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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеSimeón el Nuevo Teólogo es sin duda uno de los autores que más ha influido en la teología y espiritualidad de la Iglesia oriental, sobre todo en el campo de la mística entendida como unión con Dios. Su vida transcurrió entre los años 949 y 1022, período de gran apogeo en el Imperio bizantino. Pertenece a la corriente que se denomina «teología monástica», cuyo comienzo podemos situar en el siglo IV, con san Gregorio de Nisa, y que culmina en el siglo XIV con la figura señera de Gregorio Palamás.
La transcendencia de Simeón en el mundo ortodoxo es la causa del aumento considerable de estudios que se están realizando sobre él, como demuestra la bibliografía que ofrecemos al final de este libro, sobre todo a partir del momento en que sus escritos aparecieron publicados en la colección Sources Chrétiennes en los años sesenta y setenta.
Sus obras están traducidas al francés y al inglés principalmente. En lengua española solo poseemos la versión castellana de sus Capítulos teológicos, gnósticos y prácticos1. Por eso siempre es bienvenido el deseo de acercar los escritos principales de este místico a los hablantes de lengua española como una forma de conocer mejor la espiritualidad bizantina, base de la espiritualidad ortodoxa, y seguir el consejo del papa san Juan Pablo II de respirar con los dos pulmones de la Iglesia: el occidental y el oriental. Además fue precisamente este pontífice uno de los primeros en citar a este autor en una de sus exhortaciones apostólicas, en concreto Vita consecrata2, donde recoge un fragmento del libro de los Himnos de este monje bizantino. El papa Benedicto XVI, por su parte, también dedicó una de sus catequesis sobre los teólogos medievales a la figura de Simeón el Nuevo Teólogo3.
En el presente libro se ofrece una biografía del autor en la que se hace un breve recorrido por lo que fue la época en la que vivió, para luego presentar los datos biográficos que poseemos de él y una breve presentación de sus obras. Finalmente se incluye la traducción de sus diez primeras Catequesis, obra compuesta cuando era superior del Monasterio de San Mamas y dirigida a sus monjes, en la que nos proporciona una serie de datos muy importantes sobre la vida de estos y sobre las características de la espiritualidad monástica bizantina.
Para llevar a cabo la traducción he usado la edición crítica que editó Basile Krivochéine en la colección Sources Chrétiennes 96 y 1044, sirviéndome también de la separación de párrafos que usa el editor. Para la traducción de los pasajes más difíciles he tenido en cuenta también las traducciones en lengua francesa e inglesa. Solo me queda desear que disfruten con la lectura de este libro.
1. Contexto político, social y eclesial de Simeón el Nuevo Teólogo
Simeón el Nuevo Teólogo vivió entre los años 949 y 1022, una de las épocas más importantes en la historia de Bizancio, pues en ella el Imperio bizantino consigue establecer su autoridad en sus fronteras, pretende ser el garante del bien cristiano en el mundo y se produce además un renacimiento cultural que se ha venido en denominar el «primer humanismo bizantino».
1.1. Contexto histórico
La vida de nuestro personaje coincide en el tiempo con el reinado de Basilio II, perteneciente a la dinastía macedónica, que podemos dividir en dos períodos: el primero, desde la ascensión de Basilio I en el 867 hasta la muerte de Constantino VIII en el 1028, se caracteriza por ser una de las épocas más brillantes en lo que se refiere a la política imperial. En este tiempo las conquistas entre los pueblos vecinos extienden las fronteras del Imperio bizantino, se produce una gran labor legislativa consistente en la publicación de leyes dirigidas contra las desmesuradas adquisiciones de los terratenientes y un gran progreso intelectual del que se pueden destacar dos grandes figuras: el patriarca Focio y el emperador Constantino Porfirogénito.
El segundo período, que comprende a los emperadores posteriores a Constantino VIII, que falleció en el 1028, fue, sin embargo, un período de anarquía que terminó con la muerte de Teodora en 1056. El emperador Basilio II comenzó su reinado, junto con su hermano Constantino VIII, a la muerte de su padre Romano II en el año 963; monarca este último con un carácter débil y dominado tanto por su mujer Teófano, hija de un tabernero, como por el eunuco José Bringas, en los asuntos internos, y por Nicéforo Focas en los externos. Cuando falleció Romano II, sus dos hijos, Basilio II y Constantino VIII, eran aún niños, por lo que su madre Teófano asumió la regencia. La emperatriz, en cuanto tuvo ocasión, y después de una lucha sangrienta en las calles de Constantinopla, destituyó a Bringas apoyándose en Nicéforo Focas.
De esta forma, apoyados por la emperatriz madre y regente, por el ejército, la aristocracia militar y la jerarquía de la Iglesia, gobernaron el Imperio bizantino dos generales: Nicéforo II Focas durante seis años (del 963 al 969), en cuyo mandato se ganó las enemistades del pueblo y de los eclesiásticos, principalmente por su política fiscal, lo que llevó a su muerte mediante un complot urdido contra él, y Juan Tzimisces, que dio muestras de ser un gran general en sus empresas militares tanto contra los búlgaros como contra los árabes en Siria, y quien tras siete años de gobierno murió en el 976.
Al fallecer Tzimisces, Basilio tenía ya dieciocho años y su hermano Constantino dieciséis. En este momento empezó una época conflictiva en la corte bizantina que estuvo a punto de dejar a Basilio II sin autoridad por dos motivos: el primero, porque los aristócratas, acostumbrados a que el gobierno imperial estuviera en manos de un estratega, veían con buenos ojos que se eligiese a otro general como sucesor de Tzimisces, Bardas Escleros. El segundo por las ambiciones de su tío abuelo, Basilio el Notos que, bajo la apariencia de querer mantener en el trono a sus sobrinos, buscaba dirigir él solo los asuntos del Imperio. En esta situación se produjo la rebelión de Bardas Escleros, cuñado de Tzimisces, vencido por el tío abuelo de los emperadores con la ayuda de Bardas Focas después de tres años de luchas.
Conjurado este primer peligro, Basilio II concentró sus fuerzas en anular a su tío Basilio, dándose cuenta del gran poder que este había asumido. Enterado este de los planes del emperador, intentó dar un golpe de Estado apoyándose en su amigo Focas. Informado el emperador de la trama, cortó a tiempo la conjura y exilió a su tío. De esta forma se hizo con todo el poder mientras su hermano se dedicaba a «vivir la vida». Su primera actuación fue anular las leyes promulgadas por su tío. Una vez en el poder, sin embargo, no tuvo un reinado tranquilo, como lo muestran las rebeliones internas y externas a las que tuvo que hacer frente. Una de las más importantes fue la capitaneada por Bardas Escleros, aliado esta vez con Bardas Focas y apoyado por los mandos militares descontentos. Focas, al advertir su supremacía sobre Escleros, rompió el pacto y lo encarceló, quedándose como único pretendiente al trono.
Ante esta conjura la situación de Basilio II se hizo desesperada, hasta el punto de tener que buscar ayuda en la corte del príncipe de Kiev, Vladimir, que le envió un gran contingente de tropas, recibiendo como recompensa a la hermana del emperador, Ana Porfirogénita, para contraer matrimonio con ella. Así derrotaron a Bardas Focas en la batalla de Abidos en el 989. Con respecto a Escleros, que estaba en la cárcel, la solución pasó por la firma de un acuerdo amistoso entre él y el emperador que puso fin a las luchas internas y de esta manera Basilio II pudo dedicarse de lleno a la consolidación de las fronteras exteriores.
Si difícil lo tuvo en el interior del Imperio, no menos problemas le ocasionaron los pueblos vecinos. Comencemos con los árabes, que acosaban las fronteras del Imperio especialmente por el Oriente. Ante esta situación el emperador se vio forzado a luchar contra ellos, y los límites del Imperio se extendieron de tal modo que en el reinado de Basilio II se restauró la presencia bizantina en aquellos lugares donde se había perdido antaño por las ofensivas árabes.
Por lo que se refiere a los armenios, Basilio II conquistó la mayor parte de su territorio occidental, convirtiéndose toda esta región en la provincia bizantina de Iberia. Casi al final de su mandato volvieron a estallar nuevos enfrentamientos en Armenia y el emperador tuvo que enfrentarse de nuevo a esta nación y, una vez vencida, agregó parte de su territorio al Imperio, sometiendo el resto a vasallaje.
Pero son sin duda los búlgaros los que más problemas causaron a los bizantinos. Ya a comienzos del siglo X iniciaron una ofensiva contra el Imperio en la que se anexionaron varias regiones bizantinas del sur de Europa. En la segunda mitad del siglo X, Tzimisces se apropió de toda la parte oriental de Bulgaria. Basilio II, por su parte, provocó la guerra contra los búlgaros con el fin de trasladar la frontera bizantina hasta los límites que había tenido en la época de Justiniano y Mauricio, es decir, hasta la línea del Danubio.
Así comenzó un período de luchas con resultados desiguales al principio y al final de su mandato. En los primeros años, al estar Basilio preocupado por afianzar su trono, debido a las revueltas internas que lo amenazaban, tuvo que abandonar su lucha contra este pueblo eslavo. Estos aprovecharon la situación y ocuparon la provincia bizantina de Tesalia y Hellas. Ante esta ofensiva, Basilio, en cuanto consiguió superar los conflictos internos, emprendió varias campañas contra los búlgaros, cuyos resultados, siendo malos al principio, llevaron al emperador a emprender en el año 1014 su última ofensiva contra los búlgaros en la que capturó a 14.000 búlgaros, a quienes cegó y luego devolvió sin vista al zar de Bulgaria, Samuel. Este terrible suceso produjo una honda pena en el corazón del monarca, que murió el 6 de octubre del 1014. Después de su muerte, el Imperio búlgaro no levantó cabeza y en el 1018 dejó de existir y quedó transformado en provincia bizantina.
Terminamos nuestro recorrido presentando la relación de los bizantinos con los pechenegos, pueblo establecido en esta época en el territorio de la Valaquia actual, es decir, al norte del Danubio inferior, y en las llanuras de la Rusia meridional. Aunque no serán peligrosos para el Imperio bizantino hasta mediados del siglo XI, por su posición geográfica, tenían una gran importancia estratégica para frenar los avances búlgaro, ruso y magiar. En el siglo XI, después de la conquista de Bulgaria por Basilio II, terminaron siendo unos vecinos poderosos, difíciles de mantener en sus fronteras e, incluso, a mediados de este siglo empezaron a ser un serio peligro pues comenzaron a franquear el Danubio. Se convirtieron en los enemigos más temibles del norte y tuvieron que ser comprados a un alto precio para que se mantuviesen fuera de las fronteras del Imperio bizantino.
La relación de Bizancio con el mundo occidental se realizó en dos frentes: uno con la República veneciana, con la que firmó en marzo del 992 un tratado según el cual el peaje que los barcos venecianos pagaban en su comercio con Bizancio se regula de forma favorable a Venecia, encargándose esta última de la política bizantina en el Adriático e intensificándose así su influencia sobre el Imperio. Otro con el emperador Otón con el que, después de una ruptura de relaciones en el reinado de Constantino Porfirogénito, se intentará mantener buenas relaciones, sobre todo por el peligro que el emperador occidental podía ocasionar a las posesiones bizantinas del sur de Italia. Por ello Basilio II y Otón III abrirán negociaciones para el matrimonio del propio Basilio con una sobrina de Otón.
1.2. Contexto socioeconómico
El aspecto social del Imperio bizantino en el período que va del primer al segundo milenio se puede abordar desde distintos puntos de vista. Por lo que se refiere a la demografía, se observa que, después de la fuerte caída de población producida durante los siglos VII y VIII, debida en parte a las frecuentes incursiones de los árabes en las provincias imperiales de Asia Menor, se asiste en esta época a un crecimiento de la población que tendrá un desarrollo distinto según las diversas regiones.
En lo concerniente a la distribución étnica varía según las provincias imperiales: en Italia la población o es latina o está latinizada; en los Balcanes es predominantemente eslava o iliria y los griegos tienen solo una cierta importancia en las ciudades costeras; en Macedonia, por el contrario, la población griega es mayoritaria en dirección al sur, en cambio en el norte la eslavización, con algunas excepciones, es completa; en Grecia, el elemento griego se impone incluso en zonas eslavizadas, y, finalmente, en Anatolia el elemento griego es aplastante, aunque en el siglo XI empiezan a asentarse sirios y armenios.
La sociedad bizantina en esta época era una sociedad esencialmente rural compuesta sobre todo por una aristocracia rural y el pequeño campesinado, con un amplio grupo de funcionarios reales en la capital del Imperio. Si la situación del campo en la época anterior a la de Simeón se basaba en la pequeña explotación familiar, siguiendo el ideal del hombre bizantino de «vivir autárquicamente», en el reinado macedonio la carga fiscal de los pequeños propietarios se hizo tan grande que tenían que recurrir al apoyo de las grandes fortunas, pagándolo con su libertad e independencia, puesto que el pequeño campesino no tenía más remedio que vender sus tierras para hacer frente a las deudas, y los otros campesinos no tenían el dinero suficiente para adquirirlas, por lo que los únicos que podían comprarlas eran los poderosos. Esto ocasionó un grave problema en los siglos IX y X.
Para hacer frente a esta situación se va a desarrollar una política antiaristocrática inaugurada por Romano Lecapeno que tiene su punto culminante con Basilio II. El primero prohibió a los poderosos la compra de tierras en los pueblos donde no tuvieran propiedades y permitió la adquisición de las posesiones de los pequeños propietarios solo a los campesinos. Por su parte, Basilio II recrudeció esta política debido a su odio contra las familias de los magnates que le habían disputado el trono de sus padres y por una toma de posición a favor de los pequeños propietarios, pagadores de impuestos. Así, anuló la venta de todas las tierras hecha por los pequeños propietarios a los poderosos desde el año 922, lo que permitió un gran traspaso de tierras desde los grandes a los pequeños propietarios y de esta manera se podían vigilar y regular mejor las cargas fiscales. Sin embargo, estas medidas resultaron ineficaces y los pequeños campesinos van a ir desapareciendo poco a poco durante los siglos XI y XII.
Junto con esta sociedad predominantemente rural también existía la urbana. Durante este período se observa un crecimiento de la población de las ciudades motivado por el éxodo del campo a la ciudad en busca de trabajo y mejores condiciones de vida y por la práctica ausencia de epidemias. En lo concerniente al desarrollo industrial de la ciudad se puede notar un auge tanto en el mundo artesanal como en lo referente a la metalurgia, cerámica e industria textil.
Desde el punto de vista social, las ciudades cuentan con los siguientes grupos: en primer lugar la gente humilde que busca trabajo y malvive gracias a la labor asistencial de la Iglesia, del emperador, del personal de palacio y de los ricos que invierten dinero en instituciones asistenciales con el fin de perpetuar su memoria; una masa depauperada que constituía la gran mayoría de los habitantes de las ciudades. En segundo lugar, el mundo de los artesanos, asociados en gremios, y del comercio, que prosperaba en esta época porque, al aumentar la población de las ciudades, tenían que procurar el alimento para mucha gente, a lo que habría que unir una creciente demanda de servicios por parte de la clase dirigente. Por último, la aristocracia de servicio formada por las familias terratenientes que iban a la ciudad en busca de un puesto en la corte. Estos normalmente eran enviados a la administración provincial, quedando algunos en el palacio, los hombres de la casa o imperiales, cuyo poder va aumentando. Durante el siglo X esta clase va a contraer fuertes alianzas con la aristocracia terrateniente.
Finalmente, en lo relativo al comercio, se aprecia un gran desarrollo durante este período, aunque será efímero, debido fundamentalmente a tres factores: el dominio de Bizancio sobre las principales rutas marítimas y terrestres, una situación que llega a su culmen en el 963 con la reconquista de las islas y del norte de Siria; además el derecho del comerciante, aunque fuera extranjero, a importar, exportar, comercializar las mercancías e incluso fijar sus precios, pues solo tenían que pagar una tasa aduanera muy reducida (entre un 2% y un 10%), por último, la gran estabilidad monetaria de que gozó el Imperio bizantino.
1.3. Contexto cultural
La situación cultural durante el reinado de la dinastía macedónica pasó por un período de apogeo que empezó con León el Matemático, «la primera figura de un verdadero hombre del Renacimiento»5. Este comenzó estableciendo una escuela en una casa humilde donde enseñaba aquellas materias que sus alumnos solicitaban, que más tarde se convirtió en una especie de escuela superior de enseñanza, gratuita, que algunos han llamado la «Universidad de Bardas».
A su muerte, la antorcha del saber pasó al patriarca Focio, que nos legó obras tan importantes como la Biblioteca, el Léxico y las Amphilochia, libros que son una especie de enciclopedia donde se tratan multitud de temas de carácter religioso, exégesis bíblica, filosofía (sobre todo la de Aristóteles), mitología... En su obra podemos descubrir una crítica severa a Platón, sobre todo por su teoría de las ideas.
Y junto a Focio debemos hacer presente a Aretas, un posible discípulo suyo, que, aunque no fue profesor, tuvo un papel relevante en esta época como filólogo y gozó de gran importancia en este renacimiento cultural al dedicarse precisamente a hacer copiar un buen número de textos paganos y profanos, colocando comentarios personales y escolios a los mismos.
Del siglo X al XII se produjo además en Bizancio un florecimiento de la teología mística de la mano del Pseudo-Dionisio y Máximo el Confesor. A este movimiento pertenece nuestro autor, Simeón el Nuevo Teólogo, junto con Calixto Catafigiotis. Al lado de estos eruditos que se dedican a la mística nos encontramos con otros que siguen la filosofía de Platón como Miguel Psellos y su discípulo Juan Ítalos. Por lo que se refiere al pensamiento cristiano se puede afirmar que en esta época los eruditos, como es el caso del Nuevo Teólogo, emplean con gusto la filosofía griega en aquello que no vaya contra el dogma cristiano.
La gran figura que promoverá un verdadero desarrollo de la enseñanza en Bizancio será el emperador Constantino VII quien, a fin de promover la ciencia y la cultura, fundó una escuela para la que escogió a hombres de su confianza: un profesor de filosofía, otro de retórica, otro de astronomía y otro de geometría.
Aunque su hijo Basilio II no parece haber sido hombre de letras, no por ello dejó de haber signos culturales en su reinado como nos indica el historiador Louis Bréhier:
Después de Juan Tzimisces, no hay ningún testimonio sobre la existencia de una enseñanza pública anterior al año 1045. Basilio II, espíritu superior, pero ante todo guerrero y hombre de acción, no parece haber tenido ni el tiempo ni el deseo de interesarse por los estudios. Pselos se asombra de que bajo el reinado de un emperador que menospreciaba así la ciencia, haya habido tantos rétores y filósofos notables. La instrucción estuvo incluso bastante extendida. Hombres tales como el emperador Argiro (1028-1034), que poseía una cultura griega y latina, o Miguel Ataliatis, que miraba a Constantinopla como la metrópolis del saber, habían recibido una amplia instrucción. Los jóvenes provincianos seguían viniendo a terminar sus estudios en la ciudad imperial, pero solo ahora las escuelas privadas dispensaban la ciencia6.
Terminamos mencionando que también en este siglo se elaboraron otros libros de carácter enciclopédico como el Menologio de Simeón Metafrastes, que consiste en un compendio de textos hagiográficos, 148 en concreto, ordenados según la celebración litúrgica de cada santo, un libro con una gran importancia en los siglos posteriores a juzgar por la gran cantidad de manuscritos que han sobrevivido.
1.4. Contexto eclesiástico
La situación eclesial en la que vivió Simeón está caracterizada sobre todo por la relación del patriarcado de Constantinopla con la sede de Roma, que concluyó en el año 1054 con la ruptura entre ambas y cuya principal causa fue el deseo de la Iglesia de Constantinopla de ser igual a la romana y el recelo de esta, que imponía su supremacía a todo el resto de la Iglesia. Además de este motivo existía la creencia por parte de los bizantinos de que el clero occidental era rudo y sin cultura y la pretensión del emperador bizantino de ejercer una autoridad absoluta en materia religiosa, lo que los occidentales no podían aceptar.
De hecho se juntaron aquí dos modelos de entender la Iglesia: en el caso de Constantinopla se sostenía que el gobierno de la Iglesia debía ser colegiado y la doctrina infalible de la Iglesia tenía que ser proclamada por la asamblea de todos los obispos reunidos, y no por uno solo. La Iglesia romana y, junto a ella, la Iglesia occidental, en cambio, se dirigía hacia una forma de dirección monárquica de la Iglesia universal. Junto a esto había ciertas discrepancias a la hora de entender el dogma trinitario, sobre todo cuando ambos intentaban explicar la procedencia del Espíritu Santo, y ciertos usos de carácter disciplinar y litúrgico.
A estos problemas teológico-disciplinares se unieron ciertos sucesos históricos que fueron enfriando las relaciones entre la Iglesia occidental y oriental. Ya en el año 857 se produjo el conflicto que protagonizaron Focio e Ignacio, por parte bizantina, y el papa Nicolás I, por parte latina, cuando Ignacio, a la sazón patriarca de Constantinopla, fue depuesto por Miguel III y Focio fue colocado en su lugar. A esta decisión se opuso el papa Nicolás I, que no quiso reconocerlo como patriarca hasta que en el año 861 se convocó un concilio en Constantinopla al que asistieron legados pontificios, quienes, después de una larga deliberación, acabaron por aceptarlo como obispo de Constantinopla. Dos años más tarde Focio, que reivindicaba la independencia de la sede patriarcal frente al papado romano, escribió al Papa como a un igual, lo que irritó a Nicolás I, quien en el año 863 excomulgó a Focio, el cual, a su vez, convocó un concilio en el año 867 donde hizo lo mismo con Nicolás I y acusó a los misioneros latinos de graves errores contra la ortodoxia.
Este cisma duró poco porque en el 867 subió al trono Basilio I, que depuso a Focio y volvió a colocar a Ignacio. El emperador llevó a cabo esta acción porque deseaba contentar al papado y a una gran parte del pueblo constantinopolitano, que estaba a favor de Ignacio. Con esta situación, Ignacio y Basilio mandaron unas cartas al papado en las que reconocían la autoridad pontificia y su deseo de supervisión en los asuntos que afectaban a toda la Iglesia. En el 869 hubo, además, un concilio ecuménico en Constantinopla, reconocido hasta hoy solo por los católicos, que depuso a Focio.
Sin embargo la postura de Basilio hacia Focio fue cambiando poco a poco. Primero lo llamó a la corte y le encargó la educación de sus hijos. Luego, cuando Ignacio murió, lo restituyó en el patriarcado y se celebró otro concilio en Constantinopla, que invalidaba el anterior, en el que se afirmaba que Roma no tenía ninguna autoridad sobre la Iglesia universal. La respuesta del papa Nicolás a este concilio no se hizo esperar; enseguida exigió a Focio la rectificación y, al no obtenerla, lanzó un anatema contra él. Sin embargo en esta ocasión las relaciones entre las Iglesias no quedaron rotas.
A comienzos del siglo X volvemos a encontrar otro conflicto entre las Iglesias romana y constantinopolitana por culpa del cuarto matrimonio que pretendía contraer el emperador León VI quien, después de deponer a Focio de la sede patriarcal, había colocado en su puesto a un tal Nicolás. Dado que el emperador no había tenido herederos varones en sus tres matrimonios anteriores, deseaba casarse con su concubina Zoe, con la que había engendrado a un varón llamado Constantino. El patriarca Nicolás, que no veía con buenos ojos la posibilidad de casarse más de dos veces, le prohibió la entrada en la Iglesia en el 906 y se negó a retirar el castigo que se le había impuesto por culpa de este matrimonio.
Por su parte en el 907 el emperador León depuso al patriarca Nicolás y en su lugar colocó a Eutimio. Sin embargo en el año 912 Nicolás volvió a ser puesto en la silla patriarcal y lo primero que hizo fue deponer de todas las sedes a los partidarios de Eutimio, lo que produjo una serie de luchas intestinas entre partidarios de ambos patriarcas que se agravaron hasta la muerte de Eutimio en el 917. En el año 920 Romano Lecaperno publicó el Tomo de la Unión y tres años más tarde se unieron los legados del Papa y el patriarca Nicolás para anatematizar el cuarto matrimonio de León.
En consonancia con la época de esplendor del Imperio bizantino desde el 925 al 1025, el patriarcado de Constantinopla empezó a ejercer su influencia en Bulgaria, Rusia y el sur de Italia, y se afianzó en su pretensión de ser la cabeza religiosa de su área de influencia. Durante estos años hay un período de paz entre las Iglesias latina y griega que durará hasta que en el 1012, siendo obispo de Roma Benedicto VIII (1012-1024), el papa deja de ser nombrado en los «dípticos» (parte de la liturgia en la que se mostraba la comunión con la Iglesia de Roma), por haber este introducido en el credo de la misa la adición Filioque («y del Hijo») en referencia a la procedencia del Espíritu. En 1024, último año de la vida de Basilio II, hubo un intento de reconciliación. Se decidió negociar con el papado para que se le concediera a Constantinopla un área de influencia religiosa como la que tenía Roma en todo el mundo cristiano, lo que no fue aceptado por el papa Juan XIX.
Entre los años 1025 y 1043 ascendió a la sede patriarcal Alejo el Estudita. Este, como sus sucesores, se mostró obsesionado por atraer a la fe ortodoxa a la Iglesia de Armenia, que era monofisita, y ejercer su influencia religiosa sobre el área bizantina. Lo mismo hizo su sucesor, Miguel Cerulario (1043-1058), quien trató de tener bajo su control a las Iglesias separadas monofisitas y, además, se consideró siempre superior a los otros tres patriarcados tradicionales (Antioquía, Alejandría y Jerusalén), e igual a la sede romana, a la que recriminó las costumbres que diferían de la de Constantinopla. No logró su propósito de atraer hacia sí al patriarca de la Iglesia de Armenia, que usaba pan ácimo para celebrar la Eucaristía y ayunaba los sábados, mientras que los bizantinos consagraban con pan fermentado y no ayunaban los sábados. Como no pudo por la vía del diálogo, recurrió al brazo secular, lo que produjo un rechazo mayor por parte de los armenios. Por otro lado, el papado, que durante el siglo X y hasta el nombramiento de León IX (1048) estuvo dominado por los emperadores germánicos, empezó a resurgir después de un siglo de decadencia.
En el año 1054 se produjo la ruptura entre las dos Iglesias en un momento en el que nadie se lo esperaba, ya que el emperador y el obispo de Roma intentaban ponerse de acuerdo para hacer frente al poder normando en el territorio italiano. Aunque se quiso llegar a un acuerdo entre ambas Iglesias, los colaboradores no fueron los más idóneos: por parte bizantina, el ya mencionado patriarca Miguel Cerulario, que era un buen organizador pero también un hombre ambicioso, orgulloso y despótico; por el lado pontificio, el cardenal Humberto, persona intransigente que no toleraba ningún desprecio de nadie.
Todo comenzó con el intento por parte de Roma de imponer los usos romanos a las Iglesias griegas del sur de Italia y, por parte bizantina, de hacer lo mismo en las Iglesias latinas de Constantinopla, mandándolas cerrar en el año 1053. A esto se añadió la petición de Cerulario a León de Ocrida, jefe de la Iglesia búlgara, de enviar una carta llena de insultos contra las prácticas de la Iglesia latina. En respuesta a la actitud de Cerulario sobre los templos latinos, el cardenal Humberto escribió una carta a Cerulario en la que invalidaba su ordenación, por ser un neófito, le reprendía por haber criticado las costumbres latinas y se despedía informando que iría a Constantinopla en una embajada mandada por el Papa y que esperaba encontrarlo en una actitud de arrepentimiento. La embajada llegó a Constantinopla en abril del 1054. Durante tres meses se sucedieron los insultos y los desplantes por parte de los dos hombres de Iglesia, actos impropios de su condición. Después de que Cerulario se negara a que Humberto celebrara misa, este cardenal, como respuesta, colocó sobre el altar una bula de excomunión contra el patriarca y sus partidarios el 16 de julio de 1054 en la iglesia de Santa Sofía.
2. Vida de Simeón el Nuevo Teólogo
Es en este contexto en el que transcurrió la azarosa vida de Simeón el Nuevo Teólogo desde su nacimiento, en el 949, hasta su muerte en el 1022.
2.1. Infancia y juventud
Simeón nació el año 949 en Paflagonia, región bizantina situada en el norte de Asia Menor, entre Galacia y el mar Negro, en el seno de una rica familia perteneciente a la aristocracia provincial. Su verdadero nombre parece que fue Jorge, porque él mismo se denomina de esta manera cuando nos refiere la visión mística que tuvo en el palacio imperial antes de decidirse por la vocación monástica (cf Catequesis 22). Esto responde a la costumbre de los monjes, tanto orientales como occidentales, de variar sus nombres cuando entran en religión, siguiendo Ap 2,17. Por tanto, el nombre de Simeón lo habría tomado de su padre espiritual Simeón Eulabes al hacerse monje.
Sus padres, Basilio y Teófano, lo enviaron a casa de sus abuelos paternos, que vivían en Constantinopla, para comenzar sus estudios en casa de un gramático que le enseñó taquigrafía y lengua griega ática a través de textos profanos. Cuando terminó estos estudios, su tío paterno, que ocupaba un cargo importante en el palacio durante el reinado de Romano II (959963) y que gozaba de una gran influencia sobre este emperador, le consiguió un puesto importante en la corte, aunque lo rechazó por la fama del emperador de ser un hombre licencioso, ya que a Simeón le horrorizaba tener que estar cerca de él. Al final logró que aceptara el puesto de spatharocubicularius7 y que fuera admitido en el Senado. Tenía entonces catorce años y era el año 963 cuando falleció Romano II, comenzó la regencia de la emperatriz Teófano y su tío desapareció de la vida política.
Al inicio del gobierno de Nicéforo Focas, el Nuevo Teólogo intentó ingresar en el Monasterio de Estudios, donde vivía su director espiritual, Simeón Eulabes, quien desaconsejó al joven su entrada en esa institución y le indicó que viviese en casa de un patricio donde podía seguir sus enseñanzas, que consistían en hacer penitencias, recitar salmos y la jaculatoria «Señor ten piedad» –siguiendo el consejo de san Marco el Ermitaño en su obra La ley espiritual–, en practicar esto antes del descanso nocturno y, además, en no acostarse nunca con algo que le reprochara su conciencia.
De esta manera, después de llevar una dura vida ascética y de oración sin dejar sus ocupaciones, que consistían en llevar la dirección de la casa del patricio (lo cual le obligaba a acudir al palacio con frecuencia), tuvo a los veinte años su primera visión. Acto seguido pidió por segunda vez entrar en el Monasterio de Estudios, pero un motivo desconocido se lo impidió. Esto se produjo en el año 969, cuando Tzimisces se hizo con el poder y, tras siete años de gobierno, murió en el 976. Curiosamente también son siete los años que pasan desde su segundo intento de entrar en el Monasterio de Estudios hasta su ingreso definitivo en el año 976.
En este tiempo, es decir del 969 al 976, se produjo un relajamiento en la vida espiritual de Simeón, según nos informa el propio autor en la ya citada Catequesis 22, donde afirma que la relación con su padre espiritual se enfrió, aunque no rompió del todo con él y, además, nos refiere que en este período no observó todos los mandamientos.
Finalmente, a los veintisiete años, vuelve a su vida fervorosa, lo que atribuye a una intervención divina en la que también tiene un papel importante su director espiritual, y acaba entrando en el Monasterio de Estudios. Un año antes viaja sin razón expresa a Paflagonia. Allí se dedica a la lectura de la Escala del paraíso de san Juan Clímaco y tiene una visión de demonios como los Padres del desierto.
2.2. Estancia en el Monasterio de Estudios
En el año 977, cuando Simeón contaba con veintisiete años, ingresó en el Monasterio de Estudios, donde vivía su padre espiritual, Simeón Eulabes, a quien le tenía una gran veneración, como puede comprobarse con la lectura de algunas de las Catequesis. Este monasterio había sido fundado por un cierto Estudios antes del año 454 en Psamatia, barrio de Constantinopla, y estaba dedicado a san Juan Bautista. Alcanzó gran importancia bajo el liderazgo del higúmeno san Teodoro quien, a finales del siglo VIII y principios del IX, protagonizó uno de los mayores movimientos de reforma en el monacato bizantino.
En efecto, llamado por la emperatriz Irene para levantar el Monasterio de Estudios después de la crisis iconoclasta, se dispuso a poner los cimientos de la reforma a base de una serie de catequesis divididas en dos grupos, las pequeñas y las largas, en las que expone a los monjes su ideal de vida monástica. No hace una regla, como san Basilio, sino que utiliza solo estas catequesis para desarrollar su idea de monacato basada en la vida comunitaria, la obediencia al abad, la vida litúrgica y el trabajo constante. Así se distancia del quietismo oriental de Olimpo. Este tipo de catequesis son las que usará el Nuevo Teólogo para exponer a su comunidad cómo se debe vivir la vida monástica.
En cuanto a la estructura de este monasterio el higúmeno era el jefe y director espiritual de la comunidad, secundado por el deuterós o vicario, el ecónomo, el epistemonarca o encargado de la disciplina, el canonarca o encargado de la música y otros oficios subalternos. Por su parte, los monjes tenían las siguientes obligaciones: compartían sus vestidos, que no eran particulares sino de toda la comunidad; practicaban el ayuno frecuente a pan y agua con frutos secos dos días a la semana y en las cuatro cuaresmas y no comían carne durante todo el año. Su jornada estaba dividida en tiempo de oración común y de oficios prolongados de unas seis horas, y el trabajo manual. En este recinto sagrado no había lugar para los anacoretas.
Cuando Simeón ingresó en el Monasterio de Estudios, el entonces higúmeno Pedro confió su cuidado a su guía espiritual, Simeón Eulabes, con quien, por falta de celdas libres, tuvo que compartir la suya, durmiendo el nuevo novicio en el rellano de la escalera. En el relato de su biógrafo, Nicetas, la vida del Nuevo Teólogo es la de un novicio obediente en todo a Simeón Eulabes y con una vida cada día más mortificada8. Este hecho, junto con la intervención de su padre carnal, que no veía con buenos ojos la vocación religiosa de su hijo, y con la segunda visión que tuvo Simeón durante el breve período que permaneció en el Monasterio de Estudios, provocó, según su biógrafo9, los recelos y las envidias por parte de los monjes menos dados al ascetismo y su consiguiente expulsión del monasterio.
Aunque no se pueden descartar las simpatías y antipatías que pudo producir su comportamiento dentro de la comunidad monástica, es más creíble que nuestro personaje fuera expulsado por no seguir las órdenes del higúmeno del monasterio sino las de su padre espiritual. Sobre todo si tenemos en cuenta que en el Monasterio de Estudios se exigía que la dirección tanto espiritual como organizativa estuviera en manos del higúmeno, de modo que era normal que este ordenara a Simeón que siguiera la forma de vida del lugar y que abandonara la sumisión a su director espiritual y que, ante su negativa, fuera despedido del recinto sin haber transcurrido un año de su entrada en él.
2.3. Monasterio de San Mamas
Después de la expulsión del Monasterio de Estudios, su padre espiritual, Simeón Eulabes o el Viejo, le buscó otro monasterio, el de San Mamas, cuya construcción se fecha entre los siglos VI y VII. Este recinto se hizo célebre, precisamente, debido a la figura del Nuevo Teólogo que, siendo higúmeno, lo restauró porque se encontraba sumido en un estado lamentable, tanto material como espiritualmente, y, al mismo tiempo, comenzó a eliminar las tumbas que poblaban el recinto, conocido antes de él por ser un lugar de enterramiento. Dada la situación tan penosa en que estaba el monasterio y la necesidad que tenía de vocaciones, su higúmeno Antonio recibió al nuevo novicio sin muchas condiciones. Acogido en este centro, Simeón destacó de nuevo por llevar un régimen de vida austero y entregado a la ascesis personal, algo más propio de un anacoreta que de un miembro de una comunidad religiosa.
Poco tiempo después de su entrada en este lugar, recibió la visita de varios miembros del Senado que intentaron convencerle de que abandonara su pretensión de dedicarse a la vida monástica, algo que no solo no consiguieron sino que, a los pocos días, recibió la tonsura. Al morir el higúmeno Antonio, los monjes de la comunidad lo eligieron como superior tras consultar con el patriarca Nicolás Crisoberges. Al poco tiempo fue ordenado sacerdote por el propio patriarca. Esto ocurrió a los dos años de su ingreso en San Mamas, el año 980, cuando tenía la edad de treinta y un años.
Una vez higúmeno tratará por todos los medios de restaurar la vida espiritual y material de la institución, pues este lugar se había convertido en un cementerio de personajes ilustres y la parte donde vivían los monjes amenazaba ruina. Así emprende una serie de reformas que consisten, en lo que se refiere al edificio monástico, en su completa restauración, a excepción de la iglesia, dentro de la cual se limita a retirar todas las tumbas, cubrir el suelo con losas de mármol y decorar las paredes con iconos. En cuanto a los monjes, los instruye a través de sus catequesis en las que insiste, sobre todo, en que cumplan los mandamientos de Dios para avanzar en la vida espiritual. Es interesante en este sentido la lectura de la primera Catequesis, que corresponde a su primer discurso a la comunidad como higúmeno. En ella muestra un único camino para llegar al reino de los cielos, los mandamientos de Dios, donde existe una sola ciudad, que consiste en la tríada de virtudes: fe, esperanza y caridad, de las cuales la caridad es la más importante, ya que toda la ascesis no vale de nada si no termina en la caridad.
Por lo que sabemos gracias a las Catequesis y a los datos de su biógrafo Nicetas, el régimen de vida en el monasterio se centraba en la plegaria y la penitencia. La vida de oración se concentraba en tres grandes momentos: los maitines, la santa liturgia y el oficio vespertino, seguidos todos ellos por una catequesis o plática del higúmeno. Las comidas consistían en raíces y legumbres, excepto en Cuaresma, cuando el régimen de los monjes se limitaba a pan y agua.
En la Catequesis 26 Simeón nos da un programa de lo que debe ser la vida de un monje. En relación a los oficios litúrgicos les exhorta a que participen en ellos con el espíritu atento y eviten las distracciones. Estos empiezan antes del amanecer con el orthros10, durante el cual aconseja nuestro santo estar concentrados en lo que se reza, permaneciendo de pie, sin dejar a la inteligencia ni a la imaginación divagar. Además, pide que no salga nadie del coro sin haber terminado esta oración, salvo en el caso de necesidades mayores, y que se procure por todos los medios arrojar lágrimas durante el rezo de los salmos.
Una vez acabado este largo oficio, el monje debe realizar un trabajo manual u ocupación que le sea asignada, pues no debe estar ocioso en la celda ni, por supuesto, visitar las celdas de sus compañeros para perder el tiempo en conversaciones insustanciales, que son malas para el espíritu, o para inspeccionar cómo los demás trabajan. Terminado este tiempo dedicado al trabajo, comienza la sagrada liturgia, que es el momento más importante en la vida del monje porque ve cómo baja al altar el Hijo de Dios, en palabras del propio Simeón.
Concluida la celebración, todos los monjes deben ir al refectorio para comer. Algunos de los monjes, durante la comida, tendrán que servir a los hermanos, siguiendo el modelo de Cristo. Nuestro higúmeno exhorta a los monjes a que no empiecen a ingerir alimento antes de que se imparta la bendición y de que hayan comenzado los mayores. Se come en silencio y recogimiento interior mientras se escucha a un monje que lee durante la colación. Además, pide al religioso que no busque ni la ración más apetitosa ni la menos, sino que coma lo que le pongan delante sin buscar saciarse, huyendo asimismo del vino y de la gula.
Finalizada la comida, el monje volverá a su celda para leer un poco y, a continuación, seguir con los trabajos manuales o, si es verano, dormir un rato la siesta hasta que toquen para el canto del lychnicón11. Una vez que este oficio ha terminado, aquel que no pueda pasar con una comida al día, se dirigirá al comedor donde le darán un trozo de pan seco y un poco de agua, salvo en caso de enfermedad, que podrá comer algo más sustancioso.
Termina el día con el rezo del apodeipnon12 en el que se pide perdón al superior y este da la bendición. En ese momento, el monje va a su celda en silencio a recogerse en oración y meditación y a entregarse a la penitencia mientras repasa los salmos del día. Después de la plegaria, lee un poco y retoma el trabajo manual hasta la primera vigilia, en la tercera hora de la noche. Una vez que ha recitado el salmo 118, se retira a descansar, no sin antes hacer un examen de conciencia y confiar todos sus pensamientos, proyectos y pecados al higúmeno, que no solo es el director del monasterio sino también el director espiritual.
Con estas exigencias de vida espiritual Simeón consiguió elevar el nivel moral del Monasterio de San Mamas y atraer hasta allí a cristianos de varios países, entre ellos un obispo italiano. También venían a él personajes de Constantinopla a ser dirigidos espiritualmente por él. Sin embargo, no todos los miembros de la comunidad aceptaron gustosos a su higúmeno. En efecto, según su biógrafo, un grupo de unos treinta monjes, cierto día, durante el rezo de los maitines, se amotinaron contra él intentando echarlo del monasterio. Al ver la calma con que actuó el Nuevo Teólogo, salieron del recinto sagrado y fueron a entrevistarse con el patriarca Sisinio quien, después de oír las denuncias de los amotinados, decidió llamar a Simeón y, tras escucharlo, optó por expulsar a los monjes y condenarlos al exilio, castigo que no se llevó a cabo gracias a la intercesión del propio Simeón. Acto seguido, el santo intentó hacer volver a algunos de estos, lo que consiguió en parte.
Durante esta época, por lo que sabemos gracias a sus obras y a los testimonios de su discípulo Nicetas, nuestro autor trata de seguir en su vida espiritual el camino de la renuncia al mundo y a sí mismo, iniciando luego la búsqueda de la quietud y la dedicación al ministerio de la Palabra. Con este programa de vida personal y con las normas que regulaban su monasterio, entró una corriente de aire fresco en la espiritualidad monástica de la época en Constantinopla. Por eso fue conocido y venerado por varias generaciones y, aunque no todos estuvieran de acuerdo con el contenido de sus reformas, nadie duda que fue un gran reformador, serio, convencido y eficiente.
En el año 1005, a los cincuenta y seis años de edad y casi veinticinco de higúmeno, renunció a su cargo y colocó a su discípulo Arsenio como sucesor. El motivo que aduce es que los muchos años al frente del monasterio le impedían dedicarse como quisiera a la práctica de la virtud y la quietud. Es en esta época cuando tiene una nueva visión en la que todo su cuerpo se convierte en una luz inmaterial, de tal manera que apenas siente que está en él aunque, cuando se fija, ve que sí lo tiene, pero ya como un cuerpo espiritual. En esta experiencia contempla la gloria de Dios y oye una voz que le dice que esta es la gloria que alcanzan los bienaventurados en el cielo y que así serán los cuerpos en la otra vida.
2.4. La disputa con Esteban de Nicomedia
En la renuncia al cargo de higúmeno hay en el fondo una disputa con Esteban de Nicomedia que le llevará a tener que exiliarse durante algunos años de su vida. Esta disputa empezó con el rechazo al culto de su padre espiritual que Simeón comenzó a demostrar a partir de su fallecimiento hacia el año 987. A este culto añadió el Nuevo Teólogo la composición de himnos y de una biografía completa en su honor. El asunto llegó a oídos del Patriarca, quien le permitió seguir con el culto que tributaba.
Pero en el año 1003 esta disputa se convertirá en una gran controversia que cerrará una etapa en la vida de Simeón. El oponente de nuestro personaje fue Esteban de Nicomedia, que había sido el metropolita de esta ciudad y ocupaba, por entonces, el cargo de sincelo13. Todas las fuentes de la época le reconocen un gran don de palabra, y por esa razón fue enviado por Basilio II como embajador ante Bardas Escleros para convencerlo de que depusiera las armas. Así nos lo describe Nicetas: «Un cierto Esteban de Alexina, metropolita de Nicomedia, estaba entonces vivo. En el discurso y el conocimiento era superior a las masas. No solo era influyente con el Patriarca y el Emperador, sino que era capaz de solucionar problemas imprevistos a cualquiera que se los plantease»14.
Sobre el carácter del personaje, sin embargo, tenemos pocas fuentes. Nicetas nos lo presenta como un ser envidioso, dispuesto a destrozar a su adversario, no contento con hundirlo, y nos lo describe con tintes iconoclastas15. En cambio, Cedreno nos lo muestra como hombre virtuoso16. I. Hausherr, por su parte17, conjetura que podría haber tomado parte en la edición del Menologio de Basilio, obra de Simeón Metafrastes, en un compendio de textos hagiográficos ordenados según la celebración litúrgica de cada santo, que parece ser un intento de controlar la denominación de «santo». Por eso opina que en realidad la primera disputa con nuestro autor sería un problema de canonización: la santidad de Simeón Eulabes. No es extraño que, si Esteban tomó parte en los trabajos de esta «enciclopedia», viera con malos ojos la pretensión de Simeón el Nuevo Teólogo de festejar públicamente a su padre espiritual, cuando no lo consideraba digno de formar parte en esta enciclopedia.
Pero, a pesar de esto, resulta extraño que estos dos hombres lucharan entre sí con una obstinación de años. Sería muy pueril aceptar sin ninguna clase de crítica la interpretación de Nicetas, o la teoría de que se trataba solo de negar al higúmeno de San Mamas el derecho de dar culto privado a Simeón Eulabes, puesto que en el año 1000 nadie discutía esta facultad, aunque empezaba ya a haber intentos de centralizar la «canonización» de los santos. El motivo profundo de la disputa hay que buscarlo, más bien, en el modo de concebir la ciencia teológica de uno y de otro, sin que, claro está, las profundas convicciones ascéticas del higúmeno de San Mamas, o incluso su posible carácter fuerte, queden excluidas como un motivo más en la discusión.
Según Simeón solo los que poseen el Espíritu pueden enseñar, y este no se tiene sin tener consciencia del mismo. Es más, según nuestro autor la teología no consiste en repetir lo que otros teólogos venerables han dicho anteriormente para ser admirados por los demás. Eso, para el Nuevo Teólogo, no es más que filosofar ya que, sin la posesión del Espíritu, no se puede hablar de Dios.
Junto a esta disputa teológica se halla, además, un viejo litigio entre el clero regular, los monjes y el secular. Después de la cuestión iconoclasta este último quedó desacreditado y los monjes aprovecharon este descrédito de la jerarquía para monopolizar la dirección y la confesión de los laicos. Simeón va más lejos despojando a la jerarquía, en nombre del Espíritu Santo, nada menos que de su poder de perdonar los pecados en caso de que caigan en la indignidad.
No es extraña, por lo tanto, la reacción del sincelo Esteban, quien, por su parte, atacó a Simeón en dos frentes: uno, el teológico, preguntando a nuestro monje la siguiente cuestión trinitaria: «¿Cómo separas tú al Hijo del Padre? ¿Con una distinción de razón o real?». El Nuevo Teólogo, ante este interrogante, no se limita únicamente a responderle diciendo que no hay ni distinción real ni de razón, sino que, al mismo tiempo, aprovecha la ocasión para volver a enfrentarse a aquellos que pretenden hablar de Dios sin poseer el Espíritu, pues únicamente las personas que tienen el Espíritu pueden hablar de Dios, y lo demás es osadía, en clara referencia a Esteban.
El segundo frente de ataque de Esteban contra Simeón consistía, como es obvio, en poner en duda la santidad del Estudita, padre espiritual de nuestro autor. Este enfrentamiento tiene lugar entre el 1003 y el 1009. Dos años después de iniciarse, en el 1005, Simeón presenta voluntariamente la dimisión de su cargo y en el 1009 es condenado al exilio por negarse a restringir el culto a su padre espiritual a una mera cuestión interna del monasterio.
2.5. Desde su exilio hasta su muerte
De esta forma, el 3 de enero del año 1009 es conducido fuera de la ciudad de Constantinopla a Palútico, población que está cruzando el Propontios de Crisópolis. Allí se establece en un oratorio que se encontraba abandonado llamado Santa Marina. Según Nicetas lo primero que hace al llegar es rezar la hora nona18. Allí, durante el primer año de su exilio, también según Nicetas19, Simeón escribe dos cartas al sincelo agradeciéndole la persecución a la que le ha sometido por los beneficios que Dios le ha concedido gracias a ella. Estas cartas exasperaron aún más a Esteban, que mandó registrar la celda que tenía en San Mamas confiscando sus pertenencias, en busca, posiblemente, de algún manuscrito suyo.
Su nuevo lugar de asentamiento, el oratorio de Santa Marina, pertenecía a Cristóforo, un dirigido espiritual de Simeón, laico y alto cargo en la corte del emperador. A través de este personaje, Simeón escribe un libelo dirigido al patriarca defendiéndose de las acusaciones, que le fue entregado por medio del senador Genesio, y el patriarca, al ver que el asunto del Nuevo Teólogo adquiría dimensiones importantes y podía llegar a oídos del Emperador, decide leer el documento en un sínodo, que acuerda permitirle volver del exilio e incluso se le promete un episcopado a modo de indemnización por los daños causados.
De este modo, el Nuevo Teólogo vuelve del exilio en el año 1010/11 para ver al jefe de la Iglesia constantinopolitana, quien le pide encarecidamente que se avenga a limitar el culto de su padre espiritual al ámbito interno de su monasterio y, a cambio, le promete lo que el sínodo quería concederle: su reposición en el Monasterio de San Mamas y un futuro episcopado. A esto Simeón se opone, rechazando restringir el culto de su padre espiritual. De esta manera se coloca aún más firmemente en la senda de san Teodoro el Estudita en lo que se refiere a la veneración del guía espiritual. El patriarca, en vista de su obstinación, le permite que haga lo que desea. Así, nuestro personaje se exilia voluntariamente en Santa Marina, donde vuelve a levantar otra comunidad de monjes.
Es en esta época cuando escribe la mayoría de sus himnos. También nos relata Nicetas la oposición de los vecinos del oratorio al establecimiento de un monasterio en él, oposición bien manejada por Simeón. Poco antes de concluir su vida nuestro personaje visitó la tierra de sus padres y de vuelta a Santa Marina, el día 12 de marzo del año 1022, a los setenta y tres años de edad, después de una enfermedad propia de una vida consumida por el ascetismo, murió rodeado de sus monjes. Según Nicetas, su biógrafo o, si se prefiere, su hagiógrafo, Simeón había predicho que moriría ese día y de esta manera y que, treinta años más tarde, sus reliquias serían trasladadas, como de hecho ocurrió el año 1052. Su fiel discípulo le atribuye milagros antes y después de su muerte.
3. Obras de Simeón el Nuevo Teólogo
No hay unanimidad en cuanto al número de obras que escribió Simeón. Tenemos sobre ello diversas versiones. La primera nos la ofrece Nicetas, quien nos informa que lo primero que redactó el Nuevo Teólogo fueron unas cartas dirigidas a sus discípulos y compuestas cuando era novicio en el Monasterio de Estudios. Más adelante, mientras fue higúmeno de San Mamas, escribió las Catequesis. En muchas de ellas encontramos alusiones a la vida del monasterio y a datos biográficos del autor. También escribió parte de los Amores de los himnos divinos. Al final de su vida en San Mamas compuso los Capítulos teológicos, gnósticos y prácticos y los Tratados que tocan a las cosas divinas. Más tarde, durante su disputa con Esteban, escribió sus obras polémicas y apologéticas, como son sus Tratados teológicos y éticos, y al final de su vida, en el exilio, redactó el resto de sus Himnos y los Discursos apologéticos y antieréticos.
Esta primera versión es corregida y ampliada por Karl Holl quien, a finales del siglo XIX, nos ofrece este catálogo de obras: Discursos exegéticos e interpretación de la Escritura, Discursos catequéticos, Discursos éticos y catequéticos, Capítulos ascéticos sobre las virtudes y los vicios opuestos, Apotegmas, Vida de Simeón Eulabes, Discursos e himnos sobre Simeón Eulabes, Discursos apologéticos y antieréticos, Cartas, Himnos20.
Pero es Basile Krivochéine, el editor de algunas de las obras de Simeón en Sources Chrétiennes, quien nos ofrece otra distribución, que podemos considerar definitiva21. Según él, las obras se pueden dividir en tres grandes grupos: a) sermones y cartas: en él se incluyen treinta y cuatro Sermones catequéticos, la Acción de gracias primera, que generalmente se designa como la Catequesis 35, tres Tratados teológicos, quince Tratados éticos, cinco Cartas, la Acción de gracias segunda, llamada también Catequesis 36, treinta y tres Discursos de los escritos y veinticuatro Discursos en capítulos; b) los capítulos; y c) los himnos divinos.
3.1. Discursos catequéticos o Catequesis
Estos discursos pertenecen a su época como higúmeno de san Mamas, es decir, del año 980 al 1005. Están destinados en su mayoría a ser pronunciados ante los monjes, con la excepción de unos pocos, como, por ejemplo, los Discursos catequéticos 17 y 20, que parecen haber sido escritos para ser leídos en privado, pues en ambos hallamos la siguiente afirmación: «Así pues, hermanos míos, quise escribiros estas cosas...» (Cat. 17,87 y Cat. 20,12-15). Además en los dos se nota la falta del estilo vivo del resto de sus Discursos. La causa de todo esto podemos encontrarla en el hecho de que están dirigidos, el decimoséptimo a sus discípulos, muchos de los cuales vivían fuera del monasterio, y el vigésimo, a uno de sus dirigidos.
A partir de ahora los denominaremos con el término abreviado de Catequesis. Como se ha indicado en la introducción, esta obra pertenece a un género que utilizaba san Teodoro el Estudita para dirigirse a sus monjes y exponerles los puntos principales de la práctica monástica. En su lectura podemos descubrir las principales líneas de la regla de vida que el Nuevo Teólogo quería para sus monjes. Al leerlas puede sorprendernos la exigencia que nuestro personaje reclama a sus subordinados cuando les expone las líneas maestras de su espiritualidad, que pasa por una rigurosa ascesis para alcanzar la imperturbabilidad y el exacto cumplimiento de los mandamientos de Dios.
Además, el estilo de esta obra es muy coloquial y está llena de similitudes con la vida cotidiana. Están escritas para ser pronunciadas. Por eso, a través de ellas podemos adentrarnos en lo que era la vida de un monasterio bizantino en la época de Simeón. La longitud de cada catequesis varía mucho: alguna sobrepasa el millar de líneas y otras no llegan al centenar. La lectura de las mismas es agradable aunque en algunas ocasiones sus ideas choquen con nuestra mentalidad occidental. No obstante, he querido comenzar la traducción de sus obras precisamente por este libro por ser el más antiguo, el más personal y el que mejor nos ayuda a conocer a nuestro personaje.
No quiero terminar este pequeño estudio sobre esta obra sin señalar el problema planteado por el gran parecido que existe entre las Catequesis y los Discursos de los escritos, por una parte, y los Discursos en capítulos, por otra. B. Krivochéine22, después de estudiar las similitudes y diferencias entre ambos grupos de escritos, llegó a las siguientes conclusiones: que los Discursos de los escritos son el resultado de una revisión y adaptación para el gran público de las Catequesis, y que lo que movía al autor de esta recopilación era un deseo de beneficio espiritual y mayor inteligibilidad, por lo que corrigió algunas expresiones del texto de las Catequesis, purificando el estilo y procurando no aludir a las notas autobiográficas de estos escritos, lo mismo que a las confesiones místicas y revelaciones, que se presentan muy resumidas en los Discursos de los escritos. También observamos en esta última obra un deseo de sistematización que se explicita en el aumento de citas bíblicas, la reorganización que han sufrido algunas de ellas y las omisiones de aquellos pasajes que teológicamente no están claros.
Por último, por lo que se refiere al parecido de Discursos en capítulos con las Catequesis, puede pensarse que aquellas son como una segunda redacción de estas y de otros escritos de Simeón desconocidos para nosotros, y que la diferencia que hay entre los Discursos de los escritos y los Discursos en capítulos se debe a que estas parecen haber recogido material de las obras de Simeón que nosotros no tenemos por transmisión directa. Por tanto, de todas las obras citadas, el único escrito que se puede atribuir con certeza a Simeón son las Catequesis, las otras quedan como una redacción de copistas posteriores.
3.2. Tratados teológicos y éticos
Estos tratados no contienen indicaciones biográficas que nos sirvan para fecharlos pero, si tenemos en cuenta que fueron pronunciados por el Nuevo Teólogo cuando ya no era higúmeno y que son obra de controversia, es lícito situarlos en la etapa final de su vida, la que comienza en el 1003 con su disputa con el sincelo Esteban y prosigue con su renuncia a su cargo de director de la comunidad de San Mamas en 1005 y con su posterior exilio en el 1009. Van dirigidos al público en general y no solo a los monjes. Son más sistemáticos y de consulta obligatoria para conocer el pensamiento teológico de nuestro autor.
En la edición de Nicetas tenemos tres Tratados teológicos y quince Tratados éticos. Los primeros se ocupan del mismo tema, la unidad de la naturaleza divina en la Trinidad de Personas. Fueron escritos los tres con ocasión del debate exegético entre Simeón y Esteban de Nicomedia. En ellos, la presentación de la tesis adversa apenas ocupa cinco líneas, que son refutadas desde el principio. Usa el método de la cita escriturística para fundamentar su proposición de que el conocimiento verdadero viene solo por la purificación, la ascesis y la contemplación de Dios.
En sus Tratados éticos, esperaríamos una exposición de los temas dirigida más a la vivencia de la doctrina que a su explicación teológica. Sin embargo, nos encontramos a veces afirmaciones especulativas que más bien corresponderían a un Tratado teológico. Son quince, de los cuales los dos primeros están divididos en capítulos y los restantes no. En ellos Simeón sostiene, frase que llegó a ser un tópico desde Evagrio hasta Gregorio Palamás, que el conocimiento de Dios viene a través de la experiencia y no gracias al estudio, de ahí que no dude en hablarnos sobre su experiencia personal e incluso nos presente la visión de Dios que él tuvo. Además del tema del conocimiento de Dios trata de la imperturbabilidad y la relación entre los sacramentos y la jerarquía.
3.3. Capítulos teológicos gnósticos y prácticos
La obra parece ser una recopilación de lo mejor de sus escritos redactada después de su renuncia como higúmeno de San Mamas. Consta de tres partes: a) cien capítulos prácticos y teológicos, b) veinticinco capítulos gnósticos y teológicos y c) cien capítulos teológicos y prácticos. Cada capítulo consiste en una breve sentencia o párrafo donde se expone el pensamiento del autor. Esta forma de escribir es frecuente en los autores ascéticos. Baste citar a san Juan Clímaco y su Escala del paraíso y a san Marcos el Ermitaño, La ley espiritual, los dos autores que más detenidamente leyó nuestro monje.
No es una obra en la que Simeón intente buscar gloria literaria sino solo la edificación espiritual de los lectores. De ahí que veamos antítesis y acumulaciones un poco forzadas, que son típicas de este tipo de escritos. Tiene, además, muchas comparaciones, presenta las ideas con una visión rápida dirigida hacia lo simbólico y se aprecian formas lingüísticas propias de la época bizantinas. En definitiva, es un escrito que busca que el lector sea conducido por su lectura a la cumbre de la contemplación. Aunque podría parecer que no es original, porque recoge las corrientes tradicionales de la espiritualidad oriental, en realidad los vemos recorridos por un espíritu nuevo que nos presenta la vida como una experiencia.
3.4. Himnos
Es difícil precisar la fecha de composición de los Himnos excepto en el caso del Himno 21, que contiene la respuesta al sincelo Esteban en el año 1003, pero podemos afirmar, de una manera general, que una parte de sus himnos se sitúan entre el año 980 y el 1005, y serían contemporáneos con sus Catequesis; sin embargo, la mayor parte de ellos hay que datarlos entre su renuncia al cargo de higúmeno (1005) y su muerte (1022).
Sobre su estilo, Johannes Koder23 afirma que Simeón da preeminencia al contenido sobre la forma externa, por eso no se puede hablar de una retórica y estilo muy elaborados y sí de numerosas faltas estilísticas. Además, muchos himnos se presentan bajo una forma dialogada, siguiendo una tradición que viene desde Romano el Meloda. Sin embargo, hay una diferencia entre estos dos autores: mientras el diálogo en los himnos del Meloda es retórico, no lo es así en Simeón, que trata de reproducir la conversación que ha tenido lugar entre Cristo, que le ha hablado por medio de una visión, y él. Por lo que se refiere a su contenido, Koder sostiene que no está influenciado por ningún autor en particular, aunque muestra conocer el vocabulario de la obra Barlaam y Josafat24 y encontramos referencias a la teología negativa del Pseudo-Dionisio. En cuanto al uso lingüístico de esta obra, se advierte que, en su intento de adecuar el lenguaje a su experiencia, tiene que crear nuevas palabras e imágenes poco habituales junto con el empleo de numerosas figuras retóricas25.
3.5. Cartas
Cuatro cartas se conservan como auténticas de Simeón. De ellas la primera trata el tema de la confesión y aquellos que tienen el poder de absolver, la llamada Carta sobre la confesión. En las demás, los temas tratados son los siguientes: la penitencia y los actos del que se acerca a confesar, los criterios de la santidad y aquellos que se han consagrado a sí mismos y se han apropiado de la dignidad apostólica sin la gracia que viene de lo alto.
4. Pensamiento de Simeón el Nuevo Teólogo
El papa Benedicto XVI resume brillantemente el pensamiento místico del Nuevo Teólogo: «Simeón concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual. La vida cristiana –subraya– es comunión íntima y personal con Dios; la gracia divina ilumina el corazón del creyente y lo conduce a la visión mística del Señor»26.
Según Simeón la meta que debe alcanzar todo ser humano es su propia divinización, llegando así al paraíso celestial. Este tema no es nuevo, pues hunde sus raíces en la doctrina de los Padres de la Iglesia, especialmente a partir del siglo III con Clemente de Alejandría y Orígenes, y se desarrollará en los siglos posteriores con san Gregorio de Nisa, el Pseudo-Dionisio Areopagita y san Máximo el Confesor, entre otros. En el siglo VIII san Juan Damasceno nos ofrece un esquema de vida espiritual en el cual la divinización se realiza en dos momentos: el primero, mediante la redención de Cristo por la que toda la humanidad queda santificada; el segundo, el que cada individuo debe procurar mediante la recepción del Bautismo, la Eucaristía y una vida pura27.
Este esquema lo recoge el Nuevo Teólogo. En efecto, en sus obras vemos cómo Jesucristo se hace hombre para regenerar al ser humano que, después del pecado, se había vuelto contra Dios, siendo necesario que después de la transgresión de Adán viniera la obediencia de Cristo. Esta regeneración se nos presenta de forma paralela a la caída del primer hombre; así, a la desobediencia de Adán, le corresponde la obediencia de Cristo, al árbol del paraíso, el árbol de la cruz y, finalmente, a la transgresión de Eva, la aceptación de María.
Una vez producida la divinización de la humanidad por la sangre de Cristo, Simeón insiste en la necesidad de que cada persona en particular participe activamente en su propia divinización. Esta se da gratuitamente al ser humano por el Bautismo, pero si este no corresponde a esta gracia con una fe firme, cumpliendo los mandamientos y purificándose con todas sus fuerzas, realmente puede condenarse y no participar de la naturaleza divina. Junto al Bautismo, la Eucaristía juega un papel fundamental como medio principal y necesario que la persona humana posee para alcanzar su propia divinización.
Simeón sostiene que esta divinización se produce en el ser humano de una manera consciente pues, si dos personas se unen y una de ellas no se da cuenta de que se ha producido dicha unión es porque está muerta, ya que la relación entre seres vivos es siempre consciente. Sostener que la unión entre el ser humano y Dios se produce de una manera inconsciente es igual que declarar que uno de los dos está muerto. Como de Dios no podemos decirlo, solo lo podemos afirmar del ser humano. La persona muerta espiritualmente no puede estar divinizada. Además, quien se une nada menos que a su Creador, añade Simeón, tiene que enterarse de ello. Pues esta unión hace que el alma y el cuerpo humano corruptibles se vuelvan incorruptibles al unirse a Dios, y este cambio es tan extraordinario que el ser humano es consciente de él.
El camino mostrado por Simeón que nos conduce a la plena divinización pasa en primer lugar por alcanzar la imperturbabilidad. No podemos llegar a ella si no es cumpliendo todos los mandamientos y, además, el cumplimiento de la ley no será completo mientras no se domine todo tipo de pasión, por pequeña que sea.
En segundo lugar, si el ser humano quiere llegar a la perfección, es necesaria la compunción, con derramamiento de lágrimas, que limpie el lodo de los pecados, porque de nada sirven las obras buenas si no estamos totalmente limpios de los pecados.
Un tercer requisito es la huida o renuncia al mundo, especialmente del deseo de las cosas que hay en él, ya que este anhelo por las realidades del mundo puede considerarse como un verdadero adulterio del corazón, que debe estar apegado solo a Dios. Después de renunciar al mundo es preciso el abandono de los placeres de la carne para vivir del espíritu. Esto debe hacerse a través del ayuno que, en palabras de Simeón, mata la pasión, puesto que quien se sacia del alimento no puede al mismo tiempo gozar de la dulzura intelectual y divina. También es preciso el silencio, tanto exterior como interior, y la mortificación del cuerpo. Finalmente, para dificultarnos el camino y hacer que nos desviemos de él, no falta la actividad de los demonios, sirvientes de Satanás, que envidia al ser humano y por eso desea dañarlo. Su acción es distinta según el alma esté en la luz o en las tinieblas. A las primeras no las puede dominar, sino que son estas las que lo pisotean; en cambio a las segundas las castiga y les declara una guerra sin cuartel a la que no pueden resistirse.
¿Pero qué es la impasibilidad para Simeón? En el Discurso ético IV nos dice que la impasibilidad consiste en no tener ni permitir ningún pensamiento pasional ni del mundo ni de sus asuntos. Esta impasibilidad se puede dividir en dos tipos: la del cuerpo y la del alma, esta última más perfecta. Añade también que es preferible la adquisición de virtudes a la simple inmovilidad del cuerpo y de las pasiones del alma. Más adelante, Simeón anima a no quedarse en la simple renuncia a los placeres terrenales, sino a aspirar a los bienes eternos, porque es más importante perseguir la gloria de Dios que conformarse con rehusar la gloria mundana. También nuestro autor nos anima a vestirnos de la luz de Cristo y a no conformarnos con ataviarnos pobremente.
Para alcanzar la perfecta impasibilidad es primordial la humildad, tanto aquella que podemos adquirir con nuestras propias fuerzas, como aquella que es don de Dios y que no está en nuestro poder. Acerca del perdón perfecto sostiene que se consigue no solo olvidando la ofensa, sino abrazando al ofensor como si fuera un amigo y no insinuar la ofensa ni siquiera en la conversación.
Termina afirmando que es preferible el cumplimiento de los mandamientos al simple temor de Dios, la práctica de los mandamientos a la impecabilidad y, finalmente, combatir y vencer al enemigo que resistirlo simplemente. Simeón nos muestra, por tanto, que la impasibilidad no es una actitud pasiva, no tener pasiones, sino más bien una actitud dinámica, que busca la perfección con la ayuda de Dios, ya que la impasibilidad perfecta es una gracia de Dios.
Esta imperturbabilidad que nos lleva a la divinización nos hace conocer a Dios de una manera diferente al conocimiento mundano. Para Simeón el conocimiento divino es deificante. Dos son los términos que se utilizaban entre los místicos griegos para expresar este tipo de saber: el de teoría o contemplación y el de conocimiento o gnosis. El primero vendría a significar contemplación o visión de Dios o de las cosas en Dios. El segundo término, gnosis, equivaldría a la ciencia existencial de las cosas espirituales. Por lo que se refiere a nuestro autor apenas diferencia los dos términos sino que los considera como sinónimos.
Este conocimiento que tenemos de Dios es distinto del humano. Para explicarlo nuestro autor se sirve de la alegoría platónica de la caverna. El conocimiento por los sentidos corporales se parece al de unos prisioneros que, estando en una cárcel oscura desde su nacimiento, no ven más que sombras, pero como no tienen otro modo de conocimiento piensan que este es el único verdadero. El conocimiento de Dios se asemeja a la luz del sol que el prisionero no ve. Pero al abrirse un boquete por donde entra la luz solar, el prisionero puede intentar elevarse mediante el dominio de las pasiones y ser iluminado por la luz clara de la fe. Poco a poco encontramos en este ser humano una ascensión a lo divino. Una vez que esta situación de iluminación se hace habitual, es cuando contempla –en expresión de Simeón– maravilla sobre maravilla, misterios sobre misterios, contemplaciones sobre contemplaciones, y cuando intenta expresar a los otros prisioneros lo que ha visto le es imposible hacerlo, y a los otros entenderlo porque, para el que no ha vivido esta experiencia, no puede imaginarse que su conocimiento meramente sensitivo no sea el verdadero.
Terminamos nuestra reflexión refiriéndonos a la tesis de nuestro autor según la cual este conocimiento de la luz de Dios lo tiene el ser humano conscientemente, y si no es consciente, es que no lo posee. Varios son los argumentos con los que quiere asentar esta tesis: el primero nos dice que por el Bautismo hemos sido revestidos de Cristo y de su conocimiento. Igual que un cuerpo nota si está vestido o desnudo así debe advertirlo el bautizado, a no ser que sea un cadáver o que Cristo no sea nada, y como esto último es inadmisible para Simeón, opina que el que no tiene este conocimiento es porque está muerto.
El segundo argumento consiste en la cita bíblica: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Si Dios ha prometido que los que han alcanzado la pureza en su corazón lo podrán ver, si decimos que una persona que ha logrado este estado no lo contempla, o hacemos a Dios mentiroso o bien no ha llegado a la pureza de corazón necesaria para llegar a la visión de la luz de Dios.