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Cuando la vida amanece
ОглавлениеSonaba melodiosa la campana de la pequeña iglesia conventual. Su voz se colaba por todos los rincones del claustro hasta alcanzar a inundar, con su profundo y monótono sonar, las celdas de los frailes de san Francisco. La campana hace las veces de gallo cantante que alerta de la llegada de la luz de un nuevo día. Fray Francisco amanecía también cuando aún las estrellas juguetonas se resistían a irse a dormir habiendo velado toda la noche. Entre sueños, el fraile balbució una oración apenas perceptible para los oídos humanos. Un breve pero intenso encuentro con la hermana agua fría acariciando el rostro del somnoliento que se resiste aún a despertar fue la siguiente sensación del nacimiento de un nuevo día. Un poco de música gregoriana o moderna, según el CD que estuviese más a mano, insistía y prolongaba el aviso de la campana. Una túnica marrón con su capucha a juego, y un humilde ceñidor –un cordón blando con tres nudos– cubrieron al instante a quien acababa de emerger del calor del lecho. Todo un ritual repetido a diario, cada vez que el hermano sol, a veces tan inoportuno cuando el sueño se hace más delicioso, se decidía a comenzar a despuntar.
En el coro, en penumbra que invita al recogimiento, los frailes más ancianos mascullaban desde hacía tiempo las oraciones de siempre, que son como un eco que sólo se hace perceptible en donde el silencio acampa. Un fraile que se acerca al altar, una lámpara de aceite que se enciende, y el Cristo de San Damián que se ilumina una vez más. El Cristo de San Damián es conocido por ser el icono bizantino que encontró san Francisco en la iglesita ruinosa de San Damián, en las afueras de Asís. Las fuentes franciscanas insisten en que este encuentro maestro-discípulo marcaría profundamente el alma del joven rico que desde entonces decidió dejarlo todo e irse a vivir con los empobrecidos y los leprosos. Por eso es una imagen muy significativa para un franciscano. Allí, en el convento de San Antonio de Galicia, suspendido sobre un muro de la iglesia conventual, el Cristo seguía, sigue hoy, contemplando con sus ojos abiertos y su mirada profunda a las generaciones que se suceden y a las personas que abren el corazón a la trascendencia. A continuación, el guardián de la casa saluda al nuevo día con el rezo del Ángelus en recuerdo de la encarnación del Hijo de Dios:
«Angelus Domini nuntiavit Mariae;
et concepit de Spiritu Sancto.
Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum,
benedicta tu in mulieribus,
et benedictus fructus ventris tui, Iesus.
Sancta Maria, Mater Dei,
ora pro nobis peccatoribus,
nunc et in hora mortis nostrae. Amen.
Ecce ancilla Domini;
fiat mihi secundum verbum tuum.
Ave Maria...
Et verbum caro factum est,
et habitavit in nobis.
Ave Maria...
Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix
ut digni efficiamur promissionibus Christi.
Oremus:
Gratiam tuam, quaesumus Domine, mentibus nostris infunde: ut qui, angelo nuntiante, Christi filii tui incarnationem cognovimus, per passionem eius et crucem ad resurrectionis gloriam perducamur. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen.
Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto.
sicut erat in principio, et nunc et semper,
et in saecula saeculorum. Amen».
Tras la invocación a la Madre, patrona de la Orden Franciscana, los frailes se disponían a cantar y recitar el oficio divino de la mano de la palabra de Dios: «Señor, ábreme los labios; y mi boca proclamará tu alabanza». El canto se hace evocación de la esperanza cuando los frailes, a una sola voz, vacían la copa del silencio para servir la palabra musicalizada con el acompañamiento del órgano:
«Alegre la mañana
que nos habla de ti,
alegre la mañana.
En nombre de Dios Padre,
del Hijo y del Espíritu,
salimos de la noche
y estrenamos la aurora;
saludamos el gozo
de la luz que nos llega
resucitada y resucitadora.
Tu mano acerca el fuego
a la sombría tierra,
y el rostro de las cosas
se alegra en tu presencia;
silabeas el alba
igual que una palabra;
Tú pronuncias el mar
como sentencia.
Regresa desde el sueño
el hombre a su memoria,
acude a su trabajo,
madruga a sus dolores;
le confías la tierra,
y a la tarde la encuentras
rica de pan
y amarga de sudores.
Y Tú te regocijas,
oh Dios, y Tú prolongas
en sus pequeñas manos
tus manos poderosas;
y estáis de cuerpo entero
los dos así creando,
los dos así
velando por las cosas.
¡Bendita la mañana
que trae la gran noticia
de tu presencia joven,
en gloria y poderío,
la serena certeza
con que el día proclama
que el sepulcro de Cristo
está vacío!
Alegre la mañana
que nos habla de ti,
alegre la mañana».
(De la Liturgia de las Horas, Laudes)
Y entre espacios de silencio y meditación, la Fraternidad va desgranando su oración como respiración del alma que se sabe huérfana en los trabajos de la vida. Tras la voz compartida, unos instantes de silencio parecen querer de nuevo dejar hablar a la voz de Dios en lo íntimo del corazón. Tras lo cual, poco a poco, los Hermanos se van dispersando para, después de un frugal desayuno, retomar los trabajos dejados ayer o iniciar otros nuevos: la limpieza de las estancias conventuales, la huerta con sus frutos y flores (a san Francisco le gustaba que el hermano hortelano dejase siempre un espacio de tierra para sembrar flores), la atención a grupos y visitantes, la labor pastoral en la iglesita y en pueblos cercanos, el estudio y la meditación..., el trabajo que nos hace conquistar palmo a palmo la humildad.
La mañana concluye con el nuevo repicar de la campana, que anuncia próxima la oración, la hora intermedia (sexta), hacia el mediodía solar, tras lo cual el almuerzo da un respiro a los frailes, que al tiempo que se alimentan comparten experiencias en animado diálogo. A partir de ahí –lo exige la más loable tradición–, tiempo de siesta, o si se quiere de descanso, que cada cual aprovecha a su gusto. Hay quien pasea, quien dormita en el coro, quien lee, y quien, directamente, se deja llevar por el sueño, que guía hacia un lecho.
La tarde es tiempo de trabajo y también de ocio santo en el que los frailes pueden disponer, según las necesidades del convento, de un tiempo libre a discreción, hasta que de nuevo la campana anuncia que atardece el día y que es hora de dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, así como para hacer presentes todas las lacras de la Humanidad (las guerras, la miseria, la injusticia, el desempleo, la drogadicción y el alcoholismo, la enfermedad... suelen ser motivo de oración): «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa, Señor, en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Y el himno invita a reflexionar sobre el misterio mismo de la vida:
«Quédate con nosotros;
la noche está cayendo.
¿Cómo te encontraremos
al declinar el día,
si tu camino no es nuestro camino?
Detente con nosotros;
la mesa está servida,
caliente el pan y envejecido el vino.
¿Cómo sabremos que eres
un hombre entre los hombres,
si no compartes nuestra mesa humilde?
Repártenos tu cuerpo,
y el gozo irá alejando
la oscuridad que pesa sobre el hombre.
Vimos romper el día
sobre tu hermoso rostro,
y al sol abrirse paso por tu frente.
Que el viento de la noche
no apague el fuego vivo
que nos dejó tu paso en la mañana.
Arroja en nuestras manos,
tendidas en tu busca,
las ascuas encendidas del Espíritu;
y limpia, en lo más hondo
del corazón del hombre,
tu imagen empañada por la culpa».
(De la Liturgia de las Horas, Vísperas)
Anocheciendo es tiempo de alimentar el cuerpo y serenar los ánimos, a veces turbados por la lucha diurna y por la sacudida de las pasiones, porque los frailes son, antes que nada, hombres frágiles, buscadores de la luz, caminantes de la vida que creen haber encontrado una flecha que indica la dirección cierta hacia la meta ansiada. La oración de la noche completa la jornada de desvelos, de zozobras y de esperanzas:
«Como el niño que no sabe dormirse
sin cogerse a la mano de su madre,
así mi corazón viene a ponerse
sobre tus manos al caer la tarde.
Como el niño que sabe que alguien vela
su sueño de inocencia y esperanza,
así descansará mi alma segura,
sabiendo que eres Tú quien nos aguarda.
Tú endulzarás mi última amargura,
Tú aliviarás el último cansancio,
Tú cuidarás los sueños de la noche,
Tú borrarás las huellas de mi llanto.
Tú nos darás mañana nuevamente
la antorcha de la luz y la alegría,
y, por las horas que te traigo muertas,
Tú me darás una mañana viva. Amén».
Y en el misterioso silencio de la noche, cuando el sueño invita al recogimiento más profundo, cuando el bosque se acalla y el mar parece sosegar su furia, el fraile deposita su última oración en los brazos de la Madre, a la que invocó a primera hora del día, mientras un fraile enciende un cirio verde junto a un icono de Santa María, María de Nazaret:
«Salve, Regina, mater misericordiae,
vita, dulcedo et spes nostra, salve.
Ad te clamamus, exsules filii Evae.
Ad te suspiramus, gementes et flentes
in hac lacrimarum valle.
Eia ergo, advocata nostra,
illos tuos misericordes oculos
ad nos converte.
Et Iesum, benedictum fructum ventris tui,
nobis post hoc exsilium ostende.
O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria».