Читать книгу La divorciada dijo sí - Сандра Мартон - Страница 5

Capítulo 1

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POR FIN, había llegado el día de la boda de su hija y Annie Cooper no era capaz de dejar de llorar.

–Voy a retocarme el maquillaje, querida –le había dicho a Dawn minutos antes, en cuanto había empezado a notar aquel característico escozor en los ojos.

Y allí estaba, en uno de los compartimentos del servicio de señoras de una hermosa iglesia de Connecticut, con un puñado de pañuelos desechables en la mano y los ojos rebosando lágrimas.

–Prométeme que no llorarás, mamá –le había pedido Dawn la noche anterior.

Estaban ambas sentadas tras una taza de chocolate caliente. Ninguna de ellas conseguía dormir. Dawn estaba demasiado nerviosa; y Annie no quería renunciar a las últimas horas que su hija iba a pasar en casa antes de convertirse en esposa de Nick.

–Te lo prometo –había contestado ella con un hilo de voz, e inmediatamente había roto a llorar.

–Oh, mamá, por el amor de Dios –había exclamado Dawn, en el tono de una adolescente quejosa.

Y ése era precisamente el problema. Todavía era una adolescente, pensó Annie mientras se secaba las lágrimas. Su niña sólo tenía dieciocho años, era demasiado joven para casarse. Por supuesto, había intentado decírselo la noche que Dawn había aparecido en su casa con una sonrisa radiante en el rostro y la sortija de compromiso que Nick le había regalado en el dedo, pero su hija había replicado con un argumento indiscutible.

–¿Y cuántos años tenías tú cuando te casaste? –había dicho, zanjando la discusión.

–Dieciocho, los mismos que tú. Y mira cómo he terminado. No quiero que mi hija pase por lo mismo que yo.

Pero, evidentemente, Dawn no tenía la culpa de que el matrimonio de sus padres hubiera terminado en divorcio.

–Es demasiado joven –susurró Annie–. Demasiado joven –repitió.

–¿Annie?

Annie oyó que se abría la puerta del servicio de señoras, dejando entrar un murmullo de voces y los primeros acordes del piano. Sonidos que desaparecieron en cuanto la puerta se volvió a cerrar.

–¿Annie? ¿Estás aquí?

Era Deborah Kent, su mejor amiga.

–No –contestó Annie con tristeza, conteniendo a duras penas un sollozo.

–Annie –insistió Deb con delicadeza–, sal, por favor. Annie –el tono de Deb empezaba a adquirir la firmeza que debía utilizar con sus alumnos–. Esto es una tontería. No puedes quedarte aquí.

–Dime una razón por la que no pueda quedarme aquí –contestó Annie con voz temblorosa.

–Bueno, para empezar, hay setenta y cinco invitados esperándote.

–Cien –sollozó Annie–. Pues que esperen.

–El ministro está empezando a impacientarse.

–La paciencia es una gran virtud –replicó Annie.

–Y creo que tu tía Jeanne acababa de hacerle una proposición deshonesta a uno de los acompañantes del novio.

Se hizo un largo silencio, tras el que Annie gimió:

–Dime que estás bromeando.

–Sólo sé lo que he visto. Tenía esa mirada… ya sabes a qué me refiero.

Annie cerró los ojos con fuerza.

–¿Y?

–Y se ha acercado descaradamente a ese muchacho rubio –la voz de Deborah se tornó soñadora–. La verdad es que no puedo culparla. ¿Te has fijado en el cuerpo que tiene ese muchachito?

–¡Deb! Por Dios –Annie arrojó los pañuelos de papel al inodoro, abrió la puerta y se dirigió al lavabo–. Tía Jeanne tiene ochenta años. La senilidad puede ser una excusa para su comportamiento, pero tú…

–Escucha, que haya cumplido ya cuarenta años no quiere decir que me haya muerto. Si tú quieres, puedes seguir fingiendo que has olvidado ya cuánto se puede llegar a disfrutar con un hombre, pero yo no pienso hacerlo.

–Cuarenta y tres –replicó Annie, mientras buscaba algo en el bolso–. A mí no puedes ocultarme tu edad, Deb, cumplimos años el mismo día. Y respecto a cuánto se puede llegar a disfrutar con un hombre, puedes estar segura de que lo sé perfectamente. Y la respuesta es que no mucho. Para lo único que sirven los hombres es para hacer bebés. Y ése es precisamente el problema. Dawn sólo es una niña. Es demasiado joven para casarse.

–Ésa es la otra cosa de la que quería hablarte –se aclaró la garganta–. Está aquí.

–¿Quién está aquí?

–Tu ex.

Annie se quedó completamente paralizada.

–No.

–Sí. Ha llegado hace unos cinco minutos.

–No, no puede haber venido. Está en Georgia, o en Florida… o en algún lugar parecido –Annie miró a su amiga a través del reflejo del espejo–. ¿Estás segura de que era Chase?

–Uno noventa, pelo rubio, un rostro maravilloso y unos músculos perfectos –Deb se sonrojó–. Bueno, yo todavía me fijo en esas cosas.

–Sí, ya veo.

–El caso es que era Chase. Y no sé por qué te sorprende tanto. Dijo que vendría a la boda de su hija, que no permitiría que nada ni nadie le impidiera estar con ella en un día tan especial.

Annie hizo una mueca. Abrió el grifo y se frotó las manos bajo el agua con vigor.

–A Chase siempre se le ha dado muy bien hacer promesas. El cumplirlas es lo que de verdad le cuesta –cerró el grifo y se secó las manos–. Todo esto es culpa suya.

–Annie…

–¿Crees que ha sido capaz de decirle a Dawn que estaba cometiendo un error? No, puedes estar segura de que no. Lo primero que hizo fue darle su bendición. Su bendición, Deb, ¿te lo imaginas? Yo me puse firme, le dije que esperara al menos a terminar los estudios, pero él no, claro. Se limitó a darle un beso y a decirle que hiciera lo que le pareciera mejor. Muy típico de él. Jamás hará nada que no sea exactamente lo contrario de lo que yo quiero.

–Annie, tranquilízate.

–Y a estas alturas, al ver que anoche todavía no había aparecido, pensé que íbamos a tener la suerte de no verlo hoy por aquí.

–No creo que Dawn piense lo mismo que tú –respondió Deb–. Y sabes que ella en ningún momento ha puesto en duda que su padre asistiría a su boda.

–Una prueba más de que es demasiado joven para saber lo que le conviene –musitó Annie–. ¿Y qué me dices de mi hermana? ¿Ha venido ya?

–No, todavía no.

Annie frunció el ceño.

–Espero que no le haya pasado nada. Laurel nunca suele llegar tarde.

–Ya he llamado por teléfono a la estación. Parece que el tren llega con retraso. Pero el que de verdad debería preocuparte es el ministro. Tiene que oficiar otra boda dentro de un par de horas, en Easton.

Annie suspiró y se estiró ligeramente la falda.

–Supongo que ya es hora de que salgamos. Vamos. ¿Qué pasa, Deb? –preguntó al fijarse en la expresión de su amiga.

–Creo que antes deberías mirarte en el espejo.

Annie frunció el ceño, se acercó de nuevo hacia el lavabo y palideció. Tenía la máscara de ojos esparcida por los párpados, la nariz completamente roja y el pelo como si hubiera metido los dedos en un enchufe.

–Dios mío, Deb, ¡mírame!

–Lo estoy haciendo. En fin, siempre se le puede pedir al organista que toque la banda sonora de la Novia de Frankestein.

–¿Quieres hacer el favor de dejar de hacer bromas? Hay cien personas esperando ahí fuera –y Chase, pensó, sorprendida ella misma de aquella ocurrencia.

–¿Qué te pasa ahora?

–Nada –respondió rápidamente–. Yo sólo… Bueno, ¿por qué no me ayudas a poner remedio a este desastre?

Deb abrió su bolso.

–Lávate la cara –le dijo. Llevaba en el bolso suficientes cosméticos para abrir una tienda–, y el resto déjamelo a mí.

Chase Cooper permanecía en los escalones de la entrada de la iglesia, intentando aparentar que tenía todo el derecho del mundo a estar allí.

Pero no era fácil. No se había sentido más fuera de lugar en toda su vida.

Él era una persona de ciudad. Había vivido siempre en apartamentos. Cuando Annie había vendido la casa después del divorcio y le había dicho que iba a trasladarse a Connnecticut con Dawn, había estado a punto de matarlo del susto.

–¿A Stratham? –había replicado en un estrangulado gruñido–. ¿Dónde demonios está eso? Ni siquiera aparece en el mapa.

–Intenta buscarlo en uno de esos atlas a los que eres tan aficionado –había respondido Annie fríamente–, esos que consultabas cuando tenías que decidir en qué parte del país pensabas desaparecer la próxima vez.

–Te lo he dicho millones de veces –había respondido bruscamente Chase–. No tenía otra opción. Si no hago las cosas por mí mismo, me arruinaré. Y cuando un hombre tiene una mujer y una hija a las que mantener, no puede arriesgarse a algo así.

–Bueno, a partir de ahora ya no tendrás que mantenernos –había replicado Annie–. Me he negado a recibir una pensión, ¿recuerdas?

–Porque sigues siendo tan cabezota como siempre. Maldita sea, Annie. No puedes vender esta casa. Dawn ha crecido aquí.

–Puedo hacer lo que quiera. La casa es mía. Es parte del acuerdo.

–Pero es nuestra casa, ¡maldita sea!

–No te atrevas a gritarme –le había advertido Annie, a pesar de que Chase no había levantado la voz. De hecho, jamás lo hacía–. Y ésta ya no es nuestra casa. No es nada más que un montón de habitaciones y una estructura de ladrillo, y la odio.

–¿La odias? ¿Odias esta casa que construí con mis propias manos?

–Lo que tú construiste fue un edificio de veinticuatro plantas, en el que está nuestro piso. Y si de verdad te interesa saberlo, sí, la odio y estoy deseando deshacerme de ella.

Oh, sí, pensó Chase, moviéndose inquieto y deseando, por primera vez desde hacía años, no haber dejado de fumar. Sí, Annie no había tardado en vender el piso y trasladarse a la otra punta del mapa, sin duda imaginando que de esa forma no iba a poder ir a visitar a su hija durante los fines de semana.

Pero se había equivocado. Él había recorrido todas las semanas cientos de kilómetros para ir a ver a Dawn. Adoraba a su hija y ella lo adoraba a él, y nada, absolutamente nada, de lo que ocurriera entre Annie y él, podría cambiar eso. Semana tras semana, había ido hasta Stratham, renovando así los firmes lazos que lo unían a su hija. Y, semana tras semana, había podido ver cómo su esposa, su ex-esposa, se forjaba una nueva y feliz vida.

Tenía amigos, un pequeño negocio y, por lo que Dawn le contaba, había hombres en su vida. Bueno, eso estaba estupendamente. Diablos, ¿no había acaso mujeres en la suya? Tantas como quería, y todas ellas despampanantes. Ése era uno de los privilegios de ser soltero, especialmente cuando se era el director ejecutivo de una próspera compañía constructora.

Al cabo de un tiempo, había dejado de ir hasta Stratham. Dawn ya era suficientemente mayor como para ir a verlo en avión o en tren a donde él estuviera. Y, cada vez que volvía a encontrarse con su hija, ésta le parecía más adorable.

Chase esbozó una mueca. Pero todavía no creía que hubiera crecido lo suficiente para casarse. Sólo tenía dieciocho años y ya iba a convertirse en la mujer de alguien.

La culpa la tenía Annie. Si hubiera prestado menos atención a su propia vida y se hubiera ocupado algo más de la de su hija, él no estaría en ese momento allí, vestido de etiqueta y esperando el momento de entregar a su hija a un muchacho que ni siquiera tenía edad suficiente para afeitarse.

Bueno, aquello no era del todo cierto. Nick tenía ya veintiún años. Y la verdad era que a él le gustaba el muchacho. Nick, Nicholas, para ser más exactos, era un joven agradable, de buena familia y un sólido futuro ante él. Lo había conocido cuando había ido con Dawn a pasar un fin de semana a Florida. Los dos jóvenes se habían pasado horas mirándose el uno al otro como si el resto del mundo no existiera. Y ése era precisamente el problema. El mundo existía, y su hija todavía no lo conocía lo suficiente como para saber lo que estaba haciendo.

Chase había intentado decírselo, pero Dawn se había mostrado implacable. Al final, no le había dejado ninguna opción. Legalmente, Dawn ya era adulta, no necesitaba su consentimiento. Y, como su hija se había apresurado a comunicarle, Annie ya le había dicho que le parecía una idea estupenda.

Así que él había tenido que tragarse sus objeciones, le había dado un beso, le había estrechado la mano a Nick y les había dado su bendición. Como si pudiera tener alguna importancia.

Podía bendecirse la unión de dos jóvenes todo lo que se quisiera, pero eso no significaba nada. El matrimonio, especialmente entre jóvenes, no era más que la legitimación de una locura hormonal.

Lo único que podía esperar era que su hija y su futuro yerno fueran la excepción a la regla.

–¿Señor?

Chase miró a su alrededor y descubrió a un joven en la puerta de la iglesia.

–Me han pedido que venga a decirle que ellos ya están listos para empezar.

«Señor», pensó Chase. Todavía podía recordar la época en la que se dirigía de aquella forma a los hombres mayores que él. En realidad, sólo era un eufemismo para no llamarlos viejos; y así era como él se sentía. Como si se hubiera convertido ya en un anciano.

–¿Señor?

–Sí, ya te oído –contestó irritado, pero inmediatamente forzó una sonrisa–. Lo siento, supongo que estoy sufriendo los habituales nervios del padre de la novia –y sin dejar de esbozar aquella sonrisa, que parecía más una mueca, entró en la iglesia.

Annie se pasó lloriqueando toda la ceremonia.

Dawn estaba preciosa, parecía una princesa de cuento de hadas. Y Nick permanecía a su lado con una expresión que hablaba a gritos de sus sentimientos.

La expresión de Chase era igualmente elocuente. El rostro de su marido parecía una máscara de granito. Había sonreído una sola vez a Dawn mientras la acompañaba por el pasillo hasta el altar.

Y a continuación había ocupado su asiento al lado de ella.

–Espero que sepas lo que estás haciendo –había murmurado mientras se sentaba a su lado.

Annie había sentido que se tensaban todos los músculos de su cuerpo. ¿Cómo se atrevía a hablarle de esa forma? ¿Y de qué se quejaba? ¿De que la boda no se hubiera celebrado en un lugar más prestigioso, como la catedral? ¿Le molestaría que en aquella iglesia no hubiera espacio suficiente para invitar a sus importantes clientes y convertir un acontecimiento familiar en una ocasión para los grandes negocios?

Quizá le pareciera que el traje de novia de Dawn era demasiado anticuado, o que los arreglos florales, de los que se había ocupado ella personalmente, eran excesivamente provincianos. En lo que a Chase concernía, ella nunca hacía las cosas bien.

Veía a Chase por el rabillo del ojo, a su lado, erguido y emanando, como siempre, una impactante virilidad.

Había habido una época, hacía ya muchos años, en la que estar a su lado, sintiendo su brazo rozando ligeramente el suyo y apreciando la suave fragancia de su colonia, habría sido suficiente para…

¡Bang!

Annie se sobresaltó. Las puertas traseras de la iglesia se abrieron de golpe. Se oyó un murmullo de sorpresa entre los invitados. El ministro calló y alzó la mirada hacia el pasillo.

Alguien esperaba en el marco de la puerta. Al cabo de un momento, un hombre se levantó, cerró la puerta y le indicó a la recién llegada que pasara.

–Es mi hermana. Me alegro de que por fin haya llegado.

–Una muestra más del típico histrionismo de las Bennett –murmuró Chase.

Annie se sonrojó violentamente.

–¿Perdón?

–Ya me has oído.

–Desde luego, y…

–Mamá –Dawn se volvió hacia su madre.

–Lo siento –contestó Annie, todavía más sonrojada.

El ministro se aclaró la garganta.

–Y ahora, si nadie tiene un razón por la que no deba celebrarse el matrimonio entre Nicholas Skouras Babbitt y Dawn Elizabeth Cooper, continuaremos…

Unos minutos después, la ceremonia había terminado.

Era interesante ser el padre de la novia en una boda en la que la madre de la misma ya no era su esposa. Entre otras cosas porque Dawn había insistido en que se sentaran los dos en la mesa principal, con ella.

–Podrás mantener la calma, ¿verdad, papá? –le había preguntado–. Me refiero a que espero que no te importe estar sentado al lado de mamá durante un par de horas.

–Por supuesto que no –le había contestado él.

Llevaban cinco años divorciados. Las heridas ya habían cicatrizado. No creía que les costara demasiado intercambiar educadas sonrisas durante un par de horas.

Pero la realidad resultó ser completamente diferente a lo que había imaginado.

No contaba con encontrarse ante el altar con Annie a su lado. Una Annie con un aspecto sorprendentemente juvenil y, era absurdo negarlo, increíblemente hermosa. Su pelo continuaba siendo aquel racimo de rizos que ella siempre había odiado y que él adoraba. Y tenía la nariz sospechosamente roja; había llorado además varias veces durante la ceremonia. Y, caramba, él también había sentido un nudo en la garganta en un par de ocasiones. De hecho, cuando el ministro les había instado a todos a que se dieran la paz, había estado tentado de rodear los hombros de Annie con el brazo y decirle que no estaba perdiendo una hija, que estaba ganando un hijo.

Pero si lo hubiera hecho, habría mentido como un bellaco. Ambos habían perdido una hija, y todo por culpa de Annie.

Y en el momento en el que se adelantaron para saludar a todos los invitados, se sentía tan malhumorado como un león con una herida en la zarpa.

–Sonreíd –les había siseado Dawn, y ambos habían obedecido, aunque la sonrisa de Annie había parecido tan falsa como la suya.

Por lo menos habían ido hasta el hotel de Stratham en coches separados. Pero en cuanto habían llegado allí, los habían sentado juntos en la mesa del estrado.

Chase sintió que se le helaba la sonrisa en el rostro. Y así debía de haber ocurrido, pues Dawn lo había mirado y había alzado significativamente las cejas.

De acuerdo, Cooper, se había dicho a sí mismo. Tenía que intentar salvar la situación. Él estaba acostumbrado a hablar con desconocidos. Tenía que ser perfectamente capaz de mantener una conversación con su ex-esposa.

Miró a Annie y se aclaró la garganta.

–Bueno, ¿y qué tal estás?

Annie volvió la cabeza hacia él.

–Lo siento –dijo educadamente–. Estaba distraída. ¿Estabas hablando conmigo?

Tenía que mantener la calma, se dijo Chase, y esbozó una nueva sonrisa.

–Te he preguntado que qué tal estabas.

–Muy bien, gracias. ¿Y tú?

–Oh, no puedo quejarme –se obligó a sonreír de nuevo y esperó a que Annie recogiera la pelota. Pero no lo hizo, así que tuvo que iniciar de nuevo la conversación–. De hecho, no sé si te lo habrá comentado Dawn, pero acabamos de firmar un importante contrato.

–¿Acabamos? –preguntó Annie en un tono que habría hecho estremecerse de frío a un esquimal.

–Bueno, me refiero a Cooper Construction. Hemos conseguido ese trabajo en…

–Cuánto me alegro –replicó Annie, y se volvió.

Chase sentía que aumentaba la presión de su sangre. Por educado que pretendiera mostrarse, Annie continuaba mostrándose tan fría como un cadáver.

Pero de pronto, asomó a los labios de Annie una auténtica sonrisa.

–Yuuujuu –llamó suavemente.

¿Yuujuu? ¿Yuujuu?

–Eh, aquí –saludó, moviendo la mano y uno de los invitados que estaba sentado a una mesa cercana le devolvió el saludo.

–¿Quién es ese tipo? –preguntó Chase sin poder contenerse.

Annie ni siquiera lo miró. Estaba demasiado ocupada mirando al tipo en cuestión y sonriéndole.

–Ese «tipo», es Milton Hoffman. Es profesor de inglés en la universidad.

Chase observó al profesor mientras éste se levantaba y se dirigía hacia su mesa. Era un hombre alto y delgado; llevaba un traje azul y una pajarita. Más que de profesor, tenía el aspecto de un cadáver.

Iba sonriendo mientras se acercaba. Y aquella sonrisa estuvo a punto de sacar a Chase de quicio.

–Anne –dijo Hoffman–, Anne, querida –Annie le tendió la mano y Hoffman se la llevó a los labios–. Ha sido una ceremonia muy hermosa.

–Gracias, Milton.

–Las flores eran perfectas.

–Gracias, Milton.

–Y la música, la decoración… todo ha sido maravilloso.

–Gracias, Milton.

–Y tú tienes un aspecto exquisito.

–Gracias, Milton –respondió entonces Chase.

Annie y el profesor se volvieron al instante hacia él. Chase esbozó una radiante sonrisa.

–Es cierto, ¿verdad? –dijo–. Me refiero a su aspecto. Está magnífica.

Annie lo miró con una dura advertencia en la mirada que Chase decidió ignorar. Se inclinó hacia delante y le rodeó los hombros con el brazo.

–Es especialmente bonito ese escote tan pronunciado, cariño, pero bueno, tú ya sabes cómo son estas cosas –le dirigió a Hoffman una retorcida sonrisa–. Algunos tipos no se fijan, ¿verdad, Milty? Pero yo siempre he sido…

–¡Chase! –el rubor tiñó el rostro de Annie. Hoffman pestañeó violentamente tras sus gafas.

–Usted debe de ser el marido de Annie.

–Eres rápido, Milty. Eso tengo que reconocerlo.

–No es mi marido –aclaró Annie con firmeza, apartando el brazo de Chase. Es mi ex-marido. Y francamente, no tenía ningún interés en verlo otra vez –le dirigió a Hoffman una encantadora sonrisa–. Espero que te hayas traído los zapatos de baile, Milton, porque pretendo pasarme toda la tarde bailando.

Chase sonrió. Casi podía sentir sus colmillos alargándose como los de un vampiro.

–¿Has oído eso, Milty? –le dijo con falsa amabilidad y sintió una inexplicable oleada de placer al ver palidecer a Hoffman, algo que parecía imposible en un rostro tan blanco como el suyo.

–Chase –le advirtió Annie entre dientes–, déjalo ya.

Chase se inclinó por encima de la mesa.

–Nuestra Annie es una excelente bailarina, pero cuando bebe champán, hay que tenerla vigilada. ¿Verdad, nena?

Annie abrió la boca y la cerró.

–Chase –dijo con un susurro estrangulado.

–¿Cuál es el problema? Milt es un viejo amigo tuyo, ¿no? No tenemos que tener secretos para él, ¿no te parece, nena?

–¡Deja de llamarme así!

–¿Que deje de llamarte cómo?

–Ya lo sabes –respondió Annie furiosa–. Y deja de mentir. No he estado borracha jamás.

Chase curvó los labios en una sonrisa traviesa.

–Amor mío, no me digas que ya has olvidado la noche que nos conocimos.

–¡Te lo estoy advirtiendo, Chase!

–Allí estaba yo, un inocente estudiante, pensando en mis propios asuntos y bailando con mi novia en la fiesta que celebraba su instituto por San Valentín.

–Tú no has sido inocente en toda tu vida.

Chase sonrió.

–Deberías conocerme mejor, nena. En cualquier caso, allí estaba yo cuando de pronto divisé a nuestra Annie, tambaleándose hacia la puerta y agarrándose el estómago como si se acabara de comer un montón de manzanas verdes.

Annie se volvió hacia Milton.

–Eso no es cierto. El chico con el que había ido al baile me había echado licor en el ponche. ¿Cómo iba a saber yo…?

Un ruido de tambores acalló su voz.

–… Y ahora –se oyó decir–, el señor y la señora Nicholas Babbitt, disfrutarán de su primer baile como marido y mujer.

La gente empezó a aplaudir mientras Nick abrazaba a Dawn y se dirigía con ella a la pista de baile.

Annie le dirigió a Milton una mirada implorante.

–Milton, escucha.

–No te preocupes, Annie –respondió él rápidamente–. Hoy es un día familiar, lo comprendo. Te llamaré mañana. Ha sido… interesante haberlo conocido, señor Cooper.

–Llámame Chase, por favor. No es necesario ser tan formal, teniendo en cuenta todo lo que tenemos en común.

Annie no sabía qué le apetecía más: si abofetear a Chase por su insufrible conducta o abofetear a Milton por haberse acobardado. Pero no tardó mucho en decidir que Chase era el blanco más deseable. Lo miró mientras Hoffman regresaba a su asiento.

–No podías haber caído más bajo –le reprochó.

–Annie, escucha…

–No, escúchame tú a mí –lo señaló con un dedo tembloroso–. Sé lo que estás intentando.

¿De verdad? Chase sacudió la cabeza. Porque en ese caso, sabía algo más que él, que todavía no sabía por qué demonios se había comportado de forma tan vil con ese tipo. ¿Qué más le daba a él que Annie saliera con alguien?

Annie tenía derecho a hacer lo que quisiera y con quien quisiera. Y no era en absoluto asunto suyo.

–¿Me estás oyendo? –le preguntó Annie–. Sé lo que te propones, Chase. Estás intentando arruinar la boda de Dawn porque no he hecho las cosas tal como a ti te habría gustado.

–¿Pero es que te has vuelto loca, Annie?

–Oh, no disimules. Tú querías una gran boda, en una iglesia importante, para poder invitar a tus importantes amigos.

–¡Estás completamente loca! Yo nunca…

–¡Baja la voz!

–No estoy gritando. Eres tú la que…

–Déjame decirte algo, Chase Cooper. Esta boda esta siendo exactamente tal como Dawn quería.

–Y supongo que debo dar las gracias por ello. Porque si hubiera sido por ti, nuestra hija habría terminado casándose en lo alto de una colina, con los pies desnudos.

–Oh, y quién sabe el daño que eso habría supuesto para la imagen del señor Chase Cooper.

–Mientras algún idiota se dedicaría a tocar el sátiro como música de fondo.

–Sitar –siseó Annie–, se llama sitar, Cooper. Aunque probablemente tú sepas más de sátiros que de instrumentos musicales.

–¿Vamos a volver otra vez a lo mismo? –refunfuñó Chase.

–En lo que a mí respecta, no pienso volver a nada…

–… Los padres de la novia. El señor y la señora Cooper.

Las miradas de Annie y Chase volaron hacia la banda. El director de la orquesta sonreía benevolentemente en su dirección, y los invitados, incluso aquellos que parecían sorprendidos con el anuncio, comenzaron a aplaudir.

–Vamos, Annie, Chase –insistió el director con una sonrisa de oreja a oreja–. Venid a bailar junto a los novios.

–No pienso moverme –gruñó Chase entre dientes.

–Ese hombre se ha vuelto loco –añadió Annie.

Pero el aplauso era cada vez más fuerte y cuando Annie miró a su hija en busca de ayuda, ésta se limitó a encogerse de hombros, como si estuviera musitando una disculpa.

Chase se levantó de la silla y le tendió la mano.

–De acuerdo. Acabemos con esto cuanto antes –murmuró.

Annie alzó la barbilla, aceptó su mano y se levantó.

–Realmente te odio, Chase.

–El sentimiento, señora, es mutuo.

Con la furia llameando en sus miradas, Annie y Chase tomaron aire, intercambiaron un par de civilizadas y falsas sonrisas y salieron a la pista de baile.

La divorciada dijo sí

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