Читать книгу Catequesis I-X - Santo - Simeón - el Nuevo Teólogo - Страница 7
I LA CARIDAD1
ОглавлениеSobre la caridad. Y cuáles son los caminos y las obras de las personas espirituales. Y la bienaventuranza para los que tienen el amor en su corazón [1-6] 2 .
[A pesar de ser indigno, yo os exhorto] 3
Hermanos y padres, quiero hablaros de lo que aprovecha al alma y siento vergüenza ante vuestra Caridad4 –Cristo que es la verdad me es testigo–, pues conozco mi indignidad. Por eso quisiera permanecer en un absoluto silencio, bien lo sabe el Señor, y ni siquiera elevar la vista para mirar un rostro humano, ya que mi conciencia me condena al haber sido puesto indignamente a la cabeza de todos vosotros, como si conociera el camino, yo que no sé a dónde voy y ni siquiera he comenzado la senda que conduce a Dios.
Por esto me invade una pena no pequeña ni ordinaria por haber sido elegido yo, que soy despreciable, para guiaros a vosotros, los más venerables, a los que yo mismo debería tener por guías, porque soy el último de vosotros en antigüedad y edad5. Mi vida no tiene el discurso práctico y testimonial para exhortaros y recordaros lo que concierne a las leyes y a la voluntad de Dios. Y, cada vez que deseo hablaros de estas cosas, sé que ninguna de ellas las he puesto nunca en práctica.
Pues conozco con exactitud que el Señor y Dios no llama bienaventurado solo al que habla, sino al que obra antes de hablar. En efecto, Él dice: «Bienaventurado el que obra y enseña. Ese será llamado grande en el reino de los cielos»6. Pues los discípulos, al escuchar a un tal maestro, se vuelven dispuestos a imitarlo y no reciben tanto provecho de sus palabras cuanto son estimulados por sus buenas obras y se esfuerzan en hacer lo mismo. En cambio, yo sé que eso no se halla en mí, pues tengo conciencia de no hacer nada bueno.
Por ello os pido y os exhorto a todos vosotros, mis queridos hermanos, que no pongáis vuestra vista en mi vida relajada, sino en los mandatos del Señor y en las enseñanzas de nuestros santos Padres, porque estas luminarias no escribieron nada que antes no practicaran, y tuvieron éxito al practicarlas [7-38].
[Tomemos la misma ruta]
Por consiguiente, recorramos todos juntos el único camino que nos lleva al cielo y a Dios: los mandamientos de Cristo. Pues, aunque son diferentes los caminos que nos describe la Palabra, sin embargo no son distintos de ninguna manera según su naturaleza, sino más bien según las fuerzas y disposiciones de cada uno. Por eso se afirma que este camino se divide en numerosas rutas. Nosotros, que comenzamos por numerosas y variadas obras y acciones, como quien parte de diferentes lugares y distintas ciudades, nos esforzamos por alcanzar la única morada, el reino de los cielos.
Ahora bien, por las acciones y caminos de los hombres fieles a Dios debemos comprender las virtudes espirituales. Aquellos que comienzan a caminar por ellas deben correr hacia una única meta, de modo que, partiendo de diferentes regiones y lugares, se reúnan en una única ciudad, como acabo de decir, el reino de los cielos, y sean juzgados dignos de reinar junto con Cristo, sometiéndose al único Rey, Dios y Padre.
Por tanto, esta ciudad única y no múltiple, entendedme, es la tríada santa e indivisible de las virtudes, o mejor, la primera de ellas que se nombra la última, como fin de todo bien y la mayor de todas, me refiero a la caridad. A partir de ella y en ella toda fe se cimienta7 y la esperanza se edifica, y sin ella ninguna realidad subsiste, ni subsistirá nunca. Muchos son sus nombres, muchas sus acciones, más numerosas sus señas de identidad, divinas e innumerables sus propiedades, pero su naturaleza es única y absolutamente inefable para todos, para los ángeles, los seres humanos y cualquier otra criatura conocida o desconocida por nosotros. Incomprensible en su esencia, inaccesible en su gloria, inescrutable en sus designios, eterna porque es intemporal, invisible porque se la concibe en el pensamiento pero no se la comprende. Muchas son las bellezas de esta Sion, santa y no hecha por manos de hombre, las cuales el que empieza a verla ya no se regocija por espectáculos sensibles, ya no está apegado a la gloria del mundo presente [39-69].
[¡Oh caridad, del todo deseable!]
Después de este preámbulo, permitidme conversar un poco, hablar con ella y consagrarle todo el deseo que tengo. Tan pronto como he recordado, amadísimos padres y hermanos, la hermosura de la caridad irreprochable, su luz se apareció súbitamente en mi corazón y fui arrebatado por su dulzura, perdí el sentido de las cosas exteriores, estando tan completamente fuera de esta vida que olvidé lo que traía entre manos. Pero se fue, no sé cómo decir, de nuevo lejos de mí y me dejó lamentándome de mi propia debilidad.
¡Oh caridad, totalmente deseable! Bienaventurado quien se adhiere a ti porque ya no deseará adherirse apasionadamente a ninguna belleza terrestre. Bienaventurado quien te ha abrazado movido por amor divino: renunciará al mundo entero y, aunque tenga trato con todos, nunca se manchará. Bienaventurado quien cubrió de besos tus bellezas y puso sus delicias en ti, en tu deseo infinito, porque su alma será santifi- cada por el muy puro derramamiento del agua y de la sangre que sale de ti8. Bienaventurado quien te estrecha con anhelo, porque será transformado en espíritu, ¡feliz cambio!, y su alma se regocijará, porque tú eres la alegría inefable. Bienaventurado quien te posee, porque los tesoros del mundo serán para él tenidos en nada, porque tú eres la riqueza verdadera, inmutable. Bienaventurado y tres veces bienaventurado aquel a quien tú asistes, porque será glorificado por encima de toda gloria visible, honrado por encima de todo honor y venerado. Será ensalzado quien te busque, más alabado quien te encuentre, más bienaventurado aquel al que tú amas y alimentas, alimento que es Cristo inmortal, Cristo nuestro Dios [70-98].
[¡Oh divina caridad!]
¡Oh divina caridad! ¿Dónde retienes a Cristo? ¿Dónde lo escondes? ¿Por qué has tomado al Salvador del mundo9 y lo mantienes lejos de nosotros? Ábrenos a nosotros, indignos, tu puerta pequeña para que también nosotros podamos ver a Cristo, que padeció por nosotros, y confiar por su misericordia que no moriremos una vez que lo hayamos contemplado. Ábrenos tú que te has hecho puerta por tu manifestación en la carne, tú que has forzado las entrañas misericordiosas e inviolables de nuestro Soberano para que cargue con los pecados10 y las enfermedades11 de todos, y no nos excluyes con estas palabras: «No os conozco»12.
Quédate con nosotros para que nos conozcas, pues somos desconocidos para ti. Habita en nosotros para que nosotros, que somos de humilde condición, recibamos por ti a nuestro Soberano y nos visite, ya que tú fuiste antes a su encuentro –pues nosotros somos totalmente indignos–, y de este modo se detendrá un poco a conversar contigo y nos permitirá a nosotros pecadores caer delante de sus pies puros. Tú le hablarás para nuestro bien e intercederás para que nos perdone la deuda del mal, a fin de que gracias a ti seamos de nuevo juzgados dignos de servirle a Él, el Soberano, y seamos sustentados y alimentados por Él. Puesto que no tener deudas pero morir de hambre y pobreza es casi lo mismo que una pena y un castigo.
Acéptanos, ¡oh santa caridad!, y entremos gracias a ti en el gozo de los bienes de nuestro Soberano, de los que nadie, si no es por ti, gustará su dulzura. Pues el que no te ha querido como se debe y no ha sido amado por ti como es preciso, quizá puede correr, pero no alcanzar el premio13; y todo corredor, mientras no ha alcanzado la meta, permanece en la incertidumbre. En cambio, cuando te ha alcanzado o ha sido alcanzado por ti14, está totalmente seguro de la victoria porque tú eres el fin de la ley15, tú que me rodeas, tú que me inflamas y que enciendes en mi corazón en pena el amor infinito por Dios y por mis hermanos y padres. Puesto que tú eres la doctora de los profetas, la acompañante de los apóstoles, la fuerza de los mártires, la inspiración de los padres y doctores, la perfección de todos los santos y, en este momento, mi investidura en el presente ministerio16 [99-134].
[La caridad como criterio de los verdaderos discípulos de Cristo]
Perdonadme, hermanos, por haberme desviado un poco del tema de la catequesis, movido por el amor a la caridad. Pues me acordé de ella y «se alegró mi corazón»17, como dice el divino David, y me puse a cantar sus maravillas. Por eso pido a vuestra Caridad perseguirla con todas vuestras fuerzas y correr con fe para poder alcanzarla y que no quede frustrada de ninguna manera vuestra esperanza. Pues todo esfuerzo y toda ascesis vivida con grandes esfuerzos y que no alcance la caridad con un espíritu contrito18 es vana y no termina en nada provechoso. Ya que no es posible reconocer a uno como discípulo de Cristo por una virtud distinta a ella o por el cumplimiento de algún mandato del Señor, según dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros»19.
Movido por la caridad «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros»20, por ella se hizo hombre y soportó voluntariamente toda la pasión vivificadora para liberar de las ataduras del infierno a su propia criatura, el ser humano, restaurarla y llevarla al cielo. Movidos por ella los apóstoles corrieron esta carrera sin tregua y, después de echar en todo el mundo el anzuelo y la red de la Palabra, lo arrancaron del abismo de la idolatría y lo condujeron a salvo al puerto del reino de los cielos. Movidos por ella los mártires derramaron su sangre para no perder a Cristo. Movidos por ella nuestros padres, portadores de Dios, y los doctores del mundo dieron generosamente su propia vida por la Iglesia católica y apostólica.
Y nosotros, aunque indignos, hemos asumido el cargo de superior de hombres tan venerables como vosotros, padres y hermanos nuestros, para que, imitándolos según nuestras fuerzas, suframos y soportemos todo con paciencia por vosotros, y hagamos todo para vuestra edificación y provecho, a fin de ofreceros como víctimas perfectas, holocausto espiritual21, en la mesa de Dios. Vosotros sois, en efecto, los hijos de Dios que Dios me ha dado como hijos22, mis entrañas23, mis ojos. Vosotros sois, como dice el Apóstol, mi orgullo24 y el sello de mi25 enseñanza.
Esforcémonos, pues, con todos los medios, incluido el amor mutuo, mis queridos hermanos en Cristo, en servir a Dios y a aquel que habéis elegido para ser padre espiritual, aunque estoy muy lejos de ser digno, para que Dios pueda alegrarse de vuestra concordia y perfección, y yo, despreciable, también me alegre al ver que siempre os esforzáis en el progreso de una vida según Dios, tendiendo hacia lo mejor en la fe, en la pureza26, en el temor de Dios, en la piedad, en la compunción, en las lágrimas –todas estas cosas por las que el ser humano interior se purifica y se llena de la luz divina y se hace todo él posesión del Espíritu Santo–, en un alma contrita27 y un espíritu humillado, y mi alegría se vuelva para vosotros bendición y aumento de la vida imperecedera y bienaventurada en Jesucristo nuestro Señor, a él sea la gloria por los siglos. Amén [135-184].