Читать книгу Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean - Страница 3

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«Los árboles son solo un dosel para los escándalos.

Las damas elegantes no salen de casa después del anochecer».

Tratado sobre las damas más exquisitas

«Es sabido que las hojas no son lo único que cae en los jardines…».

El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

Visto en retrospectiva, la señorita Juliana Fiori debería haber recapacitado un poco aquella noche antes de llevar a cabo cuatro acciones.

Para empezar, tendría que haber ignorado el impulso que la empujó a abandonar el baile de otoño de su cuñada para aventurarse en los jardines de Ralston House, un lugar menos empalagoso, más fragante y mucho peor iluminado.

En segundo lugar, debería habérselo pensado dos veces cuando ese mismo impulso la llevó a adentrarse en los lóbregos senderos que bordeaban la mansión de su hermano.

Y, en tercer lugar, debería haber regresado al interior de la casa en cuanto se tropezó con lord Grabeham, completamente ebrio, que se mantenía en pie a duras penas y expelía comentarios poco caballerosos.

Pero no debería haberle golpeado.

No importaba que la hubiera atraído hacia él y la hubiera obligado a oler su aliento caliente y apestoso, a whisky nada menos, ni que sus labios fríos y húmedos hubieran buscado torpemente el arco de su mejilla; ni siquiera que sugiriera que iba a disfrutarlo tanto como lo había hecho su madre.

Las damas no golpean a la gente.

Al menos las damas inglesas.

La señorita Juliana Fiori observó cómo el supuesto caballero gritaba de dolor y sacaba un pañuelo del bolsillo para cubrirse la nariz y manchar de escarlata el inmaculado lino blanco. Paralizada, sacudió la mano distraídamente para deshacerse del escozor mientras el miedo la consumía.

Aquello saldría a la luz pública. Se convertiría en un «acontecimiento».

Y no importaba que el susodicho caballero se lo hubiera merecido.

¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¿Permitir que abusara de ella mientras esperaba a que entre los árboles apareciera un salvador? Lo más probable era que cualquier hombre que estuviera en el jardín a aquella hora de la noche fuera otro acosador.

Pero acababa de confirmar todas las habladurías. Jamás podría ser una aristócrata.

Juliana levantó la vista para admirar el dosel que formaban los árboles. Hacía tan solo un momento, el susurro de las hojas por encima de su cabeza había supuesto la promesa de un respiro de las destemplanzas del baile. Ahora, el sonido se mofaba de ella, como el eco de los suspiros que brotaban de los salones de todo Londres cuando pasaba por delante de ellos.

—¡Me ha golpeado! —El grito del hombre gordo fue demasiado alto, nasal e indignado.

Juliana se llevó la palpitante mano a la cara para apartarse un mechón suelto de la mejilla.

—Si vuelve a acercarse, recibirá más de lo mismo.

El hombre siguió mirándola fijamente mientras se limpiaba la sangre de la nariz. El enfado que reflejaban sus ojos era evidente.

Conocía ese sentimiento. Sabía qué significaba. Juliana se preparó para lo que venía a continuación. Pero el sufrimiento fue el mismo.

—Se arrepentirá de esto. —El hombre dio un paso amenazador hacia ella—. Haré creer a todo el mundo que me lo rogó. Aquí, en el jardín de su hermano, como la fulana que es.

Un dolor penetrante se instaló en su sien. Juliana dio un paso atrás sacudiendo la cabeza,

—No —dijo, e hizo una mueca ante la contundencia de su acento italiano, el mismo que llevaba tanto tiempo intentando dominar—. No le creerán.

Sus palabras sonaron vacías incluso para ella.

Por supuesto que lo creerían.

Lord Grabeham leyó el pensamiento en sus ojos y derramó una risotada furiosa en la noche.

—No se le puede ni pasar por la cabeza que la creerán a usted. Apenas es legítima. La toleran solo porque su hermano es un marqués. Es imposible que él confíe en su palabra. Al fin y al cabo, no es más que la hija de su madre.

«La hija de su madre». Por mucho que lo intentara, aquellas palabras eran un bofetón imposible de esquivar.

Juliana alzó el mentón y enderezó los hombros.

—No le creerán —repitió, deseando que su voz se mantuviera estable—, porque nadie podría ni imaginar que yo me sienta atraída por usted, porco.

Lord Grabeham tardó unos segundos en traducir la palabra del italiano al inglés, en procesar el insulto. Pero, cuando lo hizo, la palabra cerdo quedó suspendida entre ambos en las dos lenguas. Grabeham alargó hacia ella una mano rolliza de dedos como salchichas.

Aunque era más bajo que ella, compensaba la diferencia con fuerza bruta. Clavó los dedos en la muñeca de Juliana con una presión que prometía dejarle moratones. Al intentar zafarse de él retorciendo el brazo, ella notó una quemazón en la piel. Contuvo el dolor y actuó por instinto, agradeciéndole al Creador haber aprendido a pelear con los chicos en los arenales de Verona.

Su rodilla salió propulsada hacia arriba y alcanzó su objetivo con precisión y crueldad.

Grabeham emitió un alarido y aflojó la mano lo suficiente para que ella pudiera liberarse.

Y entonces Juliana hizo lo único que se le ocurrió. Echar a correr.

Se recogió los faldones de su brillante vestido verde y atravesó los jardines evitando la luz que se filtraba por los ventanales del enorme salón, consciente de que ser descubierta corriendo en la oscuridad resultaría tan nocivo como acabar en las zarpas del odioso Grabeham…, que se había recuperado con alarmante presteza. Juliana oía cómo la perseguía a través de un seto particularmente espinoso, resollando a grandes bocanadas.

El sonido la espoleó e hizo que traspasara velozmente la puerta lateral del jardín, que daba acceso a las caballerizas que colindaban con Ralston House, donde una serie de carruajes esperaban en una larga fila a que sus propietarios los reclamaran para regresar a sus domicilios. Juliana tropezó con algo afilado y dio un traspié. Detuvo la caída sobre el empedrado con las manos y se las arañó al tratar de recuperar el equilibrio. Se maldijo a sí misma por la decisión de quitarse los guantes al salir del salón; por engorrosos que fueran, la piel de cabritilla le hubiera evitado unas cuantas gotas de sangre aquella noche. La puerta de hierro se cerró detrás de ella, y Juliana vaciló durante una fracción de segundo; el sonido tal vez atraía la atención de alguien. Una rápida mirada en derredor le permitió descubrir la presencia de un grupo de cocheros absortos en una partida de dados en el otro extremo del callejón; ninguno de ellos mostró el menor interés en ella. Al mirar hacia atrás, vio cómo la mole de Grabeham avanzaba hacia la puerta. Era como un toro embistiendo el capote; faltaban solo unos segundos antes de que la corneasen.

Los carruajes eran su única esperanza.

Con un débil y tranquilizador susurro en italiano, se deslizó por detrás de las enormes cabezas de dos jamelgos negros y se escabulló rápidamente entre la línea de carruajes. Al oír cómo la puerta se abría y volvía a cerrarse con un portazo, se quedó inmóvil, atenta a cualquier sonido que pudiera indicarle que el depredador se aproximaba.

Pero los latidos de su corazón le impedían oír nada. Rápidamente, abrió la portezuela de uno de los descomunales vehículos y se aupó al interior sin la ayuda de ningún estribo. Oyó que la tela de su vestido se rasgaba al engancharse a un borde afilado. Ignoró la punzada de remordimientos y tiró de la falda para introducirla en el carruaje. A continuación, alargó una mano para cerrar la portezuela lo más silenciosamente que pudo.

El satén verde sauce había sido un regalo de su hermano, un guiño al odio que sentía Juliana por los vestidos insulsos y mojigatos que solían exhibir las damas solteras de la alta sociedad. Y ahora estaba roto.

Se quedó sentada en el suelo del carruaje, con las rodillas apoyadas en el pecho, y dejó que la oscuridad la rodeara.

Rezó por contener los jadeos y se esforzó por oír algo, cualquier sonido que quebrara aquel velado silencio. Contuvo la necesidad de moverse por miedo a desvelar su escondrijo.

Tego, tegis, tegit —susurró en voz muy baja. La relajante cadencia del latín la ayudaba a concentrarse—. Tegimus, tegitis, tegunt. Una sombra apenas perceptible pasó por encima de ella, obstruyendo la tenue luz que moteaba el exuberante tapizado del carruaje. Juliana se quedó inmóvil un segundo antes de buscar refugio en un rincón del habitáculo y encogerse todo lo que pudo, todo un reto teniendo cuenta su altura, poco habitual en una mujer. Esperó mientras la desesperación se acumulaba en su interior y, cuando la tenue luz volvió a iluminar el carruaje, tragó saliva y cerró los ojos con fuerza soltando un largo y lento suspiro.

Ahora en inglés.

—Me oculto. Te ocultas. Se oculta…

Contuvo el aliento al oír varias voces masculinas y rezó para que pasaran de largo y, por una vez, la dejaran en paz. Cuando el vehículo se balanceó con el movimiento de un cochero que subía al pescante, supo que sus plegarias no iban a ser escuchadas.

Demasiadas esperanzas puestas en un buen escondrijo.

Soltó una maldición, una de las palabras más pintorescas de su lengua materna, y valoró sus opciones. Grabeham quizá estuviera cerca, pero incluso la hija de un comerciante italiano que solo llevaba en Londres unos cuantos meses sabía que no podía llegar a la puerta principal de la mansión de su hermano en el carruaje de Dios sabía quién sin provocar un escándalo de proporciones épicas.

Tras tomar una decisión, alargó una mano hacia la manija de la portezuela y cambió de postura mientras reunía el coraje necesario para escapar saltando del vehículo y avanzar por el empedrado hasta la siguiente sombra.

Y entonces el carruaje se puso en marcha. Y huir dejó de ser una opción.

Durante un instante, Juliana pensó en la posibilidad de saltar del carruaje en marcha. Pero ni siquiera ella era tan imprudente. No quería morir. Solo quería que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara, y al carruaje con ella.

¿Acaso era tanto pedir?

Tras inspeccionar rápidamente el interior del carruaje, decidió que lo más sensato era volver a sentarse en el suelo y esperar a que se detuviera. En cuanto lo hiciera, saldría por la portezuela más alejada de la casa y cruzaría los dedos para que no hubiera nadie que pudiera verla.

Algo tenía que salirle bien aquella noche. Con un poco de suerte, dispondría de unos segundos antes de que los aristócratas bajaran la escalera.

Juliana respiró hondo cuando el coche de caballos empezó a detenerse. Se incorporó…, alargó la mano hacia la manija…, lista para salir corriendo.

Antes de que pudiera bajar, sin embargo, se abrió la otra puerta del carruaje, que dejó entrar una violenta ráfaga de aire. Sus ojos se posaron en el corpulento hombre que se encontraba de pie frente a la puerta del coche.

Oh, no.

Aunque las farolas exteriores de Ralston House quedaban a su espalda y dejaban su rostro sumido en la penumbra, el modo en que la luz cálida y amarilla le iluminaba la mata de rizos dorados, convirtiéndolo en un ángel oscuro expulsado del paraíso que se hubiera negado a devolver su halo, resultaba inconfundible.

Juliana notó un cambio sutil en él, una tensión casi imperceptible en sus amplios hombros, y supo que la había descubierto. También comprendió que debería sentirse agradecida por su discreción cuando el hombre atrajo la portezuela hacia él, eliminando la posibilidad de que otros la vieran. No obstante, en cuanto subió ágilmente al carruaje sin la ayuda del estribo ni de un sirviente, la gratitud de ella se transformó rápidamente en otro sentimiento.

Un sentimiento que se parecía mucho más al pánico.

Juliana tragó saliva mientras en su mente había lugar para un solo pensamiento.

Debería haberse arriesgado y haberse enfrentado a Grabeham.

Porque no había nadie en el mundo con quien deseara menos encontrarse cara a cara en aquel preciso momento que con el insufrible e impertérrito duque de Leighton.

No cabía duda de que el universo conspiraba en su contra.

La portezuela se cerró con un suave chasquido, dejándolos solos.

La desesperación hizo acto de presencia y la impulsó a ponerse en movimiento. Se abalanzó sobre la puerta más cercana y manipuló la manija con los dedos, deseosa de abandonar el carruaje.

—Yo que usted no lo haría.

Aquellas palabras frías y serenas cortaron la oscuridad como un estilete.

Hubo un tiempo en que no había sido tan distante con ella.

Antes de que Juliana se prometiera a sí misma no volver a dirigirle la palabra.

Respiró hondo para recuperar la calma, decidida a negarle el control de la situación.

—Aunque agradezco su consejo, excelencia, me perdonará si no lo sigo.

Ignorando el escozor en la palma de la mano por la presión de la madera, agarró la manija y cambió de postura para abrir la portezuela. El duque se movió a la velocidad de un rayo, cubriendo con su cuerpo la anchura del carruaje y manteniendo la puerta cerrada sin apenas esfuerzo.

—No era un consejo.

Dicho esto, golpeó el techo del carruaje dos veces, con firmeza y sin vacilación. El vehículo se puso en movimiento al instante, como si lo condujera la mera voluntad del duque, y Juliana maldijo a todos los obedientes cocheros mientras caía hacia atrás y su pie quedaba atrapado en la falda de su vestido, rasgándolo todavía más. Hizo una mueca ante el ruido del desgarro, mucho más escandaloso debido al silencio reinante, y recorrió con añoranza la hermosa tela con la sucia palma de su mano.

—Se me ha roto el vestido. —Se regocijó ante la insinuación de que el duque era el responsable del desaguisado. No había necesidad de hacerle saber que el vestido ya estaba roto mucho antes de que se colara en su carruaje.

—Sí. Bueno, se me ocurren unas cuantas formas con las que podría haber evitado semejante tragedia. —Sus palabras no dejaban el más mínimo resquicio al remordimiento.

—No tenía demasiadas opciones. —Y de inmediato se arrepintió de su comentario.

Especialmente dirigido a él.

El duque acercó la cabeza justo en el momento en que una farola proyectaba un haz de luz plateada a través del ventanuco del carruaje; en su rostro se reflejó un alivio contenido. Juliana intentó hacer caso omiso a su proximidad. Trató de no fijarse en cómo cada centímetro de su cuerpo presentaba la marca de su excelente educación, de su legado aristocrático: la larga y recta nariz patricia, su perfecta mandíbula cuadrada, los altos pómulos que deberían darle un aspecto femenino pero que solo conseguían que resultara más atractivo.

Juliana emitió un pequeño resoplido de indignación. El duque tenía unos pómulos ridículos.

Jamás había conocido a alguien tan atractivo.

—Sí —dijo él arrastrando las palabras—, entiendo que le resulte difícil estar a la altura de su reputación.

La luz desapareció, reemplazada por el aguijonazo de sus palabras.

Y jamás había conocido a alguien tan aborrecible.

Agradecida por la oscuridad de su rincón del carruaje, Juliana retrocedió ante la insinuación de él. Estaba acostumbrada a los insultos, a los ignorantes rumores que acompañaban al hecho de ser la hija de un comerciante italiano y una marquesa inglesa venida a menos que abandonó a su marido e hijos… y que renunció a la élite londinense.

Eso último era la única decisión de su madre por la que Juliana sentía cierta admiración.

A ella le hubiera gustado decir a todos dónde podían meterse sus reglas aristocráticas.

Empezando por el duque de Leighton, el peor de su calaña.

Aunque al principio no lo hubiera sido.

Juliana desechó ese pensamiento.

—Le ruego que detenga el carruaje y me deje bajar.

—Supongo que las cosas no van como había planeado, ¿no es así?

Juliana se detuvo.

—¿Como había… planeado?

—Venga, señorita Fiori. ¿Cree que no sé qué pretendía con su jueguecito? Descubierta en mi carruaje vacío, el lugar ideal para un encuentro clandestino, al pie de las escaleras de la casa ancestral de su hermano, durante uno de los eventos más concurridos de las últimas semanas.

Juliana puso los ojos como platos.

—¿Cree que pretendo…?

—No. Sé que pretende llevarme al altar. Y su pequeña confabulación, que su hermano supongo que ignora, dada su absoluta simpleza, podría haber funcionado con otro hombre de menor valía y título. Pero le aseguro que no funcionará conmigo. Soy un duque. Si nos enfrentáramos en un combate de reputaciones, me alzaría fácilmente con la victoria. De hecho, si en estos momentos no me encontrara desgraciadamente en deuda con su hermano, habría dejado que se hundiera en la miseria a las puertas de Ralston House. Su pequeña farsa no se merecía otro final.

El duque se expresó con calma y frialdad, como si hubiera mantenido aquella misma conversación innumerables veces en el pasado y ella solo fuese un pequeño inconveniente; una mosca en su tibio e insípido consomé, o lo que fuera que comieran con cuchara los esnobs aristócratas británicos.

De entre todos los arrogantes y pomposos…

Juliana notó cómo se acumulaba la rabia en su interior y apretó los dientes con fuerza.

—De haber sabido que este era su vehículo, lo habría evitado a toda costa.

—Entonces resulta todavía más sorprendente que no viera el gran sello ducal grabado en la puerta.

Aquel hombre era exasperante.

—Sí, es realmente sorprendente, ¡porque no me cabe duda de que el sello de su carruaje debe de rivalizar en tamaño con su engreimiento! Le aseguro, su excelencia —escupió el título honorífico como si fuera un insulto—, que si deseara encontrar marido iría tras alguien que tuviera algo más que ofrecer que un extravagante título y un exceso de vanidad. —Pese a ser consciente del temblor de su voz, fue incapaz de detener la perorata—. Está tan encantado con su título y su posición social que me sorprende que no lleve la palabra «duque» bordada con hilo de plata en todas sus capas. Por el modo en que se comporta, cualquiera pensaría que ha hecho algo más para ganarse el respeto de estos incautos ingleses que haber sido engendrado, azarosamente, en el momento adecuado y por el hombre adecuado. Quien, además, imagino que llevó a cabo la proeza exactamente del mismo modo en que lo hace el resto de los hombres: sin el menor refinamiento.

Cuando Juliana se detuvo, con el corazón martilleándole en los oídos, sus palabras quedaron suspendidas entre ambos; su eco pesado, en la oscuridad. Senza finezza. Hasta ese momento no comprendió que en algún punto de su perorata se había puesto a hablar en italiano.

Esperaba que el duque no la hubiera entendido.

Se produjo un largo silencio, un vacío abismal que amenazó su cordura. Y entonces el carruaje se detuvo. Permanecieron sentados un instante interminable, el duque inmóvil como una roca, ella preguntándose si se quedarían en el interior del vehículo para siempre, pero entonces Juliana oyó el sonido de la tela sobre el asiento. El duque abrió la puerta de par en par.

Juliana se asustó al oír su voz: profunda, oscura y más cercana de lo que imaginaba.

—Baje del carruaje.

Hablaba italiano. Perfectamente.

Juliana tragó saliva. Bien, no pensaba disculparse. Sobre todo después de las cosas terribles que le había dicho él. Si iba a echarla del carruaje, que así fuera. Volvería a casa caminando. Con orgullo.

Tal vez alguien le indicara la dirección en la que debía encaminarse. En cuanto hubo descendido del carruaje, se dio la vuelta, esperando ver cómo se cerraba la portezuela tras ella. Pero, en lugar de eso, vio cómo el duque la seguía, ignorando completamente su presencia y dirigiéndose hacia las escaleras del palacete más cercano. La puerta se abrió antes de que llegara al rellano.

Como si las puertas, al igual que todo lo demás, se inclinaran ante su voluntad.

Lo observó entrar en el profusamente iluminado vestíbulo, donde un enorme perro marrón corrió con torpeza para darle la bienvenida con euforia.

Adiós a la teoría según la cual los animales son capaces de presentir la maldad.

Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, y el duque se dio la vuelta en aquel mismo instante, como si le leyera los pensamientos. La luz volvía a iluminar sus angelicales rizos cuando dijo:

—Entre o márchese, señorita Fiori. Está agotando mi paciencia.

Juliana hizo ademán de contestar, pero el duque ya había desaparecido, de modo que se decidió por la opción menos problemática.

Lo siguió al interior de la casa.

Cuando la puerta se cerró a su espalda y el lacayo se apresuró a seguir los pasos de su señor adonde fuera que lacayos y señores solieran ir, Juliana se detuvo a contemplar el amplio vestíbulo de mármol y espejos dorados cuyo único propósito debía de ser conseguir que el espacio resultara aún más grande. Había media docena de puertas que conducían a otras tantas estancias, así como un largo y oscuro pasillo que se adentraba aún más en el palacete.

El perro se sentó al pie de la ancha escalera que daba a los pisos superiores de la casa. Bajo el silencioso escrutinio canino, Juliana fue súbita y embarazosamente consciente del hecho de que se encontraba en la morada de un hombre.

Sin escolta.

Con la salvedad de un perro.

Un animal que había demostrado ser bastante mediocre juzgando el carácter de las personas.

Callie no lo aprobaría. Su cuñada le había advertido específicamente que evitara situaciones como aquella, pues temía que los hombres pudieran aprovecharse de una joven italiana apenas familiarizada con la constricción británica.

—Le he enviado una misiva a Ralston para que venga a recogerla. Puede esperar en…

Juliana levantó la cabeza cuando el duque se interrumpió. Al mirarlo a los ojos, vio que estos estaban nublados con algo que, si no lo conociera, podría confundirse con preocupación.

Pero ella lo conocía bien.

—¿Qué pasa…? —preguntó ella mientras intentaba entender qué había provocado que el duque avanzara hacia ella a grandes zancadas.

—Dios mío. ¿Qué le ha sucedido? Alguien la ha atacado.

Juliana observó a Leighton mientras este servía dos dedos de whisky en un vaso de cristal y después se acercaba hasta donde ella se encontraba, sentada en una de las descomunales butacas de piel de su estudio. Cuando le ofreció la bebida, Juliana negó con la cabeza.

—No, gracias.

—Debería tomárselo. La ayudará a relajarse.

Juliana levantó la cabeza.

—No necesito calmarme, su excelencia.

El duque entrecerró los ojos y ella se negó a apartar la mirada del retrato de la nobleza inglesa que él representaba: alto y deslumbrante, de una belleza casi insoportable y una expresión de absoluta confianza, como si no lo hubieran desafiado en toda su vida.

Hasta aquel momento, por supuesto.

—¿Pretende negar que la han atacado?

Juliana encogió un hombro, pero no le respondió. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía contarle que no acabara volviéndose en su contra? El duque afirmaría, con su tono imperioso y arrogante, que si se hubiera comportado como una dama…, si hubiera cuidado mejor de su reputación…, si hubiera actuado más como una inglesa y menos como una italiana…, nada de todo aquello habría sucedido.

La trataría como lo había hecho el resto de la gente.

Como él mismo la había tratado en cuanto descubrió su auténtica identidad.

—¿Cambiaría algo las cosas? Seguramente llegaría a la conclusión de que he estado representando un papel toda la noche para atrapar un marido. O cualquier otra cosa igual de ridícula.

Juliana había elegido bien las palabras para tratar de descolocarlo.

No lo consiguió.

El duque la recorrió de arriba abajo con una mirada fría y pausada. Se detuvo especialmente en su rostro y sus brazos, cubiertos de arañazos, y en su vestido, rasgado por varias partes y manchado de tierra y de la sangre de sus manos, en carne viva.

Cuando la comisura de sus labios se torció en un gesto provocado seguramente por la repugnancia, Juliana no pudo evitar decir:

—Una vez más demuestro no ser digna de su presencia, ¿no es así?

Juliana se mordió la lengua y deseó haber guardado silencio. El duque la miró a los ojos.

—Yo no he dicho eso.

—No ha sido necesario.

El duque se bebió el whisky de un trago justo antes de que alguien llamara tímidamente a la puerta medio abierta de la habitación. Sin apartar su mirada de ella, espetó:

—¿Qué ocurre?

—Traigo lo que me ha pedido, su excelencia. —Un criado avanzó por la habitación arrastrando los pies y cargando con una bandeja en la que apenas cabían un cuenco, vendajes y varios botecitos. La dejó en una mesita baja.

—Eso es todo.

El criado hizo una pulcra inclinación de cabeza y abandonó la sala al tiempo que Leighton se acercaba a la bandeja. El duque cogió un paño de lino y sumergió uno de sus extremos en el cuenco.

—No le ha dado las gracias.

Leighton la miró con semblante de sorpresa.

—Los acontecimientos de esta noche han hecho mella en mi estado de ánimo.

Juliana se tensó ante su tono de voz y la acusación implícita de sus palabras.

Bueno. Ella también podía ser testaruda.

—A pesar de todo, le ha servido. —Hizo una pausa dramática—. Negarle el agradecimiento lo convierte en un glotón.

El duque tardó unos segundos en interpretar el significado de sus palabras.

—En un grosero.

Juliana agitó una mano.

—Lo que sea. Un hombre distinto le hubiera dado las gracias.

Leighton se acercó a ella.

—¿No querrá decir un hombre mejor?

Juliana abrió los ojos en un gesto de fingida inocencia.

—Jamás. Usted es un duque, después de todo. Estoy segura de que no hay nadie mejor que usted.

Sus palabras dieron en el blanco. Y, después de todo lo que le había dicho a ella en el carruaje, se las tenía bien merecidas.

—Una mujer distinta se daría cuenta de que está en deuda conmigo y mediría un poco más sus palabras.

—¿No querrá decir una mujer mejor?

Leighton no respondió. Se limitó a sentarse frente a ella y a alargar una mano con la palma hacia arriba.

—Deme su mano.

Juliana se llevó ambas manos al pecho, recelosa.

—¿Por qué?

—Las tiene magulladas y manchadas de sangre. Déjeme que se las limpie.

No quería que la tocara. No confiaba en sí misma.

—No hace falta.

Leighton dejó escapar un suspiro grave, frustrado, y el sonido le provocó a ella un escalofrío.

—Es cierto lo que dicen acerca de los italianos.

Juliana se tensó ante sus palabras, que prometían un insulto.

—¿Que somos superiores en todos los sentidos?

—Que les resulta imposible admitir la derrota.

—Un rasgo que le resultó muy útil a Julio César.

—¿Y qué tal le va al Imperio romano hoy en día?

El tono casual y arrogante del duque hizo que tuviera ganas de gritar. De insultarlo. Y además en su propia lengua.

Era un hombre imposible.

Se miraron durante un buen rato; ninguno de los dos deseaba ceder, hasta que el duque dijo:

—Su hermano llegará en cualquier momento, señorita Fiori. Y ya se pondrá suficientemente furioso sin necesidad de ver sus manos ensangrentadas.

Juliana entrecerró los ojos y se fijó en las manos del duque: anchas y largas, rezumaban fuerza. Tenía razón, por supuesto. Juliana no tuvo más remedio que ceder.

—Le va a doler. —Sus palabras fueron la única advertencia antes de que le recorriera suavemente la palma de la mano con el pulgar, examinando la maltrecha piel, ahora con una costra de sangre seca.

Juliana cogió aire ante el roce de su piel.

Leighton alzó la cabeza al oír el sonido.

—Disculpe.

Juliana no respondió, sino que fingió comprobar el estado de su otra mano.

No iba a permitir que el duque supiera que no era el dolor lo que la había obligado a coger aire.

Por supuesto, era algo que esperaba: la innegable e inoportuna reacción que amenazaba con dominarla cada vez que lo veía. La súbita tensión cada vez que él se le acercaba.

Pura aversión. Estaba segura.

Se negaba a considerar cualquier otra posibilidad.

En un intento por realizar una fría evaluación de la situación, Juliana bajó la vista y se fijó en las manos del duque, casi entrelazadas con las suyas. La temperatura de la habitación aumentó súbitamente. Leighton tenía unas manos enormes, y Juliana se quedó maravillada ante sus dedos, largos y con las uñas perfectamente arregladas, cubiertos por un fino vello dorado.

El duque exploró con un dedo el feo cardenal que le había aparecido en la muñeca, con suavidad, y cuando ella levantó la cabeza, vio que tenía la vista clavada en la piel purpúrea.

—Ahora va a decirme quién le hizo esto.

Sus palabras estaban teñidas de una fría seguridad, como si esperara que Juliana accediera a su petición para que él, a su vez, pudiera hacerse cargo de la situación. Pero Juliana no iba a dejarse engañar tan fácilmente. Aquel hombre no era ningún caballero. Era un dragón. Un líder.

—Dígame, su excelencia, ¿cómo sienta creer que su voluntad solo existe para ser obedecida?

El duque la miró a los ojos y la irritación le oscureció el semblante.

—Dígamelo usted, señorita Fiori.

—No, no se lo diré.

Juliana volvió a bajar la mirada hasta sus manos. No era habitual que se sintiera endeble —sobrepasaba en altura a casi todas las mujeres y a muchos hombres de Londres—, pero al lado de aquel hombre en particular se sentía diminuta. Su pulgar era apenas más grande que el dedo meñique de él, donde lucía el sello de oro y ónice que daba fe de su título.

Un recordatorio de su relevancia social.

Y de la escasa relevancia de ella, claro.

Juliana levantó el mentón ante aquel pensamiento y se sintió invadida por una ardiente oleada de rabia, orgullo y humillación. En ese preciso instante, Leighton rozó su piel en carne viva con la húmeda tela de lino. La muchacha aprovechó la distracción que le proporcionaba el dolor y el escozor para proferir un indecoroso improperio en italiano.

El duque no detuvo sus atenciones mientras decía:

—Desconocía que esos dos animales pudieran hacer eso juntos.

—No tendría que haber oído eso. Es una grosería.

Leighton enarcó una ceja rubia.

—Resulta muy difícil no oírla cuando la tengo a escasos centímetros de mí y no deja de expresar su malestar a gritos.

—Las damas no gritan.

—Pues parece que las italianas sí. Especialmente cuando se están sometiendo a cuidados médicos.

Juliana tuvo que contener una sonrisa.

No era divertido.

Leighton bajó aún más la cabeza y se concentró en su tarea. Enjuagó la tela de lino en el cuenco de agua limpia. Juliana hizo una mueca al notar de nuevo la fría tela sobre su mano arañada, y él vaciló unos segundos antes de proseguir.

Aquella pequeña pausa intrigó a Juliana. El duque de Leighton no era precisamente famoso por su compasión, sino por su arrogante indiferencia, por lo que era sorprendente que se rebajara a llevar a cabo una tarea tan trivial como la de eliminar la tierra de sus manos.

—¿Por qué hace esto? —le preguntó ella de repente cuando el duque volvió a sumergir la tela en el cuenco.

Leighton no detuvo sus movimientos.

—Ya se lo he dicho. Su hermano se pondrá más que furioso. No hay necesidad de que, además, manche su ropa de sangre. Ni mis muebles.

—No. —Juliana sacudió la cabeza—. Quiero decir por qué me está curando usted. ¿No dispone de un batallón de sirvientes dispuesto a ejecutar cualquier tarea desagradable?

—Así es.

—¿Entonces?

—Los sirvientes cuchichean, señorita Fiori. Prefiero que el menor número posible de personas sepa que está usted aquí, sola, a estas horas de la noche.

Era solo un incordio para él. Nada más.

Tras un prolongado silencio, Leighton la miró a los ojos.

—¿No está de acuerdo?

Juliana se recuperó rápidamente.

—En absoluto. Es más, me sorprende que un hombre de su alcurnia y fortuna tenga sirvientes con tendencia al chismorreo. Imaginaba que habría encontrado el modo de despojarlos del deseo de socializar.

El duque torció un lado de la boca y sacudió la cabeza.

—Pese a estar ayudándola, se limita a encontrar nuevas formas de ofenderme.

Cuando Juliana respondió, lo hizo seria, con palabras sinceras.

—Discúlpeme si recelo de sus atenciones, su excelencia.

Los labios del duque se tensaron formando una línea recta. Le cogió la otra mano y reanudó sus cuidados. Ambos observaron mientras él eliminaba la sangre seca y la gravilla de la cara interior de la muñeca, descubriendo una carne rosada y tierna que tardaría varios días en curarse.

Sus movimientos eran gentiles pero firmes, y el roce del lino sobre la piel abrasada se hacía más soportable a medida que limpiaba las heridas. Juliana se fijó en que uno de los rubios rizos del duque le caía por la frente. Su semblante era, como siempre, severo y concentrado, como el de una de las apreciadas estatuas de mármol de su hermano.

Juliana se sintió invadida por un deseo familiar, uno que la dominaba siempre que él estaba cerca.

El deseo de agrietar aquella fachada.

Solo en dos ocasiones lo había sorprendido sin ella.

Y entonces él descubrió quién era: la hermanastra italiana de uno de los vividores más famosos de todo Londres, la hija casi ilegítima de una marquesa venida a menos y un comerciante, criada alejada de Londres y sus costumbres, tradiciones y reglas.

Todo lo contrario a lo que él representaba.

La antítesis de todo lo que él consideraba importante en el mundo.

—Mi único motivo es devolverla a su casa de una pieza y, si es posible, sin que su hermano descubra su pequeña aventura de esta noche.

El duque dejó el paño de lino en el agua rosada del cuenco y cogió un pequeño frasco de la bandeja. Lo abrió, liberando una fragancia a romero y limón, y volvió a buscar sus manos.

Esta vez Juliana cedió al instante.

—¿No pretenderá que crea que le preocupa mi reputación?

Leighton metió la punta de su dedo en el frasco y aplicó el ungüento cuidadosamente sobre su piel. El bálsamo calmó la quemazón y dejó una agradable sensación refrescante allí por donde pasaban los dedos de él. Como resultado de ello, Juliana tuvo la irresistible ilusión de que el roce de sus dedos era el heraldo que anunciaba la llegada del placer a su azorada piel.

Cosa que no era cierta. En absoluto.

Intentó contener un suspiro antes de que fuera evidente, pero el duque lo oyó de todos modos. La ceja dorada volvió a alzarse, y Juliana sintió el impulso de afeitársela.

Cuando de pronto apartó la mano, Leighton no hizo ademán de retenerla.

—No, señorita Fiori. No me preocupa su reputación.

Por supuesto que no.

—Pero me preocupa la mía.

Lo que entrañaban aquellas palabras, que ser descubierto con ella —verse relacionado con ella en cualquier sentido— podía dañar su reputación, resultaba doloroso, incluso más que las heridas que se había hecho aquella noche.

Juliana respiró hondo, preparándose para el siguiente asalto de su batalla verbal, pero se vio interrumpida por una voz furiosa procedente de la entrada.

—Si no le quitas las manos de encima a mi hermana ahora mismo, Leighton, tu preciada reputación será el menor de tus problemas.

Once escándalos para enamorar a un duque

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