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En el mismo instante en que apagué el cigarro, aplastándolo con saña contra el cenicero ya tupido de reminiscencias cancerígenas, exhalé la última bocanada de humo que otra vez envolvió la tenue luz de un gris evanescente. Frente al escritorio, la ventana, por la cual veía los últimos vestigios de un día ajetreado y ruidoso sin necesidad de incorporarme de la silla. Debido al grosor del vidrio, único límite entre locura manifiesta y cordura aparente, el bullicio externo era solo una construcción de la mente, lo que me predisponía a continuar echado, en ilusorio reposo, viendo cómo el humo se expandía abarcándolo todo y en proporciones iguales. Aparte del gris en expansión, que desde hacía tiempo ya no me hacía toser, me circundaban mis libros que, en sus respectivos cubículos perfectamente ordenados por género o nacionalidad del autor, cubrían una pared entera y parte de la otra, al ser el mueble en ele, lo que le daba a mi despacho un aura de barroquismo saturado.

Algo de pronto comenzó a chillar, un ruido que parecía provenir desde dentro de una caja hermética, luego como si hubieran abierto la tapa y, al cabo de unos segundos, como si hubieran depositado la fuente de sonido justo al lado de mi oreja. Supongo que mi ceño se habrá fruncido, intentando determinar qué era. Los ceños se fruncen cuando hay algo que no se entiende. El mío venía frunciéndose con bastante asiduidad. No fue sino hasta el cuarto ring que comprendí que era el teléfono. Pero no atendí. Fueron siete rings lo que duró la paciencia de quien fuera que estuviese llamando. Y volvió el silencio. Ese que hace que expulsemos el aire que se retuvo en el momento de expectación. Volvemos a ocuparnos de nosotros, retomamos un hilo si es que lo había. Luego, cuando la dispersión de la humareda ya no le ofreció a mis cansados ojos entretenimiento alguno, me levanté de la crujiente silla y caminé lentamente por la alfombra tibia hasta la cocina. No sentí ningún atisbo de curiosidad acerca de quién podría haber sido. Lo curioso era que no me importara. Equivocado, lo más seguro, o niños bromeando, porque lo cierto era que nunca nadie llamaba, y cuando lo hacían era para dar malas noticias, casi siempre referidas al trabajo.

Envuelto en la sensación de un bienestar ambiguo, vaporoso, fugaz, traducido en pensamientos que acuden y se aglutinan en mí para extasiarme de un gozo tan efímero y frágil como un segundo, a cuyo beneficio me entrego gustoso por más volátil que sea, y sintiéndome inclinado hacia la inacción o al menos propenso a realizar el menor esfuerzo posible, con ese humor me recaliento una porción de tortilla de espinaca que sobró de ayer porque es tarde y no voy a andar cocinando a esta hora; ponerse a preparar algo ahora demandaría mucho tiempo, y la ansiedad y el cansancio que devendrían del obrar culinario disiparían el atisbo, la propensión al buen humor. Casi nunca cocino en realidad. Recurro a lo simple. Le agradezco al modernismo la inmediatez que proporciona. Dos minutos de microondas. El frío —mediante extraños mecanismos, fórmulas científicas vedadas al común de los mortales— muta y se convierte en calor y así de fácil queda pronta para ser engullida, hasta sale humito cuando corto un pedazo. Compruebo, con esta sencillísima acción, cómo ciertos asuntos de la vida se nos han simplificado de una forma total, pero infelizmente hay otros, y es entonces cuando mi ánimo fluctúa, que aún siguen igual de complejos, que no se solucionan apretando un botón.

Rápido, para que no se enfríe, me siento a la mesa de la cocina y pongo la sal y el limón sobre el mantel de hule, que debería haber cambiado hace mucho porque de un lado penden hilos que se han ido alargando con el tiempo, y no sé si sacarlos o dejarlos así. No es ser dejado ni desprolijo, es ser indeciso. Me sirvo un vaso de agua del bidón de seis litros que no pongo en la heladera por razones de tamaño, y el ruido de los hielos se confunde con el que entra por la ventana de la cocina, que da a un pozo de aire en el que también hay otras ventanas y ropas colgando a la sombra —danzarinas prendas que desde donde miro parecen marionetas exaltadas que asustan un poco a veces— porque el sol parece tener el acceso restringido. El ruido es el vecino que también, a su manera, se prepara algo para comer, o eso infiero por los insoportables ruidos de ollas. Supongo que está subido, ¿o subida?, a un banco y la olla que quiere está bien atrás, y al sacarla arremete con todo lo que hay delante, una cosa va golpeando a la otra y el estropicio se multiplica y es suficiente para despertar a un ejército de jabalíes. Por suerte, aún estoy despierto y la molestia no es tanta en la vigilia como cuando irrumpe en mitad de la noche. Aunque inverosímil, de verdad pasa que come o revuelve en la noche. La condición esmerilada de su vidrio, siempre cerrado, no da lugar a la evacuación de dudas, aunque confieso que he aguzado la vista intentando, sin éxito, adivinar al menos el sexo de la figura que se pasea del otro lado. Pienso que una solución práctica a la falta de silencio sería poner los mismos zocotrocos de vidrios aislantes que tengo en mi despacho, y desoír la voz que me dice que tampoco se puede vivir en un búnker. Finalmente, la olla parece estar depositada por fin en alguna hornalla, y el silencio me da una tregua y oigo el tictac del reloj de pared, que marca las 23:47.

Al cabo de media hora vuelve a sonar el teléfono. Quién podrá ser a esta hora, me pregunto; no vaya a ser la nueva de una desgracia, está bien, prefiero sacarme la duda. Ahora sí me interesa. Voy, ya voy, digo como si escucharan, pero cuando acudo ya con intenciones reales de saber, con el estómago lleno y de mejor humor, la voz del otro lado se limita a respirar y se oye como si hubiese estado conteniendo el aire y esperando a que atendiera para expulsarlo. Espero. No dice nada, y ante mis pedidos de que diga algo reacciona con un resuello todavía más audible, como si escuchar mi voz le provocara eso, agitación, tanta como si recién hubiese subido nueve pisos por escalera, o, de plano, es una burla deliberada. Váyase a dormir, hombre, digo con la convicción de que, si ya no ha dicho nada, no lo hará por más que yo pregunte y exhorte palabras. Cuelgo, y del asunto me olvido rápido.

No puedo determinar a ciencia cierta si estoy despierto o dormido. Oigo, como a lo lejos, o tal vez sea un recuerdo, el sonido que proviene de mi escritorio y que repercute hasta en mi cuarto, al punto de sacarme de la cama, lerdo, perezoso, cansado, y me dirijo por el pasillo a tientas, por los vericuetos que sé que mi casa tiene, guiándome ahora por el instinto, porque ya no escucho ruido alguno, al lugar de donde provenía… ¿Acaso escuché bien? Hola, digo con complejo, con esa sensación extraña que produce hablar solo y en la oscuridad. ¿Hay alguien? Nada. Podría seguir con las preguntas, pero ahora me atemoriza seguir hablando, y callo.

Miro por la ventana que da a la calle, la misma por la que antes había estado mirando aletargado por el efecto de la luz y el humo. Un auto azul se desliza por el pavimento brillante como si estuviera paseando o buscando una dirección en particular. Siento, imagino que mira como buscando algo en las casas. Algo perdido hace tiempo. Algo que solo podría ser recuperado de ese modo y a esa hora. Lo detiene en la esquina roja. Intento ver la cara del ocupante, pero, debido a la altura desde la que miro, solo alcanzo a ver la pierna izquierda y ni siquiera con la seguridad de saber si es de hombre o de mujer. Cambia a la verde. Arranca y desaparece. Hay otros tres más allá en la cuadra, estacionados, aparentemente vacíos. Ya no hay movimiento en la calle. Una calma como si estuviera a punto de llover. Los árboles quietos como si fueran postales o una foto de Vivian Maier. Vuelvo a la cama, firmemente decidido a descansar.

El sobresalto que doy interrumpe un sueño desagradable y lo agradezco; sin embargo, al cabo de unos segundos el despertador resulta aún más molesto y solo puedo atinar a manotearlo, apretar el botón de off, cuyo desgaste ante tanto contacto solo permite leer una f, pero la vehemencia con que lo intento lo hace volar y la tapa se abre, las pilas ruedan, pero al menos dejó de sonar. El piso de madera y sin alfombra de mi cuarto amplifica el ruido del trayecto de la pila, que gira sobre sí misma hasta detenerse. Intento volver a conciliar el sueño interrumpido tan de golpe, pero, o ya dormí lo suficiente, o el silencio tan poco común me intranquiliza. Una especie de cargo de conciencia de haberlo roto me levanta de la cama y me encuentro tirado debajo buscando una de las dos que justo fue a meterse detrás de la pata que está más lejos. ¿Cómo se llama esa ley? De Murphy. Las vuelvo a poner y funciona. Son las 8:43, aunque calculo que en realidad deben de ser y 47, por el rato que estuvieron quietas las agujas.

Es temprano para ser sábado. Está todo permitido hoy. El día de la concreción de los placeres postergados. Planifico, inmóvil y en silencio, algo que se parece a un itinerario de las cosas que voy a hacer en el día, aunque sé que muy probablemente haga pocas o ninguna, sucumbiendo a ese desgano febril que suele acometerme en los momentos previos a su cumplimiento, amparado quizá por la ausencia de obligación, como sí tengo de lunes a viernes, ese conjunto de días odiosos en los cuales la vorágine cotidiana con sus consabidos efectos nocivos se manifiesta en mí de formas tan variadas que ya no sé reconocer cuándo estoy estresado, de mal humor, nervioso, enfermo. Los límites y diferencias entre uno y otro estado son difusos, y es común que tome pastillas para los nervios cuando hubiese debido hacerlo para la presión o viceversa. Y cómo no va a hacerme mal equivocarme así. Mi psiquiatra no puede menos que llamarme la atención, conozco su mirada cuando es reprobadora, su carraspeo fingido, y varias veces me ha dicho, con palabras o gestos, usted es un irresponsable, encontrando la forma de que entienda su mensaje, creando un clima verdaderamente insoportable, puesto que aún no siento una confianza como para replicarle que esa no es razón para llamarme así y, aunque lo fuera, que ya no soy un niño para que me lo anden remarcando, y entonces opto por callar, y el silencio inunda su consultorio atiborrado de cuadros que atestiguan estudios, logros, condecoraciones, actitud —la de callar— que sin duda debe de ser la que él prefiere que adopte, habilitándolo a pensar que sí, que estoy de acuerdo con su parecer, por aquello de que quien calla otorga, aunque la realidad sea que mi silencio no se deba a esa razón, sino a mi incapacidad para disentir cuando del otro lado no me transmiten una confianza total.

Pero lo que sí no voy a dejar de hacer es comprar papel higiénico. Es tan urgente que no puedo darme el lujo de postergarlo más. Hace dos días me vengo limpiando el culo con servilletas multiuso. ¿Que cómo se siente? La urgencia, el grado de urgencia de no proseguir limpiándome con esa clase de servilletas se entiende fácilmente: imaginando el roce, sintiendo la áspera textura de un papel que para eso no fue hecho, la mierda desparramada por los alrededores del orificio como quien pasa una brocha por un lienzo virgen.

La mancha del techo ha ido creciendo de forma exponencial. La cara que solía imaginarme se deformó al punto que parece otra persona o como de otro tiempo. Ahora tiene lo que parece un bigote, espeso, denso, prolijamente recortado, remarcándole la puntiaguda y prominente nariz. ¿Dónde está el teléfono del sinvergüenza que lo arregló hace un año, diciendo, explicando su labor de artesano, prometiendo casi con hierática seriedad que duraría diez? No quisiera que me entrara un humor malo, darle cobijo a esa sensación horrible que colonizaría mi cuerpo por tiempo indefinido. Si de mí depende, si entiendo que es posible no afectarme, lo ahuyento y se vuela, se aleja —aunque sé que volverá materializado en una excusa nueva— y, como si nada, prosigo, incólume y sintiéndome, de momento, victorioso.

La escueta ventanita de mi cuarto, que da también al pozo de aire, no me deja determinar si va a ser un día para esto o para lo otro, a menos que saque la cabeza y la gire como un búho y entonces sí, veo solo un poco del cielo por ser mi edificio alto. Siendo claro: cuanto más nublado, asqueroso, inhóspito —como algunos dicen deteniéndose, enfatizando la «o» con tilde—, cuanto más así esté el día, mejor para mí. Odio los días soleados en que la gente se ve tentada a salir a caminar al parque, o a ejercitarse, los pájaros lo saben y a coro cantan indescifrables agudezas. Me consta que no son pocos los que detienen su marcha para contemplar los pájaros posados en las ramas de los árboles como si fueran auténticas divinidades del aire, heraldos de una música estupenda y restauradora. Con fotos eternizan el momento. Vuelven a casa y los miran, fue provechoso el paseo, oyen sus cantos de nuevo. Pero para mí todo eso es solo una impostura, comparable a la de los que también se detienen pero en los museos a contemplar las manchas de los lienzos modernos, acaso más indescifrables que las emanaciones que de los picos de los pájaros salen. Esa gente por lo tanto está contenta, o dice estarlo, como si el sol o el cielo celeste o los pájaros les fueran a cambiar la vida y no solo metafóricamente, sino de forma empírica. Algunos arguyen que el sol es sinónimo de vitamina D, y que esta es necesaria hasta para la salud mental. Yo les contesto que la vitamina D puede comprarse en la farmacia. Los laboratorios se prodigan en esfuerzos por hacernos la vida más fácil. Es un pomo blanco, para nada extraño, una cremita que, según dice el prospecto, puede pasarse incluso una vez al día por el cuerpo como quien se pasa repelente para los mosquitos, pero que se puede aplicar una vez a la semana, con eso es suficiente y dura más. Incluso cuesta más barata que el protector solar. ¿Qué me dicen? El argumento esgrimido en defensa del sol valiéndose de la vitamina D queda desechado. Pero hay más: las plantas. Las plantas necesitan sol. Sí, necesitan que los rayos las impacten, es indudable. ¿Pero quién necesita las plantas? Si alguien está lo suficientemente loco como para hablarle a una planta, que entonces me disculpe el exabrupto, porque no puedo reprimir las ganas de decirle: Usted, señor, señora, excelentísimo prócer o lo que sea que lo ocupe noche y día, debería estar encerrado en un manicomio y supongo que no tendrá ningún problema en que la planta sea de plástico, ¿verdad? Después de todo es un material muy usado, quizá el que más, si no lo cree, piense, observe, y quién no le ha hablado acaso a un oso de peluche, de cuyo rostro se desprenden a menudo los pedazos de plástico que ofician de ojos. ¿Y qué hacemos? Nos quedamos tan campantes con el oso tuerto. A lo sumo intentamos pegarle el ojo o simplemente aceptamos que ya lo perdió y seguimos conversándole al igual que podríamos hacer con una planta que no fuera genuina. Porque vivimos entre plástico. Nos circunda el plástico como nos circunda el aire. Es estirar el brazo y, estemos donde estemos, de seguro se estrella contra un borde del venerado material. Además, los contribuyentes ahorraríamos en agua y plaguicidas, evitando olores desagradables e intoxicaciones. ¿Qué me dice, señor que lo discute todo? ¿Nada para decir? Bien. Entonces vamos bien. Asombroso, anotémoslo en la bitácora. Fecha y hora.

¿Y el césped?, podría preguntar alguien todavía, empeñadísimo en refutar mis razones. Sintético, le contestaría yo de inmediato, como lanzándole un arma cortante que pusiera fin a su cuestionamiento venenoso. Cuánto se ha hablado acerca de la problemática de la escasez de agua, que en tantos años miraremos los ríos secos y demás proyecciones y teorías agoreras que tienden a hacernos sentir culpables de quedarnos un ratito más en la ducha, porque el calefón es grande y nos alcanza, cuando ya el jabón se ha perdido por las alcantarillas y solo es agua y el placer de desperdiciarla. Hasta donde yo sé, el césped sintético no la necesita. Basta de riegos, de innecesarios dispendios que solo dilapidan lo preciado y finito. Alcanza con rociarlo con caucho, pelotitas de caucho que sirven para preservarlo del traqueteo de los zapatos, y por no ser el césped de verdad, además, ningún bicho inmundo carcome sus raíces tejiendo túneles subterráneos como en una ciudad oculta y llena de perdición. Nada de ingenieros ni sembrados en estaciones propicias. Incluso hasta se pueden jugar partidos sobre él pues la pelota se desliza sin problemas. Sin ser deportólogo, sé que los deportes no precisan pasto real. ¿No han visto acaso las últimas tendencias? Hasta un green de golf podría emularse. Hasta una cancha entera pisoteada por golfistas paseándose olímpicos por el pasto nuevo. Dieciocho hoyos enteros circundados por un césped de mentira, qué fiasco, qué atropello, podrían decir aquellos a quienes no satisficieran mis explicaciones.

Una brutal repartición de piñazos en sus caras.

Una vez acallados los insoportables planteítos de los ecologistas, sustituyamos entonces los suelos y dejemos que el agua se preserve y sea bebida y gastada a discreción en duchas reparadoras y alcemos las copas y festejemos y mechémosla con vino y cantemos villancicos, aunque todavía falte para ser diciembre.

La comedia inútil

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