Читать книгу La Gendarmería desde adentro - Sabina Frederric - Страница 6

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En septiembre de 2002, Ezequiel Demonty y sus amigos fueron detenidos y obligados por agentes de la Policía Federal Argentina a cruzar el Riachuelo desde Pompeya, Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), hacia Valentín Alsina, Lanús, sin usar el Puente Uriburu. A nado. Ezequiel no sobrevivió, y sus amigos fueron testigos y víctimas claves para contar lo ocurrido. Muchos años después, el puente recibió oficialmente el nombre de Ezequiel Demonty. Su asesinato fue un punto de inflexión. Ocurrió en un momento de profunda crisis del modelo neoliberal abrazado por la Argentina durante los noventa, cuando el sistema de referencias morales y los horizontes de vida quedaron en cuestión. La muerte de Ezequiel indicaba una manera de administrar ciertas poblaciones en los bordes, entre la supuesta “civilización porteña” y la “barbarie del Conurbano”, y en la región de la CABA más degradada y con mayor concentración de villas. Precisamente allí donde esa utopía se desmoronaba como nunca, aceleradamente.

Pero esa intervención de la Federal también expresó una crisis en la forma de construir y gestionar a la población “excluida”, crisis preanunciada en la brutal represión de diciembre de 2001 que había dejado un saldo de doce muertos y cientos de heridos, más la renuncia y fuga del entonces presidente Fernando de la Rúa. El homicidio de Demonty ha sido un acontecimiento paradigmático como pocos, ya que puso en evidencia las condiciones más amplias que se juegan en el ejercicio situacional de la soberanía estatal. Ese ejercicio de la soberanía por parte de los agentes de la Federal no se producía en un vacío simbólico: hacía uso de valores vigentes para trazar las fronteras entre jóvenes policías –en su mayoría procedentes del Conurbano– y no policías –pobladores de la Villa Illia en la 1-11-14–. ¿Por qué empujarlos a cruzar hacia el Conurbano si eran porteños? ¿No era acaso un modo de volver a poner las cosas en su lugar, de donde nunca debieron moverse: los pobres lejos de la policía de la “civilización porteña”, y sobre todo, fuera de la capital? La valoración en juego se vuelve más nítida si la comparamos con los hallazgos en otras latitudes. Mientras en Francia los policías gestionan –u hostigan– a la población de origen africano o árabe desde la radicalidad de la diferencia social, puesto que ellos son blancos y de clases medias (Fassin, 2016), en la Argentina cualquier gestión de las poblaciones “conflictivas” o “criminales” se funda en condiciones contrarias. Aquí, la distancia social entre policías y no policías es lábil. El mestizaje atraviesa a nuestra población; aunque no lo nombremos, cuelga como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. La crisis alcanza a esa Policía Federal demasiado aislada del resto de la Argentina, muy concentrada en la CABA como para gestionar conflictos sin potenciarlos.

Los esfuerzos del gobierno nacional que asumió en 2003 por dejar atrás el neoliberalismo impulsaron el fortalecimiento de una fuerza federal para controlar y gestionar la conflictividad en los amplios bordes móviles de la economía informal y la desprotección que había dejado la profunda retracción del Estado de bienestar. Así las cosas, el ejercicio de la soberanía estatal reinventó a una fuerza no porteña, federal y militar –la Gendarmería Nacional Argentina–, cuyos integrantes reivindicaban su origen provinciano (Melotto, 2017) y su misión como Centinelas de la Patria (tal como se llamaba a la gestión de poblaciones en la frontera nacional).

El recurso progresivo a estos funcionarios militares fue, creemos, una clara expresión de los obstáculos encontrados para restituir los modos de protección social del Estado forjado con el primer peronismo, cuyo imaginario dominó al gobierno nacional entre 2003 y 2015. La protección militar a través de esos recursos políticos operó como sustituto de esas otras formas de protección ya inaccesibles. En un escenario nacional y global fuertemente posneoliberal –o, mejor dicho, post-Estado benefactor–, esas formas antiguas de la soberanía estatal, de reconocimiento de la autoridad pública obtenido a través del bienestar social, parecían irrecuperables.

Esa transferencia velada del ejercicio de la regulación política a una fuerza militar, sobre poblaciones que bordeaban la pretendida inclusión social en todo el territorio nacional, se hizo evidente en el crecimiento del número de gendarmes, que en doce años pasó de 17 000 a 37 000 efectivos, mientras se debilitaba la Policía Federal.[1] La mayoría de los gobiernos provinciales acompañó el incremento de su personal policial. Solo en la provincia de Buenos Aires, en el mismo período se pasó de 54 000 a 100 000 efectivos. Este aumento en el número de policías llevó a la Argentina a duplicar la cantidad de agentes policiales por habitante que recomienda Naciones Unidas, estimado en 250 cada 100 000 ciudadanos. Mientras las policías provinciales crecían, la Gendarmería no solo serviría para controlar o reprimir acuartelamientos en el interior, sino que ampliaba sus competencias. Por orden del gobierno nacional, diversificó su despliegue para incluir los “policiamientos de proximidad”, que expropiaron el patrullaje a la Federal en ciertos territorios y poblaciones “excluidas”, “vulnerables” y o “criminalizadas” de los márgenes de la CABA. Nueve años después del homicidio de Demonty, la Gendarmería fue la fuerza elegida para quitarle el patrullaje callejero a la Federal en la jurisdicción de la comisaría donde había ocurrido ese hecho (y otros de tenor similar),[2] tal como había sucedido en 2003 con la exclusión de la Policía Bonaerense en Fuerte Apache y luego en La Cava, San Isidro.

Aunque resulte paradójico, fue un gobierno progresista el que decidió valerse de una fuerza militar –a la que duplicó en tamaño en menos de una década– para atender la conflictividad social y política y dar seguridad. En poco tiempo, los habitantes del Conurbano, la CABA y después Rosario nos acostumbramos a la presencia de miles de hombres y mujeres uniformados con ropa de combate verde, borceguíes y armas largas, que cumplían tareas de control y vigilancia en territorios donde reside más de un tercio de los habitantes del país.

A nuestro entender, no es posible reducir este fenómeno a una política de seguridad y desconocer así los modos contemporáneos de ejercicio de la soberanía estatal, delegada en miles de uniformados. La decisión de expandir las fuerzas de seguridad y en particular apoyarse en la Gendarmería como “brazo armado” del Estado también recurrió al valor histórico de lo militar, fuente de orden y regulación, en la construcción de la soberanía estatal argentina durante el siglo XIX y parte del XX. La Gendarmería habría de encarnar esos valores.

En este libro me propongo mostrar, desde la perspectiva de los y las gendarmes, dos fenómenos. Por un lado, el trabajo que se le asignó a la Gendarmería y que implicaba, en los hechos, apuntalar como fuerza militar las consecuencias de la desprotección estatal y del alicaído mercado laboral, administrando poblaciones “vulnerables”, “peligrosas”, “conflictivas”, “desocupadas”, “migrantes” y “bagayeras”; por otro, las líneas de quiebre interno, las contradicciones y las incongruencias que las nuevas condiciones provocaron en esta agencia estatal, y que se expresaron como adaptación, resistencia y rebeldía, sus modos de lidiar con la ampliación de su función política. Así, este libro se ocupará del fenómeno político que se esconde tras el problema “criminal” o de “seguridad”. Es decir, se ocupará de estudiar la intervención de la Gendarmería en poblaciones “conflictivas” o “criminalizadas” ubicadas en los márgenes siempre móviles de la soberanía estatal. Pero también mostrará cómo experimentaron estas intervenciones los y las gendarmes, cómo afectaban su salud física y psíquica mientras potenciaban las mutaciones de su carácter militar. Porque en ese proceso, como veremos, el factor militar no permaneció inalterado ni siquiera desde el punto de vista normativo y doctrinario. Así, este libro es también una etnografía sobre las transformaciones de las instituciones estatales a comienzos del siglo XXI en la Argentina.

Un poco de historia: el desembarco de la Gendarmería en el Conurbano bonaerense

La llegada de la Gendarmería al Conurbano, allá por noviembre de 2003, muestra la experiencia primordial de mediación que luego alimentaría los sucesivos despliegues sobre territorios pensados como enclaves vulnerables, por la ausencia del Estado y por el hecho de tener una población más expuesta a percibirse dividida entre vecinos trabajadores, con derecho a la seguridad, y delincuentes. Néstor Kirchner, por entonces presidente, envió un escuadrón al barrio Ejército de Los Andes en el municipio Tres de Febrero, a pocas cuadras de la autopista que divide la CABA del Conurbano. Conocido y estigmatizado como Fuerte Apache, cuna del futbolista Carlos Tévez, se trataba de un complejo habitacional precarizado donde vivían unas 50.000 personas, creado por la dictadura militar en los setenta para ubicar a la población erradicada de la Villa 31 en la CABA.

El despliegue de la Gendarmería en ese pequeño territorio marcó el rechazo del gobierno federal al tipo de gestión de poblaciones que caracterizaba a la Policía Bonaerense. Su régimen de policiamiento, también practicado en otros sitios, se había tornado brutalmente escandaloso en Fuerte Apache. La conflictividad producía tiroteos constantes y muchos muertos. La situación desbordó esa forma de “control policial” basada en extorsiones y pedidos de sobornos, y desató una violencia inadmisible, rechazada como modo de administrar la población en ese territorio. Desde la llegada de los gendarmes a fines de 2003, los vecinos no dejaron que se fueran. Aun con las modificaciones operativas implementadas con los años, la evaluación favorable del gobierno nacional respecto de sus procedimientos, a su vez basada en el consentimiento recogido entre los vecinos, significó el posterior despliegue de miles de gendarmes en los operativos Centinela en todo el Conurbano y Cinturón Sur en la CABA, además de otros en el resto del país.

La trayectoria de Gerardo Chaumont, el comandante a quien se le atribuye la eficacia para gestionar un territorio hasta entonces considerado fuera de la soberanía estatal, indica la consolidación de un modelo de gestión estatal de poblaciones. Si bien este modelo sufrió cambios necesarios –entre ellos, según recuerdan los gendarmes, la disolución de un grupo informal dentro de la fuerza conocido como “tortugas ninjas”, que se dedicaba a hostigar y golpear a pibes del barrio–, su forma de policiamiento construyó una legitimidad perdurable. Daniel Gallo, un periodista especializado en temas de defensa y seguridad, destacaba en 2010 que Chaumont había comandado las tropas de la Gendarmería que a fines de 2003 “tomaron el control de Fuerte Apache”, donde aplicaron “las prácticas de check point de la ONU” que permitieron que “la zona fuera recuperada para los vecinos”.[3] Siete años después, en 2010, Chaumont, ya retirado, fue nombrado jefe de la Policía de Naciones Unidas en Haití con el aval del gobierno argentino. Y en 2014, en plena crisis de seguridad en la provincia de Santa Fe, fue designado secretario de Seguridad de esa provincia.

Su trayectoria tampoco queda impugnada en una crónica del escritor y periodista Cristian Alarcón, aun cuando muestre que el consentimiento ganado por la Gendarmería en Fuerte Apache incluyó abuso de la fuerza y prejuicios mutuos:

Consecuentes con su situación, los pibes piden orden.

–Aunque la Gendarmería ahora nos caga a palos por nada, preferimos que se queden, porque antes de ellos acá había muertos todos los días. Cuidan a los mayores –dice Juan, verdulero en Villa del Parque.

–Yo me iba a estudiar, hace como dos semanas. Estábamos comiendo pan casero –cuenta P., 20 años, desocupado desde que lo echaron como repartidor de Las Marías–. Entonces vinieron cinco o seis gendarmes, nunca entran de a menos, con los palos para pegar. Andan con los cascos, con las armaduras esas que parecen las tortugas ninjas. Te dicen: “No me mirés. Mirá para abajo. Tirate al piso. Ni mirés pendejo de tal por cual”, y después te sacan todo lo que tenés en los bolsillos. Si hay plata, por ahí, según el gendarme, se la queda. Si no, te quitan la droga y lo demás te lo dan.

El relato de P. se repite en la ronda. Y se repetirá en otros testimonios, de las formas más variadas. Lo que se reitera es la orden de no mirar, y los borcegos punta de fierro pateando los tobillos con saña, la denigración verbal como método. No se trata de una violencia fatal, como la de los escuadrones de la muerte de la Bonaerense que mató pibes en falsos enfrentamientos. Es lo que los vecinos describen como “los modos de estos negros brutos que vienen del campo y no saben nada”.[4]

Cuando el 20 de diciembre de 2010 la entonces jefa de Estado Cristina Fernández lanzó el Operativo Centinela, reunió a los integrantes de la fuerza en un acto realizado en la Escuela de Gendarmería Nacional “General Martín Miguel de Güemes” con sede en Ciudad Evita, La Matanza. El acto excluyó el desfile, y la presidenta recordó en su discurso aquel operativo iniciático. Formados ante ella, estaban los 6000 gendarmes que serían desplegados en el Conurbano. Pero no fue a ellos a quienes interpeló, pidió comprensión, explicó o demostró el valor de su tarea. En su discurso, la presidenta intentó justificar por qué el Estado desplegaría tantos efectivos en un territorio que no era tradicionalmente el suyo, como sí lo era la frontera. Admitió que el crecimiento, el empleo y las políticas de asistencia o desarrollo social no alcanzaban, que la justicia no hacía lo suficiente y que la incidencia del crimen organizado no debía negarse. Por cierto, para ganar la aprobación de los y las gendarmes, ubicó el territorio bonaerense como un espacio donde también era urgente el ejercicio de la soberanía nacional, amenazada por la “desprotección” y la “inseguridad”, mediante ese “plan de protección y seguridad ciudadana para el Conurbano bonaerense”. En sus propias palabras:

Este operativo […] no presupone en modo alguno abandonar la función natural y estratégica de nuestra Gendarmería Nacional de custodiar las fronteras y la soberanía nacional.

Esta política que comenzó en 2004 con el presidente Kirchner y que fue precisamente ayudar y cooperar […] específicamente en la zona del Conurbano bonaerense, en lo que hace a la protección y seguridad ciudadanas, sufre hoy un gran incremento. […] Estamos hablando de 6000 efectivos, estamos hablando de 443 vehículos, estamos hablando de una inversión de equipamiento extra exclusivamente para este operativo del orden de los 150 millones de pesos.

Es obvio que todo el mundo sabe que la seguridad de la provincia de Buenos Aires es responsabilidad de sus autoridades constitucionales, porque vivimos afortunadamente en un país federal, pero no podemos ignorar tampoco la magnitud en cuanto a población que hoy tienen los 24 partidos del Conurbano bonaerense.

[…] Está claro que un país donde no hay trabajo, donde no hay crecimiento, donde la gente no puede acceder a derechos mínimos de educación, salud y vivienda jamás puede ser un país seguro, sobre todo si además hay sectores de la población que tienen acceso más que suficiente a esos bienes, creando brechas sociales que son las verdaderas causas de inseguridad no solamente en la Argentina sino en muchísimos países. No es la pobreza, es muchas veces la inequidad social. Pero pretender que la inequidad social o la pobreza son la única causa de la delincuencia es no entender que también existe el crimen organizado, el delito organizado, que muchas veces pivotea sobre las necesidades de la gente […]

También les digo esto a todos los argentinos, a los que aún no se ha podido llegar pese al inmenso crecimiento de estos años.

Los y las gendarmes ya no se ocuparían solo de las fronteras con los países limítrofes, ni de un barrio estigmatizado del Conurbano bonaerense, sino de proteger “a los argentinos a los que aún no se ha podido llegar” en territorios donde faltaba la presencia del Estado. El Operativo Centinela mantuvo el nombre emblemático con que su personal debía reconocerse. Los gendarmes fueron distribuidos en escuadrones dependientes de la Agrupación Área Metropolitana, localizada en Campo de Mayo, con el apoyo de los Destacamentos Móviles Antidisturbios.

Sin embargo, el gobierno de CFK no hizo suya esa fuerza; siempre mantuvo una distancia, como si no le perteneciera, a diferencia del gobierno de Cambiemos a partir de diciembre de 2015. Los altos mandos notaron la diferencia: “No nos trataban bien, desconfiaban mucho, no nos escuchaban”. Los gendarmes que atendían a su comandante –la presidenta Fernández– en aquel acto fueron alojados –hacinados– en esa escuela, que solo contaba con capacidad para 1500 efectivos en las condiciones más precarias. El enojo de los más de 4000 que terminaron allí provocó el deterioro de las instalaciones (canillas arrancadas e inodoros inutilizados, entre otros destrozos), hasta que encontraron viviendas por sus propios medios.

Dos años después, a fines de 2012, el personal había sido raleado a 3500. Al año siguiente, año electoral, aumentó a 6000. Sus tareas eran patrullar los suburbios en grupos de tres a cinco, realizar controles de calles y caminos y allanamientos de prostíbulos, entre otras funciones que chocaban con el desempeño habitual de la Policía Bonaerense. Pese a ello, los intendentes comenzaron a hacer política difundiendo los patrullajes de la Gendarmería y cedieron predios e infraestructura a sus unidades. Aparecieron carteles en las avenidas principales que mostraban la seguridad del municipio con imágenes de los gendarmes y sus móviles, y otro tanto ocurrió en las periferias, cuyos referentes demandaban sin cesar la “presencia de la Gendarmería”: así fue como se crearon secciones, unidades dependientes de los escuadrones, en contenedores móviles dispuestos en algunos barrios segregados.

Mientras el Operativo Centinela se agrandaba o achicaba al ritmo electoral, y en 2011 se creaba un sexto móvil antidisturbios –cuerpo especializado para actuar ante manifestaciones y cortes de rutas–, en el sur del Gran Buenos Aires el gobierno nacional anunció un nuevo operativo. También fue lanzado por la entonces jefa de Estado, esta vez sin la presencia del personal desplegado y solo con sus funcionarios y algo de equipamiento dispuesto en los jardines traseros de la Casa de Gobierno. El Operativo Cinturón Sur, creado en junio de 2011 y vigente al menos hasta 2020 para los barrios periféricos del sur de la CABA, tuvo también a Fuerte Apache como antecedente y a la experiencia operacional allí forjada como doctrina. Pero introdujo una variable que, por un lado, promovió la gestión poblacional basada en intensificar la mediación de los gendarmes entre los vecinos y la justicia, los referentes políticos y sociales y distintas agencias públicas; y por otro, se convirtió en la cuña que terminaría por crear una disputa que, en el mediano plazo, acabó expulsando de su cargo a Nilda Garré, la primera ministra de Seguridad mujer de la República Argentina. Los esfuerzos realizados por el Ministerio de Seguridad para mantener a los gendarmes al margen de “la política” –léase, de los referentes y organizaciones barriales– e institucionalizar a los funcionarios civiles como mediadores y gestores de los conflictos de estas poblaciones resultaron infructuosos; en el corto plazo, por tensiones con el Ministerio de Desarrollo Social, y en el largo, por la ocupación y el patrullaje permanente del territorio por parte de los gendarmes, que mantenían conversación asidua con los referentes. Así, el Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad, lanzado en abril de 2011 en la Biblioteca Nacional, que dio curso a las mesas barriales que convocaban en cada barrio a “representantes de organizaciones comunitarias e instituciones de reconocido trabajo social, cultural y deportivo”, colisionó casi de inmediato con el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, en particular con la Subsecretaría de Abordaje Territorial a cargo por entonces de Sergio Berni. Esta oficina había construido un lazo político con los referentes barriales en la resolución de conflictos a través del acceso a recursos y cuidado del Estado. Así, a los pocos meses de la creación de Cinturón Sur, en abril de 2012, Berni fue designado secretario de Seguridad del Ministerio de Seguridad, puesto desde donde comandó las fuerzas federales y reivindicó el rol de la Policía Federal oponiéndose a la preeminencia asignada por Garré a la Gendarmería. En tanto, Cecilia Rodríguez –con una destacada actuación en el manejo de emergencias en el país y en el exterior, y un breve paso por el grupo de trabajo de Berni en Desarrollo Social– se convertiría en ministra de Seguridad a fines de 2013. Desde allí institucionalizaría las unidades de prevención barrial (UPB) inicialmente a cargo de la Federal en los barrios periféricos.

La aparente semejanza de las UPB con las unidades de policía pacificadora (UPP) de Brasil no debe opacar las notables diferencias entre ambas como modalidad de policiamiento comunitario. El carácter que asumió en la Argentina esta forma de gestionar las poblaciones consideradas al margen de la soberanía estatal poco le debe a la experiencia brasileña. Las UPP, creadas en algunas favelas de Río de Janeiro entre 2008 y 2014 y administradas por la Policía Militar (PM), tuvieron una primera etapa de ocupación militar a cargo del Ejército y una segunda de “pacificación”, que incluía la creación de una UPP social, también gestionada por los policías militares, con poca participación de referentes políticos y sociales. Alcanzaron un total de 36 “comunidades pacificadas”. Durante una visita que realicé en 2012 a la favela carioca Cidade de Deus –gracias a gestiones del área de relaciones internacionales del Ministerio de Seguridad argentino–, la comandante que había estado a cargo de la primera UPP en Santa Marta me mostró orgullosa cómo sus camaradas daban clases, en uniforme y desarmados, de defensa personal y de cavaquinho.[5] Era impensable que algo parecido ocurriera en la Argentina, donde la democratización se construyó expropiando a los gendarmes o a los policías de una acción visiblemente política o social. De todos modos, esa expropiación no anuló su faz política; antes bien, la hizo más escurridiza, al convertirlos en mediadores con un creciente poder de juego, un eslabón en la cadena de ligazones entre el Estado y los vecinos.

Para entonces estaba claro que la seguridad, entendida como protección, se había convertido en un beneficio y un derecho; es decir que entraba en el terreno dejado por el Estado benefactor, y su gestión no escapaba a la dinámica del consentimiento de los vecinos hacia referentes políticos y sociales de distinta jerarquía. Así, mientras en Brasil la UPP como cruzada civilizatoria y pacificadora colapsó en 2017 –puesto que la soberanía estatal ya había sido impugnada por el propio Estado y no había cómo mediar en esos territorios (Misse, 2010; Pacheco de Oliveira, 2014)–, la versión argentina del policiamiento de proximidad sobrevivió al kirchnerismo. El policiamiento de los y las gendarmes en estos territorios ganó el consentimiento de buena parte de los referentes políticos y sociales de las periferias, y consiguió establecer vínculos entre personas, agencias estatales y distintos niveles del Estado. Dio protección y sostuvo precariamente, como mostraré, el consentimiento propio y la legitimidad del Estado.

Por consiguiente, entender esta amplificación de la Gendarmería tan solo como una militarización de la función policial limita la comprensión del fenómeno. Es fundamental analizar lo que efectivamente hicieron los gendarmes, estudiar las implicaciones de sus operaciones reales, concretas y cotidianas, para poder determinar el carácter de su tarea. Esto es: importa no quedarnos con el orden legal de su naturaleza militar, defendida como tal incluso por buena parte de sus integrantes, porque el contenido de lo militar en esa defensa también fue impugnado, contestado y alterado.

En suma, a la Gendarmería le fue transferido, de manera progresiva, el ejercicio de la soberanía estatal; vale decir, se le otorgó potestad para administrar poblaciones en ciertos territorios. Esto se potenció y se volvió más visible hacia 2010, cuando la fuerza comenzó a tener mayor presencia en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA): Conurbano y CABA. Fue a través suyo que la política se proyectó en personas uniformadas y complementó y modificó la “llegada” del Estado nacional a los ciudadanos. Esa dimensión política anidó en las diversas formas de policiamiento encomendado a los y las gendarmes, en el hecho de que –a través de sus intervenciones– encauzaran modos de gestionar poblaciones para ubicarlas dentro o fuera del Estado de derecho (Lima, 2002). Fue a través de esas intervenciones que algunas poblaciones quedaron en un borde inestable entre el Estado de excepción y el Estado de derecho (Calveiro, 2012), en particular aquellas ubicadas en las fronteras y gestionadas por esas prácticas territoriales, étnicas, y/o legales. Así, nuestro argumento se aproxima al de Didier Fassin (2016) cuando descubre que el trabajo de la policía francesa estaba destinado menos a la persecución criminal que al “control político” de poblaciones degradadas social y racialmente, a través de su permanente hostigamiento. Pero nos distanciamos de Fassin porque –en el caso estudiado– el “control” no fue el único modo, ni tampoco el predominante, en que se percibió y se ejerció la dimensión política de las operaciones de Gendarmería. Sus intervenciones abrieron un abanico que consiguió alcanzar legitimidades que, sin ser consensuadas, han sido no obstante persistentes.

Las operaciones de la Gendarmería a través de sus diferentes agregados –destacamentos móviles antidisturbios, escuadrones de frontera o unidades de policía de proximidad– se valieron de esquemas de acción para gestionar diversos tipos de conflictos: comunidades originarias mapuches y guaraníes, trabajadores despedidos que cortaban calles o las autopistas Panamericana o Ricchieri, bagayeros en la frontera con Bolivia, villeros habitantes del Conurbano y la CABA, ocupantes “ilegales” de tierras urbanas, entre otros. Con su presencia, mediación, amenazas y/o represión, los gendarmes contribuyeron a dar cauce a esas situaciones. Pese a que su carácter militar podría empujarnos a creer que siempre convierten al otro en enemigo, esos tipos de administración de conflictos en absoluto apelaron a la represión como único recurso; por el contrario, su aceptación social o su legitimidad se debieron en gran medida a que la faz represiva de sus intervenciones estuvo fuertemente contenida. El ejercicio de la mediación y la negociación era uno de los recursos políticos más habituales de los gendarmes. Sin embargo, esa función política que impregnó las intervenciones quedó opacada por una narrativa que subrayaba las medidas tendientes a la desmilitarización policial para extirpar los resabios autoritarios de la última dictadura, exigía una auténtica conducción civil que subordinara a los uniformados para expropiarles su “autonomía” (es decir, su capacidad política), sostenía la prohibición del derecho a la sindicalización, y se resistía a expandir la solución penal a conflictos socioeconómicos, políticos y culturales. En rigor, esa narrativa fue desbordada por la creciente gravitación de los gendarmes en la cotidianidad de los vecinos como reguladores, negociadores, mediadores y/o represores de la conflictividad.

El agotamiento de sus habilidades negociadoras, sus limitaciones en el ejercicio de la política de negociación y sus difíciles y enmarañadas condiciones laborales figuran entre las principales causas que los llevaron a recurrir a la fuerza. La Gendarmería administró muchos cortes de rutas o de calles canalizando las demandas de los manifestantes hacia las agencias de gobierno correspondientes –Desarrollo Social, Salud, Obras Públicas o Trabajo– en los distintos niveles del Estado (nacional, provincial y municipal). Ahora bien: esa manera de ejercer la mediación política apeló a una estrategia de la que la política, en su forma más habitual, carece. Mientras esta última solo puede sancionar mediante la quita de recursos, protección y asistencia, los y las integrantes de una fuerza armada pueden valerse de la violencia en sus diferentes versiones, como detenciones y encarcelamientos, amenazas y hostigamientos. Estas alternativas son parte de las prácticas que dan sentido a esta forma de la política militarizada.

Llegar adonde el Estado no llega

El Proyecto X –como se conocía en la jerga de la Gendarmería a la base de datos sobre “hábitos” y “movimientos” de “cabecillas” (políticos o gremiales)– permite apreciar la faceta política de su accionar. Más allá de su ilegalidad –o junto con ella–, fue un recurso para el ejercicio de la soberanía estatal. Su carácter ilegal –denunciado en febrero de 2012 por dirigentes de partidos de izquierda, organizaciones de derechos humanos y políticos opositores al gobierno de la presidenta Cristina Fernández– opacó la lógica de su existencia. Aquello que tanto las denuncias como las explicaciones de los denunciados rechazaban mostraba, por la negativa, la faz política de la Gendarmería. En sus acusaciones, la dirigencia opositora de izquierda planteaba que se obtenía información con “metodología” propia del “espionaje político” –prohibida por la Ley de Inteligencia Nacional–, para generar causas judiciales contra dirigentes gremiales que en aquellos tiempos organizaban piquetes en la zona norte del Conurbano. En respuesta a esto, la Gendarmería y el Ministerio de Seguridad argumentaron que la información se generaba a pedido de la justicia, y no por iniciativa propia. Para los acusadores, lejos de atenuar el problema, esta situación mostraba la conversión de la protesta gremial en delito. Entre tantas acusaciones y justificaciones, que incluyeron un discurso de la entonces presidenta, se pudieron conocer las circunstancias en que se recababa esa información. La Gendarmería le respondió por escrito al juez federal que entendía en la causa y su planteo no hizo más que ratificar la versión de los denunciantes, según la cual esa forma de espionaje había generado cientos de causas judiciales contra los dirigentes y “criminalizado la protesta”. ¿En qué consistía la tarea política asumida por la Gendarmería en la gestión de esta población conflictiva en aumento?

Según la versión del Ministerio de Seguridad, la base de datos consistía en un software al que había recurrido la justicia federal y provincial en unas 5000 causas. Su diseño original databa de 2002, durante la presidencia de Eduardo Duhalde, y había sido actualizada en 2006 durante el gobierno de Néstor Kirchner. En sus primeros años de existencia, se alimentó del trabajo político de la Gendarmería, orientado a “contener”, “negociar”, “evitar” y/o “encauzar” las protestas sociales bajo la forma de piquetes. En el momento del escándalo, se conoció que los dirigentes de izquierda habían sido perseguidos judicialmente con información producida en las manifestaciones y cortes sobre la autopista Panamericana, jurisdicción del Destacamento Móvil Antidisturbios 1 de la Gendarmería en Campo de Mayo, intensificados a partir de 2009.

De las declaraciones de tres gendarmes –dos varones y una mujer, integrantes de la Unidad Especial de Procedimientos Judiciales– ante la secretaria del juez que entendía en la causa se desprende la faz política de sus prácticas. En sus testimonios señalaron que se les había ordenado “constituirse en el lugar” de la manifestación, y además aportaron al expediente fotos tomadas por ellos, que fueron reproducidas en la página <www.plazademayo.com>. En ese expediente, la oficial de la Gendarmería:

Manifiesta que aproximadamente una hora después del corte, los manifestantes se retiraron voluntariamente y en forma pacífica, debido a las negociaciones realizadas por Gendarmería, desconociendo realmente quién llevó a cabo las charlas. Señala que en las fotos obtenidas se observa a Néstor Pitrola y Vilma Ripoll, quienes apoyaban la movilización y los reclamos de los manifestantes. Señala que el avance del corte no pudo ser contenido por personal vial de Gendarmería, pero luego, sobre la base de las negociaciones, todo se pudo aclarar, logrando la liberación de la ruta sin que se cometieran desmanes ni enfrentamientos.[6]

El énfasis en las negociaciones indica que la circulación del personal de la fuerza sin uniforme, prohibido por el protocolo aprobado por el Ministerio de Seguridad, era el modo en que los supuestos “espías” complementaban la tarea de los negociadores, quienes debían “charlar” con los cabecillas. Todo apunta a que la intensificación de los cortes por parte de trabajadores despedidos a partir de 2009 y la dificultad política para gestionarlos dejaron en manos de la Gendarmería y de ciertos funcionarios judiciales la criminalización de la protesta, a través de la persecución de los cabecillas por “alteración del orden público”. Así lo explica en julio de 2013 la diputada Myriam Bregman, querellante en la causa por espionaje, en una nota periodística donde responde al rechazo de la entonces presidente CFK a su acusación:

Bregman contó que la mayoría de esas instrucciones adjuntadas en la causa “son de 2009, año cuando aún estaba Héctor Schenone como jefe de Gendarmería”. Y señaló que esas indicaciones destacaban “la importancia de perseguir y vigilar a todos esos sectores porque se venía en el mundo una crisis económica, y por lo tanto había que evitar así futuras situaciones de alteración del orden público”.[7]

El rechazo, la denuncia y la acusación cuestionaban el contenido político de las prácticas de los y las gendarmes, y al mismo tiempo lo confirmaban. El hecho es que, como veremos, en cada tipo de intervención –ya fuera en poblaciones de frontera, barrios segregados u organizaciones políticas– la Gendarmería convocada para gestionar poblaciones que bordeaban la estatalidad desplegaba también tareas de inteligencia y reunía información obtenida de referentes barriales, gremiales y políticos para ganar consentimiento, negociar y/o reprimir.

En este proceso, la militarización intensificaba el componente político de las prácticas de los agentes de esta fuerza, que era rechazada por buena parte del arco político progresista, lo que potenciaba la ambigüedad respecto de sus verdaderas funciones. Como señala Jean-Paul Brodeur, todo policiamiento, visible o secreto, imprime un ordenamiento político:

El alto policiamiento, es decir, la vigilancia, el seguimiento y el mantenimiento de archivos secretos sobre la actividad cotidiana, es en realidad el paradigma de toda la vigilancia política […] busca amenazas potenciales en un intento sistemático por preservar la distribución del poder en una sociedad determinada (Brodeur, 1983: 513).

Al respecto, Peter Manning aclara:

Es la política en nombre del policiamiento, o más específicamente el policiamiento como política (Manning, 2012: 6; la traducción me pertenece).

Esa politicidad de las prácticas de los uniformados discurría en la trastienda y por supuesto iba contra el “deber ser”. Las aspiraciones normativas de políticos y expertos habían ubicado las fuerzas de seguridad en el espacio de la inseguridad provocada por el crimen, e intentaban expropiarles su capacidad política sometiéndolas a una auténtica conducción política, mientras simultáneamente ampliaban la faz política en el cotidiano de las intervenciones de Gendarmería. Las decisiones de los sucesivos gobiernos nacionales desde 2002 en adelante habían trazado ese derrotero, incluso en un sentido contradictorio.

Esos y otros vínculos entre prácticas policiales y prácticas políticas cuestionan la idea de que un aumento en la cantidad de gendarmes –o en los integrantes de cualquier fuerza militar– es una mera “militarización” de la seguridad, entendida como reactualización del Estado autoritario o represivo. Como argumentaba Brodeur contra las posiciones desviacionistas que en los setenta rechazaban la intervención policial sobre la disidencia política en los Estados Unidos y Canadá, esta clase de intervención ya se había expandido más allá de los cuerpos policiales de inteligencia.

Proponemos entonces aquí descubrir el solapamiento de la política detrás del policiamiento sumando a la visión de Brodeur una concepción más amplia y menos institucionalista de la política, como la que sostienen los abordajes antropológicos. Como argumentó Marc Abélès (2005, 2007) al recuperar la tradición analítica de esta disciplina sobre la política –y como puede verse en los innumerables estudios etnográficos sobre política incluso en la Argentina (Balbi y Rosato, 2003)–, se trataría de una dimensión sin autonomía respecto de otras, como por ejemplo las relaciones familiares, las transacciones económicas, la religión, las emociones, el cuerpo o la ciencia. Abélès plantea que la política normativa heredada de la filosofía iluminista se centra en la idea de representación y autonomiza los vínculos políticos en instituciones y personas, en tanto que la etnografía descubre a la política imbricada en otras relaciones, prácticas y ámbitos sociales.

Desde nuestra perspectiva, la multiplicación de los despliegues de la Gendarmería fue un modo de complementar la gestión de poblaciones “excluidas” o empobrecidas durante décadas, bajo un gobierno nacional con ideales y numerosas políticas “inclusivas”. La amplificación de la faz política del trabajo de esta fuerza militar obedeció a los intentos de los gobernantes de la primera década y media del siglo XXI por tramitar la brecha entre la proyección del ideal de Estado de bienestar, la aspiración a reinstalarlo al cabo de diez años de neoliberalismo (aparentemente erradicado con la crisis de 2001) y las enormes dificultades para conseguirlo. Los elementos de ese proceso recogieron y combinaron de otro modo aquellos del primer peronismo, el momento fundacional de la protección social, cuando la faz militar se desplegó a través del general Perón.

Entre el posneoliberalismo y el ideal del Estado benefactor

Existe cierto consenso en la sociología argentina para clasificar los gobiernos posteriores a la crisis de 2001 y hasta 2015 como posneoliberales (Retamozo, 2011; Kessler y Merklen, 2013). Esto presupone dos acuerdos básicos: el acta de defunción del Estado de bienestar en la Argentina y la falta de un modelo de Estado definido más allá del neoliberalismo. Desde nuestro punto de vista, habría que añadir que, si bien podemos suscribir esos acuerdos, el kirchnerismo[8] forjado en ese período se desplazó entre las transformaciones dejadas por el neoliberalismo y un ideal de Estado de bienestar no necesariamente enunciado como tal. En la Argentina de los noventa, se consolidó un régimen neoliberal que popularizó la narrativa de un Estado ineficiente y deficitario, y que a través de una serie de medidas de “achicamiento” y “retracción” –privatizaciones de los servicios públicos (agua, gas, telefonía, electricidad) y del sistema previsional, reducción de subsidios y descentralización en educación y salud–, sumadas a la profunda desindustrialización, el desempleo y el crecimiento del sector informal, cercenó beneficios y esquemas de protección social propios de un régimen como el que proveía el Estado benefactor. No obstante, estudios como el de Isuani (2009) sobre gasto social durante ese período y hasta 2004 plantean que el Estado benefactor “resistió”, se reestructuró y se empobreció a la par de la sociedad, sin llegar a desaparecer.

La crisis de 2001 fue objeto de profusos análisis. Se creía que el colapso del régimen de convertibilidad monetaria que había regido la década anterior había hecho colapsar también el orden neoliberal. El gobierno nacional, al calor de su ideal de Estado proteccionista, implementó medidas en un sentido distinto. A partir de 2003 –pero sobre todo desde 2007–, avanzó con medidas como reestatizar el sistema previsional y el servicio de agua potable, crear la Asignación Universal por Hijo (AUH) y recuperar la línea aérea de bandera nacional y Yacimientos Petrolíferos Fiscales, entre muchas otras que evocaban al Estado benefactor. Desde entonces y hasta 2015, la expansión de derechos y beneficios sociales, culturales, educativos, sanitarios y jurídicos, a través de programas estatales –algunos de ellos conocidos como “planes sociales” de promoción educativa, sanitaria, productiva, del empleo, social, de la obra pública, cultural, energética–, significó el desarrollo de un régimen redistributivo que buscó frenar la incidencia del neoliberalismo. Dentro de este esquema se destacan los efectos redistributivos estructurales de la AUH y del régimen previsional inclusivo. Es probable que el rápido desmantelamiento de la mayoría de estos programas –ocurrido durante el primer año de presidencia de Mauricio Macri– haya sido una señal tardía de la fragilidad de aquel régimen de ampliación de la soberanía a través de un sistema de protección estatal basado en programas y planes.

Aun así, durante la primera década del siglo XXI las variables económicas relacionadas con el crecimiento del empleo registrado –principal garante de derechos y protección social– dan cuenta de las enormes mejoras, así como de las dificultades para disminuir el trabajo “en negro”, la precarización laboral y el desempleo. Por un lado, hubo un crecimiento anual del empleo de un 2,4% entre 2002 y 2014, y el poder adquisitivo del salario –que había perdido un 30% en 2002– alcanzó en 2009 los valores del último trimestre de 2001 (Beccaria y Maurizio, 2016: 25). También se constató una disminución de empleos no registrados o informales si se los compara con los índices de 2001, pero a la vez se advierte su persistencia. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en el documento Informalidad del trabajo en la Argentina, hubo dos períodos marcados. Hasta 2008, y principalmente desde 2006, bajó el empleo no registrado porque la creación de empleo asalariado registrado fue superior a la destrucción neta de empleo asalariado no registrado, es decir, al blanqueo laboral. Pero desde la profunda crisis financiera internacional de 2009, el empleo asalariado no registrado presenta un ligero amesetamiento en torno al 33% del total de los asalariados (Bertranou y Casanova, 2014: 34), que también es producto de la desaceleración de los niveles de actividad a partir de 2011 (Beccaria y Maurizio, 2016: 39). Sin embargo, aun cuando los estudios mencionados coinciden en reflejar los esfuerzos redistributivos del período y las medidas tendientes a reducir el empleo no registrado y la precarización laboral, para reforzar la protección social a través del empleo e incluso fuera de este con los programas sociales, los datos de la época no eran alentadores.

Las innumerables cooperativas reconocidas y promovidas durante el kirchnerismo son una señal de los obstáculos para incorporar enormes segmentos de la población al mercado formal de trabajo y a los beneficios que este provee. Esas cooperativas de servicios y productivas agrupaban a los excluidos del mercado laboral, los “caídos” a causa de las políticas neoliberales durante la convertibilidad, que no podían reinsertarse. Incluían a desempleados del sistema formal, trabajadores de fábricas recuperadas y cuentapropistas, que recibían subsidios estatales para promover su actividad a través del plan Argentina Trabaja. En 2011, su fortalecimiento se tradujo en la creación de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP),[9] entidad que agrupaba a organizaciones de desempleados como Barrios de Pie, Movimiento Evita, Movimiento Popular La Dignidad y Corriente Villera Independiente, surgidas con la crisis de 2001. A la salida de la crisis, la CTEP dejó de obedecer solo al desempleo que era producto de las políticas neoliberales, y dio paso a una agrupación por oficios: motoqueros, feriantes, trapitos, costureras, trabajadores del cuidado y domésticos, transporte informal, entre otros (Pérsico y Grabois, 2014).

Así, la protección social ofrecida a través de aquellos programas y de una serie de regulaciones que desde 2003 habían ampliado el mercado de trabajo formal, bajado los índices de desocupación e incrementado el poder adquisitivo del salario coexistió con amplios y profundos espacios de desprotección. Porciones significativas de la población permanecían fuera del empleo formal, muy precariamente contenidas por el beneficio estatal, y debían buscar por otros medios su sustento.

Ahora bien: en ese proceso, la conflictividad de los “movimientos de desocupados” forjados en la crisis, más conocidos como piqueteros, no cesó. Administraron sus protestas por un tiempo, sin abandonarlas, e incluso las intensificaron hacia el final del kirchnerismo. Las protestas callejeras se sostuvieron durante los doce años kirchneristas y demandaron al Estado subsidios, ampliación de derechos, reclamos por despidos y aumentos salariales, entre otras reivindicaciones. Los cortes de calles, autopistas, puentes y rutas, las movilizaciones hacia los centros nacionales de decisión y las concentraciones en centros políticos e históricos jamás abandonaron el escenario político. Dado que las estrategias de sus referentes fueron heterogéneas –algunos hasta llegaron a integrar las burocracias nacionales de los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social (Perelmiter, 2012)–, las del gobierno también lo fueron. El fortalecimiento de una agencia estatal encargada de “contener” la protesta social en el espacio público y de acotar los márgenes de violencia en todo el territorio nacional fue una de ellas. La sombra del asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados, ocurrido en junio de 2002 a manos de la Policía Bonaerense durante el corte del puente Pueyrredón que une Avellaneda con la CABA, luego de los homicidios perpetrados por la Federal en diciembre de 2001, dejó en claro que era necesario contar con una fuerza federal que pudiera contribuir también con la gestión de otras policías, dotada de capacidad para apoyarlas, controlarlas e incluso ejercer la fuerza contra ellas, como sucedió en diciembre de 2013 cuando la Gendarmería reprimió a la policía de Tucumán.[10]

En este contexto asistimos al crecimiento y la diversificación del despliegue de la Gendarmería en todo el territorio nacional, que la llevó a contribuir con la gestión de organizaciones o movimientos con capacidad para “alterar el orden público”. Su actuación se nutrió de la figura de los negociadores especialmente formados, quienes se ocupaban de indagar las características de las organizaciones, sus referentes y la vida en los barrios, de conversar para negociar la circulación de los vehículos, o bien intermediaban con las autoridades municipales, provinciales o nacionales para resolver el problema. Simultáneamente, para el ámbito de la CABA, el gobierno de entonces creó en 2003 un cuerpo especial en la Policía Federal –la División Operaciones Urbanas de Contención de Actividades Deportivas (Doucad)–, entrenado para “contener” sin reprimir y resistir sin reaccionar, que tenía prohibido el uso de armas letales. La negociación era una instancia fundamental para evitar la represión. Los comisarios con jurisdicción en los ministerios nacionales de Desarrollo Social y de Trabajo intermediaban entre los referentes de los manifestantes y los funcionarios nacionales encargados de atender las demandas, a fin de liberar las calles y avenidas cortadas.

Analizar esta etapa histórica desde la perspectiva de la Gendarmería revela una vez más que las agencias estatales que gestionaron esas poblaciones en la Argentina reciente no han sido necesariamente congruentes entre sí ni tampoco hacia adentro. De este modo, los esfuerzos por reponer, suturar, expandir o recomponer el Estado benefactor estuvieron a la par del crecimiento acelerado de la fuerza militar federal que nos interesa. Las incongruencias acumuladas, sumadas a condiciones sociales imposibles de administrar por el gobierno de turno, son evidentes en la Gendarmería, no solo por la diversificación de sus despliegues y la disparidad de sus misiones, sino sobre todo por sus mutaciones, que también se expresan en el modo de vida de sus integrantes.

Algunas precisiones sobre el trabajo de campo

Podríamos agrupar en cinco etapas el proceso de producción de datos que demandó la escritura de este libro. Algunas no tuvieron el carácter usualmente atribuido al trabajo de campo etnográfico, y aun así fueron imprescindibles para que este pudiera comenzar y seguir una trayectoria relativamente próspera. Como le ocurrió a Federico Neiburg (2017) en Haití, en algunos casos la publicidad y la exposición del conocimiento producido fue el ingrediente sustancial y en otras lo fue su ocultamiento, la reserva de información ya sea a la Gendarmería, al Ministerio de Seguridad o a la prensa. La primera etapa comenzó en 2008, cuando el libro Los usos de la fuerza pública. Debates sobre militares y policías en las ciencias sociales de la democracia (Frederic, 2008) llegó a manos de un oficial que cursaba una maestría virtual en la Universidad Nacional de Quilmes (Unqui) y estaba destinado en el Instituto Universitario de Gendarmería Nacional Argentina (Iugna). El Iugna se presentaba por primera vez a evaluación de la Coneau y, a través de ese contacto, me pidieron que diseñara el área de investigaciones aún en ciernes. Me propusieron que quedara como secretaria de investigación, pero no acepté; aun así, mi relación con algunos de esos oficiales, que luego fueron destinados a otras áreas de la Gendarmería, perduró en el tiempo.

La segunda etapa resultó de la convergencia entre algunas preguntas de investigación y las demandas de conocimiento del flamante Ministerio de Seguridad de la Nación, formalizadas en sucesivos convenios con la Unqui. La solicitud consistía en realizar un diagnóstico sobre la formación y capacitación de las fuerzas federales de seguridad. Yo había dejado el cargo de subsecretaria de Formación del Ministerio de Defensa (2009-2011), al que había llegado por la convocatoria de Nilda Garré. Esta experiencia de diseño e implementación de políticas destinadas a las Fuerzas Armadas, tanto como las investigaciones ya mencionadas (Frederic, 2008), me dieron un lugar para intervenir desde la investigación y el asesoramiento. Organicé un grupo de investigadores[11] con el que hicimos primero un estudio sobre la formación en la Policía Federal (Frederic, Galvani y otros, 2016) y luego en la Gendarmería. Los informes producidos contaban con descripciones exhaustivas, resultado de horas de observación participante y entrevistas, y circularon entre las máximas autoridades de la Federal y la Gendarmería, con excepción del informe sobre el Operativo Cinturón Sur, que el ministerio resolvió no difundir. En cualquier caso, los datos aquí volcados son producto de mis propias observaciones y conversaciones en distintas instancias del trabajo de campo y no proceden de los informes en su momento enviados al ministerio. Durante esta segunda etapa yo había resuelto concentrarme en la jurisdicción más problemática de la CABA, la Comisaría 34, donde había sido asesinado Demonty, así como en las fuerzas que actuaban allí. De ese modo pude comparar la tarea de los policías y luego la de los gendarmes en Cinturón Sur. El estado en que encontré a los gendarmes que prestaban servicio en este operativo me llevó a comunicar por escrito a las autoridades del Ministerio de Seguridad de entonces y verbalmente a los comandantes de la Gendarmería la situación crítica del personal. Dos meses después, en octubre de 2012, ocurrió la protesta protagonizada por gendarmes y prefectos en reclamo de un decreto del Ejecutivo que bajaba aún más sus salarios y precarias condiciones de trabajo. Mi intervención en Página/12, donde subrayé el carácter salarial y laboral del reclamo, contra las interpretaciones sobre su carácter golpista,[12] fue valorada por la cúpula de la Gendarmería designada luego de la movilización y acuartelamiento. Sus integrantes me invitaron reiteradas veces a conversar sobre el problema e incluso me pidieron que diera una conferencia para un grupo de 100 oficiales de mayor jerarquía.

La tercera etapa estuvo marcada por mi interés en conocer la “frontera”, ese ambiente operacional que los gendarmes reclamaban como su lugar en el mundo y donde desarrollaban las tareas que ellos habían elegido como “Centinelas de la Patria”. En 2013, dando continuidad a los convenios iniciados entre Seguridad y la Unqui, viajé en dos oportunidades a Orán y Aguas Blancas (provincia de Salta), sobre la frontera con Bolivia, para conocer la vida operacional y educativa en el escuadrón y sus secciones. Durante mi segunda estadía, nuestros estudios etnográficos sobre el accionar de la fuerza continuaban siendo de interés para las nuevas autoridades civiles y sobre todo para los gendarmes. Para entonces el nuevo director de Personal había lanzado una convocatoria para incorporar antropólogos a la Gendarmería, que ya contaba con dos en el Iugna. Quería ampliar esa participación a otras funciones. Cuando me consultaron sobre su interés y las dificultades, les expliqué que la idea de ser asimilados al estado militar desalentaba a la inmensa mayoría de mis colegas.

La cuarta etapa, entre 2015 y 2016, no obedecía a ninguna demanda del ministerio, pero contaba con el interés de las autoridades de la fuerza, quienes me recibieron y aportaron datos relacionados con las denuncias de gendarmes contra las autoridades. También mantuve conversaciones y realicé algunas entrevistas con oficiales y suboficiales en actividad y en disponibilidad[13] como consecuencia de aquella protesta, e incluso con retirados. Recogí distintas versiones de la disidencia y el inconformismo de quienes, aun estando fuera de servicio, seguían sintiéndose gendarmes y pensaban herramientas para mejorar el bienestar de sus camaradas. Fui contactada por uno de esos oficiales, ya retirado, para integrar equipos multidisciplinarios que pudieran asistir a las fuerzas de seguridad y policiales en temas de bienestar en todo el país. Misión que me interesó pero no llegó a concretarse.

La última etapa del trabajo de campo me permitió abordar una vez más el espacio operativo, recorrer las unidades de prevención barrial de Cinturón Sur, los escuadrones y destacamentos de Buenos Aires y del interior, y conversar con el personal de todos los grados sin restricciones. Esta etapa se vio facilitada por el vínculo construido durante las anteriores y por haber ganado la edición 2017 del concurso de proyectos de investigación científico-tecnológicos (PICT) del Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología con el tema “Estado y seguridad pública. Obediencia, desobediencia y autoridad en las fuerzas policiales y de seguridad en la Argentina contemporánea”. A la Dirección Nacional le interesaba el tema porque había reincorporado a 95 de los 108 destituidos por la protesta de octubre, y no podía supervisar su reintegración. Sin embargo, la desaparición de Santiago Maldonado demoró el acceso hasta que finalmente las autoridades políticas autorizaron el estudio con el único pedido de que fuéramos prudentes y reservados. Seguimos la indicación hasta la represión de diciembre de 2017, cuando la Gendarmería hizo su bautismo de fuego como fuerza antidisturbios en jurisdicción de la CABA con motivo del tratamiento parlamentario de la ley previsional, y fue encontrado el cuerpo sin heridas de Santiago Maldonado. Fue entonces cuando produje algunos textos de divulgación de esta última etapa de trabajo de campo, los que envié apenas publicados a las máximas autoridades de la fuerza.[14]

Sin duda, el punto de inflexión en mi vínculo de casi diez años con gendarmes de diversa jerarquía fue la mencionada intervención en un medio gráfico de circulación nacional durante el conflicto protagonizado por gendarmes y prefectos en octubre de 2012. Mi postura no convalidó el argumento de buena parte del gobierno de entonces, según el cual el objetivo era “desestabilizar” y propiciar un “golpe de Estado”. En aquel momento recibí un llamado del subdirector nacional de la Gendarmería, que me dijo estar de acuerdo conmigo y expresó las enormes dificultades de los oficiales superiores para entender y abordar en profundidad los problemas del personal. En la ecuación había otro elemento nada despreciable: la gran desconfianza del ala política hacia las fuerzas de seguridad, en las que paradójicamente no dejaba de fundarse la última ratio de su autoridad.

El hecho de haber aportado una visión diferente de aquella sostenida por parte del oficialismo de turno me ubicó entre quienes podían dialogar con ellos. Eso fue posible en parte porque, como antropóloga, contaba con las herramientas para conocer, teórica y empíricamente, la visión que tienen sobre sus vidas aquellos cuyo mundo pretendemos conocer. Deambular entre gendarmes, habitar sus aulas, oficinas, patrulleros y contenedores, caminar con ellos, entender su sufrimiento, su bronca, su agresión y sus alegrías, y situarlos en un contexto compartido con nosotros y en procesos sociopolíticos comunes menos evidentes, suspende el miedo y con ello la cosmovisión que divide amigos de enemigos, culpables de inocentes, autoritarios de democráticos, militares de civiles, víctimas de victimarios. La perspectiva que propongo indica que esa serie de oposiciones niega la cesión de un trabajo político que ni militantes, ni funcionarios, ni referentes consiguen hacer por sí solos, como sí ocurría en las primeras décadas de la joven democracia. Y pone en evidencia su transferencia tácita a quienes la narrativa democratizadora en la Argentina expropió sus capacidades políticas.

Sobre la estructura del libro

En rigor, este libro se propone tomar la Gendarmería como un caso que ilumine la dimensión política de un proceso asumido como de “seguridad” en un contexto en el cual otros modos de protección estatal se tornaron insuficientes para gestionar ciertas poblaciones. Es también una lente para explicar de qué manera los obstáculos de esa forma de administrar poblaciones se expresaron en los cuerpos, las emociones y el sentido de servir a la fuerza e impusieron nuevos cercos a ese ejercicio de la soberanía estatal. De tal suerte que la propia agencia estatal fue mutando de maneras más o menos imperceptibles y con ello –y no solo por este proceso–, lejos de ser inerte, mutó también el sentido de lo militar.

Para dar cuenta de la combinación de aspectos que conlleva ese proceso político, nuestro punto de vista se orientará a entender el modo en que los y las gendarmes construyeron el ambiente operacional donde intervenían, cómo lo pensaban y sostenían (Ruffa, 2014) aun cuando lo criticaran o reprobaran. Desde esta perspectiva, que mira el ejercicio del poder de “abajo hacia arriba”, las cuestiones a atender se desplazan de aquellas que fijan las agendas públicas democratizadoras en cuanto a “seguridad”. Así, lo primero que se advierte es la discordancia entre la agencia puesta a gestionar ciertos problemas y la fuente que los origina, un aspecto dejado al margen de las transformaciones de la democracia real en los inicios del siglo XXI en la Argentina.

Bajo esta orientación, los tres primeros capítulos se sitúan en los tres principales ambientes operacionales donde actúan los y las gendarmes, en tanto que el capítulo 4 analiza y describe la lógica de las mutaciones del servicio de esta fuerza militar políticamente amplificada. El capítulo 1 describe las operaciones del último destacamento móvil antidisturbios, la unidad considerada “más militar” por la propia Gendarmería. Creado en 2011 para administrar, junto con el Destacamento Móvil 1, las poblaciones que expresaban sus demandas en la vía pública del AMBA, su análisis ilumina las implicancias del modo más violento del ejercicio político estatal. Al mismo tiempo, nos muestra un ambiente operacional caracterizado por las precarias condiciones laborales del personal que debe gestionar a quienes fueron expulsados o relegados del mercado de trabajo formal. Negociar, aguantar, reprimir, golpear, gasear, sufrir, caer o morir: esos eran los movimientos que fijaban el criterio político que se ponía en acto ante los piquetes y manifestaciones callejeras.

El capítulo 2 se ocupa de la gestión de poblaciones en la frontera norte, el ambiente operacional tradicional de los Centinelas de la Patria: un escuadrón de frontera en una de las zonas “más calientes” del límite con Bolivia, desde la perspectiva de la Gendarmería. El homicidio de un bagayero durante un patrullaje será el acontecimiento que nos permitirá mostrar la agresividad de los y las gendarmes como un “momento” de la impotencia contenida. Pero a la vez nos guiará hacia el origen de ese sentimiento: la constatación cotidiana –por parte de estos agentes– del fracaso en administrar –mediante controles con decomisos aleatorios o sistemáticos– a una población cuyo principal medio de vida es el bagayeo. Ese homicidio articuló la crisis de un ambiente operacional horadado por los conflictos en la organización del personal y sostenido por una trama local de agentes federales, cuyo equilibrio fue desestabilizado por la creciente legitimidad de los bagayeros y su trabajo: el así llamado “comercio ilegal”.

El siguiente capítulo analiza cómo el conflicto en torno al trabajo policial –resistido por los y las gendarmes– amplía la faz política del servicio. Desplazados de manera progresiva hacia un escenario desconocido –las villas del AMBA–, los gendarmes produjeron un ambiente operacional con retazos de experiencias profesionales y personales. Los relatos sobre quienes se “adaptaron” y sobre quienes sucumbieron describen la consolidación de esta forma de administrar poblaciones que el Estado declara al borde de la soberanía estatal, jurídica y ciudadana. En el camino, la institucionalización de estas operaciones impugnó el carácter militar de la fuerza.

El capítulo 4 recoge una serie de alteraciones del servicio destacadas en los capítulos anteriores para explicar cómo, en el contexto de coexistencia entre el posneoliberalismo y el ideal del Estado benefactor, la asunción tácita de la acción política que demanda su servicio y la expropiación de su capacidad para ejercerla mutaron el sentido de la obediencia para los gendarmes. La puerta de acceso a esas mutaciones fue la combinación entre la monetización del servicio y la sociabilidad, por un lado, y el derecho a la demanda contra el superior concedido por la reforma del código de disciplina militar, por otro.

Al final del camino quedará claro por qué la obediencia debida, la herencia del terrorismo de Estado, la idea de enemigo interno y un sentido de lo militar indisociable de esos conceptos explican muy poco de los procesos que envolvieron a esta fuerza pública en la historia reciente. Por esta razón, el capítulo 5 nos lleva a analizar la trágica muerte de Santiago Maldonado durante un desastroso operativo de Gendarmería como un acontecimiento inestimable para indagar y reflexionar sobre nuestros presupuestos conceptuales. Puesto que estos se sostienen, y nos sostienen, abrazados y abrazadas a una comunidad política y moral fundada en el miedo a la repetición del terrorismo de Estado, la desaparición de Santiago despertó a esa comunidad, la interpeló y la obligó a reaccionar. Y desde esa comunidad se interpretaron los sucesos, antes que desde aquello que había ocurrido con los y las gendarmes y la Gendarmería en los quince años previos.

[1] Al comparar los fondos aprobados por las leyes de presupuesto de 2004 y 2015 destinados a la Policía Federal Argentina y a la Gendarmería Nacional, se puede observar que el crecimiento fue de 1524,12% y 1966,81%, respectivamente, en tanto el de cargos, del 27,42% y 110,85%.

[2] Una de las comisarías cuya jurisdicción fue tomada por la Gendamería no solo había sido responsable de la muerte de Demonty; además, allí se desempeñaban los policías culpables del montaje de una causa, en 2005, a una persona que había sido perseguida, baleada, encarcelada, y luego condenada. El hecho se conoció como la Masacre de Pompeya y fue llevado al cine en 2010 bajo el nombre de El Rati Horror Show.

[3] “Chaumont, un argentino que estará a cargo de la policía”, La Nación, 15/1/2010, disponible en <www.lanacion.com.ar> (consultado: 9/1/2019).

[4] “El barrio fuerte”, disponible en <cronicasperiodisticas. wordpress.com> (consultado: 9/1/2019).

[5] Guitarra pequeña, típica de la música brasileña.

[6] D. Rojas, “Los Expedientes Secretos X”, disponible en <www.plazademayo.com> (consultado: 5/1/2019).

[7] “La izquierda vuelve con el ‘inexistente’ Proyecto X ante los ‘escalofríos’ de CFK”, Perfil, 10/7/2013, disponible en <www.perfil.com> (consultado: 5/1/2019).

[8] Así se conoce a los doce años de gobierno de los presidentes Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015).

[9] “La Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) es una organización gremial independiente de todos los partidos políticos, representativa de los trabajadores de la economía popular y sus familias. La CTEP es una herramienta de lucha reivindicativa para la restitución de los derechos laborales y sociales que nos arrebató el neoliberalismo y que aún no hemos recuperado” (véase su sitio <ctepargentina.org/nosotros>).

[10] La Gendarmería se ocupó de reprimir las protestas policiales en diciembre de 2013 en algunas de las 20 provincias donde ocurrieron.

[11] Lo integraron Mariana Galvani, Sabrina Calandrón, Tomás Bover, Mariano Melotto, Agustina Ugolini, Iván Galvani, Guillermo de Martinelli y Daniel Fichtenbaum.

[12] Véase W. Petrot, “Otra clase de asalariados”, Página/12, 5/10/2012, disponible en <www.pagina12.com.ar> (consultado: 15/1/2019).

[13] La condición de disponibilidad suele tomarse durante los sumarios administrativos por sanciones o durante enfermedades con tratamiento prolongado. Su plazo, que no es mayor a un año, retira al gendarme del servicio y baja su salario a la mitad.

[14] Estos artículos aparecieron en formato digital con los siguientes títulos: “Mensajes cruzados en la construcción de la Gendarmería como tropa de seguridad propia”, disponible en <www.observatoriode politicacriminal.com>; “Sufrir, servir, gasear, cazar. La represión según las fuerzas de seguridad” y “La policía también va al muere. El caso Chocobar”, disponibles en <revistaanfibia.com>; y “Desenmascarados y revestidos”, disponible en <www.elcohetealaluna.com>.

La Gendarmería desde adentro

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