Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? - Rubén Bernabiti - Страница 3

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Pajarito

Me abrió una anciana. Tenía la cara sinuosa y un trapo de lana enrollado alrededor del cuello.

—Usted debe ser Insfrán —me dijo—. Pase. Lleva media hora tarde.

No tenía la menor idea de quién podía ser el tal Insfrán. Quise aclarar el malentendido en el pasillo, pero la vieja me sacó tres metros de ventaja. En el final del corredor, me esperó junto a la puerta y se hizo a un lado para que entrara. Me encontré en una pieza de paredes altas, una claraboya en el techo y una mesa en el centro. Alrededor de la mesa, había tres tipos, uno con turbante en la cabeza.

—¿Y este quién es? —preguntó el del turbante.

La vieja alzó los hombros.

—¿Cómo, no es Insfrán?

—Si este es Reduro Insfrán, yo soy Sinuhé, el egipcio —dijo el tipo.

Pensé dos cosas: o entre los tres existía algún tipo de sobreentendido respecto de Sinuhé, el egipcio, o estaban fumados hasta las cejas. De otro modo, no podía explicarse que un comentario tan banal les produjera semejante algarabía. Estuvieron a las carcajadas un minuto entero, al cabo del cual me encontré con una pistola apoyada en la sien izquierda. Digo pistola para simplificar, ya que bien pudo tratarse de un revólver. De armas no entiendo gran cosa y, dadas las circunstancias, esa no parecía la mejor ocasión para aprender.

—Sentate, pajarito —me ordenó el del turbante.

La pieza estaba iluminada por un tubo fluorescente que pendía, por lo menos, cuatro metros sobre nuestras cabezas. Si lo hubieran apagado, la visión general se habría beneficiado.

—¿Así que vos sos Reduro Insfrán? —me dijo el que me apuntaba a la cabeza.

—Me parece que hay un malentendido —arriesgué.

—Un malentendido —repitió el único que hasta ese momento no había abierto la boca. A lo que usó para hablar sería una exageración denominarlo voz. En la mejilla izquierda tenía una cicatriz con forma de caballito de mar.

—En realidad, estoy buscando a Miguela —dije.

—A Miguela —repitió el de la cicatriz.

—Tengo una deuda con ella y…

—Una deuda con ella —volvió a interrumpirme. Parecía solazarse repitiendo las últimas palabras de cada frase que yo pronunciaba. Busqué con la mirada a la vieja. Estaba en un rincón, con la vista clavada en un plato hondo.

—Ahora nos vas a contar quién sos y qué carajo estás haciendo acá —terció el del turbante. El que me encañonaba amartilló el arma.

—Somos todo oído —dijo.

⚝⚝⚝

Cada vez que me interpelaba un tipo con turbante, mi vida daba un vuelco. De la vez anterior, estaba por cumplirse un año y, como recuerdo, me había quedado, indeleble, una marca púrpura, en forma de medialuna, que me cruzaba la nuca. El día había comenzado temprano, como siempre. A las siete de la mañana, estaba parado en la esquina de Broadway y Liberty, en la parte sur de Manhattan, delante de lo que me había parecido una disquería, contemplando una serie de retratos de Marilyn exhibidos en la vidriera. Es increíble cómo al mirar a esa chica uno no puede sustraerse de pensar que debajo de la ropa está desnuda. Cuando iba por la foto dieciocho, en mi cerebro empezó a resonar una frase que había leído en un sobrecito de café: «Pierde una hora por la mañana y la estarás buscando todo el día». Así que me puse en marcha. Seguí por Liberty y, al llegar al cruce con Church Street, desenrollé la manta y desplegué los sahumerios. En esa zona había turistas a toda hora y, durante el verano, me gustaba arrancar temprano para hacer un break a la hora del calor. Bajé la cabeza para encender un cigarrillo y, cuando la levanté, me encontré con una especie de santurrón en desgracia. El hombre estaba vestido de blanco, tenía un turbante a cuadros en la cabeza y una barba desgreñada hasta el pecho. Me pidió siete sahumerios.

—Seven —dijo, señalando uno de los atados expuestos.

Por una cuestión de practicidad, los atados estaban armados de a diez y los ofrecía a un dólar. Nada me costaba desarmar uno y venderle siete sahumerios a setenta centavos. Pero lo impropio de su pedido instigó mi intransigencia.

—Ten one dólar —repliqué, impasible.

Creí que no había comprendido. Nos miramos a los ojos unos segundos. Se puso a emitir una serie de balbuceos entre los que pude inteligir el vocablo seven repetido al menos tres veces.

—Ten or nothing. —Me mantuve en mis trece.

Se alejó vociferando y lanzando imprecaciones hacia el cielo. Me sentí reconfortado.

⚝⚝⚝

Una hora más tarde, se me vino el mundo encima. Mientras corría sin saber hacia dónde, tuve la convicción de que se trataba de un terremoto invertido. Que fue un avión, que penetró íntegro en la cara del edificio contra el que apoyaba indolente la espalda, que se trató de un atentado son datos que fui incorporando con el tiempo. Estuve tres noches sin dormir. Las primeras curaciones me las hicieron los bomberos. Tenía la cabeza vendada y, debajo de la venda, un ardor expandido similar al de cien picaduras de abejas. Había ido a Estados Unidos en busca del despegue económico y casi se me había caído un avión encima. Dije lo que sabía, que era nada, y logré que me deportaran. Mientras me trasladaban al aeropuerto Kennedy, no podía dejar de pensar: ellos están muertos y yo no. Debía repetírmelo para convencerme de ambas afirmaciones, porque lo cierto es que no estaba seguro de que ninguna de las dos fuese verdadera.

⚝⚝⚝

En Buenos Aires, me hospedé un tiempo en casa de mi prima la Gorda, que no es ni mi prima ni gorda. Ella me llamaba corazón. Después de seis meses, mi negocio no iba ni para atrás ni para adelante. Tuve que tomar una decisión. La zona no ayudaba. Así que alquilé una pieza en el hotel Campichuelo, equidistante a pocas cuadras de los dos parques donde mi actividad tenía más posibilidades: el Rivadavia y el Centenario. Casi al mismo tiempo, empecé el tratamiento en el Hospital de Quemados. La costra que había sobrevenido por la quemadura había empezado a inflarse y, por entre las grietas, había comenzado a drenar una sustancia amarillenta. La recogía en un dedo y la llevaba delante de la nariz para olerla. Las asquerosidades que es capaz de producir el ser humano nunca dejan de sorprenderme. Me diagnosticaron una infección y me prescribieron curaciones cada cuarenta y ocho horas. Las curaciones me las hacía una enfermera joven, flaca y no del todo fea, que, debajo del guardapolvo, no llevaba corpiño. Se llamaba Patricia. Ella también vivía en Caballito.

⚝⚝⚝

Tenía una hija de tres años con la que me entendí de inmediato. A tal punto que, al poco tiempo, decidimos que la cuidaría por las tardes. La raíz fue financiera. La mujer que cuidaba a la nena cobraba el triple de lo que yo obtenía por la venta de sahumerios en el parque. Pero, además, Clarita había dado un vuelco en su conducta desde que había empezado a compartir sus tardes conmigo. Ser la pareja de su madre, pero no su padre, me otorgaba un mayor margen de maniobra. Erradiqué de cuajo los berrinches a los que parecía tan afecta. Ante un capricho, no dudaba en proporcionarle el objeto que lo provocaba. Una estrategia elemental pero eficaz. Pasado el mediodía, la retiraba del jardín y la llevaba al parque Rivadavia. Al principio, me sentí extraño en ese nuevo rol: había cruzado al otro lado del mostrador. Ahora, los vendedores ambulantes eran los otros. En cuanto a Clarita, no demandaba demasiada atención. Era capaz de pasarse tres horas alternando entre correr palomas y jugar en el arenero. Solo requería, de mi parte, la mirada. El resto de mis sentidos quedaban vacantes para que los empleara a discreción.

⚝⚝⚝

Tengo la manía de configurarle vidas a la gente. Y, no teniendo nada mejor que hacer, a eso me dediqué durante todo aquel verano. Mientras Clarita oscilaba dentro de mi campo visual, le imaginaba una vida al vendedor de pochoclos, a la chica de los globos, al del puesto de panchos. Especulaba acerca de los barrios donde vivirían, los hábitos culinarios, las rencillas familiares. Con algunos cruzaba un saludo, dos palabras meteorológicas, alguna convención respecto del desarrollo madurativo de Clarita. Y, de todos ellos, con el paso de los días, a quien más empecé a frecuentar fue a la chica de los globos. A los que sufren algún retraso mental es difícil calcularles la edad, pero arriesgaría que andaría entre los veinticinco y los treinta años. Tenía dos paletas enormes, que exhibía a modo de sonrisa, y su atuendo consistía en un saquito de lana y una pollera hasta los tobillos cualquiera fuese la temperatura ambiente. Y me buscaba para saludarme. Para ahorrarme el sobresalto, ni bien llegaba al sector de los juegos, el que empezó a buscarla para darle las buenas tardes fui yo. Así habremos estado todo el verano y hasta bien entrado el otoño. De a poco, al saludo empezó a sucederle algún comentario acerca de la marcha del negocio. Ella se quejaba, decía que estaba en la lona, que, con lo que vendía, a duras penas le alcanzaba para reponer mercadería. Entonces, fui deslizando una que otra sugerencia y vi que me escuchaba, me prestaba atención. No había hecho otra cosa en mi vida que vender en la calle, conocía el paño. Lo que ella ofrecía no eran exactamente globos. Se trataba de figuras infladas con gas, pero un poco más estructuradas que un globo común y corriente: avioncitos, osos o platos voladores, hechos de un material más rígido que la goma, con brillos cromados o dorados. Demasiado, para una madre de Caballito que saca a ventilar un rato a su prole. Como quien no quiere la cosa, la fui persuadiendo de que incorporara, al atado que flotaba sobre su cabeza, alguna chuchería más barata o, si estaba dispuesta a jugarse a un cambio radical, que probara en la zona de Recoleta. Jamás puso en práctica ninguna de mis sugerencias.

⚝⚝⚝

Los vaivenes en la disposición mental de las criaturas son insondables. Hacía al menos cuatro meses que Clarita me veía conversar un rato cada tarde con la vendedora de globos y nunca había prestado la menor atención a ninguna de las figuras. Sin embargo, una tarde se le antojó un Winnie Pooh. Pergeñé las más diversas estrategias de disuasión, pero no hubo caso. Le mostré las palomas, la llevé a ver las flores, la hamaqué media hora. Cuando llegó a la instancia de tirarse al suelo y patalear en el sentido de las agujas del reloj, opté por comprarle la figura. Me agarró sin sencillo.

—Te lo pago mañana —le dije a la chica.

Ella se limitó a enseñarme las dos paletas superiores.

El día siguiente, sobre el final de la tarde, la chica tuvo no sé qué desperfecto con el tubo de helio y me pidió ayuda. Había abierto la válvula para inflar un globo y ya no pudo cerrarla. Examiné un momento el mecanismo y llegué a la conclusión de que tenía averiada la válvula de retención. Eché mano de mi navaja Victorinox, recuerdo de mi paso por Estados Unidos, y le inserté la hoja entre el muelle y el obturador de cierre.

—Llevala así hasta el negocio de gas —le indiqué—. No saqués la navaja porque, si no, vas a perder todo el gas. Pediles que te cambien la garrafa.

—Te la devuelvo mañana —dijo, señalando la navaja.

No volvió por la plaza nunca más.

⚝⚝⚝

Una semana más tarde, empezó a llamarme la atención su ausencia. Cualquier cuentapropista sabe cómo es el negocio: el que no trabaja no come. Y, como no era mucho en lo que podía ocupar mi mente, su deserción fue abarcando cada vez más espacio en mis elucubraciones. Hasta que se me ocurrió indagar. Para ser sincero, la motivación tenía que ver con la posibilidad de recuperar mi navaja. La había encontrado entre los escombros el mismo día del atentado y me funcionaba como una especie de amuleto.

El vendedor de pochoclos ni siquiera sabía de quién le estaba hablando. El de los panchos sí sabía, pero ignoraba todo acerca de la chica. No me quedaban demasiadas opciones. El del kiosco tampoco supo suministrarme ningún dato, pero, un par de semanas más tarde, ya avanzado el otoño, a Clarita se le antojó una leche chocolatada.

—Usted andaba preguntando por la chica que vendía globos, ¿no? —me soltó el kiosquero. A esa altura, ya casi había olvidado la cuestión.

—Necesitaba ubicarla… —argumenté.

—El que puede saber algo es Barney —dijo.

—Barney —repetí.

—El que vende globos los fines de semana.

—Barney.

—El mismo.

Barney era Barney, el dinosaurio, un muñeco violeta de dos metros de altura que miraba a través de la boca. Cuando le describí a la persona que buscaba, hizo oscilar un par de veces la cabeza hacia delante y atrás. Tuve la sensación de estar hablando con un árbol. La voz partía de tan adentro que, al emerger, apenas si perduraba el sentido de lo que quería transmitir. Lo que entendí fue que una vez le había acarreado en la bicicleta un tubo de gas hasta la casa. Estuvo como diez minutos para acordarse del nombre de la calle. Para el de las entrecalles, demoró un poco más.

⚝⚝⚝

Era en el Abasto. Los jueves, Patricia vuelve antes del hospital. Así que le dejé la nena y salí. Anochecía. Las quince cuadras las caminé con la sensación de que estaba malgastando mi tiempo. Fue esa presunción lo que me mantuvo andando. La cuadra era una boca de lobo. Encaré al único ser humano que se me cruzó en el camino: una mujer que arrastraba un changuito entre los manchones de sombra que hacían oscilar la vereda. Le pregunté por una chica que vendía globos. Le ahorré la descripción. Sus facciones se ablandaron, pero no se detuvo. Señaló hacia la vereda de enfrente.

—Me parece que es allá —dijo. Y aceleró la marcha.

Allá era una puerta de rejas tras la cual se adivinaba un pasillo interminable. En el tapial había una fila de ocho timbres. Decidí empezar por el último. Mientras el bulto oscuro iba emergiendo desde el fondo del pasillo, me acordé de que no había preparado qué decir.

⚝⚝⚝

Así que ahí estaba, con la cabeza apoyada en el caño de una pistola, pensando en cómo resumir, del modo más convincente, lo que acabo de narrar, cuando, detrás de una cortina de tela floreada, apareció un espectro precedido por dos dientes. Acaso por la sorpresa, la sonrisa demoró unos cinco segundos en completarse.

—Hola —dijo—. ¿Qué hacés vos acá?

El del turbante habló antes que yo:

—Decime que conocés a este infeliz.

A esa altura, podría decirse que la sonrisa de ella resplandecía.

—Es el de la navaja. El que te conté que vendía sahumerios en Nueva York —dijo. Me hubiera gustado que se explayara un poco, pero se encogió de hombros, clausuró la sonrisa y quedó muda.

—¡Sahumerios! —escupió el de la cicatriz.

El del turbante, en cambio, la miró como se mira a alguien que acaba de errar un penal sobre la hora por patearlo de rabona.

—¡No te digo…! —gritó en dirección al techo. Lo que había tomado por un turbante resultó ser una toalla mojada. Se la arrancó de la cabeza con furia y la arrojó hacia un rincón. Tenía el pelo negro, aceitoso, tirante. El que me apuntaba con la pistola amagó guardársela en la sobaquera, pero de inmediato se arrepintió y volvió a incrustarla contra mi frente.

—Estabas ojeado, Antonito —dijo de repente la vieja sin levantar la cara del plato.

—Gracias, nona —contestó el del turbante, algo repuesto—. Me calmó bastante. —Deslizó una mano por su cabeza y la dejó en la nuca, como si se hubiera olvidado.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el que me apuntaba.

Por alguna razón, la chica de los globos volvió a sonreír.

—Yo les avisé… —empecé.

—Vos cerrá el pico —me cortó Antonito. Y al de la pistola—: Dejame pensar.

Mientras pensaba, a través de la claraboya llegaron nítidos la puteada que una mujer le descerrajaba a un tal Ezequiel, el jingle de una propaganda de fideos, ruido a vajilla.

—¿Sabés manejar vos? —me soltó Antonito, al cabo de un par de minutos de reflexión.

—Manejo desde los quince años —dije, sin cuestionarme demasiado el tenor de la pregunta.

—Contestá lo que se te preguntó —dijo el que me encañonaba.

Dudé un segundo porque ahora no sabía cómo responder sin que me malinterpretaran. Vino en mi auxilio Antonito:

—¿Sabés, sí o no?

—Sí —dije, lacónico.

—¿Estás seguro, Tony? —tanteó el de la cicatriz.

—No es por nada —le dijo Tony, que en realidad era Antonito, el que al principio portaba un turbante—. Pero tu amigo Insfrán, si te he visto, no me acuerdo.

—Raro en Insfrán —dijo el que me encañonaba—. El quía está con la condicional. Mientras no se haya mandado ninguna macana…

—¿Usted qué opina, nona? —preguntó Tony.

—No me gusta —dijo la vieja—. Pero se conoce que a ese dichoso Insfrán algo debe haberle pasado.

—Guardá —ordenó Tony al que me apuntaba. Y a mí—: Parece que estás de liga, pajarito. Si te portás bien, esta noche podés ganarte más de lo que juntás vendiendo inciensos en cinco años. Pero, si la llegás a cagar, te vamos a dejar el cráneo como un colador. ¿Te cabe?

—Antonito, la boca —le reconvino la vieja.

—Disculpe, nona.

Dicho esto, consultó el celular y anunció que todavía faltaban dos horas.

—Narda, poné para hacer mate —le ordenó a la chica de los globos.

⚝⚝⚝

La culpa de todo había sido de Barney, que me había dicho que la chica se llamaba Miguela. La chica resultó ser la hermana de Tony. No pude determinar si la vieja era la madre o la abuela de ambos. El que me apuntó a la cabeza la mayor parte del tiempo se llamaba Arévalo, y al de la cicatriz lo llamaban el Primitivo. En la situación en que me encontraba, tuve resto para pensar con satisfacción que, sin contar a los tres monos que se despatarraban alrededor de la mesa, no le había errado por mucho a la vida que le había imaginado a la chica. A todo esto, llevaba ahí más de una hora y todavía no me habían adelantado de qué iba la cosa. En un momento, se me ocurrió decir que tenía que avisarle a mi mujer que iba a retrasarme un poco para la cena.

—Retrasarme un poco… —repitió el Primitivo, puntual. Y desató la algarabía.

⚝⚝⚝

Mientras Narda cebaba mates, la vieja se puso a pelar una cebolla en su rincón. Al fin de cuentas, la chica sí había seguido mis consejos. Se había instalado en la plaza Vicente López y no le iba mal. Entre mate y mate, me dio algunos detalles de su nuevo paradero. Y me explicó que la navaja se la había quedado Tony. Era con la única que se me permitía intercambiar algunas palabras. Cada vez que había intentado comunicarme con alguno del resto, había sido cortado en seco por Tony:

—Vos, callado, pajarito.

Debió haber transcurrido otra hora larga cuando, de repente, Tony se puso de pie.

—Primi —llamó—. Dale, cazá la bolsa.

El aludido fue hasta el rincón donde la vieja cocinaba y volvió con un bolsón que se colgó del hombro. Estaba lleno a reventar. Hacía años que no veía un bolso de ese tipo: parecido a las bolsas de arena con las que entrenan los boxeadores. Arévalo también se había parado y había empezado a desperezarse.

—Vamos, pajarito —me dijo Tony—. Llegó la hora.

⚝⚝⚝

Una vez que me acostumbré a los comandos, pude relajarme un poco. El auto no era gran cosa, un Renault 11 de diez años de antigüedad con un guardabarros de otro color. La llovizna resultaba escasa como para accionar el limpiaparabrisas, pero suficiente para empañar el vidrio. El embrague estaba gastado y la segunda marcha presentaba cierta resistencia.

—Manejá tranquilo —me había advertido Tony, sentado a mi lado—. Y acordate de que tenés una 38 apuntándote a los pulmones.

Me indicaron que tomara por San Juan hasta Jujuy y que ahí girara a la derecha. Cuando quedamos bloqueados por el estadio de Huracán, lo miré a Tony.

—Izquierda —dijo. Y enseguida—: derecha.

Ante cada maniobra, buscaba en el retrovisor la cara del Primitivo. Me impacientaba no poder determinar la dirección de su mirada.

Anduvimos unas pocas cuadras más, y el asfalto se convirtió en barro; la iluminación, en sombra, y las casas, en pedazos de madera amontonados sin la menor simetría. Y, a cada muerte de obispo, una lamparita raquítica que demarcaba la oscuridad. Supongo que la lluvia y el frío habrían empujado a los habitantes hacia el interior de esos tugurios, porque, en los quinientos metros que recorrimos en ese andurrial, no cruzamos una sola persona. Apenas dos perros, que nos siguieron un trecho.

—Acá —dijo Tony—. Arrimate al toldito.

El toldito era un trapo adosado a dos palos que flameaba delante de una casilla.

—Apagá las luces y dejá el motor prendido.

Bajaron los tres e intercambiaron unas palabras en medio de la huella por la que habíamos llegado. El bolso lo sostenía Arévalo y, a juzgar por la tensión de los brazos, debía pesar sus buenos kilos. Después, Arévalo le pasó el bolso al Primitivo y cruzó para ir a recostarse contra el lateral del rancho de enfrente con la pistola entre las manos. Los otros dos encararon por un pasillo al costado del toldito y desaparecieron en la penumbra.

⚝⚝⚝

Empezaba a aburrirme cuando sonó la primera detonación. Debió haber sido a los diez minutos de haber llegado. El ruido me hizo acordar a uno de esos cohetes que de chicos raspábamos contra el borde de la cajita y dejábamos que nos explotaran entre los dedos. De no ser porque Arévalo cruzó agachado y se ocultó detrás del guardabarros apuntando en dirección al toldito, no le habría prestado la menor atención. Entonces, puse primera y, cuando por detrás de la casilla apareció Tony trastabillando en el barro, encendí las luces. En el tiempo que tardó en acomodarse en el asiento trasero, Arévalo vació dos cargadores.

—¡Apagá las luces, pelotudo! —me gritó Tony. Por la agitación, deduje que debía de haber corrido un buen trecho. Arévalo se zambulló detrás de Tony, y ahí sí, solté el embrague y salí arando.

⚝⚝⚝

—Manejá normal.

El que habló, esta vez, fue Arévalo. Intenté manejar todo lo normal que se puede en una noche de lluvia a la una de la madrugada en medio de una balacera.

—Nos quisieron mejicanear la guita —informó Tony—. Me la dieron acá los hijos de remil putas.

Arévalo dejó caer un maletín de cuero en el asiento delantero.

—Dejame ver —dijo—. ¿Duele?

—Como la puta madre…

Yo alternaba la atención entre la huella de barro y el maletín, entre el maletín y el espejo retrovisor. Estuve tentado de preguntar por el Primitivo, pero no me pareció el momento.

—Hay mucha sangre —dijo Arévalo—. Habría que parar en un hospital.

—Ni en pedo. Enseguida buchonean a la taquería. Conozco un médico de confianza. ¿Sabés volver, pajarito?

—¿Al Abasto? —pregunté.

—No. A la concha de tu hermana. Sí. Al Abasto, boludo. ¿Adónde va a ser?

Cuando se terminó la tierra, tomé por Vélez Sarsfield hacia el norte. La lluvia había amainado y manejaba por el carril de la derecha a no más de cuarenta. La avenida parecía transpirada y el impacto lumínico fue como entrar en un shopping.

—Así, pajarito. Seguí así que vas joya —me dijo Arévalo. Por el retrovisor, vi que iba inclinado encima de Tony sujetándole el brazo con las dos manos.

—Aguantá que, cuando lleguemos, te hago un torniquete —le dijo.

Acabábamos de pasar Suárez. Frente a la parrillita de la esquina, todavía había un par de camiones estacionados y adentro se veía luz. Me acordé de que estaba sin cenar y se me hizo agua la boca.

⚝⚝⚝

Mi prima la Gorda vive a tres cuadras de Amancio Alcorta y Vélez Sarsfield. Así que conocía la zona bastante bien. Sabía que, a dos cuadras de Caseros, delante de la plazoleta, está la seccional 28. Cien metros antes disminuí la marcha y miré por el retrovisor: parecían una parejita en el autocine. En la puerta de la comisaría había dos policías conversando y uno de consigna unos metros más allá. Pasamos por adelante a paso de hombre. Calculé llegar al semáforo justo cuando cambiara a rojo. Frené pegado al cordón. En un solo movimiento, tomé el maletín, saqué las llaves y abrí la puerta. Rodeé el auto y subí a la vereda. No alcancé a comprender lo que me gritaron desde el interior.

—Buenas noches, agente —le dije al que estaba de consigna.

Como toda respuesta, el policía amagó con llevarse un dedo a la gorra. Tomando en cuenta la hora, no es poca cosa el gesto.

Seguí hacia el lado de Amancio Alcorta. En casa de mi prima la Gorda, una botella de vino y un pedazo de queso no faltaron nunca.

¿Quién se acuerda de Marguerite Duras?

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