Читать книгу Bajo sospecha - Сара Крейвен - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеESTA», decidió Kate al cruzar el vestíbulo vacío del hotel, «ha sido definitivamente una mañana salida del infierno».
Se dejó caer en una silla junto a la ventana y se quitó los elegantes zapatos negros bajo el cobijo de la mesa; con discreción se masajeó el talón de un pie dolorido contra la pantorrilla de la otra pierna.
En el exterior, en el jardín iluminado por el sol, desmantelaban con rapidez y eficiencia la bonita tienda de rayas rosas y blancas.
Al recordar todas las horas y llamadas de teléfono que se habían necesitado para conseguirla, Kate observó la operación con auténtico pesar.
En el resto del hotel habían cesado todos los preparativos del menú cuidadosamente seleccionado para doscientas cincuenta personas; el champán se devolvía a la bodega, junto con el clarete y el chablis; y los teléfonos sonaban a medida que a los decepcionados invitados se les informaba de que, después de todo, su presencia no sería requerida.
Kate suspiró, abrió la carpeta que tenía ante sí y pasó un dedo por la lista redactada a toda velocidad. Preparar una boda era algo tedioso y complicado. Cancelarla el día mismo en que se iba a celebrar era casi igual de complejo, y probablemente el doble de caótico.
«Maldita sea Davina Brent», pensó con irritación, mirando las facturas de los subcontratistas. «¿Por qué no pudo decidir un mes o una semana antes, incluso ayer, que no quería pasar por ello?»
Aparte del drama y de las molestias de las últimas horas, también le habría ahorrado a su aturdida familia algunos gastos enormes, pero inevitables.
Era la primera vez desde que Kate y Louie, su amiga de los tiempos de la universidad, inauguraron Ocasiones Especiales que una novia se había negado a casarse la mañana de su boda. De hecho, en los tres años que llevaban funcionando, habían tenido muy pocos apuros en la organización de las fiestas, recepciones y acontecimientos especiales de otra gente.
Y ciertamente no hubo ninguna indicación de que la hermosa Davina iba a reaccionar de forma tan espectacular en el último minuto. Durante las charlas preliminares que Kate mantuvo con ella y con su desgraciado prometido, había parecido muy enamorada.
Pero, pensó con un encogimiento mental de hombros, ¿cómo podía saber qué pasaba por la vida o la cabeza de otras personas?
Durante un momento se quedó muy quieta, consciente de un extraño hormigueo por la espalda. «Un ganso caminando por mi tumba», pensó. «O un ángel que pasaba por encima».
Y se sobresaltó cuando delante de ella depositaron una copa. Si no se equivocaba, era un martini tal como le gustaba, muy seco, muy frío y con una pizca de limón. Sólo que no lo había pedido.
–Debe tratarse de algún error –comenzó, girando en la silla para mirar al camarero. Pero se encontró con el rostro serio de Peter Henderson, el padrino, que en ese momento vestía de manera informal con unos vaqueros y un jersey.
–Ningún error –indicó con sequedad–. Da la impresión de que necesitas una copa. Yo sé que la necesito –señaló el whisky que sostenía.
–Gracias por pensar en ello –le concedió una sonrisa fugaz y formal–. Pero tengo por norma no beber alcohol mientras trabajo.
–Pensé que en estas circunstancias ya estarías fuera de servicio.
–Aún quedan unos cabos sueltos que atar –Kate señaló la carpeta abierta.
–¿Puedo acompañarte o te estorbaré?
–Claro que no. Siéntate… por favor –bajo la mesa Kate buscó el zapato descartado.
–Permíteme –Peter Henderson se apoyó sobre una rodilla y con destreza le colocó el zapato antes de sentarse.
–Gracias –Kate fue consciente de un leve rubor en la cara.
–De nada –observó con abierto aprecio el pelo rubio oscuro, echado hacia atrás, de ella y la esbelta figura que resaltaba el elegante traje color frambuesa y la blusa negra de seda. Estiró la mano e hizo sonar su copa con la de Kate–. ¿Por qué brindamos? ¿Por el amor y la felicidad?
–En estas circunstancias, podría ser un campo minado –indicó ella–. Ciñámonos a algo breve y no complicado, como «Salud» –hizo una pausa–. ¿Cómo está tu hermano?
–No está bien –apretó los labios–. Destrozado, de hecho.
–Me lo imagino –volvió a titubear–. Lo… lo siento tanto.
–Quizá sea lo mejor –se encogió de hombros–. Si alguien tiene recelos reales, es preferible una ruptura limpia ahora a un divorcio hostil más adelante, cuando podría haber hijos involucrados y se corre el riesgo de causar un daño verdadero.
–Supongo que sí –coincidió lentamente Kate–. Pero parecían tan compenetrados. ¿Él sospechaba algo de las dudas de ella?
–Imagino que cualquier problema se atribuirá a los nervios –contempló el destello de platino en el dedo anular de Kate–. Trampa que al parecer tú lograste evitar.
–Cielos, fue hace tanto tiempo que ya no puedo recordarlo –repuso con ligereza.
–Seguro que no hace tanto, o te habrías casado siendo una niña.
–Por favor –Kate le lanzó una mirada irónica, consciente de que había vuelto a ruborizarse–. Han pasado cinco años.
–Toda una vida –dijo divertido–. ¿Te arrepientes?
–En absoluto. Somos muy felices. Demasiado –añadió, preguntándose por qué necesitaba ese énfasis adicional.
–¿Hijos?
–Todavía no –de nuevo fue consciente de los ojos azules que evaluaban su figura–. Ambos estamos asentando nuestras carreras –alzó el martini y después de todo le dio un sorbo, deleitándose en la sensación de frío en su garganta–. En el caso de Ryan un cambio de carrera –indicó.
–¿Algo que no apruebas?
–Todo lo contrario –se puso rígida–. ¿Qué te hace pensar eso?
–El hecho de que tomaras un trago antes de mencionarlo.
–Me temo que has establecido una conexión equivocada –rió–. La verdad es que los martinis son mi debilidad.
–¿La única?
–Intento limitarlas.
–¿Llamarme Peter sería considerado una debilidad?
De pronto ella fue consciente de un cambio ínfimo en su lenguaje corporal; se había relajado, volviéndose hacia él. Se puso recta y lo miró con frialdad.
–Posiblemente un error de juicio –recogió la carpeta y ordenó algunos papeles–. Y no muy profesional –añadió con rigidez.
–Pero conmigo no mantienes tratos de negocios. Como tú, lo que intento es recoger las piezas.
–En ese caso, ¿no deberías estar con tu hermano en vez de conmigo?
–Andrew está con nuestros padres. Se lo llevan a casa a pasar unos días –miró la copa con el ceño fruncido–. No sé si es bueno o malo. Mi madre tiende a ser más bien emocional, y además nunca ha sido fan de Davina. Quizá dificulte el acercamiento.
–¿De verdad crees que eso podría pasar… a pesar de todo? –Kate enarcó las cejas.
–Tal vez… si los dejan pensárselo sin demasiadas interferencias –suspiró–. De hecho, no me sorprendería si algún día fueran a un juzgado y se casaran con unos testigos desconocidos. Ninguno de ellos quería tanto alboroto. Me pregunto si habrá sido tanta presión lo que impulsó a Davina a escapar.
–Espero que no –bebió el resto del martini y depositó la copa en la mesa–. O podría desarrollar un complejo de culpa.
–Culpa a los padres de ambos –indicó–. Fueron ellos los que no pararon de aumentar la lista de personas que debían ser invitadas.
–Por lo general eso es lo que sucede –coincidió Kate–. Y he de reconocer que yo también lo habría odiado.
–¿Quieres decir que no tuviste el vestido blanco con cola, la flota de coches y el reparto interminable… cuando estás metida en este mundo?
–Pero entonces no trabajaba en esto –sonrió–. Hicimos lo que acabas de recomendar para Davina y Andrew. Un juzgado a primera hora de la mañana, con dos testigos.
–¿Seguido de una felicidad constante?
–Jamás me atrevería a esperar eso –frunció el ceño–. Ni siquiera lo desearía. Suena muy aburrido.
–¿Así que el señor Dunstan y tú tenéis encontronazos esporádicos?
–Por supuesto –se encogió de hombros–. Ambos somos individuos en una relación que presupone un buen grado de unión y todo tipo de ajustes –hizo una pausa–. Y no es el señor Dunstan. Ese es mi apellido. El de mi esposo es Lassiter.
–¿Quieres decir que estás casada con Ryan Lassiter… el escritor?
–Sí –sonrió–. ¿Eres uno de sus fans?
–En realidad, sí –Peter Henderson pareció momentáneamente confuso–. Yo mismo empecé como corredor de bolsa, así que leí Riesgo Justificado en cuanto se editó. Me pareció asombroso… la combinación de altas finanzas y absoluta frialdad. Y el segundo libro fue igual de bueno, lo que no siempre es el caso.
–Se lo diré –indicó Kate–. Por suerte mucha gente comparte tu opinión.
–¿Trabaja en un tercer libro?
–En un cuarto –corrigió–. El tercero ya ha sido entregado y se publicará este otoño.
–No puedo esperar. ¿Y mientras él trabaja ante el teclado tú te dedicas a esto? –alargó la mano y recogió una de las tarjetas de visita que se había deslizado fuera de la carpeta–. Y con tu nombre de soltera –añadió despacio.
–Podría habernos ido mal –volvió a encogerse de hombros–. Pareció una buena idea mantener nuestras actividades individuales completamente separadas.
–Pero ahora vuelas alto, ¿no?
–Digamos que mantenemos el tipo en tiempos comercialmente difíciles –cerró la carpeta–. Por favor, guarda la tarjeta, por si uno de estos días planeas alguna celebración propia –le lanzó una mirada pícara–. Quizá incluso una recepción de boda.
–Dios no lo permita –tembló.
–¿Estás en contra del matrimonio?
–No para otras personas –la miró pensativo–. Aunque también ahí debería hacer excepciones.
Sus ojos se encontraron, se desafiaron, y para sorpresa de Kate ella fue la primera en apartarlos.
«¿Qué me pasa?», pensó, tragando saliva. «Soy una mujer adulta. Ya me habían intentado seducir antes, en muchas ocasiones. ¿Por qué ésta sería diferente?»
Con lo que reconoció como un esfuerzo deliberado, recogió el maletín negro del suelo, lo abrió y guardó la carpeta. Al ponerse de pie, le dirigió una sonrisa breve y distante a Peter Henderson.
–Bueno, gracias por la copa. Ya debo irme.
–¿Sí? –él echó hacia atrás su silla y se incorporó–. Esperaba que en cuanto quedaras libre de tus ocupaciones profesionales pudiéramos cenar juntos –hizo una pausa–. He decidido quedarme a pasar la noche aquí.
–Y yo he decidido regresar a Londres lo antes posible –el tono de voz de Kate salió más seco que lo que había pretendido.
–¿Huyendo, señorita Dunstan? –su sonrisa fue cautivadora y desenfadada. Bajó la vista a la tarjeta que sostenía–. ¿O puedo llamarte Kate?
–Si lo deseas –adrede miró el reloj–. Aunque no veo por qué podrías desearlo. A menos que decidas dar una fiesta uno de estos días, es improbable que volvamos a vernos. Aunque Andrew y Davina volvieran a juntarse, dudo que contrataran nuestros servicios una segunda vez.
–Sigo siendo optimista –le sonrió–. En todos los sentidos –tras una pausa, añadió–: Y creéme, señora Lassiter –recalcó el apellido casi con tono burlón–, si decido dar una fiesta, serás la primera en saberlo.
De pronto Kate sintió como tuviera pintada en la cara su propia sonrisa de despedida, igual que un payaso.
–Adiós, señor Henderson –se despidió y atravesó el vestíbulo del hotel sin mirar atrás.
Fue al tocador y le alegró encontrarlo vacío. Durante un momento se apoyó en la puerta, enfadada por tener la respiración agitada; esperó que su marcha hubiera sido tan digna como había pretendido.
«Pero no puedo garantizarlo», pensó, haciendo una mueca. «Y probablemente él fue consciente de ello, maldita sea».
Se acercó a la hilera de lavabos, se alisó el pelo ya inmaculado, añadió una capa innecesaria de carmín a los labios y luego se lavó las manos, un gesto simbólico que la obligó a reír.
«Reconócelo, Kate», le dijo a su reflejo, entre divertida y culpable, «durante unos instantes sentiste la tentación».
Después de todo, Ryan no la esperaba hasta el día siguiente. Y sólo se trataba de una invitación a cenar. ¿Quién se iba a enterar si aceptaba… y dónde estaba el daño? «Tu matrimonio es sólido como una roca, ¿no?»
Durante un momento se quedó muy quieta, invocando la imagen de Ryan hasta que le dio la impresión de que estaba de pie a su lado, alto, relajado, con su rostro delgado que siempre sería atractivo más que guapo.
«Tan real», se maravilló, que casi podía oler la fragancia áspera y masculina de la colonia que usaba. Tan sexy, de un modo ecuánime, subestimado, que todo su cuerpo se contrajo en una excitación súbita e inesperada.
Vio sus largas piernas y caderas estrechas enfundadas en unos vaqueros viejos, con la camisa abierta al cuello y las mangas subidas alrededor de sus musculosos antebrazos. Ropa de trabajo… nada parecido a los trajes oscuros de ciudad que llevaba cuando ella lo conoció. Pero los cambios en Ryan eran mucho más profundos que lo que indicaba su apariencia. Y si era sincera, ese había sido uno de los aspectos de su nueva vida que más le había perturbado.
Cerró los ojos y desterró la imagen, borrando todo el incidente con Peter Henderson. Había sido una fugaz distracción en el suave discurrir de su vida, que no valía la pena volver a recordar.
–Es hora de regresar a casa –dijo en voz alta.
Desde el teléfono público del vestíbulo llamó al piso. Saltó el contestador automático, lo que indicaba que Ryan estaba trabajando.
–Hola, cariño. La boda se ha cancelado, no tardaré en volver. ¿Por qué no salimos a cenar fuera esta noche? Invito yo. Mira si puedes reservar mesa en Chez Berthe.
Pasó por la Recepción para informar de que se iba y comprobar que la cancelación no había provocado dificultades inesperadas.
–Todo está bien –la tranquilizó la joven detrás del mostrador–. Es una pena. Nadie aquí recuerda algo similar.
–Espero que no establezca una tendencia –repuso Kate mientras daba media vuelta.
–Oh, un momento, señorita Dunstan –la detuvo–. Casi lo olvidaba –exhibió una expresión de complicidad–. Han dejado esto para usted –le entregó un sobre que mostraba su nombre escrito a mano.
–Gracias –dijo con frialdad y lo metió en el bolso, maldiciendo en silencio la curiosidad de la recepcionista. Era importante dejar una imagen profesional, por lo que esbozó una sonrisa amable, pero formal–. No anticipo ningún problema más –añadió–, pero si surgiera algo puede llamarme a mi despacho o al móvil.
Aguardó hasta estar en su coche para abrir el sobre. Era la tarjeta de visita de Peter Henderson, pero en el dorso había escrito su numero particular.
Y debajo había añadido: Te dije que era un optimista.
Kate apretó los labios. Se sintió tentada a romper la tarjeta y tirarla a una papelera, pero no había ninguna cerca. Se desharía de ella luego, decidió, guardándola en la cartera. Después de añadirlo al archivo de clientes en el ordenador del despacho, por supuesto, corrigió. Eso lo neutralizaría. Lo reduciría a un contacto de negocios. Inocente, y potencialmente beneficioso. Fin de la historia.
El tráfico estaba milagrosamente fluido, por lo que se encontró en casa casi antes de lo que se había atrevido a esperar. Aparcó junto al Mercedes de Ryan en el aparcamiento subterráneo del edificio.
Subió a la última planta e introdujo la llave con sigilo, ya que Ryan aún estaría trabajando y era importante no molestarlo. Le gustaba la tranquilidad cuando escribía, aunque se mostraba razonablemente tolerante con las interrupciones, en especial cuando venían con una taza de café.
«Le daré media hora», pensó Kate mientras dejaba el maletín en un sofá.
Se quedó quieta al darse cuenta de que reinaba una quietud absoluta. Escuchó con atención, pero sólo había silencio. Se aclaró la garganta.
–Ryan… ¿estás aquí? –y por primera vez fue consciente de un leve eco. Desconcertada, pensó que debía estar en casa. Siempre estaba. Además, no se había llevado el coche.
En el otro extremo del salón vio la luz roja del contestador automático que parpadeaba. Al ponerlo, sólo escuchó su mensaje.
Miró en el dormitorio, en los dos cuartos de baño y luego en el despacho de Ryan, por si le había dejado una nota. Nada. Su escritorio estaba limpio.
«Claro», pensó. «No me esperaba hasta el día siguiente».
Se sintió absurdamente desinflada. Había vuelto a toda velocidad para estar a su lado, y él se hallaba en otra parte. No había mesa reservada en Chez Berthe, ni en ninguna otra parte.
Suspiró. Tendría que preparar algo de pasta, con atún y anchoas, y había algo de pan de ajo en el congelador. Sería mejor que empezara, pues Ryan no tardaría mucho… no si no se había llevado el Mercedes.
Por otro lado, comprendió al mirar inquieta a su alrededor, el piso se encontraba extrañamente ordenado… como si nadie hubiera estado allí en todo el día.
«Oh, para» se amonestó. «Sólo estoy decepcionada. No es para ponerme paranoica».
Entró en la cocina y llenó la cafetera. Se prepararía un café y luego se pondría a hacer la cena. Le daría una sorpresa cuando llegara. Al abrir el grifo vio dos copas de cristal en la pila. Enarcó las cejas. «¿Champán?», pensó. «Ryan casi nunca bebe champán. Prefiere el clarete».
Puso el agua a hervir y luego, siguiendo un impulso que no quiso analizar, abrió el cubo de la basura. Había una botella vacía de Krug, evidencia muda de que Ryan había estado bebiendo champán, y no solo.
Durante un momento se quedó mirando fijamente la botella; luego soltó la tapa y dio la vuelta.
«¿Y qué?», reflexionó, con un encogimiento de hombros mental. Estaba claro que había celebrado algo. Quizá Quentin, su agente, lo había llamado para darle buenas noticias sobre la opción cinematográfica del último libro.
Aún no podía creerse lo espectacular que había demostrado ser la nueva carrera de Ryan. Creía que estaba firmemente establecido en la Bolsa, y se quedó espantada cuando le anunció su decisión de dejar el mercado de valores para escribir su primera novela. Kate, cuya sociedad con Louie se hallaba en sus primeras fases tentativas, había intentado razonar con él, señalándole los riesgos que corría, pero él se mostró inamovible.
–No me gusta mi vida –le había dicho–. Miro a las personas que me rodean y veo que me estoy volviendo como ellas. No quiero eso. Esta es mi oportunidad de liberarme, y la aprovecharé. No tienes de qué preocuparte, Kate –había añadido con más gentileza–. Tengo dinero ahorrado para protegernos al principio. No dejaré que te mueras de hambre.
–No pensaba en mí –protestó ella–. Si dejas el trabajo no habrá modo de volver atrás. Y convertirte en escritor es un… salto tan grande al vacío. ¿Cómo sabes que podrás hacerlo?
–Jamás lo sabré hasta que lo intente.
–Supongo que no –había suspirado Kate –. Bueno, hazlo, si es lo que quieres. Después de todo, siempre tendremos Ocasiones Especiales para respaldarnos.
–Así es –había reinado un silencio, que él quebró en voz baja–. Casi lo olvidaba.
Pero al final demostró no ser necesario; el manuscrito de Ryan lo había leído Quentin Roscoe, que lo vendió por una suma de dinero que había hecho parpadear a Kate.
–Eres un genio –le había rodeado el cuello con los brazos, besándolo extasiada–. Ya nada puede pararnos.
«Aunque no todo había sido fácil», reconoció. Aún recordaba el día en que Ryan le anunció que tendría que realizar una gira por los Estados Unidos para promocionar Riesgo Justificado.
–Iré a todas las ciudades importantes –le había dicho entusiasmado–. Firmaré libros, concederé entrevistas a la radio y la televisión. Y, mientras trabajo, tú podrás salir de compras y disfrutar de las vistas.
–¿Yo? –la sonrisa de Kate se desvaneció. Se mordió el labio–. Cariño, no puedo acompañarte.
–¿De qué hablas? Claro que vas a venir. Está todo arreglado.
–Entonces tendré que desarreglarlo –repuso ella con sequedad–. Después de todo, ni siquiera fui consultada.
–A mí tampoco me consultaron –indicó Ryan con tono lóbrego–. Esto es lo que se supone que debo hacer, y he de agradecerlo. Es el tipo de oportunidad que no rechazas.
–Por supuesto que no, y no me cabe duda de que será maravilloso –a sus oídos la voz le pareció quebradiza–. Pero yo estoy demasiado ocupada con mi trabajo como para tomarme tanto tiempo libre.
–Louie lo entenderá… si se lo explicas.
–No hay nada que explicar –alzó la barbilla–. Igual que tú, tengo una carrera, Ryan… y una vida. No soy un… apéndice que se puede arrastrar siguiendo tu estela.
–En absoluto –coincidió él con demasiada cortesía–. Eres mi esposa, y busco un poco de apoyo.
–¿Y qué debo hacer, dejarlo todo y correr detrás de ti? –Kate sacudió la cabeza–. Lo siento, Ryan, pero no funciona así –titubeó–. Quizá si me hubieras dado más tiempo…
–Yo mismo acabo de enterarme –calló unos momentos–. Kate, te necesito a mi lado… por favor.
–Es imposible –insistió con obstinación. Vio la expresión abatida de él al darse la vuelta y se apresuró a añadir–: Quizá la próxima vez…
–Claro –dijo él con voz inexpresiva–. Siempre hay una próxima vez.
Pero no la había habido. Desde entonces Ryan había realizado varias giras de promoción, pero a ella no la había incluido en ninguna, aunque podría haberlo acompañado con el consentimiento de Louie.
–Eres una tonta –le había comentado su socia después de que Kate le contara lo sucedido–. Si Ryan fuera mío, no lo dejaría irse solo.
–No está solo –había protestado Kate–. Lo acompañan más personas… incluido un publicista.
–¿Hombre o mujer? –Louie la había mirado fijamente.
–No lo sé.
–Entonces averigualo. Yo soy una mujer soltera, pero me da la impresión de que es un tipo de información que una esposa amante debe conocer.
–Oh, no seas ridícula –había protestado Kate con impaciencia–. Confío en Ryan –no obstante, cuando Ryan llegó a casa se oyó preguntarle–: ¿Qué tal te ha ido con el publicista?
–¿Grant? –Ryan había meneado la cabeza–. Un buen tipo, pero creo que yo soy su primer autor. Nos ayudamos mutuamente.
–Oh –Kate se había despreciado por sentirse aliviada.
La cafetera silbó y, con un sobresalto, la llevó de vuelta al presente.
«No es el tipo de viaje que quería hacer por la Avenida de los Recuerdos», reflexionó mientras se preparaba el café.
Debió provocarlo el encuentro con Peter Henderson. Sus preguntas habían reabierto varias heridas que había pensado que estaban cicatrizadas para siempre, y eso resultaba vagamente perturbador.
De acuerdo, no había deseado que Ryan pusiera en peligro su puesto de agente de bolsa. No podían culparla por eso. Pero nadie estaba más encantado que ella de que la apuesta hubiera dado sus frutos. «Los dos estamos haciendo lo que queremos. Tenemos una vida maravillosa y un matrimonio sólido», se dijo mientras regresaba al salón. Las cosas no podían ir mejor.
Había algo de correo junto al teléfono, publicidad y facturas por el aspecto que presentaba. Mientras repasaba las cartas una llamó su atención. Era un sobre caro color crema, mecanografiado y dirigido escuetamente a «Kate Lassiter», con un matasellos de Londres.
Lo abrió y extrajo la única hoja que contenía. Desplegó el papel y bebió un sorbo de café.
No tenía ninguna dirección; nada salvo dos líneas de caligrafía marcada. Ocho palabras que saltaron de la página con una fuerza que la dejó atontada:
Tu marido ama a otra mujer.
Un amigo.