Читать книгу La novia prestada - Sally Carleen - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеNICK se despertó con el ruido de las cañerías del agua. Esperaba que Analise hubiese dormido igual de mal en el motel de Prairieview, Nebraska. Así, estaría deseosa de volverse a casa.
Cuando llegaron la noche anterior, el dueño del motel se había disculpado porque el aire acondicionado no funcionaba, y la temperatura de la pequeña habitación estaba ideal para cocer pan. Para peor, lo único que había cenado eran las galletas que Analise le diera. Y cuando pensaba en que el pequeño dormitorio estaba como un horno, no podía dejar de imaginarse comida, lo que hacía que su estómago protestase desesperado.
Sin embargo, ni el calor ni el hambre habían sido las razones principales de su dificultad para dormir, dándose una y otra vuelta toda la noche, sino Analise.
Analise, que había hablado y comido casi todo el viaje, incluyendo el viaje desde el pequeño aeropuerto hasta Prairieview en el destartalado coche que le había conseguido su contacto. Había hablado sobre su novio, su padre, su madre, los padres de ella, sus amigos… Había llenado el avión de tanta gente, y los había hecho tan reales, que casi esperó que ellos también se bajasen del avión cuando aterrizaron.
Cuando llegaron al motel, los dos últimos años de paz y tranquilidad habían desaparecido sin rastro y él estaba nuevamente inmerso en el caos. Había crecido con cuatro, sí, cuatro hermanas menores, que se habían preocupado por mantener el nivel de ruidos bien alto y además por meterse sistemáticamente en líos de los cuales él las tenía que rescatar. Luego, como si lo hubiese dominado el masoquismo, cuando las mellizas se fueron a la universidad, se casó con una mujer que hacía parecer a sus hermanas seres sensatos y razonables. Hacía tres años que las mellizas se habían ido y su mujer cuatro meses después de la boda. Dos años de serenidad… hasta la noche anterior. Hasta Analise.
Era como sus hermanas y su ex mujer juntas y multiplicadas por cien. Y, para peor, a sus hormonas les daba igual. No sabía cómo podía ser posible, pero mientras el cerebro le decía que se alejara para salvarse mientras todavía podía hacerlo, su cuerpo la deseaba con una intensidad que amenazaba con dominarlo.
El poco sueño que había logrado conciliar a intervalos estuvo poblado de sueños de Analise… Analise hablando, comiendo, ofreciéndole chocolatinas, chupándose el chocolate de los dedos con esos labios suaves y llenos…
Un golpe en la puerta interrumpió los pensamientos que Nick no quería tener pero no podía evitar. Se desenredó la sábana de los pies y se puso los vaqueros mientras se dirigía a la puerta.
Recortada en la luz cegadora del sol matutino había un ángel pequeñito con el rostro arrugado y un halo de rizos blancos como la nieve. Llevaba un vestido color azul marino con cuello de encaje blanco, igual al que su abuela llevaba cuando iba a la iglesia. Elevó una resplandeciente sonrisa hacia él y le mostró la gran bandeja que llevaba.
—Buenos días, señor Claiborne. Le traigo el desayuno.
Nick pestañeó un par de veces, pero la alucinación no desapareció. Por el contrario, su olfato intervino para indicarle que el ángel llevaba panceta, huevos y café en la bandeja. Retrocedió un paso, permitiéndole que entrase.
—Soy Mabel Finch —dijo ella, moviendo la lámpara de la mesilla para apoyar la bandeja—. Mi marido, Horace, y yo somos los dueños de este sitio. Horace es quien los recibió anoche.
Levantó la servilleta, descubriendo un plato lleno de panceta frita, huevos revueltos, dos dorados bollos de pan, un recipiente con manteca y una gran taza de café.
—Gra… gracias —tartamudeó Nick, convencido de que se había muerto de un ataque al corazón debido a sus sueños con Analise y se encontraba en el cielo—. Tiene un aspecto estupendo.
Mabel atravesó la habitación para abrir las cortinas y luego se apoyó contra la cómoda, cruzando los brazos sobre el amplio busto.
—Analise quería que tomase un buen desayuno. Dijo que lo único que usted había comido anoche era un puñado de galletas.
Analise. Debió de haberlo adivinado.
—¿Cuánto hace que conoce a Analise?
—Desde más o menos las siete de la mañana. Siéntese. Coma. No querrá llegar tarde a la iglesia.
—¿La iglesia? —se dejó caer en el borde de la cama. Una cosa era que le llevase el desayuno a la habitación, pero mandarlo a la iglesia era pasarse un poco de la raya. Aunque era un precio muy bajo por semejante comida. Desplegó la servilleta, agarró los cubiertos y se puso a comer.
—Analise nos contó el motivo por el que están aquí, buscando a esa Abbie Prather.
Nick masticó la crujiente panceta mientras untaba el bollito. No permitiría que Analise le arruinara el desayuno.
—La verdad es que nosotros llevamos solo diez años aquí, y no conocemos a ninguna June Martin o Abbie Prather, aunque si ella no es una persona que socialice demasiado, quizás no la conozcamos por eso. Yo le dije a Analise que les preguntase a los ministros, ya que ellos son quienes conocen a todo el mundo.
Nick abrió el otro panecillo, sintiéndose como un embaucador al ir a la iglesia.
—Y, dicho y hecho, cuando Analise llamó a Bob Sampson, el pastor de la iglesia bautista, él le dijo que fuese a hablar con él. Analise dijo que estaba segura de que a usted no le importaría que le tomase prestado el coche para ir hasta allí, así no tenía que despertarlo.
¿Analise se había llevado el coche? Ya que tenía una sola llave, debió de poner nuevamente en práctica sus habilidades con la ganzúa, además de hacerle un puente.
—Me dijo que le dijera que volverá a buscarlo durante la escuela dominical para que ambos pudieran ir al servicio de las once —prosiguió Mabel, sacudiendo la cabeza de lado a lado, lo que no movió ni uno de sus apretados rulos—. No creo que al Buen Dios le moleste que lleve esos pantaloncitos púrpura a la iglesia, pero nosotros somos metodistas. No sé lo que los bautistas pensarán. Le ofrecí uno de mis vestidos, pero ella no quiso saber nada.
¿Pantaloncitos púrpura?
Nick dejó el tenedor, se terminó el café y se dio por vencido.
Antes de que él siquiera se levantase, Analise se había hecho amiga de los dueños del motel, conseguido que le diesen a él el desayuno, encontrado un contacto que recordaba a la persona que buscaban y le había robado el coche para irse a la iglesia con pantalones cortos color púrpura.
Y él que pensaba que se había librado para siempre de las mujeres irresponsables y llenas de recursos. Aunque su ex mujer nunca le había desatado la libido de la forma en que lo hacía Analise. ¿Cómo iba a hacer que ella no se metiese en líos si él ya estaba metido hasta el cuello en uno?
Analise dejó la casa del reverendo Robert Sampson y se dirigió al motel a buscar a Nick para que pudiesen hablar con otros miembros de la congregación que pudiesen recordar a Abbie Prather, alias June Martin, y Sara.
Ya se estaba haciendo una idea de cómo era la mujer que había causado la agonía a la familia de Lucas, y no era precisamente agradable. Había sido tan estricta con su hija que incluso el reverendo Sampson, un estricto sacerdote, la consideraba cruel más que dedicada.
El coche decrépito que conducía iba tan lento que le dieron deseos de sacar el pie para empujar. Qué diferente de su propio coche, un deportivo rojo con cinco marchas y suficiente potencia para mantenerla al día con las multas por exceso de velocidad. No es que estuviese demasiado ansiosa por volver a ver a Nick para compartir las noticias con él ni que necesitase contarle todo lo que había logrado para demostrarle nada. Le daba igual lo que pensase de ella. Aunque el día anterior no había sido uno de sus mejores días.
Nick era diametralmente opuesto a Lucas. Lucas era la seguridad, el amigo en quien podía confiar. Nick era el peligro, la invitación a lo desconocido, a probar la emoción de un vuelo por los aires que la aterrorizaba a la vez que la tentaba a probar que lo podía hacer.
Se había pasado la mayoría de la noche despierta en la calurosa habitación del motel, intentando olvidar la forma en que su contacto accidental la había hecho sentirse, la manera en que su aroma le había invadido los sentidos y permanecía como si él estuviese en la cama con ella.
Aferró el volante con fuerza, diciéndose que tenía que dejar de pensar en eso. No solo eran sentimientos inapropiados para una mujer comprometida, sino que también lo eran para cualquier mujer en su sano juicio. Su mala costumbre de flirtear con el desastre generalmente acababa en una catástrofe en vez de en éxito.
Se había levantado temprano y, ante su sorpresa, había encontrado una pista, algo que decidió seguir para ser útil, para dejar de pensar en esos sentimientos que la invadían desde la noche anterior. Y se había encontrado con información que los ayudaría a localizar a Abbie… y rescatar a Sara.
El sonido familiar de una sirena le interrumpió los pensamientos.
¡Cuernos! ¿Estaría excediéndose del límite otra vez? ¿Cuál sería el límite? Estaba tan absorta en sus pensamientos que ni se había fijado. ¡Pero esa carraca no podía ir a más del límite!
Miró por el retrovisor al joven agente que se acercaba con andares pendencieros. Mala señal.
Buscó la licencia de conducir y la sacó por la ventanilla cuando el hombre se acercó. No quería que el policía mirase demasiado dentro y se diese cuenta de que le había hecho un puente al coche en vez de pedirle las llaves a Nick. Él la agarró y se la llevó a su coche, para verificar la información. ¡Dios Santo! La policía de Briar Creek nunca hacía eso. La iba a hacer perder todo el día.
Nick se hallaba en la acera frente a su habitación esa mañana de domingo, todavía fresca. En otras circunstancias habría considerado que era un día perfecto, pero mientras esperaba que Analise apareciese en su coche prestado que ella había vuelto a tomar prestado, tuvo un mal presentimiento.
Un coche grande y negro se detuvo frente a él, pero su mirada apenas se detuvo en él, para seguir mirando la carretera en busca de señales del coche en el que se había ido Analise. La cabeza de Mabel se asomó de la ventanilla del pasajero.
—Analise acaba de llamar. Necesita que la saque de la cárcel.
Mientras Nick se dirigía con los Finch a la comisaría de Prairieview, se asombró de que aquella gente, a la que Analise hacía veinticuatro horas no conocía, saltara en su defensa.
—Es el pequeño de Frank Marshall —explicó Mabel—. Ha estado viendo demasiadas películas de policías en la tele. Como nada sucede nunca en Prairieview, se la pasa buscando líos. Le puso a Mildred Adams una multa por aparcar demasiado cerca de una boca de incendios. Lo midió con un metro y resulta que estaba diez centímetros demasiado cerca. Imagínese, encerrar a Analise porque el coche no se hallaba registrado a su nombre.
Parecía ser que Analise no había mencionado en la llamada que había conectado al coche haciendo un puente con los cables.
Diez minutos más tarde se encontraban en el medio de la ciudad con su silencio dominical. Hasta la droguería estaba cerrada. Si alguien necesitaba un antiácido o un desodorante, tendría que esperar hasta el lunes.
Horace se detuvo al lado del coche alquilado de Nick, frente al edificio de la policía, encima de cuya puerta se leía «Comisaría de Policía» esculpido en la piedra.
Tanto Horace como Mabel comenzaron a salir, pero Nick los detuvo.
—Vayan a la iglesia. No quiero que lleguen tarde. Yo cuidaré de Analise.
—De acuerdo —accedió Horace, reticente—. Pero si tiene algún problema, llámenos a la iglesia metodista y vendremos a hablar con el hijo de Frank.
La puerta era más pesada de lo que él pensaba y le costó bastante moverla, lo que le quitó bastante teatralidad a su entrada. En vez, chirrió ligeramente cuando se abrió con lentitud.
Analise y un joven con uniforme azul levantaron la vista cuando él entró. El hombre se sentaba tras una mesa, con Analise en una silla frente a él. Lo primero que Nick notó fue que era verdad que ella llevaba pantalones cortos color púrpura, con una camisa sin mangas floreada en púrpura, negro, amarillo y verde como sus ojos. Se había puesto corbata alrededor del cuello que él estaba dispuesto a retorcer y las puntas le colgaban hacia atrás. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y sandalias púrpura adornaban sus pies. Era tan brillante, tentadora y peligrosa como las luces de neón de Las Vegas.
Lo segundo que notó fue que ella tenía cinco cartas en la mano y una pila de calderilla frente a sí.
Una oleada de horror lo recorrió cuando recordó las dudosas habilidades que el novio le había enseñado. Estaba jugando al póker con el policía que la había arrestado y seguro que haciendo trampas, a juzgar por su pila de monedas en comparación con la del policía.
Ella le lanzó una sonrisa radiante justo en el momento en que él se precipitó en la habitación y le arrancó las cartas de la mano, tirando por los aires el resto de la baraja y las monedas que ella había ganado con sus malas artes, y acabando en el regazo de ella.
¿Cómo era posible que en un momento de crisis como ese siguiese notando que olía a madreselva y que su piel era tan suave como los pétalos de la magnolia?
Se levantó, haciendo un esfuerzo por retirarle la cara del estómago y las manos de los muslos, aunque a su cuerpo le hubiese encantado seguir allí. Al ponerse de pie con un esfuerzo, su mirada se encontró con la sorprendida de ella. Sorprendida pero no horrorizada, se alegró al pensar. Sorprendida y quizás un poquito… ¿excitada?
—¡Cuidado con lo que hace, hombre!
Nick se dio vuelta y vio que el policía se hallaba de pie y había sacado el arma.
Genial. Acabaría en la cárcel con Analise, para envejecer y engordar juntos. Y según se estaban desarrollando las cosas, estaría lo suficientemente cerca de ella como para oírla hablar todo el día pero no lo suficiente para tocarla.
—No pasa nada, Joe —tranquilizó Analise al oficial—, es Nick Claiborne, el hombre que me prestó el coche. Dile que no lo he robado, Nick.
Joe enfundó el arma, pero no se relajó.
—El coche no está a nombre de Nick Claiborne —dijo.
—Ya te he dicho que… —comenzó Analise con impaciencia, pero Joe la interrumpió.
—¿Tiene alguna prueba de que se lo ha alquilado a Fred Smith? —le dijo con desprecio.
—¿Tiene alguna prueba de que no lo haya hecho? —preguntó Nick, sacando la cartera del bolsillo para sacar de ella la licencia de detective privado y ponerla con un golpe sobre la mesa—. Estoy trabajando en un caso. La señorita Brewster es mi cliente. Yo alquilé el coche y ella lo tomó prestado esta mañana.
—¿Con su permiso?
—Sí —dijo Nick y apretó los dientes, forzándose a mentir.
—Entonces, ¿cómo es que tuvo que hacerle un puente?
—¿Cuáles son los cargos contra la señorita Brewster —preguntó Nick, porque había un límite en el tamaño de la mentira que era capaz de contar.
—Exceso de velocidad —dijo Joe, enderezándose—, no hizo señal de cambio de dirección, no llevaba cinturón de seguridad y posible conducción de vehículo robado.
—¿Han hecho la denuncia del robo?
—No —reconoció Joe a regañadientes mientras se dejaba caer en la silla.
—Entonces, haga las multas por los otros cargos y déjela libre.
—Ah —dijo Joe restándole importancia con un gesto de la mano—, olvidémonos de las multas. Analise me explicó por qué había excedido el límite, no había nadie a quien indicar que cambiaba de dirección y el cinturón estaba roto.
—¡Gracias, Joe! —le sonrió Analise y se inclinó para recoger sus monedas, pero Nick la agarró de la mano y la arrastró fuera.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó ella, dando un tirón al brazo en cuanto se encontraron fuera.
—Suficiente con que le hicieses trampa al policía. No iba a dejar que te trajeses las ganancias.
—¡No estaba haciendo trampa! —dijo ella con rabia—. ¿Cómo se te ocurre que pudiese hacer algo semejante?
—Fuiste tú quien me dijo que tu amigo te enseñó a dar las cartas de abajo.
—¡No… estaba… haciendo… trampa! —dijo ella, diciendo cada palabra por separado—. Y nunca se sabe cuándo te puede salvar la vida saber dar cartas de abajo.
—¿Cómo?
—Pues… —dijo ella, dirigiéndose al coche, para luego detenerse y darse la vuelta otra vez—. Nunca se sabe hasta que llega el momento. Lo mejor es estar preparado.
—Entra —dijo él, abriendo la puerta del coche.
—Hasta que te disculpes por decir que hacía trampa, no.
—Si no estabas haciendo trampa, ¿cómo te ganaste tantos centavos?
—Suerte de principiante —dijo ella, encogiéndose de hombros, lo que hizo que sus pechos, se moviesen de manera insinuante.
—¿Suerte de principiante? ¿Y la historia que me contaste de que tu novio te enseñó a jugar al póker?
—Pues, es cierto, me enseñó, pero nunca jugamos en serio, solo practicábamos. Cuando vi el mazo de cartas en la mesa de la comisaría, me imaginé que podría hacerlo. ¿Qué podía perder? Estaba a punto de ofrecerle doble o nada que retirara los cargos en mi contra y tenía escalera real. Si no hubieses entrado allí como un poseso… —le lanzó una mirada de furia antes de meterse en el coche y cerrar la puerta.
¿Cómo diablos se las había ingeniado para hacerlo sentirse culpable, cuando ella le había robado el coche, logrado que la metieran en la cárcel y él la había rescatado? Al menos Kay le había demostrado agradecimiento cuando la sacaba de alguno de sus líos.
Infiernos, ella lo había contratado para hacer el trabajo de encontrar a la mujer que había empañado la honra del padre de su novio. Sus funciones no incluían que la cuidase cuando ella se metía en un lío. Él resolvía los problemas de la gente desde una distancia segura. No se involucraba ni con los problemas ni con los clientes. Por eso le gustaba el trabajo. No había emociones en juego. Ni altibajos, ni preocupaciones, ni pérdidas. Se metió en el coche dando un portazo.
—Me da igual lo que cueste —le dijo—. Aunque me cueste el salario de un día, aunque decidas despedirme, a partir de este momento te vas a Texas.
—No puedo hacerlo —dijo Analise, con la pena reflejada en el rostro—. Bob, el reverendo Sampson, me ha dicho que June Martin, ese es el nombre por el cual la conocía, que su hija, Sara, no solo era pelirroja como yo, sino que además tenía los ojos verdes —levantó las manos para impedir que él protestase—. Ya lo sé, ya lo sé. Podrían ser coincidencias, pero creo que tengo una conexión con Sara. Creo que el destino me trajo aquí para que pudiese intervenir en su vida para ayudarla a superar las crueldades que su madre le hizo. Tengo que estar allí cuando la encuentres. Es mi sino. Yo tengo unos padres maravillosos, un hogar estable, unos amigos geniales, todo lo que el dinero puede comprar… he nacido con una cuchara de plata, así que es mi turno de compartir algo de todo lo bueno que he tenido.
No había duda de que lo decía con sinceridad y preocupación. A la vez que Nick se moría por protestar, otra parte de sí se derretía al ver su deseo de ayudar a alguien menos afortunado que ella. Las largas piernas doradas, las caderas generosas y el redondo busto también contribuiría a que él cediese, pero mejor no pensar en ello. Si lograban llegar a tiempo a la iglesia, desde luego que rezaría para encontrar a June y Sara Martin antes de que oscureciese para que Analise desapareciese de su vida para siempre.
—Bob me dijo que June y Sara se mudaron justo después de que Sara comenzase el colegio —le informó Sara, como si el solo propósito de su vida fuese complicarle la suya.
El salto de alegría que le dio el corazón al pensar en que Analise no desaparecería de su vida para siempre le demostró que necesitaba separarse de ella inmediatamente.