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Capítulo 2

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DURANTE los años de matrimonio, su mujer se había convertido en una persona imposible. En eso pensaba Chase mientras sostenía a Annie entre sus brazos, dejando tanto espacio entre ellos que sin duda habría satisfecho todos los deseos de la señorita Elgar, la profesora que vigiló el baile de promoción del instituto de su ex-esposa.

–Un poco de decencia, por favor –ladraba la señorita Elgar cada vez que alguna de las parejas se acercaba demasiado.

Pero ni siquiera ella podía contener el torbellino de sentimientos que se desataba entre todos aquellos jóvenes. Hiciera ella lo que hiciera, el dulce erotismo que envolvía el baile se prolongaba siempre a sus espaldas: en el vestíbulo del colegio, en la cafetería del piso de abajo, o en el aparcamiento, donde se podía disfrutar del murmullo de la música entrelazado con la suave brisa de la primavera.

Y allí era donde habían terminado bailando Annie y él, abrazados, solos en la oscuridad y completamente enamorados el uno del otro. No llevaban saliendo juntos más de cuatro meses.

Aquella noche habían hecho el amor por vez primera, en una vieja manta que Chase llevaba en su coche y que había extendido en la hierba.

–Deberíamos detenernos –había advertido él, con una voz tan ronca por el deseo que parecía proceder de otra persona. Pero mientras lo decía, continuaba bajando la cremallera de Annie, ansioso por disfrutar de su desnudez.

–Sí, sí –susurraba a su vez Annie. Pero sus manos desmentían sus palabras. Con dedos temblorosos, le hizo desprenderse a Chase de la chaqueta y le desabrochó lentamente la camisa.

Rodeado de recuerdos, como en medio de una débil niebla, Chase rodeó la cintura de su ex-esposa con la mano e intentó atraerla hacia su pecho.

–¿Chase?

–Chss –siseó, posando los labios en su pelo. Annie continuó rígida durante un largo segundo, y de pronto suspiró, posó la cabeza en su hombro y se dejó mecer por la música y los recuerdos que la asaltaban.

Estaba tan bien allí, en el refugio de los brazos de Chase.

¿Cuándo había sido la última vez que habían bailado juntos de ese modo, por el mero placer de bailar y sentirse el uno en los brazos del otro, y no en cualquiera de esos interminables bailes de caridad a los que Chase asistía para ampliar su red de conocidos y posibles negocios?

Annie cerró los ojos. Siempre habían bailado bien juntos, incluso cuando estaban estudiando.

Recordaba perfectamente la noche del baile de su promoción, cuando por fin habían dado rienda suelta a sus sentimientos después de meses de compartir ardientes besos y caricias que los dejaban a ambos ansiosos y temblorosos.

El corazón de Annie comenzó a latir a toda velocidad. Recordaba a Chase abrazándola en el aparcamiento. Allí la había besado, inundándola de un deseo tan intenso que ni siquiera podía pensar. Sin decir una sola palabra, habían ido hasta el viejo coche de Chase, en él se habían dirigido hasta el puente y allí habían buscado un lugar en el que extender la manta.

Annie todavía recordaba la textura de la hierba, la suavidad de la manta y la maravillosa dureza del cuerpo de Chase contra el suyo.

–Te amo –había susurrado Chase.

–Y yo, Chase –había contestado ella.

No deberían haberlo hecho. Annie era consciente de ello mientras le desabrochaba la camisa, pero sólo la muerte podría haber impedido que ocurriera.

Oh, no había sentido jamás nada comparable. Todavía recordaba el sabor de su piel, su embriagadora fragancia. Y el momento estremecedor en el que se había hundido en ella. La había llenado. Se había convertido para siempre en parte de su ser.

Annie se tensó en los brazos de Chase.

Habían compartido sexo y, al cabo de un tiempo, no había ya nada entre ellos. Annie había dejado de reconocer en él a su marido. Chase había dejado de ser el joven por el que había perdido la cabeza. Hasta le costaba reconocerlo como al padre de Dawn. Era un desconocido, un extraño que estaba más interesado en sus negocios que en estar en casa con su mujer y su hija.

Más interesado en acostarse con su joven secretaria, de solo veintidós años, que con su mujer, en cuyo cuerpo comenzaban a aparecer ya las marcas de la edad.

Un manto de hielo cubrió el corazón de Annie. Dejó de moverse y apoyó las manos en el pecho de Chase para apartarse de él.

–Ya es suficiente –dijo.

Chase pestañeó varias veces. Tenía el rostro sonrojado y el aspecto de haber sido despertado bruscamente de un sueño.

–Annie –dijo suavemente–. Annie, escucha…

–Ya no tenemos por qué seguir bailando, Chase. La pista está llena de gente.

Chase miró a su alrededor y comprendió que Annie tenía razón.

–Ya hemos cumplido con lo que nos pedían. Ahora, si no te importa, quiero reservar el resto de mis bailes para Milton Hoffman.

Chase endureció su expresión.

–Por supuesto –contestó educadamente–. A mí también me gustaría hablar con algunos de los invitados. Ya he visto que has invitado a algunos de mis viejos amigos, y no sólo a los tuyos.

–Desde luego –respondió Annie con una sonrisa glacial–. Algunos de ellos también son amigos míos. Además, sabía que necesitarías algo para mantenerte ocupado, teniendo en cuenta que has hecho el sacrificio de no aparecer con tu última conquista. ¿O en este momento estás intentando decidir entre dos bombones?

Por un instante, Chase se descubrió deseando estrangular a su ex-esposa. Afortunadamente, pronto recobró la calma.

–Si estás preguntándome si hay alguna mujer especial en mi vida –replicó mirándola a los ojos–, la respuesta es sí –se interrumpió durante un instante y continuó–. Y te agradecería que cuidaras la forma de hablar sobre mi prometida.

Fue como presenciar la demolición de un edificio. La afectada sonrisa de Annie se desintegró como por arte de magia.

–¿Tu tu… qué?

–Prometida –contestó él. Y no era del todo falso. Llevaba ya dos meses saliendo con Janet y ésta no se había andado con sutilezas a la hora de plantear lo que esperaba de aquella relación–. Es Janet Pendleton. La hija de Ross Pendleton. ¿La conoces?

¿Que si la conocía? ¿Se refería a Janet Pendleton, la heredera de la fortuna de Pendleton? ¿Aquella rubia de ojos azules que aparecía en las páginas de sociedad del New York Times prácticamente todas las semanas?

Durante una fracción de segundo, Annie se sintió como si el suelo estuviera moviéndose bajo sus pies. Pero no tardó en reponerse y dibujar en sus labios una firme sonrisa.

–Me temo que no frecuentamos los mismos círculos. Pero sé quién es, por supuesto. Y me alegro de que tus gustos hayan variado un poco y ya no te dediques sólo a las veinteañeras. Es agradable saber que ya eres capaz de salir con mujeres que andan cerca de los treinta. ¿Y ya se lo has dicho a Dawn?

–¡No! Bueno, todavía no he tenido tiempo. Pensaba esperar a que volvieran de su luna de miel.

–Ah, Milton, estás aquí –Annie agarró a Milton del brazo, a pesar de que era perfectamente consciente de que estaba intentando dirigirse a la mesa del buffet sin que ella o Chase lo vieran–. Milton –repitió, dirigiéndole una deslumbrante sonrisa–. Mi marido acaba de darme una noticia maravillosa.

Hoffman miró a Chase sin mover ni un milímetro la cabeza. Parecía que tenía tortícolis.

–Cuánto me alegro –comentó.

–Chase va a casarse otra vez. Con Janet Pendleton. ¿No te parece maravilloso?

–Bueno, realmente.. –comenzó a decir Chase.

–Supongo que estamos en época de romances –dijo Annie con una aterciopelada risa–. Dawn y Nick, Chase y Janet Pendleton… –inclinó la cabeza y alzó la mirada hacia Milton–. Y nosotros.

La nuez de Milton se movió de tal manera que casi se descolocó la corbata. Hacía menos de una semana le había pedido a Anne Cooper que se casara con él. Ella le había dicho que lo apreciaba y admiraba, y había confesado lo mucho que disfrutaba de su compañía y sus atenciones. Había dicho de todo, menos que sí.

La mirada de Milton voló desde Annie hasta su primer marido. Y el profesor tuvo la aterradora sensación de que este último estaba deseando pulverizarlo.

–¿Chase? –preguntó Annie radiante–. ¿No nos vas a felicitar?

–Sí –contestó Chase, hundiendo las manos en los bolsillos–. Te deseo lo mejor, Annie. Y también a tu cadáver. A los dos.

La sonrisa de Annie se esfumó.

–Siempre has sabido decir lo más adecuado en el momento oportuno, ¿verdad Chase? –giró sobre sus talones y se dirigió con Milton hacia la mesa del buffet.

–Anne –susurró Milton–. Anne, querida. No tenía idea de…

–Y yo tampoco –replicó Annie y sonrió a aquel sorprendido rostro.

Casada, pensó Chase desolado. Su Annie casada con ese tipo.

Estaba seguro de que tenía mejor gusto.

Deslizó su vaso vacío por la barra, en la dirección del camarero.

–Mujeres –musitó–. No podemos vivir con ellas, pero tampoco sin ellas.

El camarero sonrió educadamente.

–Sí, señor.

–Lléneme la copa otra voz. Bourbon y…

–Y agua. Un solo hielo. Lo recuerdo.

Chase lo miró atentamente.

–¿Está intentando decirme que he bebido demasiado?

La sonrisa del camarero cobró un tinte todavía más educado.

–Podríamos decir que está a punto de hacerlo.

–En el momento en el que haya bebido demasiado, seré yo el primero en darme cuenta. Y puede estar seguro de que se lo haré saber. Hasta entonces, sírvame lo que le pida.

–¿Chase?

Chase volvió la cabeza. Tras él, parte de los invitados bailaban mientras otros continuaban disfrutando de las exquisiteces gastronómicas que les ofrecían y que, por supuesto, Annie no le había permitido pagar.

–No tengo intención de pedirte que pagues la cuenta de la comida. Yo pienso hacerme cargo de todo –le había dicho fríamente cuando él la había llamado para decirle que no se preocupara por los gastos de la boda–. Dawn es mi hija, tengo un negocio que cada vez funciona mejor y no necesito tu ayuda.

–Dawn también es hija mía –le había espetado él, pero antes de que terminara la frase, Annie ya le había colgado el teléfono. Siempre había sido una experta en decir la última palabra. Pero aquel día no lo había conseguido. El recuerdo de la cara que había puesto cuando le había contado aquella estupidez de que estaba a punto de casarse con Janet le estaba ayudando a soportar aquella interminable celebración.

–¿Chase? ¿Estás bien?

¿A quién pretendía engañar? Aquel día tampoco había dicho él la última palabra. Lo había hecho Annie. ¿Pero cómo iba a casarse Annie con esa gallina con gafas y pajarita?

–Chase, ¿qué diablos te pasa?

Chase pestañeó. David Chambers, el que había sido su primer abogado, estaba a su lado.

–David –lo saludó, palmeándole el hombro–, eh, ¿qué tal te va?

David sonrió mientras daba a su viejo amigo un abrazo de oso.

–Estupendamente. ¿Y a ti?

Chase tomó su vaso y bebió de un solo trago la mitad del bourbon.

–Nunca me ha ido mejor. ¿Qué quieres tomar?

David se dirigió al camarero.

–Un whisky de malta con hielo y una copa de Chardonnay, por favor.

–No me lo digas –dijo Chase con una afectada sonrisa–. Estás con una chica. Supongo que el amor ha vuelto a clavar sus garras en ti.

–¿En mí? –David soltó una carcajada–. El vino es para una de las invitadas que está en mi mesa. En cuanto a lo de las garras del amor… No, Chase, eso ya no es para mí. No pienso volver a caer en sus redes nunca más.

–Ya –Chase rodeó su vaso con la mano–. El problema está en que te casas con una mujer y al cabo de un par de años se ha convertido en otra completamente distinta.

–En eso estamos de acuerdo. El matrimonio es una fantasía femenina. Le prometen a uno cualquier cosa para atraparlo y después se olvidan de lo que habían prometido –el camarero le sirvió el whisky. David tomó su vaso y se lo llevó a los labios–. Tal como yo lo veo, lo único que debería hacer un hombre es intentar conseguir una buena ama de llaves, una cocinera y una secretaria. ¿Qué otra cosa necesita?

–Nada –respondió Chase malhumorado–. Absolutamente nada.

El camarero dejó la copa de Chardonnay frente a David y éste la levantó y miró a través del salón.

Chase siguió el curso de su mirada hasta topar con una atractiva morena sentada en actitud altiva.

David tensó la barbilla y bebió otro sorbo de whisky.

–Desgraciadamente, hay otra cosa que también necesitamos. Y allí es donde los pobres bastardos como tú y como yo nos encontramos con problemas.

–Pobres bastardos, sí –repitió Chase y alzó su vaso hacia David–. Pero al menos sabemos cómo hay que hacer las cosas. Acuéstate con ellas y olvídalas para siempre.

David se echó a reír y brindó con Chase.

–Eso se merece un brindis.

–¿El qué? ¿Y se puede saber qué hacen dos tipos como vosotros aquí escondidos?

Ambos hombres se volvieron. Dawn, radiante, y Nick los saludaron con una sonrisa.

–Papá –dijo Dawn, dándole un beso en la mejilla–. Señor Chambers, me alegro de que haya podido venir.

–Y yo también –le estrechó la mano al novio–. Eres un hombre afortunado, hijo. Cuídala.

Nick asintió.

–Pretendo hacerlo, señor.

Dawn volvió a besar a su padre.

–Sal de aquí y circula, papá. Es una orden.

Chase inclinó la cabeza con una mueca burlona y en cuanto la pareja se alejó, soltó un largo suspiro.

–Es lo único bueno que tiene el matrimonio. Los hijos.

David asintió.

–Sigue el consejo de Dawn: circula. Hay una sorprendente cantidad de solteras atractivas en este salón, por si no lo has notado.

–A pesar de ser un abogado –dijo Chase entre risas–, de vez en cuando consigues hacer sugerencias decentes. ¿Quién es esa morena que está en tu mesa? ¿Está comprometida?

–Por ahora sí.

–¿Sí?

–Sí –contestó el abogado. No había dejado de sonreír, pero en sus ojos había aparecido una sonrisa que Chase reconoció inmediatamente.

–No cambiarás nunca. En fin, empezaré a… ¿cómo lo ha llamado mi hija? A circular. Sí, eso es. Me pondré en circulación y veré si encuentro algo disponible.

Annie se quitó los zapatos, reposó los pies en el viejo taburete que se había prometido tirar más de una docena de veces y suspiró.

–Bueno –dijo–, todo ha terminado.

Deb, que estaba sentada enfrente de ella, asintió.

–Y estoy segura de que te alegras.

–¿Que me alegro? Ni siquiera la alegría basta para describir lo que siento. Apostaría lo que fuera a que Custer tuvo menos trabajo para planificar la batalla de Little Bighorn que yo para organizar esta boda.

Deb arqueó la ceja.

–Si no te importa que te lo diga, no me parece la comparación más adecuada.

–Ya –Annie dejó escapar otro suspiro–. Pero ya sabes a qué me refiero. Imagínate que tu hija entra una noche tranquilamente en casa y te anuncia que dentro de dos meses se va a casar, ¿no harías todo lo posible para que disfrutara de la boda con la que siempre ha soñado?

Deb se puso en pie, se levantó la falda y comenzó a bajarse las medias.

–Mi hija es una enamorada de los setenta. Con un poco de suerte optará por casarse en lo alto de una colina o en un sitio así… ¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara?

–Nada –Annie se levantó bruscamente y se dirigió a la cocina. Volvió un minuto después con una botella de champán y un par de vasos–. Que me ha acusado de desear lo mismo para mi hija.

–¿Qué dices? ¿Quién te ha acusado de algo?

–¿No te importa que bebamos el champán en unos vasos de refresco? Ya sé que se supone que hay que tomarlo en copa, pero nunca se me ha ocurrido comprar unas copas de champán.

–Por mí, como si lo bebemos en taza. ¿Pero de qué estabas hablando, Annie? ¿Quién te ha acusado de algo?

–Chase. Mi ex –Annie descorchó el champán, tirando parte del contenido al suelo–. Hace unas semanas llamó para hablar con Dawn. Yo tuve la desgracia de contestar el teléfono. Me dijo que había recibido la invitación y que estaba encantado de ver que no había perdido la cabeza. ¿Tú te crees? Y todo porque al principio de nuestro matrimonio celebré un par de fiestas en el patio de la casa en la que vivíamos.

–Yo pensaba que vivíais en un piso.

–Terminamos viviendo en un piso, pero entonces no. Chase conocía a alguien que nos alquiló una casa en Queen a muy buen precio.

Deb asintió.

–¿Y qué tipo de fiestas celebrabas?

–Sobre todo fiestas al aire libre.

–¿Y? ¿Qué tiene eso de extraño?

–Bueno, las celebrábamos en invierno.

–¿En invierno?

–Sí. Mira, la cuestión era que la casa era demasiado pequeña, y había ratones y…

–¿Ratones?

–No era una gran casa, pero entonces no teníamos mucho dinero. Yo acababa de graduarme y sólo pude encontrar trabajo en un Burger King. Chase estaba todavía en la universidad y trabajaba con su padre un par de días a la semana –suspiró–. Créeme, en aquella época encontramos miles de formas de ahorrar dinero.

Deb sonrió.

–Incluyendo fiestas al aire libre en pleno invierno.

Annie también sonrió.

–Oh, no era tan terrible. Encendíamos la barbacoa, ¿sabes? Y yo hacía toneladas de chile y pan. Después preparábamos termos con café y cervezas y… –poco a poco fue bajando la voz.

–Nada parecido a lo que hemos comido hoy. Champán, caviar, camarones, ternera con champiñones…

–Filet de Boeuf Aux Chanterelles, por favor.

–Pardonnez-moi, madam.

–No te lo tomes a broma. Teniendo en cuenta lo que ha costado la comida, será mejor que procures mencionar su nombre en francés.

–Y no has dejado que Chase pagara ni un centavo, ¿verdad?

–No –contestó Annie cortante.

–Sigo pensando que estás loca. En cualquier caso, ¿qué estás intentando demostrar?

–Que no necesito su dinero.

–O a él –añadió Deb suavemente. Annie la miró y Deb se encogió de hombros–. Os vi bailando, parecíais estar muy a gusto.

–Lo que viste fue el fantasma del pasado inmiscuyéndose en el presente. Confía en mí, Deb. Esa parte de mi vida ha terminado. Ya no siento nada por Chase. De hecho, me cuesta creer que alguna vez lo haya sentido.

–Te comprendo. Ha sido un viaje a la nostalgia, ¿eh?

–Exactamente. Provocado por la boda de mi hija –Annie se interrumpió, tragó saliva y comenzó a llorar.

–Oh, cariño –Deb saltó del sofá y se sentó a su lado–. Cariño, no llores. Es normal que sientas algo por tu ex, sobre todo siendo tan atractivo como lo es Chase.

–¡Se va a casar! –sollozó Annie.

–¿Chase?

–Con Janet Pendleton.

–¿Y se supone que yo conozco a esa mujer?

–Espero que no –hipó Annie–. Es rica, atractiva e inteligente.

–Ya estoy empezando a odiarla –tomó a su amiga por la barbilla y le hizo alzar la cabeza–. ¿Y estás segura?

–Me lo ha dicho él –se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz–. Así que yo le he dicho que me iba a casar con Milton.

–¿Milton? ¿Te refieres a Milton Hoffman? Dios mío, no puedes hacer una cosa así.

–¿Por qué no? Está soltero, se puede confiar en él y es muy amable.

–Pero si es como un osito de peluche –añadió Deb horrorizada–. Creo que deberías probar con un oso de peluche antes de llevarte a Milton a la cama.

–Oh, Deb, eso no es justo –Annie se levantó–. En una relación de pareja hay cosas más importantes que el sexo.

–¿Por ejemplo?

–La amistad, para empezar. Y tener intereses similares, compartir los mismos sueños…

–¿Y tú compartes tantas cosas con Milton como para estar dispuesta a olvidar todo lo demás?

–¡Sí! No –admitió–. ¿No te parece terrible? Me gusta Milton, pero no lo amo.

Deb suspiró y se levantó.

–Gracias a Dios, por un momento he pensado que la falta de pareja te había hecho perder la cabeza.

–Yo no estoy obsesionada por el sexo…

–Claro que no. Pero el sexo es una parte importante de la vida.

–El problema es que he utilizado al pobre Milton de forma abominable. Ahora tendré que llamarlo para decirle que no pretendía decir lo que he dicho cuando se lo he presentado a Chase como mi prometido.

–Guau –dijo Deb suavemente–. Parece que has tenido un día muy ocupado…

–Ha sido un día desastroso.

–No me mates por decir esto, pero quizá deberías pensarte las cosas mejor. Me refiero a que es posible que todavía sientas algo por tu ex-marido, y aunque él vaya a casarse…

–¡Por mí como si decide meterse en un monasterio! –los ojos de Annie relampagueaban–. Admito que estoy muy afectada, pero no es por Chase, sino porque mi hija se ha casado.

–Ya sabes que criamos a nuestros hijos para que se vayan algún día de casa.

Annie tomó la botella de champán y se dirigió a la cocina.

–No es eso lo que me preocupa, Deb. El problema es que es demasiado joven para asumir un compromiso.

–Bueno, tú también eras joven cuando te casaste.

–Exactamente. Y mira cómo he terminado. Pensaba que sabía lo que estaba haciendo, pero me equivoqué. Eran las hormonas las que estaban tomando la iniciativa, y no la razón –sonó el teléfono y Annie corrió a contestar–. ¿Diga?

–¿Annie?

–¡Chase! ¿Qué quieres? Pensaba que ya nos habíamos dicho esta tarde todo lo que necesitábamos saber.

En el otro extremo de la ciudad, en la habitación del hotel, Chase miró al joven que permanecía asomado a la ventana, con los hombros hundidos y la cabeza gacha, en actitud de total desesperación.

Chase se aclaró la garganta.

–Annie… Nick está aquí.

–¿Nick? ¿Aquí? ¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que está en mi habitación, en el Hilton.

–No, eso es imposible. Nick está volando hacia Hawai, con Dawn –Annie palideció bruscamente–. Oh, Dios mío –susurró–. ¿Ha habido un accidente? ¿Dawn está…?

–No –se apresuró a tranquilizarla Chase–. Dawn está estupendamente. No le ha ocurrido nada, y tampoco a Nick.

–¿Entonces por qué…?

–Dawn lo ha dejado.

Annie se dejó caer en una de las sillas de la cocina.

–¿Que lo ha dejado? –repitió estúpidamente. Deb la miraba con expresión de incredulidad–. ¿Dawn ha dejado a Nick?

–Sí –Chase se frotó el cuello; tenía los músculos completamente agarrotados–. Esto… han ido al aeropuerto y han facturado el equipaje, después han pasado a la zona VIP. Yo les había cambiado los billetes por unos de primera clase. Sabía que no lo aprobarías, pero…

–Maldita sea, Chase, ¿qué ha pasado?

Chase suspiró.

–Nick ha ido a buscar un café para los dos y, cuando ha vuelto, Dawn ya no estaba.

–Entonces no es que lo haya abandonado –dijo Annie, con la mano en el corazón–. ¡La han secuestrado!

–¿Secuestrado? ¿A Dawn? –preguntó inquieta Deb.

–¿Has llamado a la policía? –le preguntó Annie a su ex-marido.

–Ha dejado una nota diciendo que para el matrimonio no bastaba con el amor que sentía por él y la única opción que le quedaba era dar por terminado su matrimonio antes de que empezara.

Annie se llevó la mano a los ojos.

–Oh, Dios mío. Eso es un mal presagio.

–Nick y yo también lo pensamos. Él la ha estado buscando por todas partes, pero no la ha encontrado. Dios mío, si le hubiera ocurrido algo a nuestra hija…

Annie alzó la cabeza. Oyó algo parecido a un susurro. La puerta principal se abrió y después se cerró. Al cabo de unos segundos, apareció Dawn en el marco de la puerta de la cocina.

–¿Mamá?

–¿Dawn? –susurró Annie.

Dawn le dirigió una temblorosa sonrisa y sollozó.

–Oh, mamá –se lamentó. Annie dejó caer el teléfono y le abrió los brazos. Su hija voló hasta ella y enterró la cara en su regazo.

Deb se hizo cargo del teléfono.

–¿Chase?

–Maldita sea –gruñó Chase–. ¿Y ahora quién demonios es? ¿Qué está pasando ahí?

–Soy una amiga de Annie –dijo Deb–. Y ya podéis dejar de preocuparos. Dawn está aquí. Acaba de llegar.

Chase hizo una señal a Nick, que corrió inmediatamente a su lado.

–¿Mi hija está bien?

–Sí, parece que…

Pero Chase colgó bruscamente el teléfono y corrió con Nick hacia la puerta.

La divorciada dijo sí

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