Читать книгу Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean - Страница 5

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«Los salones de las damas son un hervidero de imperfecciones. Las damas exquisitas no deben permanecer

en ellos mucho tiempo».

Tratado de las damas más exquisitas

«No hay ningún lugar más interesante en todo Londres que el palco junto a una sala de baile…».

El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

—¡Pensaba que tu temporada había terminado y que ya no habría más bailes!

Juliana se dejó caer en un sofá de la pequeña antesala del salón de las damas de Weston House y soltó un largo suspiro mientras se masajeaba el talón a través de su fina zapatilla.

—Y así debería ser. —Mariana, su amiga más fiel y recién acuñada duquesa de Rivington, se levantó el bajo de su elaborado vestido azul para inspeccionar el lugar donde había caído su dobladillo—. Pero mientras continúen las sesiones en el Parlamento, se prolongará la temporada de bailes. Todas las anfitrionas quieren que su festividad de otoño sea más impresionante que la última. Y tú tienes la culpa de todo —dijo Mariana tajantemente.

—¿Cómo iba a saber que Callie pretendía iniciar una revolución de la diversión en mi honor? —Calpurnia, la hermana de Mariana y cuñada de Juliana, había recibido el encargo de suavizar la presentación de Juliana en la sociedad londinense tras su llegada aquella primavera. Con el verano, la marquesa había reemprendido su tarea. Una oleada de bailes de verano y actividades había mantenido a Juliana en el ojo del huracán público, provocando que las otras anfitrionas de la alta sociedad permanecieran en la ciudad mucho después del final de la temporada.

El objetivo de Callie era encontrarle un buen partido. El de Juliana, sobrevivir.

Tras llamar con la mano a una de las jóvenes sirvientas, Mariana arrancó una hebra de hilo de su bolso de mano y se la entregó a la muchacha, quien ya se había arrodillado a su lado para reparar el daño. Mirando a Juliana a través del espejo, dijo:

—Tuviste suerte de haber podido declinar la invitación a la «extravagancia naranja» de Lady Davis de la semana pasada.

—Ella no lo llamó de ese modo.

—¡Claro que sí! Tendrías que haberlo visto, Juliana… Era una explosión de color, y no precisamente armonioso. Todo era naranja: la ropa…, los arreglos florales…, los sirvientes tenían libreas nuevas, por el amor de Dios… La comida…

—¿La comida? —Juliana arrugó la nariz.

Mariana asintió.

—Fue terrible. Todo era de color zanahoria. Un festín para conejos. Da gracias por no haberte encontrado bien.

Juliana se preguntó qué habría pensado lady Davis —una noble dama un tanto extravagante y bastante obstinada— si hubiera acudido a la fiesta llena de arañazos tras el encuentro con Grabeham de la semana anterior.

Sonrió tímidamente ante aquel pensamiento y se dedicó a devolver media docena de rizos rebeldes a su lugar original.

—Pensaba que, ahora que eres duquesa, no tendrías que soportar esos eventos.

—Yo también lo pensaba. Pero Rivington no es de la misma opinión. O, para ser más precisos, la duquesa de Dowager no es de la misma opinión. —Suspiró—. Si vuelvo a ver un cuerno de la abundancia, creo que no podré soportarlo.

Juliana se rio.

—Sí, debe de ser muy difícil ser una de las invitadas más deseadas del año, Mariana. Además de estar locamente enamorada de tu joven y atractivo duque, y tener a todo Londres a tus pies.

Los ojos de su amiga centellearon.

—Oh, es realmente agotador. Espera un poco y lo descubrirás por ti misma.

Juliana lo dudaba.

Mariana, apodada el Ángel de Allendale, no había perdido el tiempo a la hora de conocer y casarse con su marido, el duque de Rivington, en su primera temporada. Había sido el cotilleo del año, un encuentro amoroso cuasi instantáneo que había resultado en una boda espléndida y en un torbellino de compromisos sociales para la joven pareja.

Mariana era la clase de persona a la que la gente adoraba. Todo el mundo deseaba estar cerca de ella, y por eso nunca estaba sola. Había sido la primera amiga de Juliana en Londres; tanto ella como su duque habían decidido mostrar a los demás que la aceptaban, independientemente de su genealogía.

En la presentación pública de Juliana, Rivington la había reclamado para el primer baile, estampando en ella de forma instantánea el sello de la venerable aprobación ducal.

Tan distinto del otro duque que había asistido al baile aquella noche. Leighton no había mostrado la más mínima emoción aquella noche, ni cuando lo miró a sus ojos fríos del color de la miel desde el otro extremo del salón, ni cuando pasó por su lado de camino a la mesa de los refrigerios; ni siquiera cuando se encontró con ella en una sala privada alejada del baile.

Aquello último no era completamente cierto. En ese momento sí mostró emoción. Aunque no el tipo de emoción que ella esperaba.

El duque estaba furioso.

—¿Por qué no me dijo quién era?

—¿Tan importante es?

—Sí.

—¿Qué parte? ¿Que mi madre sea la descarriada marquesa de Ralston? ¿Que mi padre fuera un comerciante? ¿Que yo no tenga título?

—Todo es importante.

A Juliana la habían advertido sobre él. El duque del desdén, profundamente consciente del lugar que ocupaba en la sociedad, sin interés alguno por aquellos que consideraba inferiores a él. Era conocido por su actitud huraña, por su frío desprecio. Juliana había oído que elegía a sus sirvientes por su discreción; a sus amantes, por su carencia de emoción; y a sus amigos, por…, bueno, nada hacía pensar que el duque se rebajara ante algo tan mundano como la amistad.

Pero hasta ese momento, cuando descubrió su identidad, Juliana no había creído en las habladurías. Hasta experimentar en persona su infame desdén.

Había sido doloroso. Mucho más que las opiniones de todos los demás.

Y entonces Juliana lo había besado. Como una estúpida. Y había sido más que agradable. Hasta que él la apartó con una violencia que aún seguía avergonzándola.

—Es un peligro tanto para usted como para los demás. Debería regresar a Italia. Si se queda aquí, sus instintos la llevarán a la ruina más rápido de lo que imagina.

—Lo ha disfrutado —dijo Juliana con la acusación manteniendo a raya el dolor.

El duque le dirigió una mirada fría, calculadora.

—Por supuesto. Pero a menos que desee convertirse en mi amante, para lo que está más que capacitada… —Juliana jadeó, y él terminó la frase como si estuviera clavándole una daga en el pecho—, haría bien en recordar cuál es su posición.

En aquel momento Juliana decidió quedarse en Londres para demostrarles, a él y a todo aquel que la juzgaba desde detrás de sus elegantes abanicos y sus impávidos rostros ingleses, que ella era más de lo que aparentaba.

Juliana se pasó la punta del dedo por la rosada cicatriz en su sien apenas visible, el último vestigio de la noche en que acabó en el carruaje de Leighton, y volvió a rememorar todos los momentos dolorosos de las primeras semanas en Londres, cuando era inexperta y estaba sola, y aún esperaba convertirse en uno de ellos…, en una aristócrata.

Tendría que haberse dado cuenta antes, por supuesto. Jamás la aceptarían.

La doncella terminó de arreglar el dobladillo de Mariana y Juliana observó cómo se zarandeaba la falda antes de girar sobre sus talones.

—¿Regresamos?

Juliana encorvó los hombros exageradamente.

—Si no queda más remedio…

La duquesa se rio, y juntas se encaminaron hacia la sala principal del salón.

—He oído que la noche del baile de otoño en Ralston House la descubrieron en un tórrido abrazo en los jardines.

Juliana se quedó petrificada al reconocer el tono agudo y nasal de lady Sparrow, una de las cotillas más notables de la sociedad.

—¿En los jardines de su hermano? —El jadeo de asombro dejó claro que Juliana era el tema de conversación.

Dirigió la mirada hacia una furiosa Mariana, que parecía dispuesta a asaltar la habitación y a sus indiscretas moradoras, cosa que Juliana no podía permitir. Apoyó una mano en el brazo de su amiga, para detenerla, y esperó mientras escuchaba.

—Es solo mitad aristócrata.

—Y todas sabemos cómo era esa mitad. —Un coro de risas acompañó el escarnio, dolorosamente preciso.

—Resulta sorprendente que haya tanta gente dispuesta a invitarla —dijo otra arrastrando las palabras—. Esta noche, por ejemplo… Pensaba que lady Weston sabía juzgar mejor a las personas.

Juliana también lo pensaba.

—Es complicado invitar a lord y lady Ralston sin extender la invitación a la señorita Fiori —señaló una nueva voz, seguida por un resoplido de escarnio.

—No es que ellos sean mucho mejores… Con el escandaloso pasado del marqués y el poco interés que despierta la marquesa. Aún me pregunto qué hizo para ganárselo.

—Por no hablar de lord Nicholas, casado con una palurda de campo. ¡Qué horror!

—Eso es lo que ocurre cuando se mezcla una mala estirpe con la buena sangre inglesa. Es evidente que la madre ha… dejado su huella.

Aquello último llegó en forma de un cacareo histérico. La ira de Juliana empezó a desbordarse. Una cosa era que aquellas infames brujas la insultaran a ella, pero otra muy distinta que sus insinuaciones alcanzaran a su familia. A aquellos a quienes amaba.

—No entiendo por qué Ralston no le da una asignación y la envía de vuelta a Italia.

Juliana tampoco lo entendía. Había esperado que lo hiciera en incontables ocasiones desde que llegó, sin ser invitada, a la puerta de Ralston House. Su hermano ni siquiera lo había sugerido una sola vez.

Pero a Juliana aún le costaba creer que no deseara quitársela de encima.

—No les hagas caso —susurró Mariana—. Son unas mujeres horribles y detestables que solo saben odiar.

—Solo haría falta que una persona distinguida la descubriera haciendo algo indigno para ser desterrada para siempre de la alta sociedad.

—No tardaremos en verlo. Todo el mundo sabe que los italianos son de moral relajada.

Juliana no pudo soportarlo más.

Dejó atrás a Mariana y se abrió paso hasta el salón de las damas, donde las tres mujeres estaban retocándose el maquillaje frente al enorme espejo colgado en una de las paredes de la sala. Sonriendo abiertamente a las mujeres, Juliana disfrutó de su inmovilidad, resultado de una combinación de sorpresa y disgusto.

Lady Sparrow, con su fría hermosura y su absoluta maldad, seguía riéndose de su propia ocurrencia. La dama se había casado con un vizconde, rico como Creso y el doble de viejo, tres meses antes de que este muriera y la dejara en posesión de una inmensa fortuna. La vizcondesa estaba acompañada de lady Davis, quien aparentemente no había tenido bastante con su legendaria extravagancia naranja, pues iba enfundada en un atroz vestido que acentuaba de tal modo su cintura que más que una mujer parecía una enorme calabaza.

Había una joven dama con ellas a la que Juliana no conocía. Menuda y rubia, con un rostro redondo, ancho y ordinario y ojos asustados. Juliana se preguntó fugazmente cómo habría acabado en semejante nido de víboras. De él saldría muerta o transformada. Tampoco le preocupaba demasiado.

—Señoras —dijo en un tono ligero—, un grupo más sagaz se habría asegurado de encontrarse a solas antes de iniciar una conversación que afecta a tanta gente.

La boca de lady Davis se abrió y se cerró como la de una trucha, y después desvió la mirada. La mujer menuda se sonrojó y entrelazó las manos con fuerza a la altura del pecho, en un gesto que solo podía indicar arrepentimiento.

No así lady Sparrow.

—A lo mejor sí que éramos perfectamente conscientes de la compañía —se burló—. Solo que no temíamos ofenderla.

Mariana, eligiendo el momento a la perfección, salió entonces de la antecámara. El resto de las damas contuvieron el aliento al reparar en la presencia de la duquesa de Rivington.

—Pues es una lástima —dijo en el tono claro e imperioso propio de su título—, porque me siento profundamente ofendida.

Mariana abandonó la habitación, y Juliana contuvo la sonrisa ante la impecable y justificada actuación de su amiga. Devolvió la atención hacia el grupo de mujeres y se acercó a ellas, disfrutando del modo en que se removían, incómodas. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para oler su empalagoso perfume, dijo:

—No teman, señoras. Al contrario que mi cuñada, yo no estoy ofendida.

Hizo una pausa y movió la cabeza de un lado al otro, comprobando de un modo exagerado el estado de su cabello y recolocando un rizo errante de vuelta a su tocado. Cuando estuvo segura de contar con toda su atención, añadió:

—Han planteado su desafío. Lo acepto encantada.

No volvió a respirar hasta encontrarse fuera del salón de las damas; la ira, la frustración y la aflicción que bullían en su interior le provocaron vértigo.

No debería haberle sorprendido que cotillearan sobre ella. Había sido así desde el mismo día en que llegó a Londres.

Aunque se había convencido a sí misma de que por aquel entonces habrían dejado de hacerlo.

Pero no. Nunca lo harían. Aquella era su vida.

Llevaba el estigma de su madre, que seguía siendo un escándalo, veinticinco años después de abandonar a su marido, el marqués de Ralston, y a sus dos hijos gemelos, huyendo de aquella reluciente vida aristocrática para refugiarse en el Continente. Su periplo terminó en Italia, donde conquistó al padre de Juliana, un comerciante muy trabajador que juró no haber deseado nada más en la vida que a ella, su inglesa de cabello azabache, ojos brillantes y sonrisa generosa.

Se había casado con él, una decisión que Juliana había acabado identificando como el tipo de comportamiento temerario e impulsivo por el que su madre había sido conocida.

Un comportamiento que ahora amenazaba con dominarla a ella.

Juliana esbozó una mueca ante semejante pensamiento. Cuando actuaba impulsivamente, lo hacía para protegerse.

Su madre había sido una aristócrata con una tendencia casi infantil por el dramatismo. Pese a haber envejecido, nunca había madurado.

Juliana supuso que debía dar gracias por el hecho de que la marquesa también la hubiera abandonado a ella y a su padre. No quería ni imaginar las cicatrices que podría haberles dejado.

Su padre hizo todo lo que estuvo en su mano para criar solo a una hija. Le había enseñado a hacer nudos, a reconocer una carga defectuosa y a regatear con los peores y mejores comerciantes…, pero nunca le contó lo más importante.

Nunca le dijo que tenía una familia.

Se enteró de la existencia de sus dos hermanastros, nacidos de la madre a la que apenas había conocido, después de la muerte de su padre, cuando descubrió que sus fondos habían sido depositados en un fideicomiso y que un desconocido marqués británico iba a ser su custodio.

En cuestión de pocas semanas, su vida dio un vuelco.

La dejaron en la puerta de Ralston House junto a tres baúles con sus posesiones y su doncella.

Y todo gracias a una madre sin un ápice de instinto maternal.

¿Cómo sorprenderse de que la gente cuestionara la personalidad de su hija?

¿De que incluso ella misma de la cuestionara?

No.

Ella no era como su madre.

Nunca había dado la más mínima muestra de serlo.

Al menos no a propósito.

Pero aquello no parecía tener ninguna importancia. Aquellos aristócratas se fortalecían insultándola, mirándola con sus rectas y largas narices, erguidos. En ella solo veían el rostro de su madre, el escándalo de su madre, la reputación de su madre.

A nadie le interesaba saber quién era ella en realidad. Solo les importaba que era diferente, que no era como ellos.

Sentía la tentación de demostrarles lo distinta que era de ellos…, de aquellas criaturas impertérritas, insulsas y desapasionadas.

Respiró hondo para recuperar la compostura y dirigió la mirada hacia el otro extremo de la sala de baile, hacia las puertas que daban al jardín. Empezó a moverse en aquella dirección pese a saber que no debía.

Sin embargo, en el torbellino de emociones que la embargaban, fue incapaz de encontrar un motivo para no hacerlo.

Mariana apareció de la nada y apoyó una delicada mano enguantada en el hombro de Juliana.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. —No miró a su amiga. No podía.

—Son horribles.

—Y también tienen razón.

Mariana se quedó inmóvil al oír aquello, pero Juliana siguió moviéndose, concentrada en las puertas francesas abiertas…, en la salvación que prometían. La joven duquesa volvió a situarse a su lado rápidamente.

—No, no es verdad.

—¿No? —Juliana miró a su amiga de reojo y vio los grandes ojos azules que la convertían en el perfecto espécimen de la feminidad inglesa—. Por supuesto que tienen razón. No soy uno de vosotros. Nunca lo seré.

—Y doy gracias a Dios por ello —dijo Mariana—. Ya somos más que suficientes. Yo, por ejemplo, me alegro de tener a alguien distinto en mi familia, al fin.

Juliana se detuvo donde terminaba la pista de baile y se dio la vuelta para mirar a su amiga.

—Gracias. —Aunque fuera mentira.

Mariana sonrió como si todo hubiera vuelto a la normalidad.

—De nada.

—¿Por qué no vas a buscar a tu galante marido y bailas con él? No querrás que empiecen a cotillear sobre tu matrimonio.

—Deja que cotilleen.

Juliana esbozó una sonrisa torcida.

—Ya hablas como una duquesa.

—El título tiene sus beneficios.

Juliana rio forzadamente.

—Ve.

Mariana frunció el ceño, preocupada.

—¿Seguro que estás bien?

—Claro que sí. Solo necesito un poco de aire fresco. Ya sabes que no soporto el calor de estos salones.

—Ten cuidado —dijo Mariana mirando con recelo hacia las puertas—. No te pierdas.

—¿Quieres que deje un rastro de petits fours?

—No es mala idea.

—Adiós, Mari.

Mariana se alejó finalmente y la multitud engulló su reluciente vestido azul casi al instante, como si los presentes estuvieran deseosos de que se uniera a ellos.

A Juliana no la absorberían del mismo modo. Imaginó a la multitud rechazándola como si fuera un hueso de aceituna escupido desde el ponte Pietra.

Salvo que aquello no era tan sencillo como caer desde un puente. Ni tan seguro.

Juliana dedicó unos segundos a observar a los bailarines, decenas de parejas girando y moviéndose al ritmo de una danza campestre, y no pudo evitar compararse con las mujeres volteando delante de ella, todas ellas enfundadas en sus coloridos vestidos, con esos cuerpos adoptando la postura perfecta y esas tibias personalidades. Eran el producto de la esmerada educación inglesa, criadas como cepas para producir la misma fruta y el mismo vino inofensivo e insustancial.

Reparó en la presencia de una muchacha en el salón, que ocupaba su lugar a un lado de la larga fila de bailarines; el rubor de sus mejillas le daba un aspecto más vivaz de lo que a Juliana le había parecido hacía solo unos minutos. El mohín de sus labios solo podía interpretarse como una sonrisa largamente ensayada: ni demasiado exagerada, lo que podría indicar deseo desmedido, ni demasiado difuminada, lo que podría confundirse con desinterés. Parecía una uva madura lista para la recolección. Preparada para su inclusión en aquella sencilla cosecha inglesa.

La uva alcanzó el final de la fila, y ella y su pareja avanzaron juntos.

Su pareja era el duque de Leighton.

Mientras los dos bailaban girando sobre sí mismos, avanzando hacia ella por la larga fila de invitados, Juliana solo podía pensar en una cosa.

Formaban una pareja imposible.

No era solo una cuestión de aspecto físico; la única similitud era el cabello demasiado rubio de ambos. Ella era poco atractiva —un rostro demasiado redondo, unos ojos azules demasiado pálidos, unos labios con un tono rosa demasiado apagado— y él era…, bueno… Él era Leighton. La diferencia de estatura era inmensa: él superaba el metro ochenta y ella era tan bajita y menuda que su cabeza apenas le llegaba al pecho.

Juliana puso los ojos en blanco ante la estampa que tenía ante sí. Probablemente a él no le desagradara la idea de una mujer tan menuda, alguien a quien manipular fácilmente con la punta del dedo meñique.

Pero había otras cosas que los diferenciaban. La uva disfrutaba del baile, resultaba evidente por el brillo de sus ojos al mirar a las otras mujeres que esperaban en la fila. Él no sonreía mientras bailaba, pese a conocer perfectamente los pasos de la danza. No estaba disfrutando. Evidentemente, no era el tipo de hombre que gustara de bailes campestres. De hecho, era un hombre muy poco dado a cualquier tipo de placer.

Lo más sorprendente era que hubiera accedido a participar en una actividad tan vulgar.

Cuando llegaron al final de la fila y se encontraban a pocos metros de Juliana, Leighton la miró a los ojos. Fue un instante fugaz, apenas uno o dos segundos, pero la intensidad de su mirada, del color de la miel, hizo que Juliana notara un cosquilleo en el estómago. Aunque era una sensación a la que ya tendría que estar habituada, nunca dejaba de sorprenderla.

Siempre esperaba que su presencia dejara de afectarla. Que algún día aquellos escasos y fugaces momentos del pasado se convirtieran únicamente en eso, en el pasado, en lugar de en un recordatorio continuo de lo aislada que se sentía en aquel mundo.

Se alejó de la sala de baile, se encaminó hacia las amplias puertas de cristal y la negra noche con renovada urgencia y salió sin dudarlo al balcón de piedra. Abandonó la seguridad de la habitación consciente de que era algo que no debía hacer. Sabía que su hermano y el resto de Londres la juzgarían por sus acciones. A sus ojos, los balcones eran invernáculos del pecado.

Cosa que resultaba ridícula, por supuesto. Era evidente que no podía ocurrir nada malo por salir unos minutos a un balcón. Lo que debía evitar eran los jardines.

Afuera hacía frío, y Juliana agradeció el aire cortante. Levantó la mirada hacia el despejado cielo de octubre y contempló las estrellas.

Por lo menos había algo que era inalterable.

—No debería estar aquí.

Juliana no se dio la vuelta ante las palabras del duque. No estaba demasiado sorprendida.

—¿Por qué?

—Podría sucederle algo.

Juliana encogió un hombro.

—Mi padre solía decir que las mujeres tienen doce vidas. Como los gatos.

—Aquí los gatos solo tienen siete.

Juliana sonrió por encima del hombro.

—¿Y las mujeres?

—Muchas menos. No es seguro que esté aquí sola.

—Lo era hasta que ha llegado usted.

—Por eso siempre… —El duque se interrumpió.

—Por eso siempre corro peligro.

—Sí.

—Entonces, ¿qué hace aquí, su excelencia? ¿No está poniendo en peligro su propia reputación al acercarse a mí? —Finalmente se dio la vuelta y lo vio a varios metros de ella. Soltó una corta risotada—. Bueno, supongo que a esa distancia nadie puede deshonrarse. Está seguro.

—Le prometí a su hermano que la protegería del escándalo.

Estaba tan cansada de que todo el mundo pensara que se encontraba a un paso del escándalo…

Juliana entrecerró los ojos.

—Eso resulta muy irónico, ¿no cree? Hace un tiempo usted fue el mayor peligro para mi reputación. ¿O no lo recuerda?

Dijo aquello antes de poder contenerse, y, en las sombras, el semblante del duque adquirió un aspecto pétreo.

—Este no es el momento ni el lugar para hablar de tales cuestiones.

—Nunca lo es, ¿verdad?

El duque cambió de tema.

—Debería sentirse afortunada por que sea yo quien la haya encontrado.

—¿Afortunada? ¿Está seguro? —Juliana lo miró a los ojos intentando encontrar la calidez que una vez percibió en ellos. Sin embargo, se topó con esa inquebrantable mirada patricia.

¿Cómo podía ser tan distinto ahora?

Al notar que la ira la dominaba, volvió a dirigir la mirada hacia el cielo.

—Creo que será mejor que se vaya.

—Pues yo creo que lo mejor es que regrese al baile.

—¿Por qué? ¿Cree que si bailo un reel me recibirán con los brazos abiertos y me aceptarán en el redil?

—Creo que jamás la aceptarán si no lo intenta.

Juliana giró la cabeza para mirarlo.

—Usted cree que deseo su aceptación.

El duque la miró largamente.

—Creo que debería desear que la aceptáramos.

«Aceptáramos. Nosotros».

Juliana se enderezó.

—¿Por qué? Forman un grupo rígido y desangelado, más preocupado por la distancia adecuada entre las parejas de baile que por el mundo en el que viven. Creen que sus tradiciones, su educación y sus estúpidas reglas hacen de su vida algo envidiable. Pero no es así. Solo los convierten en unos esnobs.

—Y usted es solo una niña que no conoce el juego en el que está metida.

Sus palabras fueron un aguijonazo, pero no quería que el duque lo supiera.

Juliana se acercó a él poniendo a prueba su disposición a no retroceder. No lo hizo.

—¿Cree que considero esto un mero juego?

—Creo que es imposible que lo considere de cualquier otro modo. Mírese. La alta sociedad a escasos metros de aquí y usted al borde de la ruina. —Su tono fue mordaz, su anguloso rostro ensombrecido y hermoso a la luz de la luna.

—Ya se lo he dicho. No me importa lo que piensen.

—Por supuesto que le importa. Si no le importara, no estaría aquí. Hace tiempo que habría regresado a Italia y se habría olvidado de nosotros.

Se produjo una larga pausa. Se equivocaba.

No le importaba lo que pensaran de ella.

Pero sí le importaba lo que él pensara.

Y aquello solo servía para aumentar su frustración.

Se dio la vuelta hacia el jardín y se asió a la ancha barandilla de piedra del balcón mientras consideraba qué ocurriría si corría hacia la oscuridad.

La encontrarían.

—Espero que se le hayan curado ya las manos.

Volvía a mostrarse educado. Impasible.

—Sí. Gracias. —Respiró hondo—. Parecía estar disfrutando del baile.

El duque tardó un segundo en responder.

—Ha sido tolerable.

Juliana rio tímidamente.

—Un gran cumplido, su excelencia. —Hizo una pausa—. Su pareja parecía estar disfrutando de su compañía.

Lady Penelope es una bailarina excelente.

La uva tenía nombre.

—Sí, he tenido la suerte de conocerla durante la velada. Y debo decirle que no sabe elegir muy bien a sus amistades.

—No permitiré que la insulte.

—¿No me lo permitirá? ¿Y qué le hace pensar que está en disposición de exigirme nada?

—Hablo muy en serio. Lady Penelope es mi prometida y le exijo que la trate con el respeto que merece.

El duque iba a casarse con esa criatura insulsa.

Juliana se quedó boquiabierta.

—¿Está comprometido?

—Aún no. Pero ya solo es cuestión de formalidades.

Juliana supuso que no era extraño que el duque estuviera comprometido con la perfecta novia inglesa. Pero resultaba tan inapropiado…

—He de confesar que jamás había oído a alguien hablar de un modo tan desabrido sobre el matrimonio.

Leighton cruzó los brazos para protegerse del frío, y la lana de su chaqueta negra de gala se tensó en los hombros, resaltando su amplitud.

—¿Qué más quiere que diga? Somos compatibles.

Juliana parpadeó.

—¿Compatibles?

El duque asintió.

—Exacto.

—Qué apasionado.

Leighton no reaccionó ante su sarcasmo.

—Es una cuestión de negocios. En los buenos matrimonios ingleses no hay lugar para la pasión.

Era una broma. Tenía que serlo.

—¿Cómo espera vivir su vida sin pasión?

El duque resopló con desdén, y Juliana se preguntó si sería consciente de lo pomposo que era.

—Las emociones están sobrevaloradas.

Juliana soltó una risita.

—Vaya, eso es quizá lo más británico que le haya oído decir a nadie.

—¿Qué tiene de malo ser británico?

Juliana sonrió lentamente.

—Lo ha dicho usted, no yo. —Y continuó, consciente de que estaba irritándolo—. Todos necesitamos pasión. Y a usted le sentaría bien una buena dosis en todos los campos de su vida.

El duque enarcó una ceja.

—¿Tengo que aceptar el consejo precisamente de usted? —Cuando ella asintió, Leighton añadió—: Permítame hablar con sinceridad. Usted cree que mi vida necesita pasión, una emoción que la empuja a jardines umbríos, a carruajes de extraños, a balcones, y que la impele a poner en riesgo su reputación con alarmante frecuencia.

Juliana levantó el mentón.

—Exacto.

—Puede que eso funcione con usted, señorita Fiori, pero yo soy diferente. Tengo un título, una familia y una reputación que proteger. Por no mencionar el hecho de que estoy muy por encima de los instintos viles y… vulgares.

La arrogancia que destilaban sus palabras era casi asfixiante.

—Es un duque —dijo ella con sarcasmo.

Leighton la ignoró.

—Exacto. Y usted es…

—Alguien que está muy por debajo de usted.

El duque enarcó una ceja dorada.

—Lo ha dicho usted, no yo.

Juliana dejó escapar el aire como si la hubieran golpeado en el vientre.

El duque necesitaba una sagaz y enérgica lección. Una que arruinara la reputación de un hombre para siempre. Una que solo una mujer podía proporcionar.

Una lección que Juliana deseaba darle desesperadamente.

—Es un… asino. —Los labios del duque trazaron una delgada línea al oír el insulto, y Juliana hizo una exagerada y socarrona reverencia—. Le pido disculpas, su excelencia, por haber recurrido a un lenguaje tan vulgar. —Lo miró a través de sus oscuras pestañas—. Permítame que se lo repita en inglés, esa lengua tan superior. Es usted un idiota.

—Acérquese —dijo él con los dientes apretados.

Juliana lo obedeció, tragándose la ira que amenazaba con dominarla, y Leighton le clavó los fuertes dedos en el hombro, encarándola hacia la sala de baile. Cuando volvió a hablar, lo hizo a escasos centímetros de su oído, con voz grave y enfurecida:

—Cree que su valorada pasión la convierte en alguien mejor que nosotros, cuando en realidad solo pone en evidencia su egoísmo. Tiene una familia que se esfuerza por conseguir que la acepten en la sociedad y, a pesar de eso, lo único que le interesa a usted es satisfacer todos sus deseos.

Juliana sintió cómo el odio se apoderaba de ella.

—No es verdad. Me preocupo mucho por ellos. Jamás haría nada que… —Se detuvo. Jamás haría nada que pudiera incomodarlos.

Aquello no era del todo cierto. Al fin y al cabo, ahora mismo estaba en un oscuro balcón en compañía de un hombre.

El duque pareció intuir sus pensamientos.

—Su imprudencia será su ruina… y posiblemente también la de su familia. Si se preocupara por ellos, intentaría comportarse como una dama y no como una…

Leighton se detuvo antes de pronunciar el insulto. Pero Juliana lo oyó de todos modos.

Y entonces percibió que la calma se aposentaba en su interior.

Deseaba humillar a aquel hombre perfecto y arrogante.

Si la consideraba una imprudente, se comportaría como tal. Lentamente, Juliana apartó el brazo de él.

—¿Realmente cree que está por encima de la pasión? ¿Que su mundo perfecto puede regirse únicamente por normas estrictas y experiencias indolentes?

El duque dio un paso atrás ante el desafío que destilaban sus palabras.

—No lo creo. Lo sé.

Juliana asintió.

—Inténtelo. —Leighton enarcó una ceja, pero no dijo nada—. Permítame que le demuestre que ni siquiera un duque frígido puede sobrevivir sin pasión.

Leighton continuó inmóvil.

—No.

—¿Tiene miedo?

—No, falta de interés.

—Lo dudo.

—Realmente le importa un comino su reputación, ¿verdad?

—Si tanto le preocupa la suya, su excelencia, le recomiendo que traiga una carabina.

—¿Y si me resisto a su vida tempestuosa?

—Entonces se casará con la uva y todo estará bien.

Leighton parpadeó.

—¿Uva?

Lady Penelope. —Se produjo una larga pausa—. Pero… si no puede resistirse… —Se acercó a él, su aliento era una tentación en el frío aire de octubre.

—¿Entonces, qué? —preguntó él con voz grave y oscura.

Ya era suyo. Conseguiría que se arrodillara. Y su mundo perfecto con él.

Juliana sonrió.

—Entonces su reputación estará en serio peligro.

El duque guardó silencio; el único movimiento era el lento espasmo del músculo de su mandíbula. Un momento más tarde, Juliana pensó que podía dejarlo allí, con su amenaza cerniéndose en el frío aire nocturno.

Y entonces Leighton dijo:

—Le doy dos semanas. —Juliana no tuvo tiempo de disfrutar de la victoria—. Pero será usted quien aprenda la lección, señorita Fiori.

El recelo se impuso.

—¿Qué lección?

—Que la reputación siempre triunfa.

Once escándalos para enamorar a un duque

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