Tienes de latina, lo que Irene de Madagascar.

Irene nació en Francia, y de pequeña confundía la localidad de Castelnaudaury con Madagascar, hasta ahí lo que la pueda unir a la isla africana.

Marina es de Muro, como yo, autóctona de pura cepa, y por mucho que mueva sus caderas al ritmo de Shakira, siempre bailará mejor las jotas y boleros con zapatos planos y rebosillo .

—En serio —me dice Marina con ojos resacosos—. Ya está bien de ser un asno, a partir de mañana... seré una pantera.

Asiente con total convicción, ajena a nuestras carcajadas.

Irene y yo nos aguantamos el estómago y cuando nos calmamos, la abrazamos. Nuestra Marinita es una joya, un diamante en bruto que la vida intenta pulir a base de desengaños amorosos.

Entre sus ocurrencias y el show de anoche, estamos más que animadas.

—No ligas porque no quieres —le digo sincera.

—Anoche me hubiese gustado ligar, pero como le robaste el saxo, pues creo que ya no podrá ser.

Hundo los hombros y hago el fingido gesto de escupir en el suelo.

—¡Puaj! ¿Querías ligar con eso? —le pregunto con mi cara de haber chupado un limón.

Ella se ríe e Irene menea la cabeza.

—Está buenísimo y tiene talento —me dice Irene—. Si no lo odiaras tanto, estoy convencida de que te gustaría. Pero creo que nuestra Marinita no tenía los ojos puestos en tu saxo, sino en otra parte.

Las miro con interés.

—¿Qué parte? —pregunta picarona, Marina.

Irene niega con la cabeza.

—No te hagas… sé perfectamente que no quitabas ojo al cantante.

—¿A quién vamos a mirar si no? ¿Cuando vas a un concierto miras al guitarrista? No, miras al cantante.

—Bueno, Cristina miraba al saxofonista.

Pongo los ojos en blanco.

—Digo la gente normal...

—¡Oye! —me ofendo.

—Cuando miras al escenario, quien capta tu atención es el vocalista —se defiende Marina—. Y este en concreto... Vaya pedazo de…

—¿De qué?

—De voz —me responde.

—Sí, sí, de voz. —Irene se sienta frente a ella en el taburete que está justo al lado de la isla de la cocina.

Menea la cabeza y vuelve a por Marina.

—Tú no le estabas mirando las cuerdas vocales, precisamente.

—Qué sabrás tú. Muy concentrada estabas ojeando la fauna intercontinental.

Escupo el sorbo de café sobre la isla de la cocina y me río cuando nuestra amiga hace referencia a la predilección de Irene por los mulatos bien bronceados.

—Te gusta el cantante —le dice Irene entrecerrando los ojos y apuntándola con un dedo.

Marina alza la mano y la señala de igual modo.

—¡Puede! —Marina no dice nada y lo dice todo—. Además, tiene los dedos largos —dice, volviéndose a incorporar en el taburete alto—. La distancia de la punta de su pulgar al dedo índice… era bastante grande.

Minutos después aún nos reímos de la teoría de Marina que sigue pensando que está científicamente demostrado, que se puede medir el pene de un hombre sin echarle una ojeada a sus atributos, solo observando sus manos.

—De todas formas, después de semejante show, olvídate de que volvamos a cruzarnos con ellos, si es que no queremos salir por patas.

Las dos me miran y yo me hago pequeña. De repente, la hazaña de anoche ya no nos parece tan divertida.

—Dejadme en paz —farfullo algo compungida.

Pero no voy a tener suerte. De nuevo se ponen a hablar entre ellas, esta vez como si yo no estuviera.

—Yo creo que algo le gusta —le dice Irene volviendo al molesto tema del saxofonista.

—Ni de coña. No me gusta nada...

—Yo también lo creo.

—... demasiado delgado y es... —sigo hablando, pero ninguna de las dos le interesan lo más mínimo mis réplicas.

—Se lo comía con los ojos.

—Le pone muy cachonda cuando toca el saxo. —Marina asiente después de meterse el último trozo de magdalena en la boca.

—... es idiota —acabo de decir finalmente.

—¿Cómo va a ser idiota? No conoces al pobre chico.

¿Ahora de repente me hacen caso?

—No has hablado con él ni media palabra. Porque no hablaste con él, ¿no?

Ahora Irene también se muestra muy interesada.

—¿Hablaste algo o directamente le arrancaste la ropa?

Mis ojos en blanco no las desmotivan en su empeño de sacarme información.

Meneo la cabeza y me niego a seguir hablando del saxofonista de ojazos de chocolate.

—No pienso decir nada más del tema. Y no necesito conocerlo para entender que lo que tiene en el cerebro es poco más que aire y chicas en bikini.

—No, no lo conoce en absoluto —se mofa Irene con cinismo—, solo lo suficiente para dejarlo en pelota picada.

—Bueno... —vacilo.

No debería haber vacilado, son caimanes, notan el olor a sangre.

Me echo hacia atrás ante sus inquisitivas miradas.

—¿Qué pasó en la furgo? —Irene sabe que oculto algo.

—Ya os lo conté.

—¡Bah! Muy por encima y sin detalles.

—¡Nada! No pasó nada —mi grito las alerta—. En serio, no quiero pensar en eso.

Marina entrecierra los ojos.

¡Genial! Ahora también sabe que no les he contado toda la verdad. Y sus dedos índices vuelven a estar estirados, pero esta vez me señalan a mí exigiendo una respuesta, y más me vale que tenga una convincente.

—Nos dijiste que el tipo te pidió rollo y se desnudó él solito.

Silencio.

Marina está flipando.

—¿Le quitaste tú la ropa?

—No... qué va.

Mierda, he tardado demasiado en contestar.

—En serio. —Irene empieza a alucinar—. Cuando me dijiste que te esperara en el coche que tenías algo que hacer... No pensé… ¿en serio...? —repite alucinada—. Cristina, no sé cómo pudiste robarle el saxo a ese pobre chico. ¿En serio no vas a darle una explicación?

—Eh, de pobre nada. —¿En qué momento el robasueños ha empezado a darles lástima?—. ¿De qué parte estás?

—De la tuya —me dice Marina—, pero yo tampoco te reconozco.

Irene la secunda. Ambas asienten con la cabeza.

—¿Y qué queréis? —les digo a la defensiva—. No podía dejar que el saxo de mi abuelo cayera en manos de ese… bueno, de otra persona. ¡Es mi saxo! El abuelo me lo dejó a mí. Mi padre no tenía ningún derecho de venderlo.

Mis amigas asienten y puedo ver que les doy algo de lástima, con un poco de suerte quizás más que el robasueños.

Ya saben la mala relación que tengo con mi padre, la que hoy en día prácticamente es nula, después de que él decidiera vender el saxo de mi abuelo a ese músico verbenero, casi no nos dirigimos la palabra.

—El saxo de mi abuelo debe tocar en una buena banda, en los brazos de alguien que lo quiera. Y nadie va a querer a mi saxo como yo. ¡No va a saltar de verbena en verbena como…!

—Como hacía tu abuelo —me dice Marina enarcando una ceja.

Me callo.

Tiene razón. Mi abuelo era un gran músico. El gran Toni Trui. Sus bolos eran en hoteles y casinos, pero ¡qué actuaciones, señores! Que Antònia Palmer cantara en su grupo aún los hacía más increíbles.

Me invade la añoranza. Y tengo que reconocer que si el abuelo viera su saxo sobre el escenario de verbena en verbena no haría otra cosa que reírse con alegría.

Marina abre los ojos como platos.

—¡Dios mío! ¡Joder!

La miro, porque está claro que acaba de darse de cuenta de algo importante.

—¿Qué?

—¿Sois conscientes de que no vamos a poder ir ni a una puta verbena sin que nos aterrorice encontrarnos al pobre chico?

Escupo el café con leche.

—¡Me cago…! —Aprieto los labios y me dan ganas de patalear.

Lo que me faltaría sería tener que encontrarme a ese tío y tener que darle explicaciones. Por suerte, en septiembre me largaré de sa roqueta durante una buena temporada. Me presentaré a la audición con el saxo y empezará la gira por Europa. Eso es lo que va a suceder, y no pienso dejar que pase otra cosa.

—No lo había pensado —dice Irene algo sorprendida—, pero bueno, no nos ha visto la cara… solo a Cristina. —Hace una mueca divertida—. Nosotras estamos a salvo.

—Gracias —digo, mirándolas con reproche—, estoy muy agradecida de tener amigas como vosotras. Pero, de todas maneras, solo tendré que evitar ir a las que toquen.

—Sí, es un buen plan —dice Marina— pero creo que pudo coger la matrícula de tu coche.

—Mierda —dice Irene ante el comentario de Marina.

Frunzo el ceño. ¿Sería posible que cogiera el número de la matrícula? Sí, sería más que probable, además, esa cafetera oxidada es bastante característica, si es un coche con dos letras.

—Cruza los dedos, estaba oscuro… ¡Bah! Imposible —digo, levantándome de la mesa—. Y no pienso perder un minuto más de mi tiempo pensando en ese tipo.

No, no pensaré más en él. Ahora me dedicaré a lo que ha sido mi obsesión durante los últimos meses, recuperar mi saxo y tocarlo para algo más grande que ir de verbena en verbena. Tiene que ver mundo antes de volver a asentar mis posaderas en la isla. Porque reconozcámoslo, un mallorquín morirá en Mallorca.

Desde la cocina abierta miro la mesa frente a los sofás donde dejé el estuche la noche anterior. Está abierta porque me adormecí sentada en el sillón, observándolo.

Miro el saxo, su maravillosa funda sigue en la mesa y en contra de mi voluntad siento algo de remordimiento.

Una imagen aparece en mi mente.

Sonrío a mi pesar. Un hombre desnudo corriendo entre rastrojos en un descampado lleno de balas de paja seca.

El karma va a hostiarme. Lo sé.

¡Viernes!

Salgo del ensayo, llevo una sonrisa profident en la boca y es que, a pesar del apremiante calor, estoy de excelente humor. En mi mano derecha llevo bien agarrada el asa del estuche, dentro va mi saxo. El saxo de mi abuelo que hace una semana robé, quiero decir… que recuperé.

—¡Cristina, estás que te sales! —me digo a mí misma.

Hoy los pájaros cantan, y yo camino con mi vestidito estampado por la calle Blanquerna de Ciutat , con las rodillas al aire, como si de un camino de amapolas se tratara. Solo me falta dar saltitos a lo Heidi.

La calle peatonal está llena de terrazas a rebosar de turistas tomando refrescos y sol mediterráneo.

Respiro hondo y entono una canción que queda apagada por la algarabía que reina a mi alrededor.

Normalmente no estoy de tan buen humor para dar saltos, pero hoy no me importa parecer gilipollas. Estoy de buen humor, algo que me resulta ajeno. Supongo que después de un invierno de amargura casi había olvidado la sensación de que todo va a salir bien. La relación con mi padre va de mal en peor, nos vemos una vez al mes, en una cena obligada para que no me haga la vida todavía más imposible. Mi madre, por su parte, me ha abandonado para vivir la vida loca en Ibiza con sus bien superados cincuenta. Pero en estos días nada me importa. De hecho, no me importa que mi padre me obligue a cenar con su última esposa, una alemana que está más cerca de mi edad que de la suya y con la que se casó de improviso, porque aquella capilla tan mona al sur del Tirol estaba libre ese día que se fueron de vacaciones. ¡Paso de todos ellos!

¡Hoy nadie me amarga!

¡Estoy contenta!

Llevo agarrada el asa del estuche de mi saxo, con la otra mano me coloco bien la montura de mis gafas de sol. Miro al cielo y sonrío. Estoy monísima, me siento guapa y estoy feliz de volver a tocar tan bien como antes. Hoy he hecho la interpretación de mi vida.

¡Estoy preparada para la audición! Más que segura que con un poco más de esfuerzo mi grupo favorito no va a tener más remedio que aceptarme en sus filas. ¡Y entonces mi sueño se hará realidad! Y ya nadie podrá amargarme jamás.

Aún recuerdo la voz de Marina animándome después de haber compartido el anuncio de la banda.

—Cristina, tendrías que presentarte.

El sueño de mi vida. Tocar con mi grupo favorito de jazz. Formar parte de su gira europea. Un mes para la audición y sé que si sigo así, ese lugar a la izquierda del escenario será mío. Cumplo los elevados requisitos y toda mi vida me he preparado para este momento.

Sí, con mi saxo entre las manos, ¿qué puede fallar? Las pruebas son a principios de septiembre. Queda poco tiempo, pero estoy más que preparada. Ahora vuelvo a tener magia en los dedos y ritmo en el corazón.

Casi estoy por llamar a Marina e Irene, para decirle todos los halagos que he recibido de mi profesor de saxofón. Pero a estas horas estarán trabajando. Marina castrando algún gato, que ni idea tenía que iba a perder los testículos ese día. E Irene utilizando sus altos conocimientos sobre órganos colegiados. No importa, esperaré a la cena.

En mi cabeza resuenan los elogios de mi profesor.

—Si lo haces así de bien, en la prueba los vas a dejar a todos impresionados.

Ya puedo visualizarlo, yo sobre el escenario con mi saxofón tenor de latón.

—Larara la la la...

Mi saxo consta de 23 orificios y algunas de sus llaves de tacto están decoradas con nácar. Tiene la boquilla de metal, que me costó más de dos meses de alquiler, pero lo hace especial... le da un sonido único, “más brillante”. Mi abuelo odió las de plástico porque decía que no daban un buen timbre, aunque yo pienso que es por culpa de su tamaño. Sigo su colección de boquillas, a las que he incorporado cerca de una docena, algunas de ebonita, caucho y porcelana, hasta conseguí una de hueso. Al recuperar mi saxo le he quitado la boquilla de ese usurpador y le he puesto mi cóncava. Mi saxo volverá a ser clásico, con una caña más dura y de boquilla estrecha. Y, por supuesto, la lengüeta es de caña común, nada de fibra de vidrio. Miro el estuche y asiento complacida.

Quiero a mi saxo.

Le quiero, si querer a un hombre fuera tan fácil como querer ese saxo, otro gallo cantaría. Pero los hombres son traicioneros, cómo fiarme de ellos cuando no me he podido fiar ni de mi propio padre que vendió mi querido saxo a un desconocido.

Detrás de mis gafas de sol, y porque sé que la gente no puede verme le guiño un ojo al estuche. Sí, estoy loca, pero todos los artistas y músicos tenemos algo de locura, si no, seríamos demasiado aburridos.

Me encanta mirarlo, de noche lo pongo en su soporte y lo miro hasta que me duermo, otras simplemente lo meto en la cama conmigo. Sí, también estoy un poco enferma, pero al segundo día me entró la paranoia de que el robasueños entrara por la ventana abierta y me lo quitara de nuevo.

Me encojo de hombros, hay gente que duerme con sus gatos y les habla como si fueran sus hijos y eso no puede ser, todo el mundo sabe que los gatos son hijos de Satán. Lo sé porque son los que me hacen tener cara de Lucifer, por la alergia que me dan, cada vez que se me ponen cerca. Así que si hay gente que duerme con sus gatos y perros, bien puedo yo dormir con mi saxo.

Mis sandalias con cuña pisan con buen ritmo el asfalto. Un par de calles más y llegaré a mi coche. Me voy directa a casa, hoy es viernes y desde luego pienso salir. No voy a quedarme en casa solo porque tenga miedo de encontrarme con el saxofonista de los Bright lemons, el señor Lito Vallori.

Mi mente vuela a la semana pasada, a la noche en que dejé al pobre desnudo y corriendo detrás de mí y el saxo que jamás va a recuperar.

No siento pena.

Hago una mueca, es inevitable y suspiro ante mi mentira. Sí que siento un poco de lástima, al fin y al cabo, no fue culpa suya que mi padre le vendiera el saxo de mi abuelo. Quizás incluso el hombre sea lo suficientemente bueno en saxos como para darse cuenta de la joya que tenía entre manos.

Era mono… y por primera vez no me refiero al saxo. Àngel es un tío guapo, quizás debería sonreír más, pero entiendo que a muchas de las mujeres pueda parecerle irresistible. A mí me lo parecería, si no… quisiera arrancarme la cabeza por haberle humillado como nadie más podrá volver a hacerlo. Irene tenía razón: robarle el saxo, sin ninguna explicación... no es digno de mí. Pero me consuelo pensando que quizás no haya hecho algo tan malo. Es más que probable que él no apreciara esta joya y que se pudiera permitir otro saxo más moderno y mejor.

Otra mueca y un poco más de culpabilidad. Ojalá, deseo que así sea.

—En fin —me recrimino con desgana. Lo hecho, hecho está. Así que no pienso darle más vueltas.

Y eso era algo que estaba más que dispuesta a cumplir si no fuera porque en ese momento, al otro lado del semáforo estaba el hombre que haría muchas de mis pesadillas realidad.

—¡Tú!

No me toques el saxo

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