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PREFACIO

¿Por qué escribir

un libro sobre menopausia?

MI RECORRIDO VITAL Y PROFESIONAL

¿Por qué escribir un libro sobre menopausia si soy ginecóloga infanto-juvenil y sexóloga? Quizás, el recorrido de mi vida profesional y personal arroje luz sobre las razones que me impulsaron a escribir este libro.

Hace muchos años vengo escuchando las historias de mis consultantes (a quienes ya no llamo pacientes) y reflexionando sobre ellas. A muchas las conozco desde su adolescencia. Creo que ellas fueron mis verdaderas maestras, el verdadero motor de mi transformación profesional. Y también lo son ahora, porque me motivan a compartir lo que fui aprendiendo.

No tuve una infancia fácil. Crecí en un ámbito donde las mujeres dominaban la escena. Papá se fue cuando yo tenía seis meses. Había secretos, traiciones, misterios y violencia. Pero también había mucha pasión, música, garra y amor, sobre todo de parte de mi abuela materna, Malvina, a quien le debo mucho de lo que soy como mujer.

Mi hogar era de clase media baja. Crecí en El Palomar. En mi casa la consigna era clara: “Si querés estudiar, a trabajar”. Fue así como a los 15 entré como secretaria en un estudio jurídico de abogados amigos de mi mamá.

Esto me hizo ver el mundo desde otra perspectiva: definitivamente el trabajo de oficina y los números no eran para mí. Cambié de rumbo en la secundaria, en la Escuela de Enseñanza Media N°2 “El Riva” de El Palomar: pasé del Comercial al Bachillerato en Ciencias Biológicas.

Esos años me marcaron mucho. Experimenté un cambio radical: ingresaron en mi vida la política, el sexo, el amor, la diversión, la amistad. Aunque la violencia seguía en casa, ese afuera, la escuela, la sociedad, el contexto, me moldeó y redirigió mi camino. Quizás, empezaba a trazar un destino.

Llegó el tiempo de la universidad y decidí estudiar medicina; lo sentí como un llamado, una vocación. Me anoté para dar el ingreso, recuerdo que éramos 2000 aspirantes para 200 vacantes. ¡Y lo logré! Como siempre “Sandrita” era muy aplicada. Fui el segundo promedio de mi promoción y me recibí con diploma de honor.

No sé por qué elegí la ginecología como especialidad. Quizá porque ya vibraba en mí esta sensación que tengo hoy acerca de lo que representan los vaivenes emocionales y fisiológicos en la vida de una mujer. Hice mi residencia como médica en tocoginecología en la Policlínica Bancaria de Buenos Aires. Resonaba en mí el mandato materno de “Tenés que hacer algo que dé plata”. Por entonces, la obstetricia era más rentable que la ginecología, así que tomé ese camino, a pesar de que no me simpatizaba demasiado. Me casé con el que hoy sigue siendo mi compañero. En ese momento era la única salida que teníamos “las mujeres” para abandonar la casa parental: casarnos con papeles.

Duré poco en la obstetricia. Terminé mi residencia, hice un año de guardias y dejé. No podía con eso. Me emocionaba, me conmovía cuando participaba del trabajo de parto, del alumbramiento, de las cesáreas. No lo podía superar. Está bien que los médicos seamos empáticos, pero cuando estamos en una urgencia o tenemos que operar o decidir hacer una cesárea o usar un fórceps, tenemos que poner la mente en frío y actuar, disociar la razón de la emoción, como cuando un cirujano abre un tórax o un bombero salva a una víctima en un incendio. Debemos actuar con disociación instrumental operativa, saludable para el médico y la paciente. No me salía. Y ahí empecé terapia.

Con Isabel San Sebastián, descubrí que me atraía mucho hacer consultorio. Ella era una médica diferente. Atendía a adolescentes en su consultorio de ginecología infanto-juvenil de la Policlínica Bancaria. Ninguno de mis compañeros quería ir a ese consultorio porque de allí no salían pacientes para operar, y el médico en formación de una especialidad quirúrgica quiere eso: operar. A mí me fascinaba ese consultorio: se hablaba del curso de la vida, de la relación madre-hija (una tortura en mi vida), de sexualidad, de salud y prevención. Era como una sesión de terapia.

Ahí fue cuando dije, con certeza, “Yo quiero dedicarme a esto”. Ingresé en la Sociedad de Ginecología Infanto-Juvenil (SAGIJ) gracias a Isabel y empecé a estudiar Sexología en la UBA. Para entonces, había nacido mi primera hija, deseada y buscada, pero no había estudiado “maternidad”. ¡¡Qué cambio!!

Estudiar sexología en esos tiempos era de avanzada. Me enfrentaba a un mundo más “psi” que “bio”. En paralelo, empecé a formarme en psicoterapias varias.

Pasé por grupos de estudio de psicoanálisis y de psicofarmacología, de bioenergética, de terapia cognitivo conductual y, en los últimos años, incursioné en aquellas terapias contextuales de la tercera ola: el mindfulness y las herramientas para el manejo del estrés. Todo esto maridado con la formación en los otros sistemas médicos. Y llegó mi segundo hijo. Ya estaba más preparada. Mi primera hija me había fogueado en el tema.

Mi formación inicial proviene del modelo médico hegemónico en el que la fisiología y la anatomía son el eje central de la comprensión de la enfermedad y a todo lo que se sale de la norma hay que “normalizarlo” de alguna manera. Imaginen que a fines de los 80, la homosexualidad aún era considerada un trastorno y no tenían cabida conceptos vinculados con la diversidad sexual en sentido amplio. De eso no se hablaba, ni se estudiaba.

Y la vida siguió dándome señales. En mi trabajo asistencial me enfrentaba diariamente al dolor y a la frustración por el fracaso terapéutico. Muchas veces, sin entender por qué, si yo hacía todo lo que me enseñaban y decían los libros y trabajos científicos, las mujeres no se curaban.

No solo eso: muchas de sus historias, que iba descubriendo a medida que nos íbamos conociendo, me indicaban que la fisiopatología volcada en los libros no lo abarcaba todo y que, si yo me abría a escuchar a las consultantes, ellas mostraban otras señales a las que había que prestar atención en el proceso de cura. Cuando se encendió esa luz, fue para mí un verdadero despertar. Por eso lo digo. Mis grandes maestras fueron mis consultantes. Con ellas, ustedes, empecé a comprender que, detrás de un síntoma, hay una historia y que en esa historia puede haber un trauma.

En esa época empecé a trabajar en equipos de violencia y abuso sexual infanto-juvenil. Esas historias fueron –y son– las más contundentes para seguir trabajando en mí misma y, al mismo tiempo, para generar empatía con las consultantes. La sexualidad y la violencia se cruzaban en más de una de esas historias. Y las mujeres lo sabemos muy bien. ¡Celebro estar asistiendo hoy en primera persona a la revolución del género!

¿Por qué estudié otros modelos médicos? El retoque final a este proceso lo dieron mis hijos. Cuando eran pequeños me enfrenté a crisis asmáticas, otitis y alergias. El sistema médico los definía como enfermedades y no brindaba más respuestas que una estigmatización en la que no quería quedarme. Fue entonces cuando escuché a una amiga (nuestra vida está tramada por mujeres sabias) que me sugirió que probara con la medicina homeopática. “¿Yo, a un homeópata? ¿Qué es eso? ¿Medicina alternativa? ¿A mí, a alguien diploma de honor de la UBA?”, recuerdo que le respondí. Pero mi curiosidad e intuición –que afortunadamente y como buena escorpiana siempre estuvo presente– me llevaron a investigar en el tema, a confiar en la homeopatía: mis hijos se curaron definitivamente de sus alergias de todo tipo.

“¡Voilá!”, dije. Acá pasa algo más en los cuerpos, algo que se nos está escapando. Entonces, empecé a estudiar homeopatía. Me estaba dando cuenta de que las personas no se curaban con sacarles sus úteros o sus mamas, y que muchas patologías tenían un perfil psicológico particular. Dejé de operar y me puse a escuchar otros síntomas que no venían solo del cuerpo. Emprendí un camino que aún sigo transitando, el de la medicina que aborda el cuerpo, la mente y el espíritu; un modelo médico que nos incluye en nuestra totalidad como seres humanos: la medicina integrativa.

Una vez concluido el curso de homeopatía, en la Asociación Médica Homeopática Argentina, con la cual sigo en contacto y que me conectó con quienes hoy son grandes amigos, se despertó en mí la curiosidad por la acupuntura y la medicina tradicional china. Entonces me inicié en la práctica del chi kung con un maestro de artes orientales. Claro que, como ya se habrán dado cuenta, necesito siempre validar los estudios con títulos académicos (una tara que ya acepté), así que me puse a estudiar en el Instituto Médico Argentino de Acupuntura.

Mi amiga Eliana, maestra yogui, me empezó a hablar sobre el ayurveda y me conectó con el doctor Fabián Ciarlotti (uno de los referentes en la Argentina) para que tomara sus cursos de medicina ayurvédica. Debo reconocer que hubo una fuerte resistencia de mi parte, ya que venía acumulando títulos y, para ese momento, no entendía bien dónde estaba parada en mi profesión.

Mientras tanto mis hijos crecían. Participaba de todas las actividades artísticas, deportivas y estudiantiles que practicaban. Tratábamos de acompañarlos siempre con mi gran compañero, que siempre estuvo y está allí para bancarse todas mis locuras (libro incluido).

Yo empezaba a visualizar más claramente que el modelo médico hegemónico me resultaba limitado. Seguía trabajando con mis consultantes, siempre curiosa, interrogándome. Mis preguntas eran: “¿Qué soy? ¿Ginecóloga o psicóloga? ¿Médica homeópata o tradicional? ¿Se pueden combinar ambas perspectivas? ¿Dónde se ubica el ayurveda? ¿A quién estaré traicionando?”. Más terapia.

Para ese tiempo, el doctor Ciarlotti me invitó a viajar a la India con su grupo de alumnos: la propuesta era hacer un curso de formación en medicina ayurvédica en la Dev Sanskriti University (DSVV) al norte de la India, en Haridwar, donde lo devocional es más fuerte que lo académico.

En ese viaje, mi cabeza explotó y mi corazón se sacó por fin la coraza que tenía. Ahí aprendí el yoga y el tantra, el fuerte choque cultural entre Oriente y Occidente en toda su expresión, lo que es realmente la espiritualidad en toda su potencialidad.

Recién entonces me di cuenta de que la medicina es una: el arte de curar.

Occidente, de acuerdo con lo que nos enseñó el maestro Hipócrates, no se desentiende de los sistemas de Oriente, que fueron pioneros. En el fondo son compatibles. Solo tenemos que abrir el corazón y la mente, deconstruir –esta palabra que se puso de moda en este tiempo de fuertes reivindicaciones por los derechos de las identidades– y volver a construir un modelo más inclusivo, flexible y respetuoso. Dos años más tarde, volví a la India, pero esa vez a la ciudad de Coimbatore, a aprender medicina (otra vez, Sandrita, la académica).

Este recorrido les da una pauta de la síntesis que soy hoy: una practicante de la medicina integrativa, porque ella reúne todos los saberes de Oriente y Occidente. Soy alguien que, a partir de una formación psicoterapéutica, se permite mirar desde una perspectiva que incluye la totalidad de las personas, su identidad, sus creencias y su entorno sociocultural.

Recién en esta etapa me siento realmente conectada y en sintonía con los procesos vitales. Creo que llegó el tiempo de este libro, de ustedes conmigo: empecemos a recorrer juntas el camino del autoconocimiento para vivir una menopausia y una postmenopausia plenas y saludables, sin temores, con mente de principiante, curioseando todo lo que se viene y disfrutando plenamente cada momento de nuestras vidas. Menos obligaciones y más disfrute: esa es la fórmula mágica.

Regreso a mí

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