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Modelo de Naciones Unidas

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Almuerzo el viernes al mediodía en un sitio que aborrezco. Está cerca del trabajo, eso es un gol, es un fast food saludable de la cadena en la que encontraron la rana muerta en un bowl de Caesar, dentro de un shopping. La noticia me causó cierta impresión algunos días, pero luego la ignoré por conveniencia. Los otros fast foods no-saludables me darán cáncer, o mal de chagas; los otros bares en esta zona (recargada de viejitos alienígenas y abúlicos) me darán ganas de suicidarme a las dos y media cuando regrese.

De manera repentina, una horda de pubertos angurrientos de entre quince y diecisiete años de vida se abre paso en el local: llegan juntos en enormes cantidades. Se apelotonan con la intención de estirar sus manos chorreando hormonas en dirección a dos displays iluminados que proveen de pequeñas ensaladas a unos precios colosales (aún sin rana), cajas de sushi multicolores, rolls pegoteados en aluminio, sándwiches fríos. En total serán cuarenta o cincuenta monos adolescentes que llevan trajes, zapatos nuevos, corbatas finas, blazers brillantes; mochis al hombro (como de escuela, o de hacer deporte, que quedan pésimo con sus outfits). Algunos de ellos visten turbantes, burkas y saris, entre otras cosas. Cerca del pecho llevan gafetes con la inscripción de un Modelo de Naciones Unidas. Debajo llevan todos los nombres “de sus países” con marcador.

Yo estoy sentado en un mesón largo, bastante angosto, destinado a todas esas infelices que salimos una hora de la vida a ingerir algo y regresamos con suplicio a la rutina. Me divierte investigar a estos embriones de líder mundial compartiendo hechos de la mañana, muy excitados; fogoneando discusiones fantasiosas y soberbias sobre cómo terminar con la pobreza o frenar las guerras.

En el amplio masacote de criaturas, hallo el rostro de Naoki. Pasaron cinco (o tal vez, seis) años de la última vez que lo había visto. Ahora es todo un hombrecillo: lleva el pelo platinado con estilo, chupines lindos, camisa blanca y el saco al hombro, como una estrella de pop de Asia.

Naoki es el hermano cool de mi exnovio Isao, chico frígido (aunque muy inteligente y muy hermoso) con el que estuve por varios meses, ni bien me vine a vivir aquí desde la ciudad entre las colinas. Isao y yo transitamos juntos el duelo inmenso de pasar de ser estrellas académicas (en el cándido mundito de la escuela secundaria) a ser grandes vapuleados del sistema que propone la escabrosa competencia de la uni a la que fuimos. No hablo de esa a la que van los ricos bobos, claramente: hablo de esa caja beige frente al estadio a la que asisten nada más los millonarios descollantes, eminentes. Cualquier joven que esté fuera de segmento es expulsado a propulsión por el estigma que prohíbe ser “mediocre”. Yo aguanté menos de un año. Me imagino que ahora Isao se recibió, no tengo idea. Lo bloqueé de todas partes al cortar la relación y no sé bien qué es de su vida, ni me importa.

Aunque sí que nos unía la atracción pospubertaria (nos gustábamos en serio), lo que hizo que siguiéramos al lado fue saber que éramos weirdos con la alianza de habitar (o por qué no, sobrevenir) la pesadilla de pasar nueve o diez horas en un monstruo de saber que, por momentos, tenía aires de museo y rebalsaba de personas muy pudientes, ilustradas y malignas. Yo era uno de los tres becados pobres-provincianos-mega-ñoños de la carrera de Estudios Internacionales y el Isao (aunque era rico y la hegemonía de todo Oriente vuelta persona), era una amebita hecha de tristeza y de timidez, un mudito todo bueno que dudaba siete veces en su mente antes de alzar la mano en clase y opinar o preguntar.

Isao y yo nos enfrentamos, también juntos, al traumático universo de acabar con la acuciante e infantil virginidad de cada uno. Era sábado a la tarde y nos pusimos a chapar en el sillón de mi primer hogar de niño en la ciudad tras aburrirnos de estudiar Mankiw (un libro gordo de Economía que Isao tenía en original, y yo en fotocopia). Nos pasamos a mi cuarto tras paquetearnos un rato largo entre los joggings: el suyo azul, el mío gris. Hicimos todo lo que pudimos. Fue súper lindo. Terminamos transpirados y contentos. Nunca había oído a Isao en un volumen tan agudo hasta el momento.

Nos conocimos en una clase de Instituciones Públicas y Gobierno, la única clase que nos gustaba. Detestábamos cualquier otra materia, pero nuestras notas eran brillantes. Nos cogían de parados (pero mal, tremendamente) en una sola: Mate I, matemáticas, una clase en la que a Isao lo destruyeron de marzo a mayo y después cazó, y en la que yo (aunque lo intenté) jamás logré sacar más de veintinueve sobre cien. Nos hicimos amiguitos de IPG, me chapó un día estudiando Mate I, nos volvimos mega novios poco luego y nos quedamos, ante el hecho y al instante, sin amigos de la facu.

Los chicos tienen nombres preciosos porque sus padres son japoneses; podría decirse que ellos también. Nunca supe exactamente qué es lo que hacen Akiko y Ioshi en la Embajada del Japón de este país; sólo sé que le pusieron mucha onda a sus hijitos porque ambos siempre fueron la belleza samurái por excelencia. En los tiempos en que Isa y yo éramos aún proyecto de adultitos-noviecitos, el Naoki habrá tenido nueve años, tal vez diez. Y era un niño, la verdad, de propaganda. Y aunque no tiene ningún sentido comparar a un chiquilín con su hermano grande, creo que todos ya sabíamos que si Isa era ¡woof!, en verdad precioso, Naoki iba a doblegarlo en su belleza por el hecho de ser muy encantador y extrovertido.

En la fila para pagar su ensalada, Naoki conversa con una criatura con los mismos rasgos, los mismos ojos y el mismo corte de pelo rubio de Tilda Swinton. Ella lleva una pollera tableadita y, bien por dentro, una camisa blanca de gasa. Cada tanto (en un gestito algo inconsciente) mini Tilda estira un poco su boquita color rojo hacia Naoki. La chiquilla está extasiada con su hechizo. Afirmaría que ella nunca escuchó a nadie con tanto ahínco. Naoki ríe, mientras explica con mucho estilo algo a Tilda Swinton. Es él quien lleva el coloquio a fondo mientras la púber sólo escanea feliz y horny, y le sigue el tren: le pregunta cosas, asiente un poco, larga una risa.

Nunca antes había visto a un chico-chico convertirse en jovencito. Por primera vez me siento un poco viejo. Me emociona ver que el Oki pareciera estar tremendamente habilitado para habitar este mundo horrendo, a diferencia de exnovio Isa, que es un muñeco (con lo que ser un muñeco implica, tanto en lo bueno como en lo malo). Oki sonríe y eso le vuelve los rasgos finos. Le realza los ojitos brillantones, súper japos, la quijada lampiña y filosa y sus mejillas de piel nueva, brillante y tersa, como en compota.

A la distancia, repara en mí. Me sorprende que me reconozca rápidamente. Yo también he mejorado con los años, empezando porque haber dejado el sueño adolescente de volverme embajador acabó con la tremenda depresión y la anorexia que escondí durante meses de mis padres a distancia, y también con el noviazgo un poco sad y muy ¿mediocre? con Isao, quien admitió no interesarse por un “joven” que abandona un “sueño firme” para entrar a trabajar en un call-center y “ser actor”. Según creo, Isao fue más duro aún que mis propios padres ante el cambio que elegí para mi vida. Ese día se acabó todo lo nuestro. Sin saberlo, partí hacia la inducción de mi call-center deshaciéndome de todo lo-que-no en esta ciudad.

Naoki hace una seña extraña, ¿de comandante? con dedos largos que van bien juntos sobre su frente. También sonríe. Lo saludo con nostálgicas sonrisas de una madre que no ha visto a los amigos de la infancia de sus hijos por diez años. El jovencito está archibueno, pero es tan de la familia para mí que ni me abruma su belleza. Me hace señas de que pagan y se acercan, pero elijo interceptarlos. Debería de ir volviéndome al trabajo.

Atravieso aquel oleaje de testosterona y desodorante que se mezcla, en el camino, con olor a chivo viejo por el nylon de las prendas y el sudor adolescente. Respirando por la boca (como hago cada vez que entro a un mercado), llego al spot en el que están Tilda y Naoki. Los saludo con abrazos a los dos y les pregunto cómo están. Me contestan que están bien, y muy cansados, y Oki dice luego a Tilda que yo soy “amigo suyo”, pero no menciona a Isao. Nos reímos un poquito del olor espeluznante de la fila y se me ocurre, por instinto, preguntarle por su hermano. A los dos se les transforma la carita. Las expresiones que me comparten son puro drama entre teens y almuerzos.

Naoki mete tres dedos limpios en el hueco que configuran dos botoncitos de su camisa. Estalla en llanto. Los juveniles embajadores de alrededor testifican todo con frialdad. La pequeña Tilda Swinton le acaricia la cabeza y le rodea la cintura con un brazo. Lo apartamos de la fila, digo “Sorry, corazón”. Estoy muy, muy confundido: ninguno de ambos me dice nada. Quiero irme, pero creo que sería, cuanto poco, irresponsable. La situación se dilata eterna. Leo los gafetes: el de Naoki que dice “Austria”; el de Tilda Swinton, “Sierra Leona”.

El niño sigue llorando aún. Le doy abrazos y unas palmadas sobre la espalda y, ni bien levanta la cara un poco, las alarmas antiincendios del fast good emiten unos alaridos estruendosos. A unos metros de nosotros, el estúpido puberto que representaba a “Uganda” hizo una broma con la llama de un encendedor y un desodorante en aerosol. Ahora tenemos que evacuar el lugar.

Una curiosidad nueva

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