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Los profetas en la Biblia hebrea

La palabra del Señor vino a mí:

«Antes de formarte en el vientre,

ya te había elegido;

antes de que nacieras,

ya te había apartado;

te había nombrado profeta para las naciones».

JEREMÍAS 1.4-5 (NVI)

Los libros proféticos

La Biblia hebrea se divide en tres secciones mayores y básicas: la ley (Torá), los profetas (Nebi’im) y los escritos (Ketubim). La segunda, que es la mayor, conocida como «los profetas», a su vez se divide en dos partes: «profetas anteriores» y «profetas posteriores». En el primer grupo se incluyen las obras de Josué, Jueces, Samuel y Reyes; en el segundo, los libros de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel (siguiendo el canon cristiano) y los doce. Cada sección de los profetas en el canon hebreo consta de cuatro rollos, pues los judíos contaban los dos libros de Samuel y Reyes como uno, así también como el de los doce, que también es conocido como los «profetas menores» en las ediciones cristianas de las Escrituras.

Los llamados «profetas posteriores» en las publicaciones hebreas, o «profetas mayores y menores» en las ediciones cristianas, incluyen una serie de mensajes y oráculos que transmiten la voluntad de Dios al pueblo de Israel en diversos períodos de la historia nacional. Específicamente, anuncian esa necesaria palabra divina de esperanza y vida al pueblo y sus líderes, desde los tiempos posteriores al establecimiento de la monarquía (después del siglo x a. C.), hasta la importante época postexílica (después del siglo v a. C.), en la cual el pueblo regresó del exilio en Babilonia o se quedó viviendo en la llamada diáspora judía en diversas naciones del Oriente Medio.

Ese extraordinario grupo de autores, profetas, poetas, educadores, predicadores, visionarios y activistas le dieron al pueblo una perspectiva de la historia que incorporaba los temas de la integridad y la esperanza como valores espirituales, éticos y morales impostergables. Esos líderes le brindaron a la sociedad y la historia una perspectiva de la vida que incorpora los valores que representan la voluntad de Dios en medio de las vivencias cotidianas del pueblo.

La importancia del profetismo en la Biblia se pone claramente de manifiesto al identificar y estudiar la gran afirmación teológica y social que describe la religión del pueblo de Israel como «profética». El sentido primario de esa declaración es que los profetas, en el desempeño de sus ministerios, intentan comunicar el mensaje divino al pueblo en categorías pedagógicas, morales, éticas, religiosas y espirituales que la comunidad pudiera entender, afirmar, asimilar, vivir, disfrutar, compartir y aplicar. Eran un grupo aguerrido y valiente de educadores y visionarios, que traducían las revelaciones de Dios en mensajes entendibles y palabras desafiantes, tanto al pueblo como a sus líderes. Esos mensajes proféticos tenían implicaciones personales, nacionales e internacionales.

El estudio sobrio de esta singular literatura revela que los profetas no se veían a sí mismos, ni mucho menos se presentaban, como fundadores de una nueva religión o promotores de algún tipo novel de experiencia mística: eran agentes de renovación y cambio, fundamentados en la experiencia cúltica del pueblo, para identificar, afirmar e incentivar las implicaciones, aplicaciones y actualizaciones de los valores éticos y morales de la revelación divina en la vida del pueblo, la nación y sus líderes. Y con esa finalidad transformadora fueron creando con el paso del tiempo un gran cuerpo de ideas, conceptos, valores, teologías y enseñanzas religiosas, en continuidad con las tradiciones ancestrales, que pusieron en evidencia lo mejor de la religión bíblica.

Entre esas enseñanzas y teologías de los profetas bíblicos se deben destacar dos valores como prioritarios: las continuas exhortaciones al pueblo a ser fieles a las revelaciones divinas y el anuncio de un nuevo orden de cosas, que permitirá la implantación plena de la justicia, la paz y la voluntad divina en medio de la historia humana.

La palabra castellana «profeta» traduce el vocablo griego profetes, que, desde la perspectiva lingüística, transmite la idea de «anunciar», «decir» o «presentar» algún mensaje. En el idioma griego, en efecto, la preposición pro, significa «estar delante de» o «estar en presencia de»; y el verbo femi describe el acto de «decir», «anunciar» o «comunicar». De esta forma, profetes —«hablar en vez de», «ser portavoz de» o «hablar ante alguien»—, es la palabra griega que utilizó la traducción de la Biblia hebrea al griego, la Septuaginta (LXX), para verter la voz hebrea nabí, que como significado primario y fundamental pone en evidencia la acción de «comunicar» algún mensaje, que en el entorno específicamente religioso y bíblico proviene de parte de Dios. El profeta bíblico, o nabí, era una persona llamada por el Señor para transmitir su mensaje.

En la Biblia hebrea se incluyen diversas palabras y expresiones que describen la actividad profética de estos personajes importantes en las Escrituras. Expresaban la voluntad divina en términos de la salvación y liberación del pueblo, o en relación con los juicios y los reproches del Señor. Y entre esos vocablos se incluyen los siguientes: nabí (profeta, que es el más frecuente, con 315 veces), hozeh (visionario, que aparece en 17 lugares) y roeh (vidente, que se incluye en 9 ocasiones).

La expresión ish elohim («hombre de Dios», que es la frase más frecuente que describe a algún profeta), se aplica a Moisés (Jos 14.6), Samuel (1 S 9.6), Elías (1 R 17.18, 24) y Eliseo (2 R 4.7, 9, 16, 21, 25, 27, 40). Otras frases que describen a estos personajes y sus actividades son las siguientes: «mensajero del Señor» (Is 44.26; Hag 1.13), «siervo del Señor» (2 R 9.7; Am 3.7; Zac 1.6), «hombre del Espíritu» (Os 9.7), y «vigía», «atalaya» o «centinela» (Is 52.8; Jer 6.17; Ez 3.17; 33.2, 6; Os 9.8). La importancia teológica de estas expresiones es que describen la comprensión que tenía la comunidad bíblica antigua de sus actividades, palabras, teologías y ministerios.

Aunque generalmente en entornos seculares la idea que se transmite con la palabra «profeta» es la de predicción, augurio o adivinación de algún evento futuro, en la Biblia la expresión tiene un significado más concreto y definido: alude específica y claramente a alguien que habla en el nombre del Señor. Tanto en las narraciones que se incluyen en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, los profetas eran personajes singulares que fueron escogidos, separados y llamados por Dios para llevar a cabo una encomienda específica, y también para presentar un mensaje determinado en un instante singular de la historia. Sus palabras estaban dirigidas principalmente al presente del pueblo, pero la obediencia o rechazo a ese mensaje, en efecto, tenía implicaciones para el porvenir.

Referente a las personas que llevaban a efecto las labores proféticas en la Biblia, es menester afirmar que también las mujeres son identificadas como parte de ese importante movimiento social, religioso y espiritual. Varias mujeres en las Escrituras son específicamente llamadas «profetisas», entre las que se pueden identificar a María, quien le salvó la vida a su hermano Moisés (Ex 3; 15), Débora, que también era juez en Israel (Jue 4-5), Hulda (2 R 22.14; 2 Cr 34.22), y la esposa de Isaías (Is 7.3-9). Esas mujeres contribuyeron de forma destacada al desarrollo del movimiento profético en Israel, y posiblemente por razones culturales y de prejuicios de género, que intentaban destacar la labor de los hombres en prejuicio de las contribuciones femeninas, las referencias a las profetisas no son muchas ni se presentan con muchos detalles.

Estos hombres y mujeres se convertían en voceros divinos que transmitían, tanto a la comunidad en general como a sus líderes en particular, la revelación que habían recibido del Señor. No eran adivinos profesionales ni futurólogos entrenados, sencillamente eran personas del pueblo que entendían que debían proclamar y transmitir, con responsabilidad, seguridad, firmeza y autoridad, el mensaje de Dios en un momento histórico concreto, definido y específico. Y cuando sus palabras proféticas tenían implicaciones futuras, siempre las relacionaban con eventos, dinámicas, experiencias y realidades de la sociedad en que vivían.

Los profetas y sus hazañas no solo se incluyen en los grandes libros que llevan sus nombres, sino que se encuentran también en la literatura histórica y narrativa de la Biblia. Por esta singular razón es que los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes se consideran «proféticos» en la Biblia hebrea, pues entre sus relatos se incluyen algunos episodios, de gran significado teológico e histórico, de las labores que los profetas no literarios (es decir, los que no escribieron sus mensajes, o que sus palabras no se registran en algún libro que los identifique) llevaban a efecto. Esas narraciones proféticas tienen gran importancia teológica y espiritual no solo para la comprensión del mensaje de la Biblia, sino para la evaluación adecuada de la fenomenología de la religión en general, y para el estudio del judaísmo y el cristianismo en particular.

Ese es el caso concreto, por ejemplo, de Samuel (1 S 7.2-17), Natán (2 S 7.1-29), Elías (1 R 17.1-19.21), Eliseo (2 R 2.1-8.15), Gad (2 S 24.11-14,18-19), Ahías (1 R 14.2-18), Débora (Jue 4.1-5.31), María (Ex 15.20-21) y Micaías (1 R 22.14-20). Estos profetas comunicaron con valentía y seguridad la palabra de Dios al pueblo en diversos momentos de desafíos nacionales, aunque sus mensajes no se conservan en libros relacionados con sus nombres.

Desde la perspectiva canónica, el comienzo de la institución de la profecía se relaciona directamente con la revelación divina en el monte Sinaí (Ex 20.18-19). En esa importante narración se indica que el pueblo estaba atemorizado con las manifestaciones físicas que acompañaban la presencia de Dios en el monte. Y ante esos temores, los israelitas le pidieron a Moisés que les hablara él, pues creían que si Dios se revelaba a ellos directamente morirían. Esas perspectivas teológicas se expanden y aclaran en el código del Deuteronomio, donde Dios mismo promete que le hablará al pueblo a través de profetas (Dt 18.15-20).

La preocupación divina, de acuerdo con estos relatos bíblicos, se relaciona fundamentalmente con el peligro que tenía el pueblo de imitar las costumbres de las comunidades paganas de la región. El rechazo divino se relacionaba particularmente con las prácticas abominables de la magia, la adivinación y la nigromancia. La profecía, según estas narraciones antiguas, se asocia con el rechazo directo a una serie de prácticas cúlticas que, según los textos del Pentateuco, no representan ni afirman la voluntad divina para la comunidad hebrea primitiva.

Antecedentes de la profecía bíblica

La preocupación por conocer el futuro y procurar el bienestar ha estado en la mente de las personas desde que tenemos conciencia de la historia de la humanidad. Ya sea por inseguridades personales, preocupaciones reales o curiosidades individuales, a la gente le ha interesado conocer los misterios del porvenir, quizá para evitar calamidades o para preparase bien y disfrutar el mañana. Por esa razón han recurrido a diversas prácticas, como, por ejemplo, la adivinación, la magia y la profecía, pues deseaban escuchar de las divinidades y sus representantes lo que les deparaba el futuro.

Los procesos de adivinación pueden clasificarse en dos tipos: inductivo e intuitivo. El primero recurre a la observación del movimiento de las estrellas, a la evaluación del comportamiento de los animales, al sacrificio de animales y al análisis de partes de sus cuerpos (p. ej., entrañas), o también a la observación del movimiento de algunos líquidos, generalmente el agua. También se han usado instrumentos en el proceso adivinatorio, como copas, bastones o varas, además de dados, piedras o trozos de madera.

Los actos intuitivos de adivinación, por su parte, se relacionan con la interpretación de sueños, la consulta a personas muertas y la comunicación de la voluntad de los dioses a través de oráculos. Y es esta última modalidad, la comunicación de oráculos o mensajes divinos, la que más nos interesa para el análisis de los profetas bíblicos. La Biblia rechaza de forma abierta y continua el consultar con personas muertas para descubrir la voluntad divina.

Esas experiencias de adivinación, o de presentación de oráculos, se pueden encontrar en diversas regiones de Mesopotamia. Y se utilizaban en la selección de jefes o monarcas, en momentos de crisis para comenzar o evitar alguna guerra, para evaluar la salud o enfermedad de alguna persona distinguida, o para advertir alguna desgracia nacional. La adivinación respondía directamente a necesidades personales o preocupaciones nacionales.

Los pueblos antiguos que circundaban el Israel bíblico compartían la idea de que las divinidades podían y deseaban comunicarse con las personas y las naciones. Y era también común la convicción de que esa comunicación debía establecerse a través de personas especializadas en asuntos pertinentes a la revelación divina. En efecto, para transmitir la voluntad divina a las personas y la sociedad, en el mundo antiguo que presuponen las narraciones bíblicas se necesitaban personajes singulares que tenían la capacidad de relacionar el mundo de lo divino con las esferas humanas. Se trata de unos mediadores, personas que podían recibir esas revelaciones y mensajes y transmitirlos a sus semejantes. En esas dinámicas de revelación había algunos mediadores aceptados, y también otros descalificados. Unos mediadores eran reconocidos como verdaderos y otros identificados como falsos. En la Biblia se rechaza vehementemente la adivinación y la magia como medios adecuados para consultar o conocer la voluntad de Dios.

En el Israel bíblico también se manifiestan los deseos de conocer los misterios del futuro y de influenciar positivamente el desarrollo de los acontecimientos. Y se identifican una serie de mediadores que se encargan de relacionar el mundo de lo divino con las esferas humanas. Y estos mediadores se denominan de diversas formas a través de la historia del pueblo: el ángel del Señor o de Dios (Gn 16.7-12), sacerdote (Jue 1.2-3), vidente (1 S 9.9, 11, 18, 19), visionario (2 S 24.11), hombre de Dios (1 S 2.27) y profeta, que es el término clásico y más usado para referirse a la persona que transmite la voluntad divina al pueblo (Jue 4.4; Os 12.14).

La literatura y el mensaje de los profetas

Los libros de los profetas contribuyen de forma destacada a la valoración espiritual, ética y moral, tanto positiva como liberadora, de las Sagradas Escrituras. Esta magnífica obra, como los libros de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y los doce, son documentos de mucha importancia teológica y gran belleza literaria. En los mensajes que incluyen estos libro se manifiestan no solo virtudes teológicas, religiosas y espirituales, sino que se ponen en clara evidencia las grandes capacidades literarias y de comunicación de esos personajes, a la vez que se descubre el conocimiento amplio que los autores tenían de las dinámicas políticas, históricas, sociales y económicas en el entorno nacional e internacional que servía de marco a sus oráculos.

La comunicación profética, de acuerdo con la literatura bíblica disponible, se transmitía en variadas formas y estilos, pues aunque hay patrones comunes y tendencias metodológicas similares, cada autor y profeta le añadía una particular dimensión personal y específica. Y entre esas formas de presentar el mensaje se pueden identificar las siguientes: visiones y sueños (Jer 1.11-13; Am 7.1-9; 8.1-3; 9.1-4), himnos y salmos (Is 12.1-6; 25.1-5; 35.1-10), oraciones y plegarias (Jon 2.2-10; Hab 3.2-19), reflexiones sapienciales y educativas (Is 28.23-29) y alegorías y parábolas (Is 5.1-7).

Un componente importante en la literatura profética son las narraciones vocacionales. Estos relatos ponen de manifiesto la intimidad que se desarrollaba entre Dios y el profeta, además de identificar el contexto histórico de la vocación. En efecto, este tipo de literatura de llamamientos proféticos destaca y subraya las credenciales espirituales y morales del profeta, que ciertamente le autorizan a presentarse ante el pueblo y sus líderes como enviado y representante del Señor (p. ej., Is 6.1-13; Jer 1.4-10; Ez 1.1-3.27; Os 1.1-3.5).

Los mensajes proféticos incluyen temas relacionados directamente con la salvación y el juicio: son esencialmente palabras de liberación y redención de parte del Señor, o discursos de condenación e ira divina. En los primeros se destaca el amor de Dios, que se muestra de manera concreta en la manifestación plena de su misericordia y en su extraordinaria capacidad y disposición de perdonar y restaurar al pueblo, cuya característica fundamental incluía la infidelidad religiosa y específicamente la tendencia a la idolatría (Is 4.3-6; Jer 31.31-34; Ez 37.1, 14).

Los mensajes de juicio, por su parte, eran discursos fuertes, firmes y aguerridos, que condenaban firmemente las actitudes sincretistas, rechazaban las decisiones injustas y aborrecían las acciones idolátricas del pueblo y sus líderes. Esos oráculos de reprensión se producían cuando el pueblo vivía a la altura de las exigencias éticas y las normas morales del pacto revelado por Dios en el monte Sinaí.

En ocasiones, inclusive, esos mensajes de juicio divino comenzaban con una expresión intensa de angustia y amargura, un doloroso «ay» profético, que denuncia públicamente y rechaza con firmeza los pecados de individuos (Is 22.15-19; Jer 20.1-6; Ez 34.1-10), las maldades de las naciones idólatras (Am 1.3.3.3) e, inclusive, las transgresiones e infidelidades del pueblo de Israel y sus líderes (Is 5.8-30; Am 2.6-16).

Con regularidad, los mensajes proféticos se introducen de forma directa, clara y precisa. Expresiones como «Así dice el Señor», o «Palabra del Señor que vino a…», o semejantes, sirven para iniciar los procesos de comunicación de esos mensajes de salvación y juicio, de esos oráculos de esperanza y condenación, de esas palabras de restauración y reproche. La autoridad del mensaje, en efecto, no se fundamenta en alguna virtud humana del profeta, sino en la naturaleza santa y la esencia justa de Dios.

Esas palabras proféticas se fundamentan en una muy firme y estable teología de pertinencia. El Dios justo y santo responde con vehemencia y firmeza a los pecados de la humanidad, particularmente a las faltas del pueblo escogido que, por haber recibido la especial revelación divina en el Sinaí, debe actuar de manera diferente al resto de las naciones paganas. Esa es la razón básica para el enjuiciamiento profético del pueblo y sus gobernantes: el Señor rechaza de manera absoluta y decidida la mentira, el orgullo, la prepotencia, la arrogancia, la idolatría y la injusticia, y sus respectivas manifestaciones y consecuencias.

Esa misma teología contextual de pertinencia y pertenencia, de acuerdo con los profetas de Israel, destaca, afirma y revela que el Señor también está muy interesado en manifestar todo su poder liberador, salvador y redentor no solo al pueblo de Israel, a quien llevó del cautiverio en Egipto a las tierras de libertad en Canaán, sino al resto de la humanidad. Esa manifestación extraordinaria de misericordia divina tiene como objetivo último llegar a todas las naciones del mundo para que conozcan y reconozcan, con seguridad y esperanza, que el Señor es el único Dios (Is 1.3; Ez 36.23, 36; 37.28; 39.7-8).

Medios de comunicación profética

Un análisis sosegado de los mensajes que se incluyen en la literatura profética pone de relieve varios medios de comunicación por los cuales se revelaba la voluntad divina al pueblo. Y esos medios son la palabra hablada, la escrita y las acciones simbólicas. Por estos medios los profetas transmitían las revelaciones de Dios al pueblo y sus líderes.

De fundamental importancia en ese proceso de comunicación son las visiones, las palabras y los trances:

1. Las visiones. Uno de los medios más comunes que utilizaban los profetas para transmitir sus mensajes al pueblo eran las visiones. Su importancia escritural se pone claramente en evidencia al analizar varios pasajes bíblicos. En primer lugar, al introducir al famoso Samuel en la historia bíblica —líder que ungió a los dos primeros reyes de Israel—, se indica que en aquella época «no eran frecuentes las visiones», que era una manera de afirmar la importancia y necesidad religiosa y espiritual de este personaje.

Además, la importancia de las visiones supera los linderos históricos. Según el profeta Joel, en los postreros días —es decir, en la época escatológica—, Dios mismo intervendrá en la historia y los jóvenes tendrán visiones (Jl 3.1). De esa forma se afirma la importancia de este medio de comunicación profética desde el comienzo mismo de su irrupción en la historia nacional hasta el final de la historia.

Este reconocimiento e importancia de las visiones como medios de comunicación profética no impide que sus propios representantes manifiesten serias reservas ante su uso y abuso por los llamados «falsos profetas» (p. ej., Ez 13). Aunque las visiones son vehículos adecuados de la revelación divina, los profetas mismos rechazan el uso inadecuado e impropio de esos medios de comunicación.

El análisis profundo de las visiones de los profetas revela algunas peculiaridades que no deben ignorarse ni subestimarse. Desde la perspectiva de los protagonistas o videntes, las visiones pueden tener las siguientes características:

–De personajes celestiales (1 R 22.19-23; 2 R 6.17) o terrenales (2 R 8.10, 13).

–El escenario de la revelación puede ser la corte celestial (Is 6; 1 R 22), los cielos o el cosmos (Am 7.3-4), una ciudad (p.ej., Nínive, Nah 2-3), un campo de batalla o cementerio (Ez 37) o la Nueva Jerusalén (Ez 40-48).

–Además, hay visiones donde predominan los elementos auditivos (Gn 15.1; 1 S 3), no solo los componentes visuales.

Desde el punto de vista del tiempo de la revelación, la visión puede referirse:

–Al futuro inmediato (2 R 8.10, 13; Jer 38.21-23).

–Al futuro próximo (p. ej., los mensajes que aluden a la restauración del reino o de la ciudad de Jerusalén, o sencillamente a un futuro indeterminado, lejano y hasta ideal, Is 2.1-4).

Y desde la óptica del contenido del mensaje, las visiones pueden ser:

–De juicio o condena (Ez 8-11).

–De restauración y salvación (Ez 37).

2. Las palabras. La palabra es el medio fundamental de comunicación profética. Inclusive, a los profetas se les conoce como «hombres (y también mujeres) de la palabra». La expresión hebrea dabar elohim aparece como 241 veces en el Antiguo Testamento y, de todas esas ocasiones, en 225 se refiere a la palabra recibida o anunciada por alguno de los profetas bíblicos.

De singular importancia es notar que las Escrituras subrayan que los profetas comunican su mensaje en el nombre del Señor, pero en ocasiones, cuando hablan por cuenta propia, cuando no incluyen alguna de las fórmulas proféticas (p. ej., «oráculo del Señor» o «Así dice el Señor»), se generan dificultades o malentendidos (1 S 22.5; 1 R 1 y 17.1).

El énfasis y la reiteración de la relación entre el profeta y la palabra divina pone claramente de manifiesto que, según la teología bíblica, Dios revela su voluntad particularmente a través de los profetas. En más de 900 ocasiones se afirma que la palabra del profeta proviene del Señor, que ciertamente es una manera reiterada de indicar que el fundamento del mensaje profético es divino.

Entre las fórmulas más comunes de comunicación profética se encuentran las siguientes:

–Vino la palabra del Señor a X: 130 veces

–Dijo el Señor a X: 103 veces

–Así dice el Señor: 425 veces

–Oráculo o mensaje del Señor: 365 veces

–Dice el Señor: 69 veces

–Habla el Señor: 41 veces

Ante la palabra divina, el pueblo puede reaccionar con humildad y obediencia, o también rechazar el mensaje (Ez 33.30-33).

3. Los éxtasis y trances. Las dos fórmulas básicas de comunicación profética en la Biblia son las visiones y las palabras; sin embargo, en nuestro análisis no podemos ignorar un elemento singular que se manifiesta con frecuencia en el fenómeno profético: los éxtasis y trances. La conducta extraña de los profetas en algunas ocasiones hace que nos detengamos en ese tipo de comportamiento. Ese tipo de experiencia se relaciona con los mensajes y las actividades de los profetas.

Basta mencionar algunos casos singulares y específicos: después del sacrificio en el monte Carmelo, según los textos bíblicos, el profeta Elías se siente con fuerzas extraordinarias para llegar corriendo hasta el rey en el nombre del Señor (1 R 18.42-46). Respecto a Eliseo, la narración bíblica indica que, por lo menos en una ocasión, lo tomó la mano del Señor en esa dinámica y predijo lo que sucedería el día siguiente (2 R 8.11).

En torno a Ezequiel, los recuentos de su ministerio en las Sagradas Escrituras son significativos. Revelan que, en ocasiones, el profeta manifestaba signos extraños de postración y hasta de depresión, a la vez que se indica que marchaba enardecido y firme, pues «el Señor lo empujaba» (Ez 3.15). En otras ocasiones los relatos dicen que se sentía atado con sogas y también mudo (Ez 3.25 y ss.); y que, además, lo tomaban por el pelo y lo trasladaban de Babilonia a Jerusalén para posteriormente regresar a los desterrados (Ez 8.1-4; 11.24).

Respecto a estas experiencias hay que indicar primeramente lo siguiente: los relatos bíblicos no son recuentos científicos que se fundamentan en algún tipo de análisis médico o sicológico. Se tratan, más bien, de narraciones que tienen una específica finalidad teológica, y cuentan las experiencias de los profetas en medio de sus procesos de comunicación. El propósito de esos textos bíblicos es poner de manifiesto cómo el Señor utilizó a algún profeta para la comunicación de la voluntad divina o para el anuncio del mensaje al pueblo. Esas narraciones deben ser adecuadamente entendidas desde esa perspectiva teológica, religiosa y espiritual.

Aunque los trances y los éxtasis son parte de las sociedades contemporáneas, específicamente en diversos contextos religiosos, las narraciones bíblicas no deben ser el fundamento para evaluar las virtudes o destacar los defectos de ese tipo de experiencia humana. Lo positivo o negativo de los trances no debe ser entendido a la luz de la lectura simple de las narraciones bíblicas, sino con la evaluación crítica y sobria de esas porciones de las Escrituras.

Los géneros literarios

De fundamental importancia en la comprensión del mensaje de los profetas es el análisis literario de los oráculos y las profecías bíblicas. El estudio sistemático y la catalogación sosegada de esos mensajes han puesto claramente de manifiesto diversos géneros literarios. Y el análisis sobrio de esos géneros nos permite comprender la naturaleza y extensión del mensaje profético.

Aunque en ocasiones los profetas recurrían a algunas formas de comunicación homilética, por lo general, y para facilitar la comprensión del mensaje, usaban los modelos que llegaban de sus contextos inmediatos y diarios. El análisis de esas formas de comunicación, que se servían del entorno cultural del Oriente Medio, nos permitirá penetrar con alguna efectividad en el ideario y la imaginación profética. Y entre los géneros literarios que utilizaron los profetas se pueden identificar los siguientes:

–Géneros que surgen de la literatura sapiencial: dentro de esos géneros se pueden identificar, por ejemplo, parábolas (2 S 12.1-7), alegorías (Ez 17.1-9), bendiciones y maldiciones (Jer 17.5-8), comparaciones (Jer 17.1) y preguntas (Am 3.3-6).

–Géneros relacionados con el culto en el templo: asociados con las experiencias cúlticas, los profetas usaban himnos (Am 4.13; 5.8-9; 9.5-6), instrucciones (Am 4.4-5), exhortaciones (Is 1) y oraciones (Jer 32.16-25).

–Géneros que provienen de contextos judiciales: como los discursos acusatorios (Ez 22.1-16), las declaraciones de inocencia (Ez 18.5-9), los oráculos de condena contra los individuos (1 R 21.17 y ss.; 2 R 1.3-4; Am 7.16-17), las profecías condenatorias de las comunidades (Am 1.6-8; 9.8-10; Jer 2.20-25; Os 8.16-18) y los oráculos de salvación (Is 41.8-13).

–Géneros que llegan de la vida diaria del pueblo: en este apartado se pueden incluir cánticos de amor (Is 5.1-7), canciones de trabajo en el hogar (Ez 24.3-5, 9-10), himnos a la espada, que tiene ciertamente implicaciones bélicas (Ez 21.13-21), elegías asociadas al duelo y el luto (Am 5.2-3; Ez 19.1-9) y los ayes, que presagian la destrucción y la muerte (Is 5.7-10; 5.20; Hab 2.7-8).

La influencia del mensaje de los profetas

La sección de los profetas posteriores en la Biblia hebrea —Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel (siguiendo el canon cristiano) y los doce— ha contribuido significativamente al desarrollo de la teología bíblica, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. En las Escrituras judías estos profetas sirvieron de conciencia ética y moral, tanto nacional como individual, ante las reiteradas acciones impropias e injustas del pueblo y sus gobernantes. Y aunque los destinatarios originales de sus mensajes no siempre recibían con agrado las amonestaciones y reprensiones proféticas (Hag 1.2-15), las generaciones futuras aquilataron la importancia histórica, teológica, política, social y espiritual de estas palabras de desafío, sabiduría y educación. Por esa singular razón se reprodujeron, guardaron y transmitieron esos mensajes en formas orales y literarias, además de revisarlos a la luz de los nuevos desafíos que con el tiempo afectaban a la historia nacional.

El Nuevo Testamento comprendió que la profecía veterotestamentaria llegó a su culminación en el ministerio de Jesús de Nazaret. Por esa razón fundamental en la epístola a los Hebreos se afirma de manera categórica que Dios le habló al pueblo en diversos momentos y de varias maneras en la historia a través los profetas, pero que en la era final ha hablado por medio de su Hijo (Heb 1.1-2), a quien Dios mismo instituyó como heredero de todas las cosas.

Jesús de Nazaret, que para las iglesias cristianas y los creyentes es el Cristo de Dios, siguió fielmente esta importante tradición profética en su ministerio redentor en la antigua Palestina. Era consciente el Señor de la importancia espiritual, la pertinencia pedagógica y la relevancia teológica de esos mensajeros en la historia del pueblo de Israel. Y porque entendía muy bien las implicaciones transformadoras de esas enseñanzas y comprendía cabalmente los valores que transmitían los mensajes proféticos, Jesús afirmó el significado profundo de algunos mensajes, como se pone claramente de manifiesto en la sinagoga de Nazaret, en su interpretación de las enseñanzas que se incluyen en el libro del profeta Isaías (Lc 4.16-21).

El Espíritu del Señor ungió a Jesús, de acuerdo con el Evangelio de Lucas, para llevarle al pueblo una palabra de liberación y esperanza en la tradición de los antiguos profetas, ejemplificada elocuentemente en el mensaje del profeta Isaías. Y esa palabra novel de restauración nacional y renovación espiritual se hizo realidad en los discursos esperanzadores, las parábolas desafiantes, las sanidades misericordiosas y las liberaciones extraordinarias que el Señor pronunció o llevó a efecto.

Libros proféticos del Antiguo Testamento

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