Читать книгу EL ÁNGEL DE LA PESTE - Santiago Vizcaíno Armijos - Страница 8

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BIRD

Si alguna vez confundes

Tu corazón con tu sexo y tu sexo

Con un saxofón que llora

En una calle oscura

O si derramas amor a manos llenas

Sin que nadie lo reciba

Y asustado como un niño te despiertas

Y ya no hay caricia

Ni desayuno tibio

Ni vestido viejo ni vestido nuevo

Y ni una sola gota de materia

Que te recuerde el universo entero

Sino tan sólo

Un saxofón que no te da tregua

Un saxofón que no te da tregua

JORGE EDUARDO EIELSON


Lo vi salir varias veces a entonar su saxofón. Ese instrumento de un erotismo que roza la divinidad. El hombre sacaba su silla al balcón cuando la claridad del sol bañaba las ventanas y se sentía el aire límpido de la ciudad como un milagro. No se escuchaba el ruido ensordecedor de los autos ni se podía ver el humo de los buses como una nube tóxica y maloliente. Sentado en una silla de mimbre, ponía frente a sí las partituras que iba a interpretar. La gente salía a sus balcones o se apostaba sobre los alféizares de sus ventanas para verlo. Después de cada melodía, aplaudían. Y el hombre agradecía con una venia y luego volvía a sentarse. Recuerdo haber escuchado, el primer día, por ejemplo, Only You y Chanson d’amour. No soy una melómana, pero puedo reconocer ciertas melodías, como hacen muchas personas, supongo. Tenía un repertorio amplio que incluía Going Home o One Step Beyond. Otro día se lanzaba con Gavilán o paloma y Private Dancer. Me gustaba esa forma barroca de mezclar la música. Una no sabía con qué iba a salir, literalmente. Y lograba que nuestros días se hicieran menos trágicos, menos tristes, mientras las noticias nos bombardeaban con cadáveres insepultos y números engañosos de infectados en todas las ciudades. Lo escuchaba desde mi ventana, que daba justo frente a su hermoso departamento. Yo vivía en una suite pequeña, y mi ventana más amplia daba a su balcón. Era un hombre de mediana edad. Yo suponía unos cuarenta años, con una barba bien cuidada y el cabello medianamente largo y negro, aunque con muchas canas. Eso le resaltaba las cejas. Cuando un hombre empieza a encanecer, se le notan mucho las cejas. Realmente yo no le había prestado atención hasta ese momento. En general los hombres no me atraen de por sí, sino que deben tener una cualidad especial que los vuelva atractivos. Y allí estaba él tocando Eternal Flame con una emoción pasmosa. Cuando terminaba cada melodía (siempre tocaba dos diarias), me echaba una mirada como de complicidad que yo aceptaba gustosa, y le aplaudía. Le aplaudía de verdad, porque me emocionaba. Otro día tocó Destination Calabria y nos pusimos a bailar. En los otros balcones, varias parejas también se habían puesto a bailar y, a través de las ventanas, los niños imitaban con sus dedos el toque de esos solos aprendidos largamente. Luego siguió con Never Tear Us Apart y nos quedamos pasmados. Aplausos y adentro. La sensación que nos dejaba era la misma que uno siente cuando regresa de la playa o de algún lugar que se ama: como de nostalgia, como de ensoñación. Uno de esos días, que empezaron a ser demasiado calurosos, lo vi en la lavandería. Estaba frente a la secadora. Había llevado su silla de mimbre para esperar. Contemplaba la máquina con una atención inusitada. Estaba tan concentrado que, cuando pasé, apenas me miró. Al parecer, después se dio cuenta de mi presencia y me saludó con un movimiento de cabeza y un gesto que denotaba una sonrisa a través de su mascarilla. Soy Carlos, dijo. Está a punto de terminar el ciclo, añadió. Me había quedado embobada. ¿El qué?, pregunté. El ciclo de la secadora, contestó. Está por terminar y te la dejaré. Ah, dije, no se preocupe. Lo siento, soy Nina. Puedo esperar. Creo que lo único que podemos hacer ahora es esperar, añadí, con fastidio. Sí, dijo. «Desesperar», y se rio. Yo también me reí por el juego de palabras, pero más por el gesto que hizo con las manos y la cabeza, como imitando a un loco. Los dos nos reímos fuertemente. ¿Es usted músico?, pregunté. No, no exactamente. Estudié en el conservatorio hace muchos años, pero en realidad soy arquitecto. Mis padres no querían que me dedicara a la música, ya sabe, y les di gusto estudiando planos. Ah, genial, su departamento es hermoso, respondí. Es decir, no lo he visto por dentro sino solo a través de las ventanas, pero debe ser hermoso. ¿Me has estado espiando?, se rio. No, no, traté de disculparme, es solo que mi ventana da justo a la suya. Es imposible no verlo. Ah, tú eres la chica que siempre aplaude como si supiera todas las canciones, que en realidad no son canciones sino melodías, simples melodías, algunas improvisadas en un arranque de locura de los genios del saxo. Quizá por eso estudié arquitectura. No tengo la genialidad de la improvisación. No tengo el don de crear. Seguir una partitura es fácil cuando desarrollas la técnica, pero la música, la música de verdad está más allá. Entiendo, dije. También quise estudiar música en un tiempo, y no me dio el cuero. No tengo paciencia. Me fui en cambio por la danza. Soy profesora de danza, de hecho. Estuve algunos años en el Ballet Nacional. Sin embargo, era mucho estrés y lo dejé para dar clases. Te he visto, dijo él, te he visto practicar. Eres muy buena. Es decir, mi conocimiento de la danza es muy reducido, pero comprendo la música, así que puedo comprender el movimiento. Y el movimiento de tu cuerpo tiene un gran poder simbólico. La secadora sonó. Algún día, cuando esto se acabe, tendrás que venir a mi apartamento, sugirió. Claro, dije yo, me encantaría. O sea, si esto se acaba, porque parece que esta peste nos va a matar a todos. Bueno, respondió, tú no morirás, por lo menos ahora, no morirás, puedo verlo en tus ojos. Se levantó de su silla, sacó su ropa de la secadora, la puso dentro de su cesto y se despidió con una venia, una de esas venias que hacía al finalizar sus solos. Adiós, dije yo. No deje de tocar. Nos alegra a todos. Sobre su mascarilla pude ver que los ojos se le humedecían. Es un tipo sensible, pensé. Esa misma tarde, salió a tocar In a Sentimental Mood y Summertime. No puede contener las lágrimas. Lo vi a través de la ventana y seguramente pudo ver mis ojos, el lago de mis ojos, porque al mirarme él, ya sin estar medio cubierto por un trozo de tela, descubrí que algo trascendía en su piel. Era como si te mirara una especie de ángel, una especie de pájaro exótico. Cerré la ventana, abrí las cortinas de par en par y me puse a bailar. Quería que me viera. Hice una rutina que me gustaba mucho y que en otro tiempo me resultaba muy difícil. Bailé unos veinte minutos con mucha emoción, sentía la sangre en mi cuerpo y una extraña necesidad de explotar. Al finalizar lo vi, estaba en la ventana de su sala, con las cortinas abiertas observándome. Había estado allí durante todo mi baile, y aplaudió. Muy despacio, vi, uno a uno, sus aplausos, mientras sonreía. Juro que jamás volví a ver una sonrisa similar, una sonrisa diáfana, sin maldad, una sonrisa que parecía comprender o haber comprendido el mundo. Luego me lanzó un beso. Sí, como en las películas. Yo hice una venia y cerré las cortinas. Me tumbé sobre el sillón. En otras circunstancias, le hubiera dicho que viniera, que llegara hasta mi pequeña suite. Le hubiera invitado un trago y habríamos hecho el amor, qué digo el amor, lo habría devorado. Pero tenía mucho miedo de infectarme. En estos días he enfermado varias veces, me duele la cabeza, el vientre, he pensado que tengo fiebre, he tosido, he estornudado y me he visto desfallecer con la idea de que tengo el virus. No salgo a la calle, pido compras a domicilio y luego las lavo una por una con detergente. De acuerdo, fui a la lavandería, solo porque no tengo secadora. Es la única salida que me permito y por eso lo vi, bueno, no «solo» lo vi. Y lo seguí viendo, día tras día, tocando su saxo. Luego yo bailaba, empecé a bailar todos los días después de que él terminaba. Y eso me despejaba, me hacía feliz. Nos mirábamos con intensidad y luego nos despedíamos hasta el otro día. A veces, fisgoneaba y lo veía en su sala leyendo un libro o fumando. Fumaba mucho y dentro de su departamento. Pensé que eso no me gustaba. No me gustan los hombres que fuman. En general son ansiosos e incontrolables. Y a mí qué me importaba. Yo daba mis clases de manera virtual. Trataba de comer poco. Me había vuelto vegetariana, así que debía pensar cada comida. Por eso, buscaba mucho tiempo en internet sobre platos sin proteínas animales. Sin embargo, a él raras veces lo vi sentado en su comedor. Era muy flaco, quizá no comía, o se alimentaba cuando yo no lo estaba observando. Cada persona empezaba a modificar sus tiempos. Yo misma me despertaba tarde y me acostaba en la madrugada. Mi cuerpo al principio notó el cambio de rutina y comenzó a resentirse. Luego se fue calmando. También tuve días de insomnio, aunque, desde que bailaba frente a la ventana, se me quitó. Dormía de un solo tirón y me quedaba hasta la hora que me daba la gana, abrazando las almohadas y peleando con las sábanas. Después, grababa mis clases, básicamente rutinas para principiantes, y se las enviaba a mis chicas. Sus tocadas eran siempre por la tarde, supongo que después de almorzar (si lo hacía), a la misma hora. Otra vez, su silla de mimbre, su saxo, sus partituras. Uno de esos días tocó If You Leave Me Now y Verano del 42. De cada uno de los bloques salía gente a escucharlo. Y cada vez había más aplausos que llegaban desde más profundas lejanías. No sé si fue un domingo que empezó con Charlie Parker. Es decir, ya lo había tocado antes, pero esa semana se empecinó con él. Fueron, creo, Laura y All of Me, ese día. Al siguiente, April in Paris y Ko Ko. Las reconocí porque todas pertenecen al mismo disco. Me pareció extraño, extrañamente encantador. Tenía todo el derecho de tocar lo que quisiera y, a mí, Charlie Parker me ha gustado toda la vida. Entonces, al otro día tocó Ornithology y Lester Leaps In. Y yo bailé, bailé emocionada, porque parecía comprenderme. Parecía comprender mis gustos y lograba que todos nos llenáramos de una suerte de esperanza. Al día siguiente, no lo vi en toda la mañana. Fui a la lavandería esperando encontrarlo. Tampoco estaba. No le di importancia y esperé. Esperé la hora en que saliera. Y salió. Estaba muy pálido y triste. Estaba como perdido. Pensé que se había drogado o estaba ebrio, porque casi se cae al sacar la silla al balcón y ponerse a tocar. Ese día interpretó con esfuerzo, pero muy emocionado, como si de verdad el mundo se fuera a acabar, I Can’t Believe That You’re in Love With Me. Me miró y vi su dolor. Vi el dolor del mundo en sus ojos. Vi que quería decime algo a través de esa mirada, pero yo no podía ayudarlo. Quién era yo para ayudarlo. Quién era por lo demás ese misterioso hombre que tocaba tan divinamente el saxo. Solo interpretó esa canción y se metió. Se silenció y cerró las cortinas de un tirón. No bailé. Me puse triste. Muy triste. Pensé si había sido mi culpa. Si él habría estado esperando que yo me acercara, que yo fuera hasta su departamento. No lo sé. Al otro día temprano, me animé. Me puse mi mascarilla, crucé hacia su bloque, tomé el ascensor y fui hasta su puerta. Timbré interminablemente. Toqué con mis puños. Y nada. Fui hasta la caseta del guardia. Le pregunté si había visto al músico que tocaba todas las tardes. Sí, me dijo, salió muy temprano en su auto. Iba muy apurado. Llevaba maletas. Lo vi meter varias maletas en la cajuela e irse. Solo me hizo un gesto de despedida y se fue. Entonces decidí esperar. Decidimos esperar, porque todos los vecinos salían a la hora en que tocaba su saxo con la esperanza de verlo en su balcón, con la esperanza de que nos diera esa pequeña pero inconmensurable muestra de la felicidad.

EL ÁNGEL DE LA PESTE

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