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Capítulo 1

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LA MITAD inferior del ardiente sol había desaparecido detrás de las montañas cuando Nick Claiborne atravesó la pista del aeropuerto de Rattlesnake Corners, Wyoming. Allí lo esperaba su avioneta, a la que llamaba afectuosamente Ginny.

Había volado desde Dakota del Sur esa mañana y pasado el caluroso día de junio buscando a una mujer que hacía veinte años que se había mudado. Ahora tenía que volar a Nebraska a seguir con la búsqueda.

En cuanto hubiese despegado y tuviese a Ginny en el aire, solo con las estrellas, podría relajarse. Siempre le pasaba igual cuando lograba volar. Al ser detective privado, no tenía demasiado tiempo para hacer eso. Ese caso, aunque resultaba frustrante en otros aspectos, al menos le daba esa posibilidad.

Caminando alrededor de Ginny, completó la revisión de rutina, soltó las sujeciones, y subió por el ala hasta la puerta… que estaba ligeramente abierta. Qué extraño. Siempre tenía tanto cuidado en cerrarla con llave…

Abrió la puerta de golpe, preparándose para subir y sentarse en el asiento que, tras tantos años de uso, ya se le había amoldado al cuerpo. Pero pasaba algo raro… su avión no solía oler a madreselvas.

—¡Hola! ¡Soy Analise Brewster! Usted debe ser Nick Claiborne.

Nick se quedó cortado.

—¿Analise Brewster? —repitió—. ¿Mi cliente Analise Brewster? —preguntó, como si pudiese haber más de una.

—Así es. Me alegro de verlo. Se hacía tan tarde que temía haberme equivocado de avión, excepto que este es el único aparcado aquí.

Ella sacó un par de delgados pies calzados con sandalias color turquesa y luego unas larguísimas piernas doradas que medían al menos una milla. Llevaba pantalones cortos que le daban un aspecto increíblemente sexy, y una blusa de seda color turquesa que se le amoldaba a los senos redondos.

Tuvo que hacer un esfuerzo para mirarla a la cara.

De pie frente a él, casi con su misma altura, a pesar de que él medía más de uno ochenta, ella sonrió indecisa. Sus labios generosos se abrieron para mostrar los blancos dientes.

¿Qué hacía mirándole los labios de esa forma a una mujer que lo había emboscado en su propio avión… una mujer comprometida?

Ella tendió una mano delgada y él la aceptó automáticamente, demasiado aturdido para hacer otra cosa, los dedos cerrándose sobre la suave piel.

—¿Qué hace aquí? ¿Cómo se subió a mi avión?

—Recibí su fax anoche —explicó ella—. Llamé a su oficina esta mañana y le dije a su secretaria que pensaba encontrarme con usted aquí, pero parece que no ha recibido el mensaje.

—No. No he recibido el mensaje. No he hablado con la oficina hoy —dijo Nick, mirando el desierto aeropuerto—. ¿Cómo llegó aquí?

—Me fui en coche hasta Tyler esta mañana y alquilé un avión. Y cuando llegué aquí usted ya no estaba, pero el hombre de dentro me dijo que este era su avión y que usted volvería ya que había tomado prestada su camioneta porque no había coches de alquiler, así que yo… esperé. En su avión, para que no se me escapara.

Ella hablaba más rápido aún que lo que recordaba por teléfono, pero los cables y circuitos telefónicos no le habían hecho justicia a su voz. Él carraspeó e intentó aclararse la mente también.

—No comprendo qué hace aquí.

Durante un momento, ella pareció confundida y miró alrededor como si se sintiese sorprendida de encontrarse allí. Luego su mirada retornó a él y volvió a esbozar la sonrisa.

—Pues, para estar aquí cuando usted encuentre a la mujer que le tendió la trampa al padre de mi novio, por supuesto.

—¿Por qué? —se cruzó de brazos él.

—¿Por qué? —pareció estar nuevamente confundida—. Me parece obvio.

—Pues a mí no, así que, ¿por qué no me lo explica? ¿Qué motivo podría tener para viajar miles de millas a ver cómo arrestan a una mujer?

Ella le dio la espalda y se inclinó para buscar algo en el avión. Nick intentó no mirar su redondo trasero con los pantalones cortos, pero no pudo hacerlo.

Ella se enderezó, sacando una bolsa de viaje, de la cual, tras buscar un poco, sacó una cámara.

—Podría sacar una foto —dijo—. Tal como le he explicado, lo he contratado a usted como regalo de boda para Lucas, mi novio. Pero no se lo he dicho todavía, ya que es una sorpresa, así que podría tomar una fotografía para probarlo, ¿comprende?

—No —dijo él—. No sé a lo que se refiere. Acaba de inventarse lo de tomar una foto. Todavía no me ha dicho por qué está aquí.

Ella volvió a meter la cámara en la bolsa, se la colgó del hombro, elevó la barbilla en son de desafío y lo miró directo a los ojos.

—Tengo que estar aquí.

Sus ojos eran decididamente verdes, incluso en la oscuridad creciente. No eran gris verdosos como el musgo, ni azul verdosos como el océano, sino verdes como las copas de los árboles en el verano cuando los sobrevolaba. Sintió la necesidad de sumergirse en sus profundidades, de asegurarle que no le importaba por qué había ido hasta él, que se alegraba de que estuviese allí.

Se llamó al orden mentalmente. No era su estilo dejarse dominar por las hormonas de esa forma. Estaba molesto de que ella estuviese allí, no contento.

—Abbie Prather no está aquí —gruñó, irritado de la misma forma consigo mismo que con ella—. Se mudó en 1976.

—¡Oh, no! ¿Quiere decir que la hemos perdido? ¿Qué vamos a hacer ahora?

Ella parecía tan desolada que sintió un deseo irracional de tranquilizarla, de solucionarlo, de cuidar de ella.

Era un detective privado, a quien había contratado, tuvo que recordarse. Recoger información, conseguir datos, eso era lo que hacía. No se involucraba en los problemas de la gente.

—Nosotros… yo, no la he perdido. Tengo su nueva dirección en Nebraska. Me iré esta noche para allí en cuanto usted se meta de nuevo en su avión alquilado y se vuelva a Briar Creek.

—Ah, pues bien, verá… —comenzó ella, sin mirarlo a los ojos— mi piloto se ha tenido que volver a casa porque es el cumpleaños de su hijo, así que me iré con usted a Nebraska y entonces estaré con usted cuando encuentre a Abbie después de todo.

—¡No puede hacer eso! —protestó Nick, sintiendo que el pánico lo invadía. Necesitaba su tiempo solo. No podía tener a un cliente pegado a la nuca, y menos todavía un cliente de largas piernas doradas y labios llenos.

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Mire, señorita Brewster…

—Analise. Tendríamos que tutearnos si vamos a ir a Nebraska juntos en ese avioncito de juguete.

—No vamos a ir a ningún lado en ese avioncito… en mi avión —Nick se pasó los dedos por el cabello y negó con la cabeza—. Abbie Prather no es una amateur. Robó veinticinco mil dólares del banco donde trabajaba, falsificó registros bancarios para incriminar al padre de su novio y obtuvo documentación para cambiar su identidad por la de June Martin. Eso lo hace alguien que sabe cómo jugar el juego. ¿Qué le hace pensar que se ha quedado en Nebraska más que un par de años? Le dije cuando acepté el caso que era muy difícil porque era muy antiguo.

Analise se cruzó de brazos, levantando con ellos sus pechos, que se levantaron y quedaron apretados entre ellos, con la sedosa tela de la blusa marcando cada curva. Él había pensado que la noche veraniega estaba refrescando, pero eso fue antes de que Analise se cruzara de brazos.

—No hay ni motel ni dónde alquilar un coche cerca de Casper —le dijo ella con firmeza—. El hombre de la oficina me lo ha dicho. Así que, a menos que pretendas que pase la noche en esta dura y fría pista donde probablemente hay serpientes de cascabel, tendrás que llevarme a Nebraska.

Nick se dio cuenta de que ella tenía razón. Sus planes de un vuelo pacífico y solitario para relajarse salieron volando. No tenía alternativa. Levantó las manos resignado.

—¡De acuerdo, de acuerdo! Te llevaré a Nebraska y mañana harás planes de cómo volverte a tu casa.

—De acuerdo.

—Y no vas a seguir conmigo de aquí para allá detrás de Abbie Prather.

—Ya he dicho que de acuerdo, ¿qué te pasa?

No estaba seguro de creerla. Sentía temor e ilusión a la vez por volar a Nebraska con ella en su avión. Eso era lo que le pasaba.

—Siempre que quede claro que no estarás presente cuando encuentre a Abbie Prather.

Ella no respondió.

—Para eso me has contratado, así que mañana no vendrás conmigo y listo —dijo él, subiéndose al avión. Se sentó en su asiento, pero ya no le resultó tan cómodo, como si la intrusión de Analise lo hubiese alterado físicamente. Ella entró y se sentó junto a él, cerrando la puerta. Qué extraño que nunca antes se hubiese dado cuenta de lo pequeña que era la cabina, lo cerca que su asiento se encontraba de el del pasajero. Se ajustó el cinturón de seguridad y comenzó el rutinario chequeo, haciendo un esfuerzo consciente para ignorarla.

En cuanto el motor comenzó a rugir, Analise sacó una bolsa de patatas fritas de esa enorme bolsa de viaje, la abrió y comenzó a comerlas ruidosamente.

—¿Podrías hacer menos ruido? No puedo oír el motor.

—Perdona. Me pone nerviosa volar, así que trato de distraerme.

¡Genial!

—¿Tienes una chocolatina o algo un poco menos ruidoso?

—Supongo que no tendrás ese mal genio de aquí a Nebraska, ¿no?

—Pues sí —le aseguró—, y peor todavía. Por cierto, nunca me dijiste cómo te metiste en mi avión. Estoy seguro de que dejé echada la llave.

—La abrí con una ganzúa —le quitó ella el papel a una chocolatina—. Tuve un novio en la universidad que me enseñó.

—¿Saliste con un criminal?

—¡Por supuesto que no! Richard era un policía de la secreta. ¿Quieres una chocolatina? Tengo muchas.

—No, gracias —masculló él. Se le habían agarrotado los músculos del cuello nuevamente y sentía el dolor de cabeza amenazándolo detrás de los ojos.

Intentó concentrarse en las cosas que le encantaba de volar, especialmente volar por la noche: la sensación de libertad, de aislamiento y serenidad. Durante las siguientes ciento y pico de millas, la tierra allá abajo estaría completamente a oscuras, excepto por algún coche o casa. No habría luces de ciudad, nada a la redonda en el norte, sur, este, oeste, arriba o abajo.

Nada más que Analise con sus generosos labios que mordían la chocolatina y sus largas piernas que cruzaba hacia un lado con recato, pero que no tenían ningún aspecto de ser recatadas. Analise Brewster sentada a unas pulgadas de él, tocándolo con los aromas entremezclados de madreselva y chocolate.

—Siéntate derecha y ajústate el cinturón —le dijo con rudeza.

Ella respondió con tanta rapidez, que lo hizo sentirse culpable de haberle hablado de esa forma.

El avión comenzó a rodar por la pista mientras él hacía el chequeo de los instrumentos y tomaba el micrófono para anunciar su intención de despegar a los aviones que estuviesen al alcance de su radio.

Iba a ser un vuelo largo, larguísimo.

Al sentir que el avión despegaba, Analise mordió con desesperación la chocolatina y el estómago le dio un vuelco. Esa era la parte que más miedo y excitación le causaba, el momento en que el avión se quedaba suspendido en el aire. Nunca comprendería cómo toneladas de metal con alas que no se movían podían mantenerse en el aire.

Comió más chocolatina, intentando no prestarle atención a la sensación que tenía en el estómago y, a la vez, no parlotear, algo que le sucedía cuando estaba muy nerviosa. Nick le había indicado que necesitaba silencio mientras maniobraba, y no quería causar que se equivocase y que destruyese la magia que los mantenía suspendidos en el aire, haciéndolos caer en picado al suelo.

Ya había parloteado bastante esa noche, de todos modos. Cuando él llegó, ella estaba bastante nerviosa, había comenzado a pensar que tendría que pasar la noche en el avión. Lo cierto era que desde que entrara al aeropuerto, con su avión alejándose de regreso a Tyler, para enterarse de que Nick no la esperaba, se había preocupado cada vez más.

Ese último acto impulsivo de lanzarse a atravesar el país una semana antes de su boda, quizás no resultase una de sus mejores ideas. Probablemente preocuparía más a sus padres. Parecía que cuanto más trataba de ser la hija perfecta, peor se ponían las cosas.

Sus padres no estaban demasiado contentos de que se tomase tanto tiempo para decidir su boda con Lucas Daniels. La ceremonia sería el próximo sábado y el ensayo estaba planeado para ese día, una semana antes, el único momento en que podían ir a la iglesia.

Y cuanto más se acercaba el ensayo, más nervios y claustrofobia tenía. A eso de las cuatro de la mañana había decidido que lo que realmente necesitaba era ir a Wyoming para asegurarse de que Nick lograba acumular suficientes evidencias para limpiar el nombre del padre de Lucas antes de la boda para que sus padres pudiesen asistir. Seguro que su preocupación sobre el tema era lo que le estaba causando inquietud.

Le había parecido una idea genial en su momento, pero las preguntas que Nick la habían hecho preguntarse sobre sus motivaciones. No era precisamente lógico. Un lío tras otro. La historia de su vida, llena de buenas intenciones pero con mala suerte.

Mientras se comía la chocolatina desesperadamente, le lanzó una mirada de reojo a Nick. Las luces del tablero acentuaban los planos de su cara, dándole una apariencia más interesante y peligrosa que cuando lo conoció. Su pelo largo le cubría el cuello de la camisa vaquera desteñida. Llevaba los primeros botones de esta desabrochados y le asomaba por ahí rizos del vello del cuerpo.

Analise se dio vuelta el anillo de diamantes en el dedo y pensó en la suerte que tenía de estar comprometida con un hombre bueno como Lucas Daniels. Se imaginó su rostro guapo con su amable sonrisa, el cabello negro inmaculadamente recortado, que indicaba sus antepasados indios. Lucas era su mejor amigo, el mejor amigo de sus padres. Cuando ella y Lucas estuviesen casados, sus padres tendrían que reconocer que ella por fin había hecho algo bien. Podían dejar de preocuparse por ella cada minuto del día.

Se alegraba de haber tomado finalmente la decisión de casarse con él. La sensación de sentirse atrapada seguro que era normal en todas las novias.

Dentro de seis días y medio se casaría con Lucas y eso al menos le evitaría un tipo de problemas. Nunca más correría ella el riesgo de liarse con un hombre porque este tuviese un aura de peligro y coraje. El aura que Nick exudaba por cada poro de su cuerpo.

Nick puso el piloto automático y se echó hacia atrás en el respaldo. Analise hizo una bola con el papel de la chocolatina y sacó una bolsa de galletas de chocolate rellenas.

—No me extraña que estés tan acelerada, si comes tanta azúcar —masculló Nick.

—Ya te lo he dicho, volar me pone nerviosa.

—¿Y por qué vuelas si te pone nerviosa?

—Porque es la forma más rápida de llegar a todos lados, por supuesto. De todos modos, tengo una teoría. Si le tienes miedo a algo, tienes que hacerlo y luego no tendrás más miedo. Ya que mis padres se han dedicado en cuerpo y alma a preocuparse por mí, yo podría ser una miedica si no hiciera un esfuerzo por hacer todas las cosas que ellos consideran que no debería hacer.

Le ofreció la bolsa de galletas.

—Toma. A ti también te vendría bien relajarte un poco. Seguramente no tienes nervios de volar. Aunque si sigues mi teoría, ser piloto sería lo lógico para superar un miedo.

—Me encanta volar —aceptó él un par de galletas—, pero no he comido.

Eso estaba bien. Compartir una bolsa de galletas era una experiencia que unía.

—Entonces, pues —dijo ella, intentando levantarle un poco el espíritu a ese piloto tan raro—, dime lo que has descubierto hoy sobre Abbie Prather —pero él no respondió inmediatamente y un músculo le latió en la mandíbula. Quizás seguía masticando la galleta—. Me lo puedes dar verbalmente en vez de mandarme un fax, ya que no estaré en casa para recibirlo —lo alentó, dándole tiempo más que suficiente para que tragara.

—Busqué los registros de Casper —dijo él finalmente— y hablé con la gente que vive en el área donde vivía Abbie Prather, y descubrí dos cosas: que se mudó a Nebraska en 1976 más o menos y que llevaba una niñita.

—¿Una niñita? ¿De dónde sacó una niñita?

—Supongo que la consiguió de la manera habitual.

—¡Pero no tenía un bebé cuando se marchó de Briar Creek! ¡Y tú no mencionaste un bebé en Dakota del Sur, ni tampoco un marido!

—No hay evidencia de un marido. Supongo que tuvo el bebé justo antes o justo después de marcharse de Texas. La gente con la que hablé hoy creían que el bebé tendría unos dos años al llegar y unos cuatro al marcharse.

—¿Pero dónde estaba ese bebé cuando ella se hallaba en Dakota del Sur?

—En Dakota ella vivía alejada de la gente, igual que en Wyoming. De haber tenido el bebé en Dakota del Sur, habría sido fácil esconderla. Una niña de dos años es más difícil, y la gente que la vio dice que era muy llamativa, pelirroja y siempre metiéndose en líos. Cada vez que la veían, Abbie la estaba persiguiendo y gritándole, aunque dicen que cuando se marcharon la niña se estaba acobardando un poco con tanto grito.

—Una niña pelirroja de cuatro años de edad —dijo Analise, triste al pensar en que la hija de Abbie se acobardase—. Tendrá más o menos mi edad. Si Abbie no hubiese robado ese dinero y se hubiese marchado del pueblo, quizás su hija y yo habríamos sido amigas. Es terrible que Abbie le quebrase el espíritu con sus gritos, pero al menos ahora sabemos por qué robó el dinero.

—¿Crees que robar el dinero para ocuparse de su hija justifica haberlo hecho?

—Por supuesto que no, pero explica por qué lo hizo. Debía estar embarazada en Briar Creek y el padre no quiso casarse con ella, así que tuvo que marcharse avergonzada…

—¿Marcharse avergonzada? Si fue en 1972, no en 1872.

—Biar Creek puede ser muy provinciano. Total, que logró esconder su embarazo, pero sabía que no podría esconder el bebé… hacen demasiado ruido, así que robó el dinero y se marchó de la ciudad. Si se hubiese quedado en Briar Creek y dado a la niña en adopción, mis padres podrían haberla adoptado y yo tendría una hermana. Querían otro niño.

Analise tuvo una extraña sensación. Qué pena que se hubiese perdido esa oportunidad, cuando siempre había soñado con tener una hermana. Incluso se inventó una, una pelirroja como ella a la que había llamado Sara. Abbie no parecía ser una buena madre, mientras que sus padres eran prácticamente perfectos… contrariamente a su cambiante hija.

—Así es más o menos como me lo imaginé. Sin embargo, hay que tener en cuenta de que ello podría significar que el padre de tu novio fuese el padre del bebé.

—¡De ninguna manera!

—Entonces, ¿por qué lo eligió a él para que resultase culpable?

—Porque él era el candidato más probable. Ya se había metido en líos cuando era adolescente. Su familia era verdaderamente pobre, y ya desde la secundaria salía con la madre de Lucas, que no era rica, pero tampoco pobre. El caso es que quería llevarla a la fiesta de graduación y como no tenía suficiente dinero para alquilar un smoking, robó uno. Al menos, eso es lo que intentó hacer, pero lo pillaron. Salió en libertad condicional porque tenía planeado devolverlo después de la fiesta y era un alumno de matrícula de honor, y nunca se había metido en líos antes, pero cuando surgió lo del banco y parecía que él era el culpable, nadie se preocupó de seguir investigando.

—Lo cual no significa que no fuese el padre de la hija de Abbie Prather. ¿Por qué no investigó esto tu novio? —levantó la mano para acallar sus protestas—. Lo único que quiero decir es que puede ser que estés metiéndote en camisa de once varas. Quizás no sea el tipo de regalo de boda que le guste a tu novio. Puede que haya un buen motivo para que no investigase.

—Hay un buen motivo, es decir un motivo bastante bueno, si uno lo ve desde el punto de vista de Lucas. Solo tenía cuatro años cuando encarcelaron a su padre, así que lo único que recuerda es cómo trataban a su familia por ser la de un convicto. En cuanto su padre salió de la cárcel hace dieciséis años, se mudaron a Pennsylvania, donde nadie sabía nada de ello y comenzaron una vida nueva. Sus padres le han dicho repetidas veces que tienen que olvidarse de aquello y seguir adelante, darse a sí mismos y a los demás la oportunidad de olvidar. Ni siquiera vendrán a Briar Creek para la boda.

—Y si ellos no quieren sacar los trapos sucios, ¿para qué lo haces tú?

—Para que sus padres se sientan cómodos al venir a nuestra boda y porque Lucas, en el fondo de su corazón, quiere saber la verdad.

—Ajá —era obvio que no la creía.

—¡En serio! De acuerdo, nunca me lo ha dicho, pero lo indica todos los días con sus acciones. Es médico. Podría ejercer en cualquier parte del país, pero decidió ir a Briar Creek a trabajar con mi padre. Intenta indicar con su comportamiento ejemplar que su padre no podría ser culpable de ninguna manera. Si él dice que su padre es un hombre de bien, yo lo creo. Encuentra la partida de nacimiento de esa niña y veremos quién es el padre y te garantizo que no será Wayne Daniels.

—Tengo toda la intención del mundo de hacerlo, pero hoy es sábado por la noche y los juzgados no abren hasta el lunes por la mañana a las nueve.

—Entonces —suspiró ella—, supongo que tendremos que esperar para aclarar ese punto. ¿Cómo se llama la niña? ¿Lo recordaba alguien?

—Oh, sí. Muchas personas lo recordaban porque Abbie le gritaba tanto. Sara.

—¡Sara! —la extraña sensación la volvió a asaltar—. Cuando yo era pequeña, mi hermana imaginaria se llamaba Sara, y luego, cuando tenía seis años, llamé así a mi muñeca favorita.

—Es un nombre corriente.

—Supongo que sí —pero su muñeca, al igual que ella y la hija de Abbie, era pelirroja. De hecho, todavía tenía la muñeca en su cochecito en un rincón de su dormitorio, como si no pudiese desprenderse de una parte de su infancia.

Se quedó en silencio un instante, pensando en la hija de Abbie, en el parecido de cabello y edad, y en tener una muñeca con el nombre de la niña. Si creyese en el destino, pensaría que Sara estaba destinada a ser su amiga o incluso su hermana adoptiva, pero que el crimen de Abbie lo había torcido.

Muchas veces había oído a sus padres lamentarse de que ella no tuviese hermanos y hablar de la posibilidad de tener otro bebé. Cuando era niña, creía que ellos no lo hacían porque ella era tan problemática que a ellos no les quedaba tiempo para preocuparse de otro niño. Ahora que sabía más sobre el proceso de tener bebés, se daba cuenta de que quizás ellos no podían tener otro.

O podía ser que el supuesto original estuviese bien. Era tal su deseo de demostrar que se podía valer por sí misma, que generalmente sucedía todo lo contrario. Como con este viaje.

El avión cayó en un pozo de aire, haciendo que ella, sobresaltada, se fuese hacia delante. Aunque el cinturón la sujetaba bien, Nick alargó el brazo para protegerla, del mismo modo en que lo hacían sus padres cuando ella era pequeña e iban a frenar el coche.

Pero el contacto de Nick no tenía nada de paternal cuando le apoyó el brazo en el pecho izquierdo y la palma de la mano en el derecho.

Lo miró de reojo sin atreverse a mover la cabeza por temor a que el más leve movimiento aumentara la sensación prohibida y deliciosa del contacto accidental. Y lo terrible del tema era que ella quería que esas sensaciones aumentasen, llevarlas al límite, fueran cuales fuesen esos límites.

Se mordió el labio. No tendría que tener esos pensamientos mientras estaba comprometida con Lucas. ¡Y hablando de límites, ya se había pasado de la raya!

¡Y pensar que ella había creído que salir de Briar Creek un tiempo la iba a ayudar a relajarse! Nada podía ser menos tranquilo que viajar con Nick hacia Nebraska.

Él se inclinaba hacia delante, mirándola, detenido en el tiempo durante un instante. Ninguno de los dos se movió. Sus ojos, que eran del color del cielo de Texas, se oscurecieron como si una tormenta los hubiera cubierto. Analise se dijo que era debido al efecto de la luz en la cabina, pero la lógica no alteró el efecto de su mirada ni la descarga que sintió por su contacto.

Como si de repente él se diese cuenta de dónde tenía la mano, la retiró de golpe y miró al frente, perdidos sus ojos en la oscuridad externa.

—Perdona, ha sido un acto reflejo. Tenía cuatro hermanas pequeñas y una ex mujer que nunca se ponían el cinturón de seguridad ni en el coche ni en el avión.

—No importa —tragó Analise con esfuerzo—. Lo comprendo.

Hurgó en el bolso y sacó el resto de las galletas, para meterse una entera en la boca. Si la comida la ayudaba a olvidarse de que estaba volando, también le serviría para olvidarse del piloto, del recuerdo de su mano en su pecho, de la sensación de cosquilleo que todavía le quedaba donde él la había tocado y de la culpabilidad de traicionar a Lucas, su mejor amigo. Nick se inclinó hacia delante para hacer algún tipo de ajuste y Analise sintió su peligroso y masculino aroma, que habría reconocido en cualquier parte. Le quedaban solo otra bolsa de galletas, tres chocolatinas, dos bolsas de patatas fritas, un paquete de caramelos de menta y una bolsa de pistachos. Probablemente no le resultarían suficientes.

La novia prestada

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