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Capítulo 2

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KATE se sentía embotada. Percibió un extraño rugido en los oídos, al tiempo que desde la distancia le llegaba el estrépito de loza al romperse, e hizo una mueca al notar el agua hirviendo en sus pies y piernas.

«He dejado caer mi taza de café», pensó con distanciamiento. «Debería limpiarlo antes de que manche el suelo. Debería…»

Pero no pudo moverse. Sólo fue capaz de leer esas ocho palabras una y otra vez, hasta que bailaron ante sus ojos, reagrupándose en extraños patrones sin sentido.

Sintió que doblaba los dedos sobre el papel y lo estrujaba, reduciéndolo a una bola compacta que tiró con violencia hasta donde le permitieron sus fuerzas.

Permaneció quieta un momento, limpiándose distraídamente las manos sobre la falda manchada de café; luego, con un grito ahogado, subió corriendo al cuarto de baño, donde vomitó.

Cuando el mundo dejó de dar vueltas, se quitó la ropa y se duchó con agua casi más caliente que la que podía soportar, como si deseara purificarse de alguna contaminación física.

Se secó y se puso unos leotardos y una túnica. Mientras se peinaba el pelo mojado le pareció contemplar a un fantasma. Un espectro de rostro blanco con ojos enormes y aturdidos.

Bajó y se dedicó a limpiar el café vertido, y agradeció el esfuerzo físico de quitar las manchas del parqué. Tendría que enviar la alfombra color crema a limpiar.

Entonces se paró en seco, incrédula. Su matrimonio estaba en ruinas y a ella le preocupaba una maldita alfombra.

–No es verdad –oyó su propia voz, áspera y trémula–. No puede ser verdad, o lo habría sabido. Seguro que habría percibido algo. Sólo es alguien que nos odia, que está celoso de nuestra felicidad.

La conclusión le puso la piel de gallina, pero con una mueca de dolor comprendió que era infinitamente preferible a cualquier otra posibilidad.

Se puso de pie y llevó los fragmentos de porcelana al cubo de la basura. Sintió una sacudida al ver la botella de champán. Antes de ser capaz de detenerse, alzó las copas de la pila y las estudió detenidamente a la luz del sol en busca de un rastro de carmín.

«Oh, por el amor del cielo», se recriminó. «No dejes que la maldad de alguien te vuelva paranoica».

Dejó las copas y con meticulosidad limpió todo. Luego se preparó otra taza de café y se sentó en uno de los sofás del salón. «No quiero que esto haya sucedido», pensó. «Quiero que todo vuelva a estar como estaba…»

En cierto sentido lamentaba haber regresado a casa. Tendría que haber aceptado la invitación de Peter Henderson de cenar en Gloucestershire. Pero eso no habría marcado ninguna diferencia. La carta habría estado esperándola a su vuelta.

Necesitaba encontrar algún modo de enfrentarse a la situación. Trazar algún plan de acción. Pero no sabía qué hacer. «Siempre podría buscar una confrontación directa», reconoció. «Darle la carta a Ryan y observar su reacción».

Dejó la taza vacía y recogió la bola de papel del rincón en el que había caído, alisándola.

«No puedo fingir que se trata de un asunto ligero… bromear con ello», pensó. «En cuanto él vea lo que hice con la hoja, sabrá que me importaba… que me irritó. No puedo permitirlo. No hasta que esté segura».

Bruscamente fue consciente de lo mucho que se había desviado de su incredulidad original. Recordó un artículo que leyó en una revista en la peluquería. Titulado El Corazón Falso, había detallado algunas de las maneras para comprobar si un hombre era infiel. «Y uno de los síntomas de mayor peligro», recordó con un vuelco del corazón, «eran las ausencias prolongadas e injustificadas».

–Ryan… ¿dónde demonios estás? –dijo en voz alta, casi desesperada.

«No», decidió apretando la mandíbula. No se permitiría pensar de ese modo. Cinco años de amor y confianza no se podían destruir con un simple acto de maldad. No lo permitiría. No iba a mencionarle la carta, se dijo, respirando hondo. De hecho, haría como si nunca la hubiera visto. Que no existía. No lanzaría ninguna acusación grave, no soltaría ninguna insinuación velada. Actuaría de forma completamente natural, afirmó con fiereza. Pero… también estaría en guardia.

Rompió la carta en dos, luego en cuatro, antes de reducirla a tiras y después a fragmentos ínfimos que depositó en un plato y quemó.

Hizo desaparecer las cenizas en la pila y deseó que sus palabras pudieran borrarse de su mente con igual facilidad.

Abrió una botella del burdeos favorito de Ryan. Un gesto amable y cariñoso para darle la bienvenida a casa. Salvo que no había una garantía absoluta de que regresara… Pero ya pensaría en ello cuando no quedara otra alternativa.

Se acurrucó en el sofá, bebió vino y miró la televisión, consciente de la luz que desaparecía del cielo encima del río. Pero las palabras y las imágenes de la pantalla pasaron de largo, como si fuera ciega y sorda. Tenía la mente ocupada con pensamientos perturbadores.

Con una sensación de desconcierto descubrió que reinaba una oscuridad total, y se dio cuenta de que llevaba sentada allí mucho tiempo. Eso reforzó el hecho de que todavía se hallaba injustificadamente sola.

«No va a volver», pensó angustiada. «¿Y cómo voy a soportarlo…?» El súbito sonido de una llave en la cerradura hizo que girara en redondo, con el corazón desbocado.

–¿Ryan? –preguntó sorprendida–. Oh, Ryan, eres tú.

–¿Esperabas a otra persona? –quiso saber con tono ligero, aunque la miró con ojos inquisitivos. Cerró la puerta y dejó el maletín.

–Claro que no, pero empezaba a preocuparme. No sabía dónde estabas.

–Lo siento, pero desconocía que estarías aquí para preocuparte –enarcó las cejas–. ¿A qué debo este inesperado placer?

Kate notó que Ryan llevaba sus pantalones grises preferidos, con una camisa blanca, una corbata de seda y la chaqueta negra de cachemira. En absoluto su indumentaria informal de los fines de semana.

–Oh, la novia se asustó y canceló la boda. La primera vez que le sucede eso a Ocasiones Especiales. Toda esa comida estupenda, y la tienda más bonita de Inglaterra, sin nadie para disfrutarlas –comprendió que empezaba a divagar y se mordió el labio.

–Ah, bueno –comentó Ryan–. Probablemente sea una bendición oculta. Un error menos para sumar a la experiencia. Un dígito menos que añadir a las estadísticas de divorcio.

–Es un punto de vista muy cínico –lo miró súbita y totalmente impresionada.

–Pensé que estaba siendo realista –hizo una pausa–. ¿Te causó muchos problemas?

–Los suficientes –se encogió de hombros–. Pero también me devolvió el fin de semana –titubeó–. Te llamé y te dejé un mensaje. Debiste estar fuera todo el día.

–Casi –asintió, quitándose la chaqueta y dejándola sobre un sofá.

Kate lo observó desabrocharse los primeros botones de la camisa con ansia súbita y primitiva. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que hicieron el amor? Por lo menos unas tres semanas, comprendió con una mueca interior. Justo antes de experimentar aquel súbito dolor de estómago que le duró veinticuatro horas. «Pero he estado mucho fuera por trabajo», se recordó a la defensiva, «y Ryan a menudo trabaja hasta tarde, y estoy dormida cuando llega a la cama».

«Pero no esta noche», se prometió. «Me encargaré de tomar extremas precauciones para mantenerme despierta». Le sonrió.

–¿Te gustaría una copa de vino? No… no sabía qué hacer para cenar…

–Ya he cenado, gracias. Pero me encantará un poco de vino.

–Estás muy elegante –comentó con tono casual; le sirvió una copa y se la pasó–. ¿Has visto a Quentin?

–No –meneó la cabeza–; tenía que realizar algo de investigación.

–Oh –Kate volvió a llenarse su copa y se sentó–. Creía que eso lo hacías por Internet.

–No todo –dio vueltas inquieto por el salón. Se detuvo junto al teléfono–. ¿Ha habido algún otro mensaje?

–Al parecer no –Kate dio un sorbo de vino–. ¿Esperabas uno en particular?

–No. A propósito, había algunas cartas para ti. ¿Las viste?

–Sí. Oh, sí, gracias.

–¿Qué le ha sucedido al suelo –se detuvo y con el ceño fruncido bajó la vista–. ¿Y a la alfombra?

–Fue por mi torpeza –ella logró reír–. Tuve una pelea con una taza de café y perdí. ¿Se nota mucho? Mandaré la alfombra a que la limpien, y hay un producto especial para el parqué.

–No, déjalo –dijo Ryan con una mueca–. De hecho, me gusta la idea de que al fin hemos conseguido dejar nuestra marca en este lugar. Empezaba a pensar que íbamos a pasar por aquí sin dejar huella.

–¿Pasar? –repitió Kate–. Suena raro.

–Sólo es una forma de hablar –se encogió de hombros.

–Y no es «este lugar» –continuó ella con cierta vehemencia, sintiéndose incómoda–. Es un hogar. Nuestro hogar.

–¿De verdad, cariño? –Ryan rió–. Yo pensaba que era una especie de declaración.

–¿Y no puede ser ambas cosas? ¿Está mal que nuestro entorno exprese quiénes somos… nuestras aspiraciones y logros? –notó que alzaba la voz.

–Eso depende de las aspiraciones y logros –repuso él–. Aunque nadie que viera todo esto podría dudar del éxito que hemos tenido –alzó la copa en brindis irónico y se tragó el resto del vino–. Demostrado queda.

«Dios mío», pensó ella. «Casi nos estamos peleando, y eso es lo último que quiero». Dejó la copa y se acercó a él; le rodeó la cintura con los brazos y aspiró su familiar fragancia masculina.

–Bueno, a mí me encanta nuestro éxito –lo miró y habló con fingido reto–. Y más aún nuestra felicidad. Y, de regalo, el día de mañana lo pasaremos juntos –trazó el cuello abierto de su camisa con el dedo índice–. Domingo, dulce domingo, solos –bajó la voz–. Podemos levantarnos a la hora que deseemos. Dar un paseo por el parque o quedarnos en casa a leer el periódico. Descubrir un restaurante nuevo donde cenar. Como solíamos hacer antes.

–Lo siento, mi amor –meneó la cabeza–, pero mañana no. Iré a Whitmead a comer con la familia.

–¿Oh? –Kate se puso rígida al instante–. ¿Y cuándo lo decidiste?

–Mi madre llamó durante la semana.

–No lo mencionaste antes.

–No pensé que fuera a interesarte –la miró con curiosidad.

No añadió «Después de la última vez». «Aunque no hacía falta», pensó Kate. «La implicación estaba clara».

–Cariño –comenzó con voz apaciguadora–, no hablaba en serio cuando dije todas esas cosas estúpidas al volver a casa. Yo… perdí los nervios. Los dos los perdimos –sacudió la cabeza–. Simplemente me gustaría que tu madre entendiera que cuando tengamos una familia será por decisión propia y personal, adoptada cuando estemos preparados. Sin ninguna insistencia de ninguna parte.

–Hizo un comentario casual, Kate. No pretendía interferir. Ni iniciar la Tercera Guerra Mundial –calló un instante–. Después de todo, cuando nos casamos, un hijo formaba parte de nuestras prioridades. Y no hicimos un secreto de ello.

–Sí, pero todo cambió cuando dejaste tu trabajo –protestó Kate–. Yo tuve que ponerme a trabajar mientras tú te establecías como escritor. Lo sabes.

–Ya estoy establecido –comentó con suavidad.

–Y yo también –le recordó Kate–. Lo cual hace que resulte más difícil encontrar el momento adecuado. Algo que encaje con las exigencias de nuestras respectivas carreras. Tu madre debería verlo –titubeó–. Y no olvides lo que Jon y Carla Patterson nos comentaban la otra noche sobre los problemas que han experimentado buscando una niñera. Han tenido un desastre tras otro.

–Eso parece.

–Por lo tanto, no es algo en lo que debamos precipitarnos –continuó Kate–. Además, tu madre ya puede mimar a los hijos de tu hermana –añadió a la defensiva.

–Sin duda –coincidió él–. Pero no puedo prometerte que no suelte alguna indirecta más –hizo una ligera mueca–. Me temo que en mi familia no son muy discretos.

–Quizá no –se obligó a sonreír–. Entonces, ¿eso significa que estoy excluida de la invitación de mañana?

–En absoluto –indicó Ryan–. A todo el mundo le encantaría verte, pero yo di por hecho que estarías ocupada en tu despacho en cuanto regresaras de Gloucestershire, y por eso me disculpé por ti.

–Tienes toda la razón, desde luego –acordó sin entusiasmo. Se separó de él y se alejó–. He de completar un montón de papeles. Quizá la próxima vez.

–Podría ser lo mejor.

«¿Se lo imaginaba o parecía aliviado? Dios mío», pensó, mordiéndose el labio. «¿Soy tan mal pensada?» Volvió a girar en su dirección con una amplia sonrisa en la cara.

–¿Quieres un poco más de vino?

–Será mejor que no –dijo con pesar–. Necesito mantener la cabeza despejada.

–¿Es que vas a trabajar esta noche? –Kate no intentó ocultar su decepción.

–Debo realizar algunas correcciones. No tardaré mucho.

–¿No podría esperar hasta mañana? –Kate se arrodilló en el sofá y alargó un brazo para asirle la mano–. Te… te he echado de menos.

–He de salir pronto para Whitmead. Tengo que terminarlo hoy –se soltó la mano y pasó un dedo por la curva de la mejilla de ella–. Iré a toda velocidad.

–¿Es una promesa? –arrastró las palabras, mirándolo con ojos entornados.

–Compórtate –se inclinó y plantó un beso fugaz en su cabeza–. Te veré más tarde –recogió el maletín y se dirigió a su despacho, cerrando la puerta a su espalda.

Kate permaneció un momento donde estaba con la mirada en el vacío, luego recogió las copas de vino y las llevó a la cocina para lavarlas. Pudo ver su reflejo en la ventana encima del fregadero, pálida, la boca tensa y los ojos muy abiertos.

«Parezco… asustada», pensó aturdida. Pero no había nada de lo que asustarse, ¿verdad?

Sin duda no había sido un encuentro ideal. La reacción de Ryan a su regreso súbito no fue la que Kate había esperado. Aunque él siempre se preocupaba cuando el libro en el que trabajaba llegaba a una página determinada. En circunstancias normales, ella no lo habría vuelto a considerar.

Pero la vida ya no era normal. La carta anónima lo había cambiado todo. Esas ocho palabras habían eliminado las certezas. Y habían introducido el miedo que veía en sus ojos.

Ryan dijo que había estado investigando. Pero, ¿para qué clase de investigación se vestiría con chaqueta y corbata? Y la comida que había mencionado… ¿la tomó solo?

«¿Por qué no se lo pregunto?», reflexionó Kate, enroscando un mechón de pelo alrededor de un dedo en un gesto de la infancia. «¿Por qué no averiguo exactamente dónde ha estado? Y que incluso mencione el nombre del restaurante. ¿Quizá se debe a que no deseo oír las respuestas? ¿Porque tengo miedo de lo que puedo descubrir?» Experimentó un escalofrío y le dio la espalda a la cara tensa que la miraba desde el cristal.

Puede que Ryan no se sintiera desbordado al verla, pero ya no eran recién casados, por el amor del cielo. Eso no hacía que fuera culpable de nada. Y tampoco había un motivo real para que él cambiara sus planes. Ambos eran adultos con sus respectivas vidas.

Y tampoco quería ir a ver a la familia de Ryan el domingo. No quería encontrarse con Sally y Ben y sus hijos ni oír las comparaciones. «Sé sincera. No deseas otra pelea en el viaje de vuelta».

Y tampoco debía ser intransigente con los padres de Ryan, ni siquiera en pensamiento, añadió con pesar. Porque los dos le caían bien… aunque la calidez, el encanto y la energía desbordante de la señora Lassiter la hicieran sentirse incómoda en ocasiones.

Sencillamente, no estaba acostumbrada al abierto afecto de la familia, a la franqueza en los temas personales. Su educación había sido muy diferente.

Suspiró y regresó al salón y durante un instante miró la puerta cerrada del despacho de Ryan. No había nada en el mundo que pudiera impedirle atravesar el espacio que los separaba.

Podría abrir esa puerta, entrar y preguntarle cuánto iba a tardar. Ya lo había hecho otras veces, y en muchas primero había dejado la ropa que llevaba tirada en el suelo.

Pero a pesar de que la boca se le curvó en una sonrisa reminiscente, sabía que esa noche no lo iba a hacer.

Cuando antes le rodeó la cintura con los brazos, él la abrazó, pero sin pasión. No hubo intimidad en su contacto. En el pasado la habría pegado a su cuerpo, habría buscado su boca y sus manos habrían redescubierto todas las rutas dulces y sensuales hacia su deseo mutuo.

Nunca antes se había ofrecido y sido rechazada.

«Aunque no fue un rechazo real», se tranquilizó rápidamente. Después de todo, había dicho después, ¿no?

Pero, aunque ya era después, sabía que no iba a correr el riesgo. Dejaría que fuera él quien esa noche estableciera los parámetros.

Subió al dormitorio. En la cómoda encontró el camisón que por impulso compró el mes pasado y que aún no había estrenado. Lo extendió y lo observó con satisfacción.

Era de satén color crema, de sencillez clásica, con el corpiño muy revelador bajo las tiras de los hombros y la parte inferior para que exhibiera una ceñida caída.

«Era seductor», pensó. Nunca se presentaría una ocasión mejor para probar su efecto.

Se lo puso, se soltó el pelo sobre los hombros y añadió un toque de Patou’s Joy en el cuello, las muñecas y los pechos.

Luego, dejando una lámpara tenue encendida, se echó sobre la cama para esperarlo.

«Y veremos si mañana se va temprano a Whitmead», pensó con una sonrisa. «O si tendrá que llamar a sus padres para informarles de que no podrá ir. Qué pena».

No dejó de girar la cabeza hacia las escaleras, con cada sentido alerta ante cualquier sonido o señal de movimiento. Pero no hubo nada. Ryan había dicho que no tardaría, pero el tiempo se hizo interminable.

Recordó la respiración profunda que había aprendido en sus clases de yoga en la universidad y su efecto balsámico. Se dejó hundir en el colchón y mientras inhalaba contó en silencio, contuvo el aliento y luego lo soltó poco a poco.

Gradualmente sintió que la tensión interior se mitigaba, pero al mismo tiempo empezó a sentir pesados los párpados.

«Dormir», pensó somnolienta. «No debo dormirme. Tengo que esperar… esperar a Ryan…»

Fue el frío lo que la despertó. Se sentó con un escalofrío, y girar la cabeza le reveló que seguía sola. El reloj le indicó que era más allá de la medianoche. Salió de la cama, se puso la bata y bajó al salón.

Ryan estaba dormido en uno de los sofás. La televisión zumbaba con la pantalla en blanco.

Kate la apagó antes de inclinarse sobre su marido para moverle el hombro con delicadeza.

–Ryan –susurró–. Cariño, no puedes quedarte aquí. Ven a la cama… por favor.

Él musitó algo ininteligible, pero no se movió, ni siquiera cuando ella lo sacudió con más fuerza.

Aguardó un momento más, luego, con gesto derrotado, volvió al dormitorio. Incluso bajo las sábanas, la cama grande era fría y nada invitadora.

«Bueno», pensó, «se quedó dormido ante el televisor. Sucede. No es nada importante».

Y de pronto descubrió que tenía muchas ganas de llorar. Porque sí era importante.

Bajo sospecha

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