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Salud plena

La salud es una condición que nos corresponde por derecho, y que va más allá de la simple ausencia de síntomas. Cuando es plena, no solo se refleja en nuestro cuerpo físico, sino que se manifiesta en nuestro ánimo y en todos los aspectos de nuestra vida. Si nuestro cuerpo está en armonía, gozamos de una belleza natural que se muestra en una mirada más brillante y diáfana, y en una piel libre de impurezas; tenemos más energía, lo que hace que encaremos la vida con más entusiasmo; hay bienestar, lo que se refleja en el buen humor y en un sueño más profundo y reparador. También tenemos mejor apetito, nuestros sentidos están más despiertos, y es más fácil disfrutar de los placeres de la vida. A veces nos creemos sanos porque no tenemos ninguna enfermedad o síntomas clínicos, pero hay algo en nuestro cuerpo, una condición invisible pero insidiosa, que nos impide gozar en plenitud.

Detrás de esta falta de vigor, muchas veces se encuentra el fantasma de la inflamación crónica, un problema sistémico en apariencia inofensivo, pero que si no se corrige a tiempo mediante una serie de hábitos saludables como ejercicio físico moderado y una alimentación equilibrada, puede acabar desencadenando trastornos de gravedad creciente.

LA INFLAMACIÓN AGUDA

La inflamación aguda es la respuesta natural del organismo a una agresión o estrés, ya sea de origen interno o externo. Cuando nos damos un golpe, por ejemplo, nuestro sistema defensivo desencadena una serie de reacciones que comienzan con la liberación de ciertas sustancias, entre las que se encuentra la llamada histamina. Esta molécula provoca la dilatación de los vasos sanguíneos; lo que hace que se produzca una mayor afluencia de sangre en la zona afectada, con el consiguiente enrojecimiento y aumento de temperatura. Al mismo tiempo se enlentece la circulación, lo que facilita el trabajo de las células defensivas y la combustión de las sustancias de desecho. Pero esto no termina aquí, porque además, los tejidos inflamados liberan un líquido (exudado inflamatorio) que, al acumularse, excita las terminaciones nerviosas, lo que nos provoca dolor e impide el movimiento.

Hemos puesto este ejemplo, porque todos hemos experimentado alguna vez las consecuencias de alguna contusión y reconocemos fácilmente la conexión de estos síntomas con su causa (el golpe). Sin embargo existen otros muchos factores, menos visibles, que son capaces de provocar una respuesta inflamatoria de manera parecida a como lo haría un trauma físico. Cualquier agresión que suponga una amenaza, o que provoque un daño celular que tenga que ser reparado, puede estar detrás de esta respuesta defensiva del organismo. Algunas de estas agresiones pueden ser la invasión de un microorganismo (ya sea un virus, una bacteria o un hongo), la exposición a radiaciones, el daño producido por toxinas, el frío o el calor extremos; y, desde luego, ciertos desequilibrios dietéticos, como puede ser un exceso de proteínas o de grasas.

A todas estas causas físicas, además, hay que añadirle el factor psicológico del estrés. Cuando nos vemos desbordados por las responsabilidades del trabajo y de la familia, o cuando nuestros proyectos y planes de vida no se cumplen como lo habíamos planeado, el cuerpo no tarda en responder a nuestra tensión y frustraciones, perdiendo su capacidad natural para regular la respuesta inflamatoria. Hay estudios que demuestran que las personas sometidas a un estrés prolongado están más predispuestas a sufrir infecciones comunes, como un resfriado, debido a que se crea una condición inflamatoria que favorece la invasión del virus. En este caso, vemos que se invierte la relación causa y efecto, porque ya no es la presencia del virus lo que desencadena los síntomas, sino que son los distintos marcadores proinflamatorios (creados por el mismo estrés psicológico), los que crean el terreno propicio para que se pueda asentar la infección. Hay muchos investigadores que creen que este es el mecanismo puente que permite que ciertos estados emocionales acaben desencadenando trastornos cardiovasculares, problemas asmáticos y las llamadas enfermedades autoinmunes.

Todos estos síntomas de los que hemos hablado (calor, rubor, dolor, hinchazón), aunque molestos, cumplen una función positiva y tienen como objetivo restablecer el equilibrio perdido. Un tratamiento integrador, bien enfocado, buscará eliminar la causa del problema, al mismo tiempo que tratará de modular los síntomas de la inflamación, sin llegar a reprimirlos completamente. El objetivo es reducir las molestias, pero manteniendo los mecanismos de defensa activos, hasta que estos ya no sean necesarios y desaparezcan por sus propios medios, al eliminar el origen del problema.

EL FANTASMA DE LA INFLAMACIÓN CRÓNICA

Cuando la causa de esta sintomatología persiste durante demasiado tiempo, debido a un sistema defensivo debilitado o sobrecargado de trabajo, aparece la temida inflamación crónica. Mientras que los síntomas se encuentran en la fase aguda, estos se manifiestan de manera localizada, pero cuando se instala la inflamación crónica (también llamada silenciosa o subclínica por la ausencia de síntomas «evidentes»), el problema se hace sistémico y sus tentáculos se extienden a todos los rincones de nuestro organismo.

El vehículo para que esto suceda es la sangre, que se satura de marcadores proinflamatorios como las citoquinas (también llamadas citocinas), que actúan como auténticas mensajeras del sistema inmunológico. Este proceso se va instalando con sigilo, y a diferencia de la inflamación aguda, se manifiesta poco a poco y sin anunciarse. Todo esto hace que sea más difícil de detectar y genere menos alarma, pero sus efectos son nefastos cuando no se corrige a tiempo, porque crean un terreno propicio para la aparición de todo tipo de problemas de salud. Algunas enfermedades como la psoriasis, la artritis, o los dolores musculares crónicos, están directa o indirectamente relacionados con esta condición física, pero además, cada vez hay más investigadores que acusan a la inflamación crónica de estar detrás de muchos trastornos como la diabetes y el cáncer, o de enfermedades de tipo neurodegenerativo, como el alzhéimer y el párkinson. Mucho antes de que aparezcan estos problemas, puede haber malestar general, inapetencia sexual o, simplemente, falta de energía y desmotivación para emprender cualquier actividad, ya sea física o psicológica. Cualquiera de estos síntomas podrían ser debidos a otras causas, pero cuando hay una condición crónica de este tipo, el organismo moviliza mucha energía para combatir el problema. Esto le obliga economizar sus recursos energéticos, lo que se refleja en una falta de vigor generalizado.

LA IMPORTANCIA DE LA DIETA

Cualquier asunto de salud se tiene que abordar desde diferentes ángulos si queremos conseguir los mejores resultados. Las medicinas con una visión holística, mal llamadas alternativas, proponen muchas formas de abordar este problema, cada vez más frecuente, sobre todo entre la población que vive sin contacto con la naturaleza. El ejercicio físico moderado, la práctica de la meditación o la relajación, la hidroterapia, o el contacto de los pies descalzos con la tierra (earthing), son algunas de las prácticas que nos pueden ayudar a recuperar el equilibrio perdido. Todas estas y muchas otras terapias tienen su propio modo de encarar el problema y son muy efectivas, pero sus efectos positivos durarían bien poco si no se acompañaran de unos buenos hábitos alimentarios.

La alimentación, y a veces el ayuno, es clave para solucionar el problema de la inflamación por muchas razones distintas. En primer lugar, porque nos permite suministrar al organismo toda una serie de nutrientes que nos pueden ayudar a controlar esta condición (vitaminas C y B6, selenio, cobre, antioxidantes, fitoquímicos). En segundo lugar, porque podemos regular la cantidad y calidad de las grasas que comemos y, por consiguiente, controlar la síntesis de las prostaglandinas (muy importantes para mantener a raya los síntomas que llevan el sufijo de «itis»). Pero sobre todo, gracias a que es posible actuar sobre la causa misma del problema; como cuando eliminamos ciertos ingredientes causantes de alguna intolerancia alimentaria, cuando evitamos la sobrealimentación, o cuando excluimos de nuestra dieta los aditivos tóxicos y los alimentos de difícil digestión. Aquí hay que recalcar la importancia que tiene seguir una alimentación lo más biológica posible, porque esto nos permitirá librarnos de una gran parte de sustancias químicas irritantes como hormonas, pesticidas y residuos antibióticos.

Hemos de tener presente que nuestro sistema defensivo tiene una capacidad limitada de respuesta, y que esta, está determinada por nuestra energía vital. Cualquier factor irritante (un tóxico, un virus, metales pesados) y tiene un efecto acumulativo, que se va sumando hasta que desborda al sistema. A partir de ese momento crítico, nuestro organismo pierde la capacidad para restablecer el orden y aparece la enfermedad. Con la dieta podemos eliminar muchos de esos factores irritantes, de manera que nuestro cuerpo disponga de mayor capacidad para responder ante otros, más difíciles de evitar, como la polución o el estrés psicológico. Por otra parte, unos platos que abunden en alimentos frescos, vivos y ricos en nutrientes nos darán la energía necesaria para incrementar la fuerza vital de nuestro organismo y mejorar su capacidad de respuesta ante la inflamación.

Un tratamiento natural y holístico busca regular las funciones generales de limpieza y reconstrucción, con la intención de llevar a todo el sistema a un estado de orden que permita la buena marcha de sus funciones vitales. Esto no sería posible si solo tratáramos los síntomas, sofocándolos, o nos centráramos en el funcionamiento aislado de un solo órgano. La idea es la de actuar como un jardinero, que intenta procurar unas buenas condiciones de luz, tierra y humedad, para crear el terreno propicio que facilite el desarrollo de la naturaleza, con todo su esplendor y vida.

Por esa razón, la dieta que aquí proponemos no solo es útil para prevenir y reducir la inflamación, sino que nos llevará a un grado de bienestar y energía que va mucho más allá de la simple ausencia de síntomas. Una alimentación integral como esta facilita el tránsito intestinal, mejora la circulación sanguínea, favorece la eliminación de toxinas, es ligera y alcalinizante, estimula el sistema inmunológico y mejora el rendimiento de muchos órganos importantes, como el hígado o los riñones.

TODO ES CUESTIÓN DE EQUILIBRIO Y MODERACIÓN

Si nos basamos en la cantidad, los nutrientes principales son los hidratos de carbono (o carbohidratos), las grasas y las proteínas. Como la mayor parte comestible de los alimentos que ingerimos, sin tener en cuenta el agua, está compuesta por ellos, se consideran los tres pilares fundamentales de la nutrición, ya que son, además, los que nuestro cuerpo necesita en mayor cantidad. Tanto los carbohidratos como las grasas y las proteínas se pueden transformar en calorías, y una dieta, para que sea saludable, debe tener una proporción correcta de todos estos nutrientes. En general, se considera que el 55 % de las calorías que ingerimos diariamente deberían provenir de los hidratos de carbono, el 30 % de las grasas, y solo el 15 % de las proteínas. Esta es una proporción considerada correcta para la mayoría de los expertos, pero se trata solo de una referencia, que debe estar sometida a las condiciones particulares de cada uno, como el clima en el que vivimos, nuestra constitución y sexo, o la actividad física y mental que desempeñemos diariamente. Estas mismas condiciones son las que marcan la cantidad total de calorías que necesitamos, que si son excesivas, o lo que es más importante aún, cuando provienen de alimentos desvitalizados, se acumulan en forma de grasas y se convierten en una fuente de inflamación. El exceso de grasa en nuestro cuerpo provoca la alarma del sistema inmunológico, que identifica a las células grasas como invasoras, e inunda la sangre de moléculas proinflamatorias como la proteína C reactiva (PCR).

Así pues, la primera regla que debemos de seguir es la de llevar una dieta lo más equilibrada posible, en la que los nutrientes principales (hidratos de carbono, proteínas y grasas) estén bien balanceados. La segunda regla es la de controlar la calidad de esos nutrientes; como el valor biológico de las proteínas o el origen y el estado de las grasas que comemos. Y por último, trataremos de llevar una dieta ligera, rica en fibra vegetal, en la que el valor energético de los platos esté bien ajustado a nuestras necesidades para evitar el sobrepeso. Saciarse de comida hasta que no entre bocado solo consigue sobrecargar nuestro sistema digestivo y aumentar el riesgo de obesidad.

Consejos útiles para no excederse en las calorías

•Levantarse de la mesa con un ligero apetito.

•Seguir unos horarios regulares de comida.

•No picar entre horas.

•Masticar bien los alimentos.

•Probar a comer con palillos.

•Procurar no ver la televisión mientras comemos.

•Planificar los menús con antelación.

La dieta antiinflamatoria

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