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ОглавлениеMe embadurné de esa fantástica crema proveedora de vitamina D y me sentí de mejor humor, sumado a la alegría que me dio ver que el cielo se estaba encapotando, y que los pocos sectores que se veían celestes quedarían grises en cuestión de minutos, a juzgar por el viento que se había levantado desde la quietud que presencié en la madrugada, y que empujaba un sólido manto de oscuras nubes que parecían venir a cubrir lo que me molestaba. Viento esparcidor de alegrías, así lo vi, así quise verlo, e hice con algún músculo de mi cara gestos que solo podían significar agradecimiento, pero que nadie hubiera podido adivinar.
Luego de desayunar en el más encriptado de los silencios —el vecino de las ollas, cuyo sexo desconozco, estaría durmiendo—, decidí que no postergaría ni un minuto más la compra del papel higiénico, pues ya tenía paspado el culo al punto de molestarme al evacuar. Sentarme era un suplicio, y más de una vez lo hice como lo hubiera hecho en un baño público: parado, con un miedo terrible de rozar los glúteos con la tapa.
La tienda de Miguel Saldívar, con quien me unía una relación fraternal al punto de que me concedió alguna vez la prerrogativa de fiarme, algo que con nadie hacía, estaba tan bien provista de todo tipo de víveres y artículos de limpieza que me eximía de tener que ir al supermercado, en donde eran frecuentes los atolladeros de carritos en medio de las góndolas interminables, las miradas desaprobadoras de las señoras impacientes, las largas colas en las cajas que superaban los veinte metros en los días normales y los cincuenta y pico en los días previos a los feriados o fiestas de fin de año. Saldívar me conocía desde hacía mucho, exactamente desde el día en que entré por primera vez a su tienda para comprar un taladro.
—Esto es un almacén, señor —dijo, aunque sin ningún atisbo de soberbia.
Cualquier otro se habría burlado de mi estupidez o me habría hecho sentir en ridículo por pensar que ahí podía venderse una herramienta como esa, pero Saldívar no solo no lo hizo, sino que me puso al corriente de cuanto comercio había en el barrio, indicándome con toscos ademanes de su brazo en dónde se encontraba, por ejemplo, la ferretería de un tal Néstor, al que calificó de buen tipo, aunque algo parco —ferretero del que nunca fui cliente—. Le comenté que me estaba mudando justo enfrente y me dio la bienvenida. Me dijo que esperara. Salió a un cuarto que usaba como depósito, al que se accedía por una abertura sin puerta en forma de óvalo situada detrás del mostrador, disimulada con una cortina del mismo color de la pared, pero que en cuyo centro destacaba la figura de Cassius Clay, un Cassius Clay joven, mirando a la cámara en clara postura pugilística y exhibiendo los clásicos guantes Everlast. Saldívar volvió del depósito con algo en la mano.
—Llévelo. Después me lo devuelve, no hay apuro —dijo, alcanzándome su taladro personal con el que de seguro Saldívar habría hecho las perforaciones al instalar los anaqueles.
¿Estaba seguro? Podía ir a lo de ese Néstor y comprarme uno. No había necesidad, dijo.
Naturalmente que me cayó bien desde el principio. Con el correr de los años nuestras conversaciones, aunque escuetas —ya que su trabajo, que consistía nada menos que en lidiar con proveedores y clientes al momento, no le permitía explayarse demasiado con ninguno de ellos—, pasaron de ser anodinas a más amistosas y personales. De nuestros diálogos se desprendía la cordialidad con que queríamos tratarnos, conscientes como éramos de una mutua simpatía nunca confesada, hasta que nos interrumpían toses, carraspeos, comentarios de clientes que dejaban traslucir su impertinencia, al tiempo que bregaban por que el tránsito en la caja fuera ágil, y ambos entendíamos el mensaje, cortando de inmediato las palabras, algo que en el fondo yo no lamentaba demasiado, porque tampoco era cuestión de quedarme hablando todo el día con Saldívar. Él me hacía un ademán como diciendo después hablamos. Y yo le hacía otro como diciendo no importa.
Pero siempre llegaba otro día, otro saludo, otro intento por socializar con el hombre que me fiaba.
—Buen día, Saldívar.
—Pero ¿cómo le va, Roque?
—Fenomenal, ¿y a usted?
—Acá me ve, como siempre, es mucha la lucha, esperando al proveedor de los lácteos, que ya me tiene hasta acá. —Saldívar hizo el gesto que acompaña esa expresión y yo asentí—. Hace dos días que estoy sin leche entera, la gente pide justamente eso y no sé qué decirles.
—Ofrézcales la descremada.
—Acá parece que todos toman de la otra.
—Lidiar con los caprichos del consumidor son los gajes del oficio —dije, como si estuviera recitando un poema—. Póngase serio y dígales que la salud es la salud y que, si de salud hablamos, esta es más sana.
Acababa de abrir el almacén y aún no había entrado ningún cliente. Yo era el primero en hacerlo. La única ventana, enclaustrada detrás de una persiana que nunca se abría, supongo que por el casi seguro descalabro que eso supondría, y por cuyos pedazos resecos y destartalados se colaba una porción de la escaza luz natural de la tienda, daba a una calle lateral y poco concurrida, y si uno giraba la cabeza veía por un agujero la fachada de una pensión venida a menos, en la vereda de enfrente. Moscas y bichitos de alas largas revoloteaban como hipnotizados alrededor de la única lámpara que pendía del techo, que parecía caerse a pedazos. Era de esos almacenes antiquísimos que supieron brillar pero que ahora aguardan estoicos su defunción ante la irrefrenable proliferación de modernas y limpias cadenas de almacenes. En el fondo, a pocos metros de nosotros, una mujer con cofia blanca acomodaba en la vidriera unas medialunas rellenas del fiambre que acababa de rebanar con la ruidosa máquina que siempre se sentía desde la calle. Me cohibió la idea de que ella pudiera estar atenta a nuestra conversación.
—Qué macana que se nubló —prosiguió Saldívar—. Recién estaba todo celeste cuando abrí. Ni se sospechaba que tan de golpe se pudiera poner gris.
—Sí, una lástima —dije, y meneé la cabeza.
Me dirigí al sector en donde estaban los artículos de baño y agarré un paquete con cuatro rollos de papel higiénico de cincuenta metros cada uno. Pude, de reojo, notar que Saldívar estiraba el cuello como un cisne para no perderme de vista, acaso como si llevara un registro de cada detalle que ocurría en su tienda: Roque Castellanos se detiene frente al papel y todo parece indicar que va a llevárselo.
Como si el mero contacto con el producto ablandara mis intestinos, sentí una repentina y apremiante necesidad de correr a un baño.
—Pero qué frugal que está. Poquito y nada lleva hoy.
—Sí, un artículo de primerísima necesidad. Un invento formidable. No pienso explayarme. Es urgente, usted me entiende…
Ambos nos reímos y noté que Saldívar procuró no abrir demasiado la boca, como si yo no supiera que alguna muela le faltaba.
—Si será.
Pero Saldívar, ceremonioso, pareció no entender nada y miraba el reverso del paquete como si aquello fuera una lata de conserva que pudiera vencerse. No procedía de una vez por todas a marcar en la máquina el precio.
—¿Sabe, Saldívar?, dejé una hornalla prendida y supongo que estará muy caliente. No quisiera encontrar en mi casa un incendio.
—Imprudente, muy imprudente. Si yo le contara las veces que…
El resto de la frase se perdió en el ruido cercano y potente que entorpeció nuestra charla: era la mujer con cofia cortando una horma de queso en cuñas que prolijamente iría acomodando junto a las demás exquisiteces que se exhibían.
—Le ruego que se apure —dije arqueando las cejas y moviéndome de la cintura para abajo, como si el esfínter pudiera calmarse como el bebé con el balanceo cuando se le canta en la noche.
A esa altura, yo ya era consciente del papelón histórico que significaría perder aquella batalla: de un lado, todos mis sentidos volcados al servicio de la causa más higiénica; por el otro, el diminuto orificio de mi culo que se abría y se cerraba en desesperadas contracciones: intentos por expulsar el sorete inmenso que parecía crecer con la forma de una calabaza. En una palabra, mi culo se estaba volviendo loco, la biología le decía algo y mi cabeza le mandaba la señal opuesta. Mis puños también se contrajeron en un acto reflejo de resistencia contra lo que parecía inevitable. Para colmo mi pantalón era claro y dejaría traslucir el infortunio: sería una mancha tan visible como el centro de la bandera de Japón. Salgo corriendo sin pagarle, pensé, o me voy así y al diablo el papel.
—Sí, sí, pero de algo quería hablarle. Mire que estamos hasta las ocho hoy. Por las dudas le aviso.
—No pensaba volver a salir.
—Tengo a mi nena enferma.
—¡¿Qué?!
Saldívar decía que sí con la cabeza, pero en silencio.
—Saldívar…
—Que mi nena está enfermita, pobrecita.
—Ya oí.
—…
—Qué lástima… Por su nena, digo.
—Pienso que una gripe, nomás. Pero se pone mimosa igual.
—Sí, sí, sí.
—…
—Saldívar, le suplico.
Una vez consumada por fin la más elemental transacción comercial, agarré el paquete, me aferré a él como un ladrón a un botín y corrí. Que le mandara saludos a Sandra de mi parte, le grité desde la puerta.
Hice por fin mis necesidades tranquilo, ya sin apremio, en el amplificado silencio de mi baño, y qué diferencia. Bendije la suavidad del papel y recordé, además, que el día se presentaba como yo quería. No eran descabellados los augurios de tormenta. Solo faltaba que cayeran las primeras gotas, lo que de seguro devendría en el caos que yo esperaba. Ya no saldría a comprar nada, creía tener todo lo necesario para el resto del fin de semana, almuerzo, merienda y cena para dos días eternos, siempre y cuando no me asaltara el antojo voraz de galletas con relleno de chocolate y me diera por comer el paquete entero, en arrebatos de gula incontenibles de los que a veces era presa, en cuyo caso tendría que salir de nuevo, paraguas en mano, y capear el eventual temporal que pudiera armarse para conseguir esas delicias que solo serían un paliativo a la ansiedad que a veces me brotaba.
Sentado en mi despacho liberé mis pies de las duras tenazas de los zapatos y me dispuse a pasar un rato relajado, sin preocupaciones de ninguna índole, olvidar todo. Encendí un cigarrillo y, como en un acto reflejo, levanté las piernas y me eché hacia atrás, disfrutando del sabor exquisito del primero que fumaba en la mañana, acaso como si no hubiera una historia en mi vida a la que volver a darle vueltas. El crujido de las bisagras de la silla no hizo que temiera caerme y terminar en el suelo, quizá por la predisposición a que todo fuera placer al menos por un rato, algo que intenté prolongar lo más posible, quedándome inmóvil, como sedado por el silencio en que se sumergía mi mundo, ignorando que el cigarro si no se lo fuma se consume. Una vez más las volutas de humo subían en dirección al techo como en vuelo clandestino hacia los suburbios de mi vista, allá, adonde yo no intentaría llegar ni en puntas de pie, superficies preferidas para el polvo, donde la letras anunciantes de bestsellers se presentan como hilos descosidos y sin forma, ¿cuál es aquel?, ¿qué dice allá?, ¿será el que aparté un día para leer mañana y olvidé?, ¿será el que me tuvo en vilo lo poco que duró la lectura, o el que me produjo hastío desde la primera página y abandoné en la tercera?, y los libros se confunden en la lenta pero inquieta nebulosa de lo que yo mismo voy generando cuando espiro, pero una vez allí, al acabarse la posibilidad de inspirar nada, las antes lanzadas volutas se instalan en un sigilo onírico y quedan lánguidas y se deshacen hasta tornarse casi invisibles, y entonces los colores reales de los libros y de la madera que los contiene vuelven a insinuarse, un poco desteñidos por el gris que, aunque disuelto, queda. A lo sumo estiro un brazo antes de que se pierda para siempre y hago ademán de querer agarrarlo, al humo, como si fuera posible sujetarlo por un tiempo, jugar con él como haría un adulto tomando de la cintura a un niño que quisiera correr, abusando tiernamente de la diferencia de fuerza hasta soltarlo y dejarlo ir, pero se escurría, siempre se escapaba, siempre era imposible salirme con la mía. El humo era la nada misma… y pensar que yo pretendía capturarla.
Cerré los ojos y me concentré en la respiración, procurando no exhalar el aire en tanto no estuvieran absolutamente llenos mis pulmones. Puede resultar llamativo que un acto tan simple como respirar calme, lo cierto es que funciona, como si una aspiradora extrajera impurezas de los bronquios, hasta de la mente que fabrica y elucubra, y no solo me calmó sino que alcancé a leer, en el lomo de uno de los libros que alguna vez habré apenas ojeado, pax et bonum, que traducido al español es «paz y bien», y sonreí, y volví a sonreír porque la casualidad obraba en mi provecho y en el convencimiento de que cuando un sentido se sosiega los demás se enfilan como patos y se suman al estado deleitable. No hay porción del cuerpo que no quiera sumarse a la perfección de estar en trance, sereno y sumiso a una circunstancia planificada y felizmente encontrada en el albor de una mañana sabatina. De pronto uno se encuentra casi ciego, mudo, sordo a lo banal que nos aliena, a salvo de la intolerable vigilia cotidiana, sin embargo, en el sopor aún podemos mirar y ver tres palabras que resaltan entre tantas, como antorchas que iluminan un sendero, como si la leyenda en latín, surgida de la niebla de los tiempos, nos guiñara un ojo: pax et bonum.
Leopoldo se subió a mi falda y se acurrucó en mi regazo, luego de tantear con sus patas la firmeza y confiabilidad del terreno. Fue como si hubiera esperado que yo entrara en esa calma y hasta leyera la frase propia de un convento franciscano para recién entonces irrumpir en el despacho y subírseme encima. Hacía dos días que estaba perdido, aunque yo sabía que tenía sus aventuras, de las que jamás lo privaba. Perdido, desde luego, es una forma de decir. Si fuera adepto a las comillas, esa palabra iría entre cuatro ganchos irónicos y antiestéticos que solo servirían para predisponer en contra de Leopoldo a quienes no lo conocen. Y al quedar patente la ironía de su propio dueño: no se perdió, se fue, te abandonó, se olvida, pensarían. Me abstengo pues de todo tipo de artilugios tipográficos usados en su contra, pues solo yo puedo y debo saber el grado exacto de malicia que existe en el obrar de Leopoldo, si es que lo hay, claro. Por eso no sería de orden que anduviera defenestrándolo por el simple hecho de no concordar con él en algunos puntos, aunque esos puntos me parezcan cruciales.
Ni bien abría la ventana que da al pozo de aire, él se escabullía, haciendo uso de su libertad y agilidad gatunas, por entre las cuerdas de colgar la ropa y por los pretiles desgajados de cal por el paso del tiempo, profiriendo gemidos como de agradecimiento, para cortejar a una gata que también se pavoneaba por la terraza siempre que podía. Estos no son ruidos propios de un gato, pensaba yo, gime como un hombre y se pierde como a veces la salud. Al principio, Leopoldo no solo era mi mascota, era también mi confidente, había sabido ser mi resguardo emocional, con quien yo más interactuaba, aunque esto último hablara más de mí que de él. Le decía en voz alta mis pareceres, relacionados con el tema que fuera, e intentaba saber los suyos. Me desvivía por saber los suyos. Las exiguas charlas con el bueno de Saldívar y los monosílabos que articulaba en respuesta a las siempre molestas preguntas o recordatorios de mi secretaria eran nada en comparación con las distintas formas que Leopo y yo encontrábamos para comunicarnos. Pero todo empezó a cambiar, paulatina y dolorosamente, porque hubo cosas que se fueron terminando.
Toda manifestación de alegría por la aparición repentina de Leopoldo fue una mano que apoyé en su cabeza, lentamente para que el desconfiado no se espantara como paloma, lo que contribuyó a que se durmiera, entre ronroneos mimosos, casi de inmediato.
Mi cigarro se extinguía y abrí los ojos a medias para no despabilarme, como si no quisiera perder, olvidar, la sensación de estar flotando, envilecido por la increíble profundidad de aquel silencio, tanteando la caja y los fósforos para encender uno más. Y allí estaba él, ya profundamente dormido, disfrutando del calor de mis piernas, que ahora apoyaba convencionalmente en el suelo, las cuales todavía permanecían inmóviles, ya no solo por mi arraigada necesidad de quietud, sino para no despertarlo, henchido de placer como estaba por las caricias sutiles que mis manos suaves sabían prodigarle.
Por mi cabeza se sucedieron las imágenes de nuestro primer encuentro, cuando lo vi en un estado deplorable, flaco, desvalido; parecía un sarnoso implorando muy a su modo que alguien se hiciera cargo de su errática, desdichada existencia, cuando todavía era indefenso y no tendría más de… ¿cuánto, dos meses de vida?, en la puerta de entrada al edificio en el que vivía, y sigo viviendo, por donde pasaban impávidos, rectos, decididos, sin dejar huellas los transeúntes enceguecidos y apurados. Pero yo te vi. Fui el único que te vio. Yo volvía de la tienda de Saldívar una mañana calurosa en que el sol debió de aplacar la ya disminuida energía de Leopoldo, quien manifestó una indiferencia grotesca ante la salvación que le propuse. Su cuerpo minúsculo cabía en mi mano. Al tacto parecía un durazno y no una bolita de pelos. Tembló en el trayecto a casa, y yo le hablé en intentos por aplacar su desconfianza. Quisiste liberarte de mis manos mientras abría la puerta, como si del otro lado hubiera una jauría de perros ansiosos por comer gatitos. Lo solté ni bien la abrí, para que viera que su presunción estaba errada, que allí seríamos solo él y yo. Temblando, se hizo pis en el suelo, la primera regada de tantas hasta que compré las piedritas que ofician de wáter, busqué el trapo y limpié su cuerpo, primero a él y después el piso. Primero él. Mejoré su pelambre con el tiempo, había que verlo, no imaginaba que brillaría tanto, hice que engordara y le ofrecí un hogar lleno de escondites y recovecos que incentivaron su curiosidad natural. Y al verlo allí, rechoncho y repantigado sobre mí, de pronto sentí un súbito impulso de endurecer mi mano y estrujarle el cuello, en clara e inequívoca señal de disconformidad por haberme dejado solo durante dos largos días. Bicho desagradecido y egoísta. Reclamás a tu dueño caricias, pero jamás se las das. No ha nacido con él ese instinto. Quise que entendiera de una vez por todas que el amor no solo se manifiesta con caricias y que la reciprocidad es a veces necesaria para el normal funcionamiento de un vínculo estrecho. Leopoldo, me dejaste solo y eso no se hace. Te fuiste a cortejar a una gata que nada hizo por vos, sino pavonearse como hacen las golfas más expertas en las esquinas de esta urbe, y con su pelambre y olor encantadores envolvió tus sesos en un manto de ciega obstinación, convenciéndote de que no había otro camino que la seducción más típica y burda para conseguir tu cometido, entuerto del que no pudiste ni vas a poder escapar si seguís como un obseso en tu empresa de poseer a esa puta. ¿Y mientras tanto? Mientras tanto yo fumo. Quedate tranquilo. Te espero acá sentado como un octogenario en el ocaso de su vida aun cuando me faltan algunos para llegar a los cincuenta. Mientras tanto me entretengo viendo cómo cambian las manchas del techo del cuarto, cómo un bigote tupido se convierte en un cinturón con hebilla de bronce, cómo una pipa de madera labrada, en cuyo extremo se leían iniciales que vi o imaginé, se transforma en hacha de filo implacable y un tornillo de mango gris, en montaña nevada. Una nieve estancada hace años, en las faldas de una montaña intransitable, desconocida por los turistas y desdeñada por los lugareños. Una nieve perenne, harta de no derretirse. Caprichosas manchas en constante cambio que no hacen más que recordarme lo difícil y costoso que es eliminarlas de verdad y para siempre. Vos no vayas a preocuparte que, si me aburro, puedo leer algún capítulo que en su momento me salte o tuve que interrumpir para ponerte las pelotitas en el tarro que está en la cocina, porque te retorcías a mis pies como solo vos sabés hacer, dejando pelitos en la alfombra que, como ya te dije, son difíciles de sacar, manipuladora forma tenés de pedirme comida. Quedate tranquilo. No te preocupes, que puedo retomar la novela de Poe que dejé por la mitad la vez aquella que te tuve que llevar de apuro al veterinario porque empezaste a proferir quejidos de lo más extraños, y yo me asusté, cómo no iba a hacerlo, y te pregunté qué te pasa, Leopo, qué tenés, mi vida, te sentís mal, y te abracé y creí que la quedabas porque se te cerraban los ojitos como si te pesaran, y el libro voló por el aire en el instante en que se te cerraron del todo. No sé si fuiste consciente del peligro que corrimos al bajar las escaleras de la manera en que las bajé. Podría haberme quebrado un tobillo, la columna, todo, pero no importaba porque vos te me ibas y contigo me iba yo.
Casi mato al veterinario cuando con su voz de haber estado haciendo una meditación profunda, dijo relájese, señor, espere su turno por ahí que ya lo atenderá mi compañero. ¿Te acordás? ¿Te acordás de cómo perdí la chaveta con el veterinario? Es probable que no te dieras cuenta de nada porque estabas mitad en este mundo y mitad en el otro, aunque yo igual te daba golpecitos en el lomo y te hacía comentarios como si me escucharas, era mi desesperación, camuflada en una calma similar a la del tipo que me pedía que me tranquilizara, en eso sí siempre fui bueno, en disimular mis estados, pero te aseguro que por dentro hervía, y te juro que le pegué un grito y lo miré de tal forma que no tuvo otra alternativa que atenderte de inmediato como la circunstancia lo requería.
Pero mirá que resultaste ser mimoso, Leopoldo. Mientras el hombre te revisaba, te despertaste y empezaste a retorcerte casi como cuando me pedías comida, respondiendo al calor de unas manos distintas. ¿Fue por eso? Sentí celos. No te lo voy a negar. Tuve ganas de matarlos a los dos. Tuve ganas de cortarle las manos y llevármelas a casa. Hasta llegué a pensar que todo había sido una jugarreta tuya, un llamado de atención, no sé, nunca pude determinar a ciencia cierta qué fue lo que te pasó en casa y cómo fue que te despertaste ni bien ese tipo puso sus manos en vos. Lo cierto es que te recetó unas gotitas para el estómago luego de auscultarte, eso fue todo, gotitas que inmediatamente le compré a él mismo y te di ni bien llegamos a casa. Te cambié el agua del pote, andabas con sed y aproveché para verterlas sin que te dieras cuenta, dosifiqué tu ración porque quizá estuvieras comiendo de más. Te invité a que vinieras conmigo al escritorio, para que no te quedaras solo en la cocina revolviendo con tu hocico lo que era evidente no tenías ganas de comer. En fin, no pasó nada. Solo un susto desgraciado. Y para que veas que no soy rencoroso, o que no me carcome el rencor si es que lo soy un poco, esos celos que sentí al principio se diluyeron en una felicidad extrema por tu regreso a la vida, a mi vida. Pero justo en ese momento te tenía ahí, o te tengo, porque todavía puedo verte, te repito, mi memoria es prodigiosa, mi pelo se está emblanqueciendo pero mi mente no, podía, puedo aún sentir tu peso liviano que no cansa, no estorba, pero que me transfiere por el contacto tu calor, ver cómo sube y baja tu lomo conforme respirás, ese acto tan noble de juntar y expulsar aire en tanto nos define, dormido plácidamente sobre mis piernas, que intento no mover para no estorbar tu sueño, porque quién sabe, quizá los gatos también se sumerjan en estados que sería una infamia interrumpir, porque, a no pensar que el gato no siente, no piensa, no evoca por el hecho de ser gato, al igual que las veces que me siento como atravesado por una dicha repentina que acude a mí estando también dormido, despierto, o una mezcla de ambos, qué importa, cuando la divina providencia o quién sabe qué bienhechora entidad me concede el placer de verme caminando con Florencia por la calle, tomados de la mano, aquellas manos minúsculas que cuando te conocí escondías, ¿te acordás, Florencia? Por vergüenza, decías, y por más que te dijera que no tenías por qué sentirte así, cuanto más te lo recalcaba, más las tapabas entre tus piernas juntas, en ese gesto que ustedes las mujeres hacen para que no se les vea la bombacha cuando están de pollera, transformándolas en el misterio a descubrir, dilatando el momento que había de producirse tarde o temprano, cuando cada doblez de tu cuerpo se me revelara, incluidas tus manos, pequeños sacramentos escondidos, las que empezaste a mostrarme sin tapujos, abriéndolas como un abanico de par en par ante mis ojos atentos y llenos de emoción, embobecidos como un bebé mirando un sonajero atiborrado de colores, porque bien sabías que llegué a quererlas como te quise, te quiero a vos.