Читать книгу Vicky el vikingo - Runer Jonsson - Страница 5
La competición
ОглавлениеA las seis de la mañana del día siguiente, Halvar y Vicky se encaminaron hacia sus piedras, fortalecidos con varios tazones de la rica papilla de avena que madre Ylva les había preparado.
Una pequeña colina se alzaba en medio del prado entre ambos montículos, de manera que desde ninguno de los dos se podía ver lo que ocurría al otro lado.
De inmediato, Halvar levantó el pedrusco más grande de su montón. Y cuando se cruzó con Vicky en la otra punta del prado, se echó a reír con todas sus fuerzas: la piedra que su hijo acarreaba era al menos dos veces más pequeña.
—Vaya ridiculez —exclamó—, pero supongo que eso es lo máximo que tú puedes cargar.
A continuación, Halvar movió la segunda piedra más grande. Sin embargo, en esta ocasión no se encontró con Vicky en la otra punta del prado, ni tampoco en el siguiente viaje, ni en el siguiente, ni en el que vino después.
«Qué muchacho tan vago —pensó Halvar—. Y menuda competición de pacotilla. Tengo que ir a ver qué anda haciendo».
Al subir entonces a la colina, observó cómo a sus pies Vicky yacía tendido de espaldas sobre la hierba.
—Menudo holgazán estás hecho —le gritó Halvar.
—¿Cómo? —replicó su hijo—. Si estoy trabajando.
—Ya veo. No te esfuerces demasiado, no sea que vayas a reventar.
—Descuida. ¿Y a ti cómo te va? Debes de haber movido ya una docena de piedras al menos, ¿no?
—Cinco de las grandes —respondió Halvar—, por si te interesa saberlo.
—¿Cinco nada más? Entonces te falta mucho. Hay doscientas en cada montón. Y ahora vete, por favor, que me molestas.
—Oye, además de perezoso, eres un descarado —le espetó su padre—. A decir verdad, te debería dar unos buenos azotes.
—Oh, no te tomes tantas molestias por mí. Basta con que me dejes trabajar un poquito en paz.
—Conque trabajar, ¿eh? ¿En esa posición?
—¿Es que nunca has oído hablar del trabajo mental? Tú has movido cinco piedras y yo diez. Te llevo el doble de ventaja.
—¡Pero si solo has movido una! —protestó Halvar—. Y una bien pequeña. No tomes el pelo a tus mayores.
—Padre querido, intenta seguir el hilo de la cuestión. He desplazado veinte a la mitad del camino.
—Yo no veo ninguna en el camino.
—He calculado cómo voy a hacerlo —explicó Vicky—. Tengo cabeza, padre. Eso es llevar la mitad del trabajo adelantada.
—Tú tendrás cabeza, pero yo tengo pies.
—Consuélate con eso, si quieres. Pero venga, vete, antes de que te quedes demasiado rezagado.
—¡Serás sinvergüenza! —exclamó Halvar antes de volver a la faena.
«Un tirachinas enorme... —reflexionaba Vicky—. Un tirachinas requetegrande es la solución. Si no quiero tener que cargar doscientas piedras, he de idear alguna otra forma de moverlas. Los mejores inventos se deben a que la gente quería ahorrarse molestias. ¡Como la rueda o la palanca! Seguro que las inventaron los mayores holgazanes del mundo. Así avanzan las cosas. Ahora me toca a mí. ¡Un tirachinas gigante!».
Tras ponerse en pie de un salto, se encaminó a casa, donde desencajó de sus bisagras la gran puerta de la entrada y se la llevó. De vuelta en el prado, dobló dos retoños de abedul, flexibles pero resistentes, que se hallaban a una distancia adecuada el uno del otro. Ató la puerta a los dos troncos con varillas de mimbre y clavó en el suelo una cuña que serviría para mantener la puerta inmóvil en su sitio. Con ello, el artefacto estaba concluido: cuando se retiraba la cuña, los abedules volvían a su posición inicial, de tal manera que si antes se había colocado algo sobre la puerta, ahora salía despedido a una velocidad tremenda gracias a ese gran tirachinas, o catapulta, o como queramos llamar al invento.
A continuación, Vicky colocó cinco piedras encima de la puerta y retiró la cuña de una patada. Sus cálculos eran correctos: las piedras volaron justo hasta la otra punta del prado. Ahora solo tenía que trepar a uno de los abedules, sentarse sobre la puerta y así hacerla bajar de nuevo hasta el suelo bajo su peso, lista para disparar de nuevo.
Cuando Halvar llegó resoplando con su décimo pedrusco a cuestas, le sorprendió una lluvia rocosa que caía del cielo. Gritó aterrorizado mientras pensaba: «Estos son los dioses. ¿Se puede saber por qué los muy bribones están de tan mal humor?».
Sin embargo, no se oía ningún trueno, y es sabido que los dioses truenan siempre como muestra de soberbia. «Entonces, tiene que ser Vicky», se dijo a continuación, arrepintiéndose al instante de su grito. Además, reconocía las piedras que caían, puesto que él mismo las había picado en su momento. Así que subió a la colina de nuevo.
—Deja de corretear de un lado a otro, padre —dijo Vicky—; no tienes tiempo para eso. Has de esforzarte mucho más.
—Granuja —murmuró Halvar.
—Genio, querrás decir. Y en ese caso tendrás razón.
Lleno de rabia, y decidido a partirse el lomo en el empeño si hacía falta, Halvar se dispuso a cargar una piedra con cada brazo: algo que muy pocos en Flake eran capaces de hacer.
No obstante, de súbito, otras cinco o seis piedras sobrevolaron de nuevo su cabeza. Al poco rato, cayó una nueva tanda, y otra, y otra más.
«No basta con dos a la vez», pensó Halvar antes de, ni corto ni perezoso, agarrar tres piedras y ponerse a correr hasta perder el resuello. Era el jefe de Flake precisamente porque nunca se daba por vencido.
—Muy bien, padre —le gritó Vicky—. ¡Vaya músculos te van a salir!
Halvar alzó la vista hacia la colina: allí estaba su hijo, tumbado cuan largo era, mientras se zampaba unas fresas silvestres que había ensartado en una paja a modo de brocheta. Bostezaba, se estiraba y se le veía muy a gusto.
—¡Ocioso haragán, gandul indolente! —le gritó—. ¡Vaya llagas te van a salir en el trasero de estar ahí tumbado, pedazo de zángano!
—¡No te preocupes por mí, padre! Me encuentro de maravilla.
A las ocho vino Ylva con un cántaro lleno de leche de cabra y una buena pila de exquisitos emparedados.
—¿Cómo vais? —preguntó.
—Yo, bien —respondió su marido—; pero este de aquí está haciendo trampas.
—Qué dices —objetó Vicky—. Lo único que hago es usar mi inteligencia.
—La peor gallina es la que más cacarea —observó su madre—. Bueno, tomad estos ricos emparedados que os traigo; comeos un par cada uno, mientras yo voy a contar las piedras.
Así pues, padre e hijo se sentaron a almorzar. Halvar lanzaba a Vicky miradas recelosas, pero este se limitaba a sonreír socarronamente.
Poco después, volvió Ylva con expresión enigmática:
—¡A ver si lo adivináis!
—Voy ganando yo —dijo Halvar, pensando en todo lo que había corrido de un lado para otro con un buen cargamento cada vez.
—No le desengañes, madre —terció Vicky—. Está claro que necesita creerse el mejor.
—¡Oye, no seas insolente! —dijo Ylva—. Al padre hay que honrarlo y respetarlo; sobre todo, si se tiene un padre como Halvar.
—Mil perdones a ambos —replicó Vicky—. No era mi intención ofender.
—Eso espero —asintió su madre—. Tú, pedazo de fanfarrón, has movido ciento diez piedras, mientras que aquí tu padre ha podido con ciento doce. Buen trabajo, ambos.
—Voy ganando —exclamó Halvar—, como era de esperar. ¡Venga, al tajo de nuevo!
Y, diciendo esto, Halvar agarró cuatro piedras y se puso a trotar otra vez como un loco.
Mientras, sin embargo, Vicky se afanó con la gran catapulta de su invención, de modo que la lluvia de piedras caía cada vez con mayor frecuencia. A pesar de ello, Halvar mantuvo su ventaja hasta llegar a las ciento cuarenta. Entonces, tropezó con la raíz de un árbol, lo que permitió a Vicky anotarse un empate. Su padre echó a correr sin parar de nuevo. Aunque sudaba como un pollo y el sudor le hacía cosquillas, no tenía la más mínima intención de detenerse para rascarse.
Cuando llegó a ciento ochenta piedras, Vicky ya le sacaba una ventaja de cuatro; a las ciento noventa, le ganaba por seis. Tras efectuar las últimas descargas a un ritmo vertiginoso, el muchacho se sentó en la puerta, quitó la cuña y salió volando, tras lo cual aterrizó con suavidad y estilo sobre la pila de piedras que había ido formando en la otra punta del prado.
—Aquí me tienes, padre —saludó.
Justo en ese momento llegaba Halvar, con la lengua fuera y cinco piedras en el regazo.
—¿Aún no has terminado? —preguntó su hijo.
—¡Cierra el pico! Me faltan dos rondas y ya me empiezan a pesar.
Tras hacer también corriendo esas dos últimas rondas, quedó solo cinco minutos por detrás de Vicky.
—Buen trabajo, padre. ¿Qué tal si ahora echamos una carrera alrededor de la laguna?
En ese momento, Halvar mostró qué clase de hombre era. Se echó a reír afablemente y propinó a su vástago unos azotes amistosos en el culo.
—Ya basta de correr por hoy, y además, no tengo tiempo. Me voy adonde Fjale, a comprarle los collares más bonitos que tenga para Ylva. A pesar de que para mí sea un chasco haber perdido la apuesta, Fjale también tiene que ganarse las habichuelas.
—Bien dicho, padre. Esas palabras valen más que mi victoria.
Halvar sonrío con satisfacción, preguntándose dónde habría aprendido su hijo algo así. Él mismo nunca había oído decir nada tan noble.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Vicky.
—Claro, pero ojo con lo que cuentas. En casa de Fjale son unos bocazas de mucho cuidado y todo lo que oyen lo cuentan luego.
—Ni una palabra acerca de los pedruscos —prometió Vicky—. La elegancia es mi virtud.
—Tienes muchas virtudes. Y algunas en demasía.
Fjale resultó estar de buen humor, así que les vendió dos preciosos collares a buen precio. «Aun así, salgo ganando, pues ahora tengo el prado despejado —se dijo Halvar—. Soy más rico que antes de ponernos a ello... aunque las piernas me tiemblen ahora como un flan».
—Bueno, Vicky, tan solo confío en que la puerta no se haya dañado.
—Qué va, no le ha pasado nada. Tú equipas nuestra casa solo con cosas de calidad.
—Me alegro de oír eso —repuso Halvar—. Lo hago lo mejor que puedo.
—Eres genial. Ninguno de los demás muchachos tiene un padre como el mío.
—Y si ellos dicen que sus padres son mejores, ¿qué haces tú entonces?
—Oh —respondió Vicky—, ¿por qué me va a importar de qué presuman los demás?
—¿No haces nada al respecto, pues?
—Piénsalo bien. Tú hablas por ti, pero hay que entender que los demás chavales también quieran presumir un poco de sus padres.
—Eso crees...
—Claro. Teniendo un padre como tú, no me hace falta presumir. Me basta con señalarte y decir: «Vedlo vosotros mismos».
—Por esas sabias palabras, te concedo permiso para venir conmigo de expedición vikinga este verano —dijo Halvar.
—Mis humildes gracias. Acepto, siempre que no sea demasiado estorbo. Y ya sabes que no me gustan las peleas ni los tortazos. Tarde o temprano acaban dándote en la cara y haciéndote sangrar por la nariz.
—Vaya enclenque melindroso tengo por hijo —rio su padre—. Pero seguro que nos serás de utilidad.
Y así quedó decidido que Vicky iría de expedición vikinga. Pues era Halvar quien mandaba: como jefe de la tribu, él era quien debía llevar el timón la mayor parte del tiempo. Y asegurarse de que siempre había agua dulce a bordo.