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El acoso de la fiera

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Vicky, el pequeño vikingo de nuestra historia, corría con todas sus ganas. Pero el lobo que lo perseguía parecía tener, como poco, la misma prisa y, además, salvaba las rocas a grandes saltos. Vicky, en cambio, se veía obligado a rodearlas, con lo que perdía varios metros de ventaja cada vez que se topaba con una. «¡Cómo si pudiera permitírmelo! —pensaba aterrado—. ¡Jolín, qué fastidio! ¿Por qué tiene que ser este terreno tan condenadamente pedregoso?».

Se trataba del lobo más feroz de Flake (el poblado donde vivía Vicky), y tenía los ojos rabiosos y una bocaza espantosa, atestada de largos y afilados dientes, la cual abría y cerraba sin parar, chasqueando las mandíbulas con furia. «Está practicando para cuando dentro de poco mis pobres huesecillos estén entre sus fauces —se decía Vicky—. No me quiero ni imaginar cómo van a crujir. ¡Chas! ¡Crac! ¡Y cómo voy a ver las estrellas!».

La bestia, que al correr con el estómago vacío estaba cada vez más empeñada en darle alcance, se acercaba por momentos. Vicky percibía ya su estremecedor jadeo. Los lobos jadean para asustar a sus víctimas, y cuanto más fuerte lo hacen, mejor muerden. Este era un jadeo de los más escandalosos.

«Un buen esprint —pensó Vicky—. Un solo esprint bien ejecutado puede salvarme el pellejo». Ese era el viejo truco que siempre le daba resultado cuando echaba una carrera con los demás muchachos de Flake: en un abrir y cerrar de ojos, se embalaba de pronto y tomaba la delantera.


Así que, acto seguido, dio una arrancada espectacular. Sin embargo, por desgracia eso era algo que al lobo también se le daba de miedo. Claro, se veía obligado todos los días a huir de gente o a perseguirla, de modo que estaba bien entrenado. Era capaz de acelerar como ningún otro lobo: cuando Vicky creía estar a punto de hacer una escapada triunfal, el animal aumentaba aún más la velocidad.

De repente, Vicky oyó también, ya no solo un jadeo, sino un bufido, ese desagradable ruido procedente de las fosas nasales del lobo. Había oído muchos bufidos en su vida, pero nunca uno tan furibundo.

Aún no divisaba el árbol por el que solía trepar y que le había sacado del aprieto tantas veces. ¡En cambio, un gran arbusto apareció ante sus ojos! Se detuvo en seco detrás del mismo y, en una fracción de segundo, estiró una pierna para ponerle la zancadilla a su perseguidor. De acuerdo, eso era jugar sucio, pero la necesidad no conoce ley.

Los lobos no suelen mirar por dónde van, de modo que el espeluznante granuja cayó de bruces con gran estrépito, al tiempo que profería una sarta de desagradables improperios lupinos.

¡Vicky aprovechó para echar a correr de nuevo! En menos que canta un gallo, ganó treinta metros de ventaja.

No obstante, el lobo se levantó enseguida, más enfadado que nunca. Lo de la zancadilla le había sentado como un tiro: le parecía algo tan taimado que ahora se puso a jadear, a chasquear las mandíbulas y a bufar —todo a la vez— como nunca se había visto hacer a criatura alguna. Ya le pisaba a Vicky los talones de nuevo, y ahora empezó hacer amagos de hincarle el diente en las piernas.

Hasta que... ¡por fin! ¡Ahí estaba el árbol a prueba de lobos, con sus benditos asideros para poder trepar! De un par de brincos, Vicky alcanzó una de esas estaquillas clavadas en el tronco, la que quedaba a dos metros del suelo, justo en el preciso momento en que el animal se abalanzaba hacia él. Por suerte, el salto de altura no era el fuerte de la fiera, que solo llegó a 1,80 metros. La mayoría de los lobos saltan hasta una altura de 2,50 metros como si nada; algunos que están muy en forma llegan a tres. Este se quedaba siempre atascado en su ridícula marca de 1,80, a pesar de que entrenaba todos los días.


¡Ah, qué bufido de rabia se le escapó al ver que fallaba por solo veinte centímetros!

Mientras tanto Vicky siguió trepando hasta llegar a los ocho metros, donde estaba la gran piedra que guardaba allí, encajada en una horqueta, precisamente para esas situaciones de emergencia.

De inmediato, Vicky se puso a hacerle la burla a su acosador. Sabía lo mucho que cabreaba a los lobos de Flake que se mofaran de ellos, así que, precisamente por eso, se regodeó en hacerle una y otra vez el mismo gesto de llevarse el pulgar a la nariz y mover los demás dedos de la mano con sorna.

Ante la provocación, el lobo redobló sus saltos en un desesperado intento de alcanzarle. Vicky le dejó hacer, esperando a que le acometiera con una poderosa embestida. ¡Entonces llegaría su oportunidad! Según sus cálculos, si la bestia y la piedra convergían a toda velocidad en direcciones opuestas, el impacto sería mucho mayor. Y sus cálculos siempre resultaban ser acertados.

De modo que, cuando el lobo pegó un salto digno de la fiera que era, Vicky lanzó la piedra con todas sus fuerzas. Esta alcanzó al bicho en plena pelada coronilla: el punto flaco de los lobos de la comarca, el cual se cuidan muy mucho de exponer al peligro. Salvo, claro, que se burlen de ellos descaradamente, en cuyo caso pierden por completo el control.

Cuando el lobo cayó de culo, Vicky se puso, como de costumbre, a contar despacio hasta cien: si al terminar la bestezuela seguía allí sin moverse, tal y como había caído, sabía que seguiría aturdida al menos una hora más. Los lobos no poseen la capacidad de fingir, lo cual supone una gran desventaja para ellos, pues se les nota enseguida en cuanto recobran un poco la conciencia.

—Noventa y nueve, cien —concluyó Vicky antes de bajar del árbol. Quería llegar cuanto antes a casa, donde su madre Ylva ya debía de tener preparada la cena.

Se zampó una rebanada de pan con miel, otra con queso fresco, otra con jamón, otra con mermelada de arándanos, otra con anguila ahumada, otra con salchicha y otra más de nuevo con queso fresco.

—Gracias, está riquísimo —exclamó—. Madre mía, qué hambre me ha dado eso de pasarme todo el día huyendo de un lobo.

Por desgracia, esto último lo oyó Halvar, su padre, cuya gran aflicción en esta vida era precisamente esa: que su hijo salía huyendo despavorido ante los lobos.

—¡Se me cae la cara de vergüenza por tener un hijo como tú! —clamó.

—Bueno —replicó Vicky—, ¡pero es que este era muy grande y feroz!

—Los lobos grandes y feroces son lo mejor —dijo Halvar—. Sobre todo si vienen en manada.

—Bueno, ¡pero es que no veas cómo chasqueaba las mandíbulas!

—¿Por qué no las chasqueaste tú? —preguntó Halvar—. ¡Tú también tienes mandíbulas!

—Bueno, ¡pero es que no veas cómo resoplaba!

—¿Por qué no le resoplaste tú también? A tu edad yo ya había derribado de un resoplido a miles de lobos.

—Bueno, ¡pero es que no veas cómo bufaba!

—¿Por qué no le bufaste tú también? Eso es lo que hacen todos los demás muchachos de Flake: les plantan cara y bufan hocico con hocico a los ejemplares más formidables. Tú, en cambio, te sirves de unos palitroques para trepar a un árbol. ¡Ahora mismo voy a arrancarlos!

Aunque a la hora de la verdad no lo hizo, pues delante de madre Ylva no se atrevía.


Lo cierto es que Halvar había abatido su primer lobo el mismo día que se le cayó el primer diente de leche. Era el caudillo de Flake, su luchador más aguerrido y el que mejor lanzaba la jabalina. Con ella alcanzó un día, lanzándola desde tierra firme, a otro gran jefe de la isla de Öland. La lanza atravesó la cota de malla y arañó la piel de la víctima. Como se trataba de una jabalina hecha de madera de abedul y por desgracia el jefe era alérgico a ese tipo de material, que siempre le provocaba sarpullidos, a consecuencia del disparo estuvo rascándose durante varias semanas. Le picaba horrores todo el cuerpo, y tenía que pedir ayuda para rascarse en los lugares a los que él no llegaba.

Eso lo mosqueó tanto que envió a sus tres fornidos hijos desde Byxelkrok —el pueblo de la tribu más feroz de toda la isla de Öland— con la misión de vengarlo.

En el último ritual sagrado, Halvar había sacrificado varios bueyes a los más poderosos dioses vikingos, rogándoles que hicieran de su hijo un bravo guerrero. Sin embargo, los dioses —que eran unos timadores de mucho cuidado— se quedaron con las ofrendas e hicieron caso omiso de sus plegarias.

Su esposa, Ylva, siempre salía en defensa de Vicky:

—Liarse a mamporros lo puede hacer cualquier descerebrado, pero esquivar el peligro cuando las cosas se ponen feas resulta bastante más difícil. ¡Si hubieras tenido la inteligencia de Vicky, ahora no estarías tuerto ni te faltaría una oreja!

—¡Otra vez me vienes con esas! —exclamó Halvar.

—Y en lo que respecta a ese lanzamiento de jabalina del que tanto presumes —continuó Ylva—, déjame recordarte que no era al gran jefe de Öland al que querías darle, sino a Hasple, el mercader de sal, que estaba seis pies a su derecha.

—Estoy harto de escuchar esa historia —se quejó él.

—Todo porque Hasple te había dado gato por liebre vendiéndote cinco sacos de arena blanca como si fueran sal. ¡Con lo indigesta que es la arena! Tuvimos dolor de barriga todo el invierno. Hay que ver lo bien que recuerdas el lanzamiento y, en cambio, cómo te olvidas siempre de lo de Hasple. Y de que los fortachones hijos del gran jefe se apropiaron de tu mejor barca de remos y te cortaron una oreja como desagravio por los sarpullidos de su padre.

—Era mi oreja, no la tuya; por mí podrían haberme cortado también la otra: así me ahorraría oír todas tus regañinas.

—Oh, no te preocupes, que con lo rácano que eres con el agua y el jabón, enseguida la vas a tener cubierta de moho.

—Sigo siendo el jefe de la tribu —protestó Halvar—, de manera que vives en la mejor casa y comes las mejores viandas de todo Flake.

—Tú tienes muchas cosas buenas, querido Halvar. Se te da muy bien pescar y cazar, pero es mejor que no te jactes de tus hazañas. ¡Perdiste el ojo peleando por dos anzuelos de pesca!

—¡El hombre contra el que luché se quedó sin nariz! Ahora tiene peor aspecto que yo.

—¡Ah, vikingos idiotas y fanfarrones! —exclamó Ylva—. ¡Un ojo y una nariz por dos anzuelos! Doy gracias de tener a Vicky. Él sabe cuidar de sí mismo y de sus cosas. Yo ya tengo bastante con remendar y zurcir todo lo que tú destrozas.

—¡Claro, él solo se destroza las plantas de los pies!

—¿Y qué? —replicó Ylva—. No le han costado ningún dinero. En cambio, recuerda qué vista de lince y qué oído tan agudo tiene. Por no hablar de su sentido del olfato: cuando se incendió la casa de Fnyke, percibió el olor a humo a tres millas de distancia. Y gracias a él nos dio tiempo de ponernos a salvo de los vikingos de Ramdala en aquella otra ocasión; de lo contrario, nos habrían matado a todos, pues venían con muy malas intenciones. ¿Dónde estabas tú entonces, querido Halvar?

—Cien veces me lo has echado en cara.

—Pues ahora van a ser ciento una. Estabas de expedición vikinga y volviste con las manos vacías y la túnica hecha jirones. ¡Menos mal que estuvimos a tiempo de esconder el ganado! Y todo gracias a Vicky.

—Es verdad que Vicky tiene talento para algunas cosas —concedió Halvar—. ¡Pero en lo tocante a los lobos...!

—Déjate de lobos —le cortó Ylva—. ¿Quién regateó con los mercaderes de sal de la isla de Hanö, el invierno pasado? ¡Vicky, claro está! Les dijo que poseíamos nuestra propia salina, pero que en ella se había formado una costra helada y era una lata quitarla. Así que les propuso que nos bajaran el precio a la mitad: de esa manera ellos evitarían tener que volverse a casa con su sal a cuestas, y nosotros nos ahorraríamos el trabajo de limpiar la escarcha. Se lo tragaron y aceptaron el trato. ¡La mitad de los sacos nos salió gratis! Igualito que cuando tú le compraste arena a Hasple.

—¡Ah, mujer! —rugió Halvar—. ¡No quiero oír ni una palabra más acerca de Hasple!


—Hasple, Hasple, Hasple —le chinchó Ylva—. Arena, arena, arena.

Halvar salió entonces, dando un portazo que hizo temblar toda la casa.

Sin embargo, no pasó de allí, ya que de la cocina llegaba un delicioso olor a carne guisada con patatas y laurel que le hizo volver a entrar enseguida. Y es que para él no había en el mundo nada mejor que la carne guisada con patatas y laurel.

—Bienvenido de nuevo —lo saludó su esposa—. ¿Qué has estado haciendo ahí fuera? ¿Te has encontrado con Hasple, Hasple, Hasple? ¿Venía a venderte arena, arena, arena? Sea como fuere, me alegro de que hayas vuelto. Porque justo me ha venido a la cabeza aquel día en que saltaste a un hoyo abierto en el hielo en pos de un viejo lucio.

—Es que me provocó —se defendió Halvar—. Y no soporto que me provoquen.

—Menudo listillo, que se deja engañar por un pez. Por suerte, Vicky supo enseguida qué hacer y me pidió que bajara al hoyo a buscarte. Pero, cuidando bien de su anciana madre, me ató una cuerda a la cintura antes de que yo saltase, mientras él se quedaba arriba sujetándola por el extremo, a pesar del frío que hacía. Si no lo hubiera hecho, nunca habríamos encontrado la salida.


—Jamás olvidaré cuando la encontramos —dijo Halvar—. Salí ardiendo.

—Pues claro, Vicky estaba quemando broza en el hoyo para mantenerlo abierto. Da gracias por ello: chamuscarte las puntas del pelo fue un precio bastante razonable a cambio de tu vida.

—¡No te fastidia! Anduve calvo hasta la siembra de primavera.

—¡No olvides que así te libraste también de todos los piojos! No hay mal que por bien no venga. Reconoce que es un honor tener un hijo tan tremendamente astuto y espabilado como Vicky. Es capaz de hacer cualquier cosa mejor que tú. ¿Te apuestas algo?

—¿Cualquier cosa? ¿Como lanzar un ataque en costa enemiga? ¿O batirse en duelo?

—Vale, exceptuando batallas, peleas y todas esas necedades —repuso Ylva.

—¿Qué te parece mover un montón de piedras? Eso sí que es cosa de hombres.

—Seguro que él acaba antes y no emplea ni la mitad de esfuerzo que tú. Me apuesto un collar.

—Subo la apuesta a dos collares —replicó Halvar.

—Vaya bravucón estás hecho.

—Me apuesto dos collares de cristal tallado y dientes de lucio —insistió él.

—Madre mía, qué guapa voy a estar. Desde luego no eres tacaño, querido Halvar, solo un poco borrico y desaseado. ¿Qué te parecen para la apuesta esos dos montones de piedras que hay en el prado pequeño? Son del mismo tamaño. Si retiráis un montón cada uno y despejáis así el prado, luego tú podrás ararlo.

—¡Hecho! Mañana mismo nos ponemos manos a la obra —aceptó Halvar—. Pero no le digas aún nada a Vicky, no vaya a tramar algo con antelación.

—Claro, que tú tengas tiempo de tramar algo da igual.

Se estrecharon la mano para cerrar la apuesta. Y Halvar, con buen espíritu deportivo, aconsejó a Vicky que se acostara pronto. Ambos debían hacer acopio de fuerzas.

Vicky el vikingo

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