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Capítulo 2

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CUANDO faltaba un minuto para las seis, Alicia golpeó la puerta.

—¿Estás lista, cariño?

Devon se estaba mirando en el espejo.

—Entra, madre. Dos segundos más —gritó. Y se puso los pendientes de ópalos australianos.

—Estoy muy nerviosa —balbuceó Alicia—. Sé que esta es mi quinta boda, pero amo a Benson de verdad, y realmente quiero que esto dure para siempre. Para que seamos una familia feliz. ¿Crees que debería casarme o que estoy cometiendo otro terrible error?

Como Devon todavía no había conocido a Benson, apenas podía contestar a la pregunta. Aunque si Benson era parecido en algo a Jared, su madre estaba cometiendo el mayor error de su carrera marital. Y lo de «una familia feliz» era un sueño.

—Por supuesto que vas a ser feliz —dijo Devon para tranquilizarla, al darse cuenta de que los labios de su madre estaban temblando.

Tomó brevemente el brazo de Alicia y dijo:

—Venga, mamá. Deslumbrémoslos.

—Las flores están en la mesa del vestíbulo… Estamos guapas, ¿no es cierto? —dijo Alicia ingenuamente.

—Guapas —dijo Devon, aunque no era el efecto que había querido causar.

Llevaba un vestido largo de seda tailandesa de color turquesa muy sencillo, con un escote que pronunciaba sus pechos y una abertura lateral hasta las rodillas. Otro ópalo adornaba su cuello. Los zapatos eran unas sandalias de tiras finas con tacones muy altos. Se había recogido el pelo y había dejado escapar algunos rizos que le caían por el cuello y acariciaban cada tanto sus mejillas.

—Estamos muy atractivas —dijo Devon—. Y no dejes que Jared Holt te estropee el día de tu boda. No lo merece.

—No lo dejaré —dijo Alicia y sonrió a su hija—. Estoy aprendiendo unas pocas cosas, Devon. Le he dicho a Benson que no prometería obedecer, que era demasiado vieja para eso. Él se rio simplemente y dijo que no quería una esposa que fuera un felpudo. Es un hombre muy agradable. Te gustará.

El romántico italiano, el aristócrata británico y el dueño de petróleo de Texas, los esposos número dos, tres y cuatro, habían sido presentados del mismo modo a Devon.

—Estoy deseosa de conocerlo.

Las flores eran orquídeas y el fotógrafo las estaba esperando.

Devon se sintió ansiosa. Recogió el más pequeño de los dos ramos de flores y sonrió a la cámara. Luego bajó las escaleras al lado de su madre. Cuando llegaron al escalón de abajo, Alicia dijo:

—Te he pedido que seas tú quien me entregue a Benson, ¿no es cierto?

—No.

—El cuñado de Benson lo iba a hacer. Pero ha sufrido una operación hace dos semanas. La única otra posibilidad era Jared. ¡Por favor, dime que lo harás, Devon!

De ninguna manera iba a permitir que ese monstruo llevase al altar a su madre.

—Claro que lo haré —respondió Devon.

Cuando salieron a la luz del sol, al frente de la casa, el fotógrafo tomó varias fotos. Devon, mientras, observó el escenario.

Había un toldo blanco entre los árboles, que proveía de sombra. Las sillas donde se habían sentado los invitados estaban adornadas con rosas y una música de harpa muy suave se oía entre las conversaciones.

Cuando Alicia y Devon se acercaron a las sillas, el músico tocó el último acorde de harpa y luego se quedó en silencio. Desde un órgano cerca del altar adornado con flores blancas se oyeron las primeras notas de la marcha nupcial. No la tocaban muy bien.

Alicia susurró:

—Es la hermana de Benson la que toca el órgano. Insistió en tocarlo. Benson no quiso herir sus sentimientos. ¡Oh, Devon, estoy tan nerviosa! Jamás debí aceptar casarme con él. ¿Por qué sigo casándome? No soy joven, como tú; debería cometer menos errores.

—Venga, madre; es demasiado tarde ahora. Así que hagámoslo con estilo —dijo Devon, tomó la mano de su madre y la llevó del brazo.

Benson era el novio; Jared, su hijo. Ambos estaban de espaldas a las mujeres que iban caminando por la alfombra verde dispuesta sobre la hierba.

Benson era más bajo que su hijo y tenía una cabellera gris bien peinada. Cuando el órgano se equivocó de nota, se dio la vuelta. Vio a Alicia caminando hacia él y le sonrió. No era tan apuesto como Jared y había acumulado algo de gordura en la cintura. Tenía un aspecto muy humano, pensó Devon. No como Jared. Y su sonrisa era a la vez amable y cálida. En eso tampoco se parecía a Jared.

—Creo que has elegido bien, mamá —le susurró a su madre.

Alicia le sonrió emocionada.

El órgano emitió un chirrido, luego subió el tono de forma triunfal pero desafinada. Devon se estremeció. Y finalmente Jared se dio la vuelta.

Ni siquiera miró a Alicia. Su mirada se dirigió directamente a la hija de Alicia, y en un momento dado a Devon le pareció notar una reacción en su cara.

Ella bajó la mirada, como correspondía a una mujer de poca experiencia. Una mujer cuyo envoltorio, en palabras de Jared, no garantizaba una segunda mirada. Luego dejó escapar la más inocente de todas las sonrisas.

Pero cuando alzó la vista, solo sonrió a Benson.

Hasta el último momento Jared había pensado que tendría que llevar al altar a Alicia; una obligación que habría cumplido puntillosamente y con verdadera aversión. Pero en el momento en que su padre y él habían abandonado la casa camino al invernadero, su padre le había dicho:

—Alicia va a pedirle a Devon que la acompañe al altar. Así que tú te has librado.

Jared se sintió molesto por haber demostrado tan abiertamente que no quería hacerlo y había dicho:

—La he conocido, a la hija, quiero decir. No es lo que yo esperaba. Es alta y desaliñada y tiene una lengua como una sierra.

—¿De verdad? Alicia me ha mostrado una foto. Pensé que era muy guapa.

—Un buen fotógrafo puede transformar un cactus en una rosa.

Benson dijo abruptamente:

—¿Tienes el anillo?

—Sí, papá. Ya me lo has preguntado dos veces.

—Ahí está Martin, saludándonos. Es hora de que nos pongamos en nuestro sitio.

Martin era el mayordomo. Su señal significaba que Alicia estaba lista. Jared miró su reloj. Eran las seis y siete minutos. Devon Fraser era muy puntual para ser una mujer.

Jared siguió a su padre por debajo de la sombra del toldo, asintió al sacerdote y evitó mirar a los invitados. Lise estaría en algún sitio en medio de la gente. Se las había ingeniado para pedirle una invitación, y él había cometido el error de enviársela. Tendría que decidir qué hacer con Lise, pensó Jared, y se estremeció al oír el órgano portátil que tocaba su tía Bessie. Si algún día fuera tan tonto como para casarse, lo haría en su yate. La tía Bessie sufría de mareos en los barcos, y no pisaría nada que se le pareciera.

Por el rabillo del ojo vio a su padre sonreír a su futura esposa. Él iba a ser su quinto marido. Jared sintió rabia. Le había aconsejado instintivamente que no se casara, y luego había intentado comprar a Alicia. Pero no había funcionado ninguna de las dos cosas. Aunque le había ofrecido a Alicia una buena suma.

Ella podía conseguir más por un divorcio. Él estaba seguro que aquel habría sido su razonamiento.

No sonreiría a Alicia ni loco. Al menos el sacerdote había insistido en que el fotógrafo se mantuviera a cierta distancia durante la ceremonia. Así que, si él, Jared, no tenía ganas de sonreír, no tenía por qué hacerlo.

Devon Fraser había dicho que él estaba malhumorado porque no se había salido con la suya. Realmente la mujer había sabido cómo irritarlo.

Otro acorde del órgano de la tía Bessie le destempló los nervios. Seguramente Alicia y su hija estaban casi en el altar. Inquieto, Jared se dio la vuelta para ver dónde estaban.

Una mujer alta vestida de turquesa estaba caminando hacia él, mirando directamente hacia él, con la cabeza alta. Su belleza le dio en el pecho como si se tratase de un golpe.

Llevaba el pelo recogido, brillándole como el trigo maduro, dejando al descubierto la línea delgada de su cuello. Sus hombros emergían del vestido formando elegantes curvas. Y sus pechos grandes lo dejaron sin respiración. Eran pechos maduros, voluptuosos, bajo el brillo de la seda, tan pálida como el color de las orquídeas que llevaba en la mano. En su cuello, una piedra azul brillaba como el fuego.

Sus caderas se balanceaban graciosamente bajo el brillo de la seda, sus piernas parecían interminables.

Pero fueron sus ojos los que lo embrujaron. Esos ojos grandes que había encontrado cuando le había quitado las gafas de sol en la escalinata de entrada a la casa. Él se había imaginado que se encontraría con unos ojos marrones, o grises claros. Pero no ese azul brillante como el de un mar tropical. Unos ojos en los que podía ahogarse.

Involuntariamente se sintió excitado, y supo, en cada una de las fibras de su ser, que no pararía hasta que tuviera a Devon Fraser en su cama. Hasta que la hiciera suya de la forma más primitiva posible.

¿Era aquella la mujer cuyo envoltorio él había despreciado? ¿La que había etiquetado como desaliñada? ¿Estaba loco?

De pronto, con el poco cerebro que le quedaba en funcionamiento, se dio cuenta de que Devon se había dado cuenta del efecto que había producido en él, y de que se había sentido complacida.

Tenía una boca para besarla. Una boca deliciosamente seductora.

«¡Maldita seas, Devon Fraser!», pensó Jared. Había logrado engañarlo con aquel traje arrugado y esa blusa de cuello cerrado.

Pero no iba a hacerlo nuevamente. Le daría una lección. No sabía cuál, pero ya se le ocurriría algo.

No le gustaba sentirse afectado por una mujer de aquel modo, que lo hiciera mirar como un tonto. Antes de que terminase la boda desearía no haberlo hecho.

Notó que el sacerdote carraspeaba y que ellos cuatro estaban alineados frente a los invitados.

«Presta atención, Jared», se dijo. «Olvídate de Devon Fraser, al menos en los próximos minutos». Era el padrino de boda.

Y el padrino ganaría. Devon Fraser había ganado el primer ataque. Pero no ganaría el segundo, se dijo.

Escuchó las palabras sonoras del servicio religioso de matrimonio. El perfil de Devon estaba hacia él. Tenía nariz recta y una barbilla decidida. El pelo le brillaba como el oro. Él habría querido soltárselo. Deseaba entrelazar sus dedos en aquellos hilos dorados, y desde sus puntas deslizarlos hasta acariciar sus pechos. Deseaba tumbarla encima de sábanas de satén y ponerse encima de ella hasta… ¡Otra vez estaba pensando en ella! ¿Qué diablos le pasaba? Devon era una mujer. Una más, simplemente.

Y estaría deseosa. Todas estaban deseosas.

Ese era el problema.

Él era un hombre muy rico. Tenía mucho poder. Y además sabía que su físico y su cuerpo atraía a las mujeres. Encima era soltero. Lo que lo convertía en un desafío para cualquier mujer que tuviera entre dieciocho y cuarenta y cinco años.

Habría sido curioso y excepcional que lo vieran simplemente como un hombre. En lugar de una figura envuelta en miles de dólares, pensó cínicamente.

El problema era que él estaba cansado de esos juegos. Conocía todos los movimientos desde el principio hasta el fin. La primera cita, las preguntas tramposas, la cena íntima, durante la cual él dejaba claro cuáles eran los límites de la relación. Pero pocas escuchaban, y si lo hacían lo tomaban como otro desafío, para conseguir lo que otras mujeres no habían sido capaces de lograr. Entonces se daba el primer beso, los regalos que le pedía a su secretaria que enviase, las flores. Hacían el amor, ellas se sentían aparentemente heridas cuando les decía que no se quedaría a dormir; no lo hacía nunca. Las inevitables expectativas de compromiso. La rabia o el llanto, según la mujer de que se tratase, cuando él les aclaraba que no compartía esas expectativas, que no quería comprometerse. Que no se había comprometido nunca, ni lo haría. Y luego, por último, la ruptura.

Los últimos años había jugado a aquel juego cada vez menos. Lise era un ejemplo. Era lo suficientemente sincero consigo mismo como para darse cuenta de que estaba usando a Lise para protegerse. Si su círculo social suponía que él tenía una relación con ella, las demás mujeres se mantendrían a distancia, lo mismo que las revistas de chismorreos. Pocos se imaginarían que no se acostaba con Lise. Ella no lo diría. Lise lo estaba usando igual que él a ella. Para que la vieran como a la amante de Jared Holt, algo que alimentaba su ego, y beneficiaba a su profesión.

En cuanto a sus necesidades sexuales, él las había relegado a un segundo lugar durante meses, concentrándose en su imperio de negocios y enrolándose en tenaces actividades atléticas en distintos lugares salvajes del mundo.

En los últimos minutos, Devon Fraser había borrado todo aquello. Desde que la había visto con aquel vestido, su sexualidad lo había asaltado descontroladamente. Él sabía lo que quería. Y lo quería pronto.

Su vestido, pensó Jared, había costado dinero, muchos billetes. Esa combinación de elegancia y provocación no era barata. ¿Estaría también ella detrás de él, persiguiendo la seguridad de una gran cuenta bancaria?

¿Como la madre?

Claro que la hija era veinte años más joven y mucho más guapa.

Alicia había atrapado a Benson con poco esfuerzo. ¿Le tocaría a la hija conseguir al director de la empresa, al que realmente tenía el dinero? Simplemente lo estaba haciendo un poco más sutilmente que las otras mujeres que conocía.

¿Sutilmente? ¿O maliciosamente? Debía tener cuidado. Después de todo, Devon no le había facilitado nada.

¿Podría estar equivocado? ¿Realmente era tan hostil como parecía?

—¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre? —preguntó el pastor.

—Yo lo hago —dijo Devon claramente, y sonrió a su madre.

Aquella sonrisa hizo que Jared se apartase levemente hacia un lado. Le costaba prestar atención al servicio religioso. Debía parecer un idiota, pensó él.

Devon había estado en montones de bodas. La mayoría de la gente de su edad estaba casada. Ella había pensado que era inmune a todo aquel ritual, pero aquel día las palabras del sacerdote, tan sencillas y sin embargo con tanta fuerza, la habían afectado: «Para amarse y cuidarse…» ¿Quién la había cuidado, excepto su casi olvidado padre? Alicia, no. Ella había estado demasiado ocupada en romances de continente a continente. Tampoco ninguno de sus padrastros. Steve, no, ciertamente, quien había sido su amante durante tres años. Ni más recientemente Peter, quien, afortunadamente, no se había transformado en su amante.

¿Y qué? No necesitaba que la cuidasen. Ella era una mujer inteligente, independiente, de treinta y dos años, eficiente en un trabajo difícil y que había construido toda su vida evitando la intimidad y las relaciones duraderas y estables.

Entonces, ¿por qué se sentía tan emocionada como una novia?

—Hasta que la muerte los separe…

Alicia se había separado del padre de Devon por la muerte de este, y según Alicia, él había sido el amor de su vida, una historia que cobraba más importancia con cada nuevo divorcio. Devon tenía siete años cuando había muerto su padre. Recordaba perfectamente cuando su madre se lo había dicho…

¡Oh! Estaba más sensible que una novia. No quería llorar. Y no lo haría. Aparte de otras cosas, confirmaría su baja opinión sobre las mujeres a Jared Holt: seres irracionales, a merced de sus sentimientos. No como él.

Jared le había dado el anillo a su padre. Y el sacerdote estaba pronunciando unas palabras en latín. Nerviosamente Devon le dio el anillo a Benson. Se le escapó de entre los dedos y cayó en medio de las orquídeas. Ella lo buscó entre las flores, estropeando los caros pétalos. Al ver que no salía, sacudió el ramo y con un suspiro vio que el anillo caía al suelo y que rodaba por la alfombra verde. Hacia Jared.

Él se movió muy suavemente. Se agachó, recogió el anillo y se lo dio a ella. La miró a los ojos. No eran negros, como ella había creído, sino azules oscuros, impenetrables y fríos como un cielo invernal.

Devon pestañeó. Intentó no tocarlo al tomar el anillo de su palma. Se oía el murmullo de la gente. Ella se puso colorada y le dio el anillo a su madre.

Devon deseó que aquello terminase de una vez. No quería mostrar lo frágil que era. Seguramente Jared ya se habría dado cuenta. No se perdía detalle.

Benson besó a la novia con decoro. Su madre se veía feliz. Entonces la tía Bessie empezó a tocar el órgano otra vez. Benson tomó la mano de Alicia y sonrió. Luego empezó a caminar por el pasillo junto a su esposa.

Era el turno de ellos. Jared puso su mano encima de la de ella. El calor de su piel pareció quemarla. La mirada de Jared expresaba hambre. Ella sintió pánico. Luego, de pronto, aquel hambre desapareció, como si jamás hubiera estado allí.

Devon desvió la mirada de él y sonrió a los invitados. Con esfuerzo logró recuperar la voz y dijo:

—Tu tía se ha superado a sí misma.

Él no contestó y preguntó:

—¿Realmente te has querido burlar de mí poniéndote ese vestido, verdad?

Devon lo miró y le dijo:

—En este preciso momento nos están observando unas doscientas personas, algunas de las cuales, supongo, deben de ser amigos tuyos… Intenta controlar tu carácter. En cuanto a tu tía, cualquier músico que se precie debería ser capaz de improvisar.

—Jamás hace otra cosa que improvisar, y realmente me molesta mucho quedar en ridículo.

—Un poco más cerca de la señorita, señor Holt. Sonría… Así… ¡Estupendo! —exclamó el fotógrafo.

Cegada por el flash, y espantosamente consciente del roce de la cadera de Jared y de su hombro, Devon se tambaleó. Enseguida Jared la sujetó por la cintura. Instintivamente, ella supo que él podría haberla llevado en brazos por toda la casa sin mayor esfuerzo. Con una mano rodeándole las caderas, y la otra apretándola contra su pecho…

¿Qué demonios le pasaba? ¿Había perdido la cabeza?

Devon se soltó de él y guardó la compostura. Con alivio, vio que Alicia y Benson los estaban esperando.

—Madre, felicidades —dijo Devon cariñosamente, y le dio un beso en la mejilla. Luego extendió la mano a Benson—. Me alegro de conocerte. Lo que lamento es haberos hecho esperar.

Benson le dio un beso en la mejilla y dijo:

—Devon… Es un placer. Eres casi tan hermosa como tu madre.

Alicia soltó una risita de adolescente.

—Tienes mejor aspecto que tu hijo —respondió ella cordialmente—. Os deseo que seáis felices.

Alicia abrazó nuevamente a su hija, más relajada después de haber pasado la ceremonia, y en ese momento Benson se apartó un momento con su hijo y le dijo en un tono jovial:

—Necesitas gafas, hijo. ¿Desaliñada? ¡La chica es muy atractiva!

—¡Deberías haberla visto! —murmuró Jared.

—Gafas bifocales… —insistió Benson, tocando a Jared en el brazo.

Jared se mordió la lengua. Ya era bastante con que Devon lo hubiera puesto en ridículo como para que su padre insistiera en ello. Pero se desquitaría…

Devon había usado su sexualidad… Y ese vestido azul, para llamar su atención. Él podría usar su propia sexualidad para vengarse. Demostraría a Devon Fraser que no tenía que jugar con fuego.

—Estás muy callado, Jared —dijo Alicia provocativamente.

Jared se sacudió mentalmente, sonrió y, con buenos modales, felicitó a su madrastra y a su padre por su boda. Cualquiera que lo hubiera visto no se habría imaginado sus reservas hacia aquello, pero Devon se dio cuenta de su rigidez. Estaba fingiendo para el público. Y no sentía nada de lo que había dicho.

Los cuatro se colocaron para saludar a los invitados. Jared presentó incansablemente a Devon.

La tía Bessie apareció entre la gente. Llevaba un vestido naranja y un sombrero verde lima, y unas manos tan llenas de diamantes que Devon no podía imaginarse que hubiera podido tocar ninguna nota con ellas, ni mal ni bien. La mujer besó a su sobrino y le dijo:

—Es hora de que seas tú quien caiga en el anzuelo. No eres tan joven…

—Te has casado con tío Leonard en lugar de esperarme —dijo Jared—. Eso me ha roto el corazón.

Tía Bessie chasqueó la lengua, mirando alternativamente a Jared y a Devon.

—Me parece que esta jovencita te irá mejor. Tú debes de ser la hija de Alicia.

—Soy Devon, sí —contestó ella.

—No dejes que Jared te engañe con esa representación de gran hombre de negocios. Tiene un corazón de oro —se rio—y también los bolsillos.

—No voy detrás de su dinero en absoluto —dijo Devon un poco molesta.

—Eso es lo que necesitas, Jared, una mujer que se defienda sola —la tía de Jared se inclinó hacia Devon—. Ha habido muchas que se han dejado atropellar. No es bueno para él.

—Tía Bessie, tienes gente esperando detrás.

—Hablaré contigo más tarde, querida —dijo tía Bessie, apretándole los dedos a Devon. Luego, con decisión, se acercó a la bandeja de champán más cercana.

Devon sonrió al siguiente invitado, cuyo nombre se le olvidó totalmente. Luego una voz femenina dijo afectuosamente:

—Querido, siento tanto no haberte encontrado antes de la boda…

Devon se sorprendió al ver a la mujer que tiraba de la cabeza de Jared y le daba un beso en los labios.

Aquella era la dueña, pensó Devon. Y quería demostrarlo públicamente con aquel beso.

Entonces, ¿por qué no se alegraba de que fuera así?

Suya por una noche

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