Читать книгу ¿Quién se acuerda de Marguerite Duras? - Rubén Bernabiti - Страница 4

Оглавление

El vacío que se abre

1

Da dos vueltas a la llave y entra. Tarda en detectar el tufo a encierro debajo del olor más pestilente de la sopa del mediodía. Sin encender la luz, baja la mirada y, de memoria, recorre el pequeño comedor. Pasa revista en medio de la penumbra: el plumero encajado entre las hojas del ventanal, la silla de ruedas plegada contra la mampara de la cocina, el pastillero vacío sobre la mesa. Se asoma al dormitorio y demora un poco más en discernir el cuerpo del viejo. A años luz de la vigilia, ronca bajo las frazadas del catre. Es martes de madrugada, pero para él todavía es noche de lunes. Viene de casa de Ingrid. Para llegar, debió atravesar el viaducto y parte del barrio viejo. Siente las plantas de los pies doloridas. Regresa a la cocina con el propósito de prepararse un té antes de acostarse, pero, ya en el trámite de ubicar los fósforos, empieza a intimar con el cansancio. Vuelve al comedor y despeja el sillón. Quiere recostarse unos minutos como paso previo al ritual de desvestirse. Termina durmiéndose. Ronca. Entreabre la boca. Gira el cuerpo hasta rozar el piso con su mano izquierda. Chasquea la lengua contra el paladar con energía y el ronquido cesa de golpe.

2

Lo despierta el repique insistente de una palabra que no logra arrastrar consigo a la superficie. Hace una contorsión y reconoce el lugar en el que está. Se yergue, se apoya en el codo derecho y localiza con la mirada el reloj de la cocina. Su nombre es Marcos, pero todos lo llaman Colauti. El primer acto del día consiste en descomprimir el ardor que le hincha el vientre y enjuagarse la boca. Afuera, en la terraza, la mañana va tomando cuerpo. Colauti se detiene a oír la ausencia de ruidos en la calle, en el edificio, en el propio comedor. Como hizo toda su vida, dispensa atención en exceso hacia aquello que no sucede. Va hasta la cocina y organiza para cebar mate. En el preciso momento en que escupe el primero, oye a su padre que lo reclama. Sabe que lo ha oído moverse. Viven en ese departamento desde hace años y cada uno es capaz de anticipar los movimientos del otro con más antelación, incluso, que los propios. Con el tiempo, Colauti fue afirmándose en la convicción de que el infierno, el verdadero infierno, es convivir con alguien en una casa en la que resulte imposible aislarse. Pone a calentar agua y le pregunta a su padre cómo ha dormido. El viejo gesticula algo con la cabeza y reclama ayuda para sentarse en la silla. La silla es la silla de ruedas. Su padre ha ido retrocediendo del tranco resuelto al paso cauto, de allí al bastón y de este a la silla de ruedas, todo en cuestión de meses. Al principio, Colauti le proponía paseos por el parque o le encomendaba tareas domésticas menores, como quitar el sarro de la pava o pasar un trapo por los azulejos, actividades que podía realizar desde su silla y que servirían, aunque más no fuese, para mantenerlo entretenido. Pero su padre había optado por la quietud, como si el movimiento fuese tan solo una reminiscencia a la cual, y por algún motivo, hubiera decidido apartar de sus costumbres.

Colauti carga al viejo en la silla de ruedas y lo empuja hacia el baño. Una vez frente a la puerta, vuelve a cargarlo para sentarlo sobre el inodoro. Después, regresa a la cocina, controla con un dedo la temperatura del agua y decide que le faltan otros dos minutos. Mira por la ventana. Lo de siempre. La calle allá abajo, la alternancia de los semáforos, el cuadrado que trazan las sendas peatonales en la esquina. Espera hasta que el viejo lo llama. Entonces, retira el jarrito del fuego y regresa al baño, tira la cadena y acomoda otra vez al padre en la silla. Le enjabona la cara, lo afeita, le pasa el peine y le salpica el pelo con un poco de colonia. El viejo se deja hacer. Por fin, Colauti lo empuja hacia la mesa. Le sirve el desayuno, busca el alcohol bajo la mesada y vuelve al comedor. Junto al ventanal, descubre la maceta que la noche anterior le regaló Ingrid por su cumpleaños. Un malvón rojo y enhiesto que, desde su punto de vista, trasunta una vitalidad desmesurada por tratarse de un vegetal. Desde el día anterior, tiene cincuenta años y se siente como si hubiera ingresado en una dimensión temporal inaudita. Imagina que ese tipo de sugestiones se sustentan en algo concreto, en una realidad que, por fuerza, debe de colarse por los márgenes y expandirse sin que él lo advierta.

La noche de su cumpleaños había decidido pasarla con Ingrid. Ingrid es una mujer china con la que se ven una noche cada mes o mes y medio en casa de ella para charlar, comer y, si da, mantener un encuentro amoroso. Ella habla mal y con afectación, pero nunca más que lo necesario. Y, cada vez, lo recibe y lo despide con la misma mueca de desconcierto, como si reencontrarse y despedirse fueran hechos equivalentes, pero ajenos a su órbita de comprensión. Llegó al país con su familia a los trece años y, desde entonces, trabaja en el mercado de su tío, a doce cuadras de donde vive Colauti, ni bien se cruza la autopista. Él se manejó de lo general a lo particular. Con cada ida al mercado fue incorporando un detalle, un saludo distinto, algún elogio hacia los anteojos nuevos o el color de uñas. Ella a todo decía que sí y sonreía. En cierta ocasión, le pidió que escribiese el nombre Ingrid en chino. Ingrid buscó un cartón y dibujó una serie de filigranas que a él les resonaron menos a caracteres que pudieran nominar alguna cosa que a caricaturas puestas en hilera sin la menor coherencia. Al finalizar, ella las señaló con una uña verde y exagerada: «In-glid», dijo, y se echó a reír.

Al viejo le gusta colocarse frente al ventanal que da a la azotea. La azotea no es más que una especie de balcón sin barandas revestido de membranas en el último piso del monoblock donde viven. Desde esa atalaya, observa el barrio. Puede pasarse horas sin variar de postura. Y para ello no se vale solo de los sentidos, sino que aplica todo el cuerpo a la tarea: pies, manos y cara coinciden por momentos aplanados contra la superficie del vidrio, como si la actividad de reconocer lo que mira le demandara un esfuerzo al que hubiera que presentarle batalla. El vacío que se abre dos metros más adelante parece ser la única naturaleza que activa los restos de voluntad que aún perduran en el viejo. Es debido a esta práctica que, por las noches, el vidrio termina cubierto por una pátina grasosa y cada día, a primera hora, es necesario volver a limpiarlo para restituirle cierta transparencia.

Ahora, mientras su padre hunde pedazos de pan en el mate cocido, Colauti cumple esa faena: absorbe el alcohol que ha esparcido con un bollo de papel de diario que luego descarta en una bolsa de consorcio. Si bien la grasitud se ubica del lado de adentro, da siempre un repaso afuera. Quita el plumero que traba las hojas del ventanal y, como su padre puede desplazarse en la silla de ruedas a voluntad, le advierte que no se acerque porque va a dejar abierto. Colauti sale al balcón y extiende los brazos en cruz. Se despereza. En cierto modo, esa altura también lo implica, como si allí el vacío concitara una especie de histeria, un magnetismo que también repeliera.

3

Es sábado. Concluye la limpieza de los vidrios y acomoda a su padre al bies del ventanal, perpendicular a la esquina más próxima. Es la ubicación que prefiere. Hay nubes que el viento alarga por sobre los edificios y Colauti se propone distinguir cosas en ellas: un barco a vela, una mujer desnuda, un ave con las alas desplegadas. Después va hasta la cocina, toma una pastilla blanca del pastillero y se la lleva al viejo junto con el vaso. El viejo la toma entre dos dedos.

—¿Te pagaron? —pregunta.

—No, papá. 22 es el martes.

El viejo compone un rictus de disgusto.

—¿No era que habías ido al banco ayer? —insiste.

—No. Ayer fui a la empresa de electricidad. ¿Se acuerda que le dije que nos hicieron un plan de pago?

—Total… No sé cómo vamos a hacer para pagarlo.

—Si consigo el repuesto para la moto, puedo volver a enganchar algún reparto.

—Ese cachivache trae más problemas que otra cosa.

—Es lo que hay.

—Antes, con mi jubilación alcanzaba.

—Son casi las nueve —corta Colauti—. Tome la pastilla que, si no, se le junta con el almuerzo.

4

Es la tarde del lunes. En la calle, Colauti comprueba con agrado que el clima es más benigno de lo que había previsto. Camina por la vereda pensando dos o tres cosas en simultáneo. La claridad blancuzca y un poco turbia que se derrama sobre el barrio le genera un efecto visual distorsivo, como si llevara anteojos con una graduación inadecuada. Antes de doblar la esquina, anticipando la caterva de muchachotes que siempre está allí a esa hora, cambia de vereda. Pueden ser tres, cuatro, no más de cinco, echados sobre el piso, pasándose la botella. Fuman, ríen a los gritos. En su defecto, está la virtud: están tan colocados que resultan inofensivos.

En la carnicería, le cuesta hacerse entender. El carnicero enciende de un manotazo la sierra eléctrica y se pone a revolver en el interior de la heladera. Colauti no sabe si ese gesto responde a su mal temperamento o a algo que él ha dicho. El hombre hace deslizar, por la plataforma metálica de la sierra, un pedazo de osamenta con algunos filamentos de carne adheridos. Nada del otro mundo. Chiquizuela. Trabaja concentrado. Con ambas manos. Para abstraerse, Colauti busca un punto donde relegar la interferencia del sonido y poder consagrarse a la mera acción de mirar, hasta que el ruido se interrumpe y la voz del carnicero le pregunta si va a llevar algo más. Él niega con la cabeza. En el plato de metal que cuelga delante de su cara, el carnicero ha depositado un amasijo de huesos y carne sanguinolenta. Espera a que la aguja de la balanza se inmovilice para decir el precio y luego introduce la osamenta en una bolsa de nailon blanca. El tono y los gestos que emplea coexisten con el mal humor primordial que Colauti parece haberle inducido.

Regresa con la bolsa colgada de una mano. Anochece, un final que parece un principio. Envuelto en ese parpadeo, se acuerda de su padre junto al ventanal y apura el paso. Si hay algo que lo pone de mal humor es llegar a su casa y escuchar a su padre preguntarle por qué demoró tanto.

5

Al día siguiente, como cada mañana, lo primero que hace es mirar en dirección al catre de su padre. Duerme rígido bajo las mantas, de cara a la pared. En el baño, por costumbre, mantiene abierta la ducha mientras se afeita. Hace tiempo que no tienen gas, pero igual, antes de entrar en la bañera, tantea la lluvia para verificar la temperatura del agua. Sale helada. Arma en su cabeza algo por el estilo de lo que no me mata me hace fuerte y se mete debajo. Frota brazos y piernas con energía y se enjabona la cabeza. Se enjuaga como si estuviera soñando que se pelea, revolviéndose a los gritos. La toalla termina por restituir a su cuerpo algo de temperatura.

Sale al comedor. El viejo, en su cama, ya está quejándose.

—Ahora le preparo el mate cocido —le anuncia Colauti. Desde que abrió los ojos, tiene presente que es martes 22. Ese dato, en consonancia con la mancha de sol que atraviesa la cocina y el olor del kerosén quemado, logra recrear destellos de esperanzas que, sin embargo, no alcanzan a compensar la contraparte más lóbrega: saber que su sustento depende con exclusividad de la supervivencia del viejo.

Ni bien le entrega la pastilla, el padre pide que le pegue un repasito al ventanal. Colauti se demora otro rato ordenando las pastillas. Celeste para el mediodía, verde para la siesta, rosa antes de la cena y de nuevo blanca, antes de acostarse. Entonces, sí, se enfrasca en los vidrios. Una vez que termina el lado de adentro, le avisa a su padre que va a dar un repaso afuera. Retira el plumero, destraba las hojas y sale cargando la bolsa negra. Inhala profundo y huele la intemperie en el aire frío. Un remolino voltea la bolsa y desparrama los bollos de diario por la terraza. Él se apura en recogerlos y vuelve a introducirlos en la bolsa. Los comprime con fuerza y cierra con un nudo.

—Voy a tirar la bolsa. Quédese acá —le advierte al viejo.

Carga la bolsa al hombro con una energía desproporcionada, como si le costara graduar sus fuerzas al peso casi nulo que debe alzar. Sale al pasillo. El compartimento en que se deposita la basura está al final de un recoveco, así que descalza la bolsa del hombro y la sujeta en una mano. En el preciso momento en que se da vuelta, la puerta se cierra con estruendo. Colauti se sobresalta y piensa que el portazo debe haberse escuchado hasta en la planta baja. Recién entonces se da cuenta de que la llave ha quedado puesta del lado de adentro.

¿Quién se acuerda de Marguerite Duras?

Подняться наверх