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Una curiosidad nueva
ОглавлениеAunque bien aún no es queer, Amitai parece andar con una curiosidad nueva. Y si bien alguna inquietud alegre ya habrá tocado a su puerta en veintiséis años y medio, esta vez se lo ve más decidido a tomarla en serio, a dejarla entrar. Es solamente cuestión de tiempo para que estalle en su corazón esta idea loca con más potencia.
Nos conocemos hace muy poco. Sólo hemos compartido tres o cuatro encuentros venusinos, agradables y diurnos. Sin besitos. Con él hay cosas que llegan luego, y eso está bien. No es de un día para el otro que Amitai se tomará el atrevimiento de acariciarme la cabeza en algún parque, de pararse detrás mío y de rodearme la cintura con los brazos. No me parece capaz siquiera de rozarme la muñeca con el dorso de la mano, por error, mientras bajamos la escalera que conduce al subterráneo. Nuestra amistad es más del orden de lo sensible, lo intelectual. No hace falta ni decir que yo estaría muy contento de que ocurra un intercambio corporal, eventualmente, entre nosotros. Pero dudo que esto ocurra en lo inmediato.
Por lo tanto, no especulo con la idea de que un día el universo se detenga, los planetas se congelen y (en un acto algo espontáneo o, por qué no, premeditado), Amitai se ponga gay para que todo dé comienzo entre nosotros ya de veras. Y aunque bien este jarabe literario es mi nuevo hobby, mi favorito deporte extremo, soy yo el gay que debería de cuidarse el corazón: ya oí hablar a mis amigas de varones como estos muchas veces.
No alucino con el día en que Amitai junte sus brillos, haga un bollo su papel incomprobable de viril y lo eche al cesto. No fantaseo con que leemos todos los días cuentos completos de Cynthia Ozick con la ventana del cuarto abierta y que nos tapamos con una manta; ni que escribimos a cuatro manos un libro hermoso sobre las cosas que más nos gustan; ni que bordamos una nube de color azul celeste a la jupá de nuestra boda con la ayuda de su madre y de la mía; ni que buscamos pacientemente una escuela mixta, anti-fanatismo, para enviar a nuestras hijas israelíes imaginarias. Ni siquiera se me ocurre que Amitai y yo acabamos por morir el mismo día en la terraza de una casa que construimos con vista al mar. Yo no tengo fantasías con el chico. Yo ya sé que, si me engancho demasiado, estoy perdido.
Lo que existe es un magrísimo momento de mi día en que me pongo en mood princesa novelera y fabulo un rato una minitrama al mejor estilo Corín Tellado, de esas en las que siempre triunfa el cariño. Muchas veces dejo andando la película un momento y, cuando siento que ya he ido un poco lejos, freno el sueño, rebobino en mi cerebro la utopía y la desgrabo bien profundo en mi memoria, en la carpeta titulada como “Amit”. Después dejo de pensar en todo eso, así el premio no se gasta y puedo usarlo al día siguiente.
Aunque dudo que decírselo a su gente sea el asunto que hace lento este proceso, el entorno de Amitai no es tan hostil para ser gay como parece. Mi teoría es: no existe disidencia a su redonda que le inspire (o le recuerde) que comérsela está bueno. Amit no es un reprimido, ni siquiera está enterado, está incluso medio paso más atrás de reprimirlo. No hace falta ni decir lo impresionante que resulta para alguien justamente ¿como yo? que haya personas cuyo entorno sea expresamente straight; que no tengan ni un contacto así, cifrado en arcoiris. Y aunque el Amit es muy tierno y receptivo (que no es poco para el tipo de varón con el que aramos) pertenece a un universo del que yo me escurriría haciendo sprints y, a decir verdad, que a él tampoco le sienta mucho.
Si bien Amit advierte un poco sobre un bichito muy colorido que está en su panza, no ha dejado de ser él mismo: me fascina (como quien se pone a ver un especial de Animal Planet) observar sus formas toscas de hombrecillo. Me refiero a sus maneras para hablar, para reír u ordenar algo de beber. Es adorable la convivencia de sus salvajes gestualidades con su gran gusto para vestirse, su piel que huele como jabón de lavavajillas, sus bolsitas de museo hechas de lienzo y esos juegos tan sutiles que se inventa con el aro de la oreja al disertar (con su rabínico y pausado misticismo) sobre algo de lo que le encanta hablar.
Amitai apareció por Internet con un fin noble: compartirme su entusiasmo e interés por un librito que saqué hace pocos meses. Mi editora se lo dio como un regalo, porque es él su alumnito predilecto. Le encantó lo que escribí y no tuvo ni un poquito de vergüenza de decirlo en un mensaje que, al leerlo, casi infarto. Amitai no es cualquier paki: lee a mansalva; escribe diarios todos los días; muy buenos cuentos todos los jueves; destina parte de su Shabat a escribir ensayos sobre el Talmud que jamás comparte. Es un joven solitario, existencialista, contemplativo. Tiene estrecha relación con cada libro en su biblioteca y (total, él puede) se compra mucho de casi todo para leer. Es un lectorazo poliamoroso. Lee cuatro o cinco libros de manera simultánea, sin que se escape detalle alguno de su cabeza. Sobre todos elabora conjeturas bien fundadas. Hasta incluso sabe partes de memoria de sus libros sin haberlas estudiado de manera intencional ni diez segundos.
Otra de mis teorías: son los libros los que salvan a Amitai de ser tan rico y estupendo y no ser bestia. La manera en la que el chico observa el mundo es fascinante, reorganiza su perfil espiritual y oxigena su postura autoinflingida de bro tímido y callado. Si tan sólo fuera más mariposón, nuestro vínculo sería aún más relajado y animoso. Pero basta de soñar entre las líneas.
No estoy seguro de haberlo dicho: no hay un chico más bonito que Amitai en el planeta. Lo encogería para meterlo en un souvenir. Lo pondría en una bola de esas de nieve que dicen “SUIZA”. Debo admitir que primeramente me puse perra tras su contacto, que fue amistoso. Me siguió, yo lo seguí y, poco después me confundí: el olfato me falló (porque es sutil el Amitai, tengo que admitir que la línea es fina), y ahí nomás le puse yo un montón de likes sobre su feed acicalado e impecable, hasta el post en que lo vi posar erguido como miembro de un scrum de heterochongos sefarditas, al costado de una pile, en un casa en las afueras. Foto por foto borrando likes y llorando sangre.
Pero fue él quien chateó para decirme lo del libro, para hablarme de Naomi, para hacerme llegar toda su opinión sobre mi libro, sin que nadie descomponga su mensaje para mí. Y después de eso seguimos, blá-que-sá, un montón de charla, y de la nada comenzamos a pasarnos los escritos por el mail, y a mandarnos devos bien amorosas, y por qué no a compartir perspectivas locas sobre el origen de la existencia, vagabundear en mensajes largos sobre los padres y a consensuar que la adolescencia apestó, en efecto, pero nos dio tiempo de lectura. En el medio de una charla de ese estilo, decidí yo suicidarme por el team para invitarlo a tomar algo. Después dije que creía que es “bonito”. Elegí por dos minutos la palabra. Pensé luego que ese gesto de mi parte alejaría para siempre al Amitai, que habría hecho que hasta ahí sea suficiente, y tal vez muy bueno para ser cierto. Pero el chico dijo “Gracias”, y después dijo “Sí, claro. Encantado con la idea de conocernos”. Siquiera ahora entendemos bien qué lo motivó a sumarse al plan, a responder eso. Yo creí haber sido claro sobre esto de querer lamer su cara, no de ser únicamente un libriamigo (su respuesta a mí tampoco me sonó de libriamigo), y fue él mismo quien propuso algo concreto al día siguiente: que tomemos un café y llevemos libros para prestarnos unas semanas.
Aunque este es un magnífico comienzo para una porno de hipsters lindos usando lentes que comienza con el screenshot de la conver que profesa “Encantado con la idea de conocernos”, nos volvemos libriamigos y eso es todo entre nosotros para siempre: nos sentamos a tomar un cafecito; llevamos libros para prestarnos; nos despedimos con un abrazo bastante corto (pero sentido) y hasta la vista. Nuestro encuentro más reciente fue hace media hora atrás, o un poco más. Ahora estamos post café, post intercambio, en mi balcón. Nunca solemos venir a casa, pero tuvimos que pasar por un abrigo antes de ir a una placita a fumar uno y el sol naranja se vio bonito en el piso seis. Caducó el plan de la plaza y nos sentamos a mirar cómo atardece. Bajoneamos re drogados chocolate que Amitai ha confiscado en su bolsita de la casa de sus padres. La tableta colorada tiene letras en ivrit y una vaquita sonriente, envuelta en fuego artificial color dorado. Fecundando el chocolate, hay unas rocas efervescentes de caramelo. Explotan suaves sobre la lengua, y se derriten casi al instante. Observamos con las bocas burbujeantes el dibujo a contraluz del enrejado sobre el piso. Las pestañas onduladas de Amitai casi se enroscan en las verjas que dividen mi balcón del bajo cielo.
De la nada, se le da por comentarme un episodio sobre anoche, con amigos, esos mismos de la foto (los que viene mencionando muy seguido, sin decir mucho de ellos). De camino a una fiesta por el río le pidieron que se quite unos brillitos de la cara que traía desde el cumple de una amiga que se hizo en el taller. Amitai tenía dos puntitos mini, centelleantes, que pusieron en sus pómulos y que a él le parecieron muy bonitos. Los amigos alegaron que ninguno iba a ingresar a esa idiota disco de privilegio si lo veían con eso puesto, y a ellos con él.
Lo presionaron para quitarlos siquiera antes de que pudiera salir del auto. Me comenta entre livianas carcajadas que siquiera lo dejaron conservarlos en la fila de la fiesta. Considero preocupante su despojo mientras trago el chocolate derretido. Me pregunto qué querrá obtener de mí con el relato. Me comienza a parecer provocador lo que me hace. Yo procuro contenerme de ponerme radical y le contesto, con soltura, que yo creo que ya están un poco grandes para eso. Que es el año dos mil veinte, que es rarísimo que un grupo determine qué se pone o no se pone una persona. Él consiente mi opinión, o aún peor: dice que “eso es obvio”. Pero alega que es correcta la teoría de que no iban a pasar a ese boliche “si se dejaba los brillos puestos”.
Con la última fracción de chocolate entre mis dientes, alzo el tono: le pregunto qué es la gracia de financiar un fascismo así, de poner su cuerpo en la muchedumbre de esos zopencos. Hago una pausa con mucho drama (para que vea que estoy rabioso) y, con gran malicia, le pregunto si de nada le ha servido haber leído tantos libros en su vida. Textualmente digo esto a este varón desconocido, que detiene su lamida al cigarrillo que se arma para oírme. Amitai abre los ojos como platos, junta los labios (tal cual hace cada vez que dirá algo y se arrepiente) y pone una cara muy parecida a la de ese meme lleno de cálculos en el aire. Me doy cuenta de que me fui un poco de eje; que no tenemos tanta confianza para flayarlo de esa manera. Dije algo que lo puso, de repente, todo sobrio. Todo alerta. Un silencio se apresenta en el balcón por dos minutos. Lo interrumpe un ruido raro, como si algo implosionara: no sabemos si ha venido de la calle o de la casa. Escuchamos otro más, tal vez otro más. Suena a algo que se estalla para adentro. Y después olemos que algo está quemándose, sí, pero no es olor frecuente a algo quemado: no parece una tostada, un auto roto, no huele a incendio. Apesta a azufre.
De repente, una sorpresa: a Amitai le sale fuego desde el pito, y no en sentido figurado. Una bengala color violeta se abre paso entre sus piernitas flacas y cortas, ahora atraviesa la verja baja de mi balcón como medio metro, hasta la derrite. Protegemos nuestras caras de las chispas con las manos. Las narices hacen ruidos por la pólvora, que es fuerte. No hay ni tiempo de sembrar una vergüenza entre nosotros una vez que el show acaba pues a mí me pasa casi que lo mismo: veo cómo desde el short un bengalón color naranja se dispara de mi pija y quema más aún la reja.
Instantáneamente luego, emanan chispas nuestras bocas, los oídos. No hay una manera de controlarlo. No pasa mucho hasta que nuestros cuerpos no son más que pirotecnia al infinito. Nos volvemos pura pólvora quemada y comprimida que se expande por el cielo; un desfile de candelas sin siquiera mecha madre que destellan verticales por el barrio. Arman mensajes que dicen “Amit” y mi nombre “para siempre”; que dicen “Amit” y mi nombre “não tem fim”; que dicen “Amit” y mi nombre, y después dos puntos: “Vamos, ya es tiempo”.
Toda la noche somos los fuegos artificiales del chocolate que Amitai trajo. No entiendo mucho cómo lo logra, si ni siquiera tenemos cuerpos, si somos luces que van al cielo, vuelan en partes, y así por siempre. Pero estoy súper, súper seguro de que hace un minuto Amitai respiró profundo, juntó valor y tomó mi mano.