Читать книгу ¿Por qué le importa a Dios con quién me acuesto? - Sam Allberry - Страница 10
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¿Por qué nos importa
con quién nos
acostamos?
No es habitual que un solo tuit se propague tanto que se convierta en un movimiento.
A finales de 2017, Hollywood era noticia candente por una serie de acusaciones contra uno de sus productores más celebrados, Harvey Weinstein. Una serie de mujeres le acusaban de conducta depredadora, y el asunto se estaba siguiendo en todo el mundo. El 15 de octubre, una actriz, Alyssa Milano, tuiteó el siguiente mensaje:
Si te han acosado o agredido sexualmente escribe “yo también” como respuesta a este tuit.
El hashtag #MeToo (“yo también”) pronto se hizo viral. El tuit original se colgó en torno al mediodía, y cuando acabó el día la frase “yo también” se había usado en Twitter más de 200.000 veces. Al cabo de un año se había usado 19 millones de veces, más de 55.000 veces por día.1
También hubo muchas celebridades que contaron sus historias, lo cual elevó aún más el perfil del hashtag. Hollywood se hundió. Le siguieron otros sectores de la industria del entretenimiento. Las historias de acoso y de agresión sexual se extendieron rápidamente a los ámbitos de la política, los medios de comunicación, el entorno académico y el religioso. Cuando los y las supervivientes de agresiones sexuales en iglesias o por parte de líderes eclesiales compartieron sus experiencias, empezó a aparecer un hashtag paralelo, #ChurchToo (“la iglesia también”).
Aunque el tuit de Milano pareció dar el pistoletazo de salida, ella no fue la primera persona en usar la frase “yo también” en este contexto (algo que luego admitió ella misma). El verdadero origen del hashtag hay que situarlo diez años antes. La activista Tarana Burke “andaba buscando una manera sucinta de mostrar empatía”, según dijo en una entrevista publicada en el Huffington Post. “«Yo también» es potente porque alguien me lo había dicho, y el hecho de haberlo oído alteró la trayectoria de mi proceso de curación”. Poco después de que el tuit de Milano se hiciera viral, la propia Burke escribió: “El objetivo del trabajo que hemos estado haciendo durante la última década con el movimiento «yo también» es hacer que las mujeres, sobre todo las jóvenes de color, sepan que no están solas”.2
La adopción tan extendida del hashtag ha tenido sin duda ese efecto. Es posible que Burke se interesara sobre todo por las jóvenes afroamericanas, pero el hashtag también permitió que muchas otras personas compartieran sus experiencias: mujeres con distintos trasfondos y edades, e incluso algunos hombres.
Hay una de esas historias sobre la que merece especialmente la pena reflexionar. En un artículo que escribió en The Atlantic, Caitlin Flanagan habló de un momento, cuando asistía al instituto, en el que un joven intentó violarla en su coche, en un aparcamiento desierto junto a una playa. Después de un forcejeo, él desistió y la llevó a su casa. Ella nunca lo comentó con nadie, y en el artículo explica por qué no lo hizo:
No se lo conté a nadie. Según pensaba yo, no era un ejemplo de agresión masculina contra una chica para tener sexo con ella. Era un ejemplo de lo poco deseable que era yo. Fue la prueba de que yo no era el tipo de chica que llevas a las fiestas, o el tipo de chica que quieres conocer mejor. Yo era el tipo de chica que te llevas a un aparcamiento desierto para intentar obligarla a que tenga sexo contigo. Decírselo a alguien no revelaría lo que había hecho él; sería una revelación de lo mucho que yo merecía que me tratasen así. 3
El movimiento #MeToo ha arrojado luz sobre la prevalencia de las agresiones sexuales. Actualmente se calcula que entre el 20 y el 30 por ciento de mujeres estadounidenses han sido agredidas sexualmente en algún momento de sus vidas. Es difícil obtener cifras exactas; a la gente le cuesta muchísimo compartir estas historias por muchos motivos, tal como subraya la historia de Flanagan. Pero ha habido muchos que han logrado sincerarse por primera vez, y cada vez obtenemos una apreciación más exacta de la prevalencia de estas brutalidades. Los hombres también se muestran más abiertos a hablar de sus experiencias de agresión y acoso sexual. Además, algunos hombres están admitiendo errores en su propia conducta pasada con las mujeres. A todos los niveles, desde el individual hasta el institucional, el mundo occidental parece estar reevaluando a fondo sus valores sexuales colectivos.
Si el #MeToo nos ha enseñado algo es que nuestra sexualidad tiene una gran importancia. Su violación provoca un perjuicio emocional y psicológico muy profundo, sin hablar de las cicatrices físicas que deja. La propia experiencia de Flanagan es un ejemplo claro. Lo que aquel joven intentó hacerle le dijo algo sobre sí misma y sobre su valor como persona, un concepto que quedó enquistado en su pensamiento durante muchos años.
JESÚS HABLA SOBRE EL MALTRATO
A estas alturas podríamos preguntarnos qué relación tiene todo esto con el cristianismo. En todo caso, parece ser que el cristianismo es una parte del problema tanto como lo es cualquier otro movimiento, y puede que incluso más. A medida que se van demostrando cada vez más acusaciones históricas y contemporáneas, queda muy claro que ha habido muchas instituciones cristianas en las que se han producido espantosos maltratos. Dentro de cualquier contexto, estos hechos serían escandalosos, pero el contexto cristiano los vuelve aún más reprensibles. Todos sabemos que la agresión sexual está mal; no hay ningún grupo ni religión que tenga el monopolio de esta convicción. Pero los cristianos tienen más motivos que quizá cualquier otra persona para saber esto.
Jesús de Nazaret, el fundador del cristianismo, fue famoso por cuidar a los marginados, a los ignorados y a los vulnerables. De él se dijo que “no quebrará la caña cascada” (Mt. 12:10); fue alguien que por naturaleza mostraba ternura hacia los heridos y los sufrientes. Por consiguiente, resulta una incongruencia destacable que aquellos que afirman seguir a Jesús contradigan su enseñanza y su ejemplo en este ámbito.
Pero también cabe destacar que el propio Jesús fue víctima de un maltrato inimaginable. No hace falta que seamos cristianos que creen en la Biblia para conocer los hechos básicos sobre cómo acabó la vida de este hombre. El registro histórico nos demuestra que fue ejecutado públicamente por las autoridades romanas siguiendo las órdenes de Poncio Pilato.4 Sabemos que fue ejecutado mediante crucifixión. También sabemos que este fue el desenlace de un proceso horripilante de humillación y de tortura. Los relatos del Nuevo Testamento inciden sorprendentemente poco sobre los detalles más sangrientos, pero nos dicen que a Jesús lo desnudaron, lo azotaron, lo golpearon y se burlaron de él. Lo pusieron desnudo frente al público, maltrataron su cuerpo y lo ridiculizaron en diversas ocasiones. Sus propios compañeros de traicionaron, le negaron o le abandonaron. No podemos cuantificar fácilmente ese sufrimiento emocional, psicológico y físico. Y todo esto sucedió antes siquiera de llegar al momento de la crucifixión.
Ese es el hombre al que los cristianos siguen y adoran. Y lo que esto nos dice es que los cristianos deberían tener una sensibilidad innata hacia las víctimas del sufrimiento. Dado que el propio Jesús encarnó y experimentó algunas de las formas más intensas de victimización y rechazo, una parte integral del cristianismo es la sensibilidad ante el sufrimiento y la brutalidad. Los cristianos deberían ser los últimos habitantes de este mundo que se mostrasen indiferentes ante el maltrato, y no hablemos ya de facilitarlo o perpetrarlo en el sentido que sea. Esto queda reforzado por la propia enseñanza de Jesús sobre la sexualidad humana.
JESÚS HABLA SOBRE EL SEXO
Una de las secciones más conocidas de la enseñanza de Jesús es el llamado sermón del Monte. Muchas de sus frases se han incorporado a la cultura occidental. Es posible que te resulte más familiar de lo que imaginas. En el sermón Jesús aborda muy pronto el tema de la ética sexual:
Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.
MATEO 5:27-28
Jesús sabe que a sus oyentes les habían inculcado los Diez Mandamientos que figuran en el Antiguo Testamento, incluyendo el séptimo mandamiento contra el adulterio (que él cita aquí). El adulterio consiste en cualquier relación sexual entre una persona casada y alguien que no sea su cónyuge. Jesús reitera este mandamiento y le añade su propio corolario. Sus palabras no suponen un contraste con el contenido del mandamiento, sino que nos proporcionan una visión renovada de cómo se supone que hay que aplicarlo.
No nos equivoquemos: lo que Jesús enseña aquí es revolucionario tanto para la época en la que hablaba Jesús como para nosotros hoy.
Pensemos en cómo debieron escuchar estas palabras sus oyentes originarios. Jesús era un judío del siglo primero que hablaba a un público de compatriotas judíos, y los Diez Mandamientos eran fundamentales para el pensamiento ético de esta etnia. Los consideraban un resumen ejecutivo de toda la ley de Dios en el Antiguo Testamento. En nuestros tiempos siguen teniendo una tremenda influencia cultural como fundamento de la moral.
Jesús cita el séptimo mandamiento contra el adulterio. Este constituía la base de la ética sexual compartida de aquella época. Podemos imaginarnos a un varón judío que escuchase a Jesús. Quizá llevaba muchos años fielmente casado y se sentía orgulloso de la manera en que se había comportado. A lo mejor era uno de los primeros que desaprobaban el adulterio cada vez que se enteraba de que alguien había caído en él. Es posible que nunca se le hubiera pasado por la cabeza meterse en una situación en la que podría acabar teniendo relaciones íntimas con otra mujer. Sus manos jamás habían tocado a otra mujer que no fuera su esposa. Ese hombre sería un ejemplo típico de otros muchos, comprometidos a ese mandamiento y confiados en que lo habían obedecido plenamente.
De modo que cuando Jesús dice en la primera parte de su enseñanza “habéis oído que fue dicho «No cometerás adulterio»”, los hombres como ese habrían asentido con entusiasmo. Sí, eso es lo que siempre nos han enseñado. Eso es lo que siempre hemos defendido. Es posible que otros aspectos de la enseñanza de Jesús les plantearan un reto o los indujeran al autoexamen (resulta difícil leer el sermón del Monte sin experimentar algo así), pero sobre este punto podían estar tranquilos: seguro que contaban con la aprobación plena del maestro.
Pero entonces viene la segunda parte de lo que dice Jesús:
Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.
Piensa en esto. Jesús no contradice la manera en que habían interpretado el mandamiento los judíos; lo que hace es ampliar su significado y su aplicación. Ellos habían dado por hecho que hablaba solo del adulterio físico. Pero el adulterio físico no es el único tipo de adulterio; Jesús dice que el adulterio puede producirse en el corazón aunque nunca tenga lugar en una cama. Puede producirse solo con mirar, sin tocar: cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella. No se trata sencillamente de lo que haces con tus genitales, sino con tus ojos y con tu mente; cómo miras a otra persona y piensas en ella.
A Jesús le preocupa la intención. No está en contra de que las personas se fijen unas en otras, sino que las personas miren a otras “para codiciarlas”. Esta es la diferencia que hay entre fijarse en que alguien es atractivo y querer poseer a esa persona de alguna manera. De eso, dice Jesús, es de lo que advierte el mandamiento contra el adulterio. Retomaremos la importancia de este aspecto a su debido tiempo.
LA VÍCTIMA
Aunque Jesús pone su énfasis primordial en la persona que mira, vale la pena detenerse para reflexionar sobre qué implica esto para la persona que es observada.
Jesús nos plantea un escenario en el que un hombre mira con lascivia a una mujer. Lo que Jesús enseña aquí es aplicable a todos nosotros, por supuesto, pero podría ser que los hombres en concreto sean quienes más necesitan escucharlo. Después de todo, la inmensa mayoría de violaciones sexuales tienen como víctimas a mujeres, no a hombres.
Jesús dice que el hecho de que un hombre mire con lujuria a una mujer incumple el mandamiento contra el adulterio tanto como si se hubiera acostado físicamente con ella.
Pero pensemos también en lo que está diciendo Jesús sobre la mujer. No hay que mirarla con lascivia. Lo que hice Jesús es que la sexualidad de la mujer es preciosa y valiosa: posee una integridad sexual que es importante y que todos los demás deben respetar. Está diciendo que esta integridad sexual es tan preciosa que no hay que violarla ni siquiera en la privacidad que ofrece la mente de otra persona. Aunque ella no lo descubriera jamás, que alguien piense en ella con lascivia supone una tremenda ofensa.
Tendemos a pensar que la vida intelectual de una persona solo es asunto suyo, y que lo que sucede en su mente no tiene nada que ver con ninguna otra persona; por lo tanto, quizá nos gustaría criticar a Jesús en este punto por atreverse a regular lo que sucede en nuestra mente. Pero antes de que lo hagamos, debemos entender por qué dice esto Jesús. Tal como dijo alguien en cierta ocasión, no debemos derribar una valla hasta conocer el motivo por el que la pusieron allí.5 Jesús nos está diciendo que nuestra sexualidad es un bien mucho más precioso de lo que quizá seamos conscientes, y que su enseñanza es en realidad un sistema destinado a protegerla.
NO SOLO JESÚS
La enseñanza de Jesús es un reflejo de algo que vemos en la totalidad de la Biblia: a Dios le preocupa mucho la manera en que nos tratamos sexualmente unos a otros.
Uno de los mayores héroes de Israel en el Antiguo Testamento fue el rey David. Unificó el reino, derrotó a muchos enemigos (el más famoso de los cuales fue seguramente el gigante Goliat) y fue un poeta y compositor musical destacado. Pero la Biblia nunca adorna a sus héroes; los pinta con todos sus errores y sus defectos. Y en el caso de David, sus errores le llevaron a un infame incidente con una mujer llamada Betsabé.
Retomaremos este episodio un par de veces a lo largo de este libro, dado que David es un ejemplo fundamental de hasta qué punto se pueden complicar las cosas, y también de cómo podemos encontrar la sanación y el perdón de Dios incluso dentro del contexto de errores terribles.
David hizo que una de sus súbditas, Betsabé, que era una mujer casada, se acostase con él. Ella quedó embarazada, de modo que el rey dispuso las cosas para que su marido, que era soldado y se llamaba Urías, disfrutase de unos días de permiso en su casa junto a su esposa, abandonando el campo de batalla. Así la gente daría por hecho que el bebé pertenecía a Urías. La estratagema no funcionó, de modo que David organizó las cosas para que Urías muriese durante la batalla, e inmediatamente se casó con Betsabé.
Algún tiempo después de que sucediera esto, un hombre valiente llamado Natán echa en cara a David la maldad que había cometido. David recupera el buen juicio; le conmociona la profundidad de su propia perversidad. Se siente profunda y pertinentemente arrepentido. Debemos tener en cuenta que sigue siendo rey. No estamos hablando del remordimiento de alguien que había sido descubierto y depuesto; sigue ocupando el trono. Podría mandar que matasen a Natán. Lo que le lleva a arrepentirse no es la opinión pública ni una amenaza contra su posición, sino su propia conciencia delante de Dios.
David escribe una intensa oración poética a Dios en la que admite lo que ha hecho. En determinado momento escribe lo siguiente:
Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos.
SALMOS 51:4
A primera vista, esto parece muy inapropiado. Da la sensación de que David está pasando convenientemente por alto el precio humano de sus actos y lo considera simplemente “un asunto espiritual” entre él y Dios. Suena a evasiva, como si David no estuviera admitiendo el pleno alcance de lo que ha hecho.
Pero en realidad, lo que sucede es justo lo contrario. David se da cuenta de que lo que le ha hecho a Betsabé es un pecado contra Dios precisamente porque la integridad sexual de esa mujer es algo que Dios le ha dado. La violación de Betsabé a manos de David es nada menos que una traición contra Dios. Lejos de minimizar la gravedad de su pecado contra Betsabé y Urías, la oración de David acepta la responsabilidad de ese pecado.
Veamos otra manera de decir lo mismo: toda agresión sexual es una violación de un espacio sagrado. Maltratar a alguien es maltratar a un ser que Dios ha creado. Las otras personas no son una tercera parte irrelevante: son individuos a los que Dios decidió crear y por los cuales se interesa profundamente. Abusar de ellos es una afrenta contra Dios.
Esta creencia nos proporciona un fundamento necesario para decir que la agresión sexual está objetiva y universalmente mal, porque sitúa el motivo en quiénes son las víctimas para Dios. Él las creó. Si las perjudicas acabarás enfrentándote al propio Dios. Esto es lo que nos advierte el propio Jesús en su enseñanza contra el adulterio.
Con quién nos acostamos es importante. También lo es con quién imaginamos que nos acostamos. Si Dios nos ama, le interesará nuestra sexualidad. Es algo precioso. Violarla, como veremos a continuación, es grave.
1. USA Today: consulta www.bit.ly/occasleep (consultada el 21 de agosto de 2019).
2. Huffington Post. www.bit.ly/occasleep2 (consultada el 21 de agosto de 2019).
3. The Atlantic. www.bit.ly/occasleep3 (consultada el 21 de agosto de 2019).
4. Ver, por ejemplo, John Dickson, Jesús, ¿realidad o ficción? (Editorial CLIE, 2020).
5. G. K. Chesterton, “The Thing”, The Collected Works of G. K. Chesterton, Vol. 3 (San Francisco, Ignatius Press, 1986), p. 157.