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Capítulo 1

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TENÍA calor. Estaba cansada del viaje en avión. Se le había hecho tarde. Muy tarde.

Y el camino hacia Los Robles era como una de esas interminables carreteras de campo que no conducen a ninguna parte. Con un suspiro de impaciencia, Devon Fraser se secó el sudor de la frente e intentó relajar los músculos del cuello. Para colmo de males había estado quince minutos en un atasco, entre limusinas y choferes que llevaban invitados a alguna boda.

Devon iba conduciendo su coche, un Mazda rojo convertible, y llevaba la misma ropa con la que había salido de Yemen veinticuatro horas antes. Un traje de lino verde de estilo modesto, arrugado ahora, una blusa con cuello cerrado y unas zapatillas verdes que le estaban haciendo daño.

No llevaba maquillaje. Casi no había dormido. Y no la esperaba nada placentero en las siguientes horas.

Llegaba tarde a la boda de su madre. A la quinta boda de su madre, para ser precisa. Esta vez se casaba con un hombre llamado Benson Holt. Un hombre rico con un hijo llamado Jared, que tenía aterrada a Alicia, según había dicho ella misma. Jared sería el padrino y Devon la dama de honor.

Devon se había pasado las últimas horas negociando con unos barones ricos en petróleo. No se iba a intimidar por un playboy de Toronto llamado Jared Holt.

La boda estaba programada para las seis de la tarde, y en aquel momento eran las cinco y cinco. Tardaría varios minutos en pasar los portones de seguridad de hierro forjado de la entrada de la propiedad de Benson Holt. Haría falta un milagro para poder llegar a Los Robles y que la harapienta que estaba hecha se transformase en deslumbrante dama de honor. Todas las damas de honor deslumbraban, ¿no? ¿O esa era la novia?

Devon no lo sabía. Ella no había sido nunca una novia y no tenía intención de cambiar de estado civil. Ese papel se lo reservaba a su madre.

Había robles a los lados del camino, la hierba parecía de terciopelo y las cercas estaban pintadas de blanco. El novio era rico, sin duda. «Sorpresa, sorpresa», pensó Devon cínicamente. Aunque su madre era una romántica, aún le quedaba casarse con un hombre pobre.

A través de las cercas, Devon podía ver campos abiertos y plácidos grupos de yeguas y caballos, y por un momento se olvidó de lo imperdonablemente tarde que era. Se había acordado de meter en la maleta el equipo de montar en los diez minutos que había parado en su chalé de Toronto. Al menos podría tener alguna experiencia agradable en aquella boda: montar a caballo.

Vio que la carretera se ensanchaba y llegaba hasta una zona de arbustos y unas estatuas alrededor de un camino circular. La casa era una imponente mansión georgiana, con muchas contraventanas y chimeneas. Ignorando la indicaciones de los dos hombres uniformados que estaban haciendo señas a los coches hacia una zona de aparcamiento debajo de unos árboles, Devon se salió de la fila, y paró cerca de la puerta de entrada. Salió del coche y del asiento de atrás recogió su maleta y las perchas que tenían los vestidos.

Le dolían todos los músculos. Se sentía fatal. Y tenía peor aspecto aún.

Corrió a la puerta de entrada. Estaba flanqueada por dos faroles pintados de verde. Cuando fue a tocar el timbre, se abrió la puerta.

—Bueno… —dijo una voz burlona de hombre—. La señorita Fraser llega tarde.

Devon se quitó de la cara un rizo rubio suelto que había sido parte de un pulcro peinado hacía veinticuatro horas.

—Soy Devon Fraser, sí —dijo ella—. ¿Podría llevarme a mi habitación, por favor? Tengo prisa.

El hombre la miró insolentemente de arriba abajo, desde el pelo despeinado hasta los zapatos llenos de polvo.

—Muy tarde —agregó él.

Por un momento ella pensó que aquél podría ser un mayordomo poco convencional. Pero aquel hombre que bloqueaba su paso a la casa jamás podría haber sido sirviente de nadie. No. Era el tipo de persona que daba órdenes, y que esperaba, si ella no se equivocaba, que las obedecieran inmediatamente.

¿Un mayordomo? ¿Estaba loca?, pensó Devon. Era el más magnífico especimen de hombre que había visto en su vida.

Alto, moreno y atractivo era poco para describirlo.

Ciertamente era alto, unos cuantos centímetros más alto que ella. Su pelo era negro y sus ojos oscuros como la roca volcánica, y cuando por un momento Devon dejó volar la imaginación, lo vio como un hombre que solo le llevaría devastación y pena.

«¡Oh, basta!», se dijo. Había muchos hombres de pelo negro y ojos oscuros.

En cuanto a lo de su atractivo, sus facciones eran demasiado fuertes, demasiado impregnadas de energía masculina como para llamarlo así. Era atractivo como lo podía ser un oso polar, pensó Devon.

Llevaba un traje caro y una camisa impecablemente blanca, una indumentaria sofisticada y urbana. Aunque tenía un aire peligroso y salvaje, más que urbano y sofisticado. Ciertamente no disimulaba el ancho de sus hombros, su vientre liso y caderas estrechas.

Muchos hombres tenían cuerpos bonitos, pero aquel hombre tenía un magnetismo masculino que salía de cada uno de sus poros. ¿Qué mujer digna de serlo se le resistiría?

«Yo», se contestó Devon.

¿Qué le pasaba? Ella nunca se dejaba llevar por el aspecto de un hombre ni por su carisma sexual, algo que le había servido durante años. Le había evitado cometer errores como los que había cometido su madre.

Entonces, ¿por qué estaba babeando por aquel hombre que estaba en la entrada? «¡Calmate!», se dijo. Estaba cansada y su imaginación se le había escapado.

Pero de una cosa estaba segura, aquel hombre era Jared Holt. Ya comprendía por qué su madre le tenía tanto respeto.

—¿Y quién es usted? —se oyó preguntar fríamente.

—Esperaba que no viniera. Así esta farsa de boda podría haberse postergado al menos —contestó él, sin responder a su pregunta.

—Una pena. Estoy aquí —dijo ella en un tono normal del que se sintió orgullosa. Se guardó su opinión de que para ella también aquella boda precipitada era una farsa—. Imagino que usted es Jared Holt, ¿me equivoco?

Él asintió y no intentó darle la mano.

—Usted no es en absoluto como me imaginaba… Su madre nos había dicho siempre que era muy hermosa.

—¡Dios santo! Realmente no quiere que mi madre y yo formemos parte de su familia, ¿verdad?

—Lo ha comprendido bien.

—Tan poco como yo quiero a su padre y a usted en la mía —dijo ella.

—Entonces… ¿Por qué no perdió el vuelo de Yemen, señorita Fraser? No creo que su madre hubiera celebrado la ceremonia si usted no estaba aquí. Podría haberla evitado. Al menos temporalmente.

—Desgraciadamente, no creo que mi papel en la vida sea cuidar a mi madre. Podría intentar hacer otra imprudente boda. Pero es mayor de edad para tener que pedir el consentimiento de alguien. Como lo es su padre.

—O sea que tiene zarpas. Muy interesante. No le quedan bien con esa ropa —miró su traje de lino y su blusa holgada.

—Señor Holt, me he pasado los últimos días negociando derechos de minería con algunos hombres poderosos que viven en un país con códigos culturales de ropa para las mujeres diferentes a los nuestros. El avión salió tarde de Yemen, perdí mi conexión en Hamburgo, el aeropuerto de Heathrow era una pesadilla de colas y medidas de seguridad, y para colmo de males había una huelga feroz del personal que se ocupaba de las maletas en Toronto. Sin mencionar el tráfico que salía de la ciudad. Estoy cansada y un poco descentrada… ¿Por qué no me dice dónde está mi habitación para que me pueda cambiar?

—¿Descentrada? —repitió él con una sonrisa en los labios que no se correspondía con la mirada—. Debería elegir sus palabras más cuidadosamente. «Descentrada» no es una palabra que la describa bien. La envuelve todo tipo de emociones. Algo típicamente femenino.

—Las generalizaciones son signo de una mente perezosa —le dijo Devon dulcemente—. Y las palabras que podrían describir más precisamente el modo en que me siento no son el tipo de palabras que vaya a usar con un extraño. Mi habitación, señor Holt.

—O sea que yo tenía razón… Hay más cosas debajo de ese aspecto de docilidad, además de una persona descentrada. Aunque no alcanzo a comprender por qué no quiere que su madre se case con un hombre muy rico. Habrá un montón de beneficios para usted.

Ella no quiso darle el gusto de perder el control y ponerse a gritarle, y contestó:

—Mi madre ha estado casada con hombres mucho más ricos que su padre… No tengo idea de por qué se ha conformado con menos esta vez —alzó una ceja y agregó—: Excepto que sea el padre mucho más encantador que su hijo, ¿no?

—Puedo ser encantador cuando quiero, y odio hablar con gente que lleva gafas de sol —Jared se movió rápidamente, sin darle tiempo a echarse atrás, y le quitó las gafas.

Por un momento ella vio el desprecio en la cara de él, y luego algo más. Pero enseguida se borró aquella expresión.

Hubiera sido lo que hubiera sido, aquella mirada había vuelto a poner a su corazón en guardia.

—Le mostraré su habitación —dijo él, tenso—. La habitación de su madre está al lado. Después de la boda, por supuesto, se pasará al ala de la casa de mi padre.

Con una inocente sonrisa, Devon dijo:

—O sea que le molesta que su padre tenga una vida sexual satisfactoria, ¿no es verdad, señor Holt? Tal vez le haga falta un buen psiquiatra.

—No me importa con quién se acuesta mi padre. Me importa con quién se casa.

—Control —dijo ella con una risa corta—. No me sorprende…

—Dejemos algo claro —dijo Jared Holt con una expresión de ira tan intensa en la voz que Devon tuvo que reprimirse la necesidad de dar un paso atrás—. Y puede decírselo a su madre. No le permitiré que desplume a mi padre cuando, como será inevitable, dado el récord de su madre, llegue el divorcio. ¿Le queda claro? ¿O tengo que repetirlo?

Ella no aguantó más.

—¿Sabe una cosa? He estado en cuarenta o cincuenta países diferentes en los últimos ocho años y en ninguno de ellos, ni en uno, he conocido a un hombre tan rudo e ignorante como usted. Se lleva el premio, señor Holt. ¡Enhorabuena!

Él sonrió de medio lado y dijo:

—No soy rudo, simplemente soy sincero. ¿No es algo que reconozca usted, señorita Devon Fraser? Tal vez sea que no esté acostumbrada a ello.

De pronto Devon sintió que el juego, si era eso de lo que se trataba, se había prolongado demasiado. Dijo con tono cortante:

—¿Piensa decirme ese tipo de cosas hasta que llegue el momento de la boda, con la esperanza de que mi madre crea que no estoy aquí y postergue la boda? —dio dos pasos por delante de Jared.

De pronto, sin que ella lo hubiera previsto, él le sujetó el brazo. Devon no estaba acostumbrada a tener que torcer el cuello para mirar a los hombres. Era demasiado alta para ello, y se valía de su altura cuando le convenía. Pero Jared Holt la hacía sentir más pequeña e insegura de sí misma. No estaba segura de qué odiaba más, aquella sensación de pequeñez frente a él o al hombre en sí mismo.

—¡Suélteme! —gritó.

—Cálmese —dijo él burlonamente—. Solo iba a mostrarle la habitación.

Ella olió su perfume cuando él se acercó a recoger las maletas. Tenía su cabeza cerca de ella.

—Aunque el tiempo se está acabando, y no conozco a ninguna mujer que se arregle en menos de una hora.

Ella sintió deseos de tocarle el pelo, averiguar si era tan sedoso como parecía. Era inútil negarlo. ¡Oh, Dios santo! ¿Qué diablos le pasaba?

Devon intentó controlarse. Esperaba que aquel impulso no se le hubiera notado en la cara. Lo miró con desdén y dijo:

—Estoy segura de que conoce a un montón de mujeres.

—No lo niego.

—En mi opinión, el hombre que se jacta de sus conquistas no merece la pena.

—Aquellos que tienen poca experiencia, señorita Fraser, tienen que conformarse con opiniones.

Evidentemente a él le resultaba poco atractiva para conseguir un hombre. Devon apretó los dientes y dijo:

—¡Algunos preferimos elegir las experiencias! Usted tiene buen aspecto. Eso lo reconozco. Pero un hombre, en mi opinión, nuevamente, debe tener más sustancia que el envoltorio.

—¡Tiene muchas opiniones acerca de los hombres, para ser una mujer cuyo envoltorio no garantiza una segunda mirada!

«¡Me las pagarás!», pensó Devon. «Haré que me mires más de dos veces, playboy arrogante». Llevaba dos vestidos en las fundas de plástico: uno perfectamente correcto para una boda de alta sociedad, y el otro más interesante, pero de ninguna manera tan correcto. Ya sabía cuál se iba a poner. Acababa de decidirlo.

Claro que si era lista, se pondría el menos llamativo pero más seguro. Porque lo peor era que, a pesar de aquella absurda conversación, encontraba a Jared muy atractivo. Debía de ser su masculinidad que llamaba a su femineidad en un nivel muy básico. Él irradiaba una seguridad sexual que la irritaba intensamente, en parte porque estaba segura de que él era completamente inconsciente de ello. Él no estaba intentando atraerla. ¡Oh, no! ¡Ella no valía la pena aquella pérdida de tiempo ni el esfuerzo!

Pero aquella forma de estar, ese pelo negro cayéndole por la frente bronceada, la fuerza de sus dedos, cada molécula de su cuerpo, la atraía. Aunque cada una de sus palabras la advertían de que huyera de él. Ella se las había arreglado muy bien para mantener su sexualidad oculta durante los últimos años. Y si bien Jared Holt la atraía y la enfurecía, también le daba miedo.

—Está muy callada —dijo él—. ¿No me diga que se ha quedado sin opiniones?

—Las he malgastado con usted.

—Todo este día está malgastado para mí —dijo Jared con énfasis.

—Entonces… al final… estamos de acuerdo en algo.

Con repentina impaciencia, él tiró de ella para que entrase, cerró la puerta y la llevó por un gran corredor hacia el hueco de una escalera de caoba. Era fuerte. Ella sabía que sería inútil resistirse a él.

Devon apoyó una mano en la barandilla, e intentando herir el ego de Jared, le dijo:

—Nos complementamos entonces…

—Se me debe de haber escapado algo, porque no entiendo qué quiere decir.

—Me refiero a su buen aspecto, ¿se acuerda? El envoltorio. Me resulta algo familiar usted. Aunque no sé bien por qué. ¿Ha trabajado alguna vez de modelo?

—¡No! —exclamó él, molesto.

Devon subió por las escaleras mirando todos los retratos de los caballos de carreras por los que Benson Holt era famoso.

—¡Qué hermosos animales! Quizás trabaje para su padre en los establos, ¿no, señor Holt?

—No —dijo él como mordiendo las palabras.

Otra vez había logrado molestarlo.

—Entonces, ¿a qué se dedica?

—Me dedico a intentar mantener a distancia a las cazadoras de fortunas. En lo que he fracasado, evidentemente.

Él la llevó a un ala separada del resto y abrió una puerta blanca.

—Su madre está en la última habitación. Esta es la suya. Ambas tienen cuarto de baño privado.

Antes de que Devon pudiera protestar, él entró y dejó la maleta al lado de la cama. Ella no lo quería allí. No lo quería ni cerca de ella ni de su cama.

—Intente sonreír para las cámaras, ¿quiere? A no ser que quiera que todos los álbumes de fotos de la boda lo muestren como un niño malhumorado que no se ha salido con la suya.

—No me diga lo que tengo que hacer. No me gusta —dijo él suavemente.

Devon sintió que le faltaba el aire y que su corazón daba un pequeño vuelco.

Desde el primer momento le había parecido peligroso. Y no se había equivocado. Pero algo en su interior la hacía no echarse atrás, a pesar de lo intimidante que era aquel hombre.

—¡Qué interesante! A mí también me disgusta que me den órdenes. Es algo más que tenemos en común —dijo ella.

—Desgraciadamente vamos a tener muchas más cosas en común. No creo que le guste ser mi hermanastra, de igual modo que a mí no me atrae ser su hermanastro. Navidad y Día de Acción de Gracias en la misma casa… Los cumpleaños de la familia. Y así, otras muchas cosas —él sonrió burlonamente y añadió—: Usted y yo estaremos atados el uno al otro después de esta boda, una razón más por la que debió perder el avión.

—Mi trabajo… Soy abogada especializada en derechos de minas, requiere que pase grandes temporadas fuera del país. Usted podrá estar disponible para todos los cumpleaños. Yo no.

Jared se acercó y le puso un mechón de pelo detrás de la oreja. Al sentir su contacto, Devon tuvo que hacer un gran esfuerzo para no demostrar su reacción.

—Y hablando de fotos de boda, espero que piense hacer algo con su pelo en los próximos cuarenta minutos. Pero no nos haga esperar, ¿quiere, señorita Fraser? Ese es un privilegio de la novia.

Jared atravesó la alfombra de la habitación, y cerró la puerta suavemente. Devon dejó las fundas de plástico en la cama y respiró profundamente. La habitación parecía más grande sin él. Más grande y más vacía. Entonces se oyó un golpe en la puerta y ella saltó como si le hubieran apretado un gatillo en la sien.

—¿Sí? —preguntó.

—Querida, ¿eres tú?

—Entra, madre —dijo Devon.

—Jared me ha dicho que habías llegado. Estaba tan preocupada, pensé que no podrías llegar a tiempo, y realmente necesito tu apoyo… Jared me mira con desprecio, realmente me aterroriza. No sé cómo puede ser hijo de Benson… ¡Querida, ni siquiera te has vestido!

—Porque acabo de llegar —dijo Devon, y le dio un beso en la mejilla. La miró de arriba abajo y agregó sinceramente—: Estás estupenda.

—No quería vestirme de blanco, no me parecía adecuado. ¿De verdad estoy bien? —preguntó Alicia ansiosamente. Se alisó la falda de su vestido de seda color marfil.

Por una vez Alicia había evitado los lazos y adornos de costumbre. El vestido era elegante y el peinado igualmente discreto. Hacía cinco meses que Devon no la veía, y por aquel entonces Benson solo era un nombre que Alicia pronunciaba en las conversaciones más de lo necesario.

Devon se preguntó si Benson habría producido más cambios en su madre y exclamó:

—¡Qué bonito vestido! Muéstrame el anillo.

Con una timidez que a Devon le pareció fuera de lugar teniendo en cuenta que era el quinto matrimonio de su madre, Alicia extendió la mano. El diamante brilló en su engarce. A Devon nunca le habían gustado los diamantes; no le parecían más que piedras mercenarias con un frío brillo.

—Espero que seas muy feliz —dijo Devon.

Alicia miró su reloj preocupada.

—La ceremonia empieza dentro de treinta minutos.

—Entonces será mejor que te marches y que me prepare —dijo Devon sonriendo—. Siento llegar tarde. Sabes que originalmente pensaba estar aquí para la cena del ensayo de la ceremonia, pero hubo una demora tras otra desde que salí de Yemen.

—Tuve que sentarme entre Benson y Jared —Alicia se estremeció de nervios—. ¿Sabes lo que hizo hace tres días? Me refiero a Jared. Intentó darme dinero para que me fuera.

—¿Qué?

—Me ofreció un montón de dinero para anular la boda. Y ni siquiera puedo decírselo a Benson. Jared es su único hijo, después de todo.

—¿Cómo se ha atrevido a hacer eso?

—Él se atreve a cualquier cosa. Es el director general de Holt Incorporated. Millones de dólares, querida. Millones. No los ha hecho andando con tiento.

Devon se quedó con la boca abierta.

—¿Jared Holt es quien lleva Holt Incorporated?

—No solo la dirige. Es el dueño de la empresa. Ha hecho una fortuna. Es cincuenta veces más rico que Benson.

Holt Incorporated tenía un grupo de empresas por todo el mundo, en algunas de las cuales Devon había estado, una flota de cruceros, varios centros comerciales y una empresa de ordenadores de gran éxito.

—¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó Devon.

—¿A tan larga distancia? ¿Cuando estabas en Borneo y Papua Nueva Guinea y todos esos lugares a los que estás yendo siempre? Tengo mejores cosas de qué hablar que de Jared Holt.

Devon se sentó en la cama y dijo con una risa:

—¿Adivina una cosa? Le he preguntado si trabajaba en los establos de su padre?

—¡No puedo creerlo, cariño!

—Y también le he preguntado si había sido modelo alguna vez.

Alicia gruñó.

—¡Oh, no! ¿Cómo pudiste…?

—Muy fácil. Él es el hombre más rudo y arrogante que conozco. Y he conocido a unos cuantos.

Alicia se estremeció brevemente.

—No lo enfurezcas. Puede ser un enemigo terrible, Devon —su madre solo la llamaba Devon cuando quería hablar de algo muy serio.

—No temo a Jared Holt —dijo Devon, no muy convencida interiormente—. Pero me da miedo llegar media hora tarde a esa encantadora pérgola que he visto puesta en el jardín. Vete, madre. Tengo que arreglarme.

Alicia le dio un rápido y fervoroso abrazo.

—¡Me siento tan feliz de que estés aquí! —dijo. Y se marchó.

Devon abrió la maleta deseando poder decir lo mismo. Sacó uno de los vestidos y se dirigió a la ducha.

Suya por una noche

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