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2 LA ACEPTACIÓN

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En Japón hay numerosas palabras que significan «aceptación». Dependiendo de con quién estés y de la situación en la que te encuentres, la palabra adecuada para expresar aceptación cambia, lo que supone un reto tanto para el interlocutor como para el oyente.

Es lo mismo que sucede con innumerables palabras y frases japonesas que funcionan como símbolos o representaciones de significados.8

Cuando decidí escribir este libro, me puse en contacto con mis amigos de Japón para que me ayudaran a entender la aceptación a niveles más profundos de lo que yo la concebía, pues a fin de cuentas yo era ajeno a su educación, cultura, tradiciones e historia.

¿Qué significaría «aceptación» en Japón?


Yumi Obinata, intérprete en Tokio, me envió una hoja de cálculo muy detallada en la que había cuatro palabras que significaban «aceptación». A continuación, me contó en qué tipo de frases se puede utilizar cada una de ellas y cómo hacerlo:

«Ukeireru la utilizará una madre con un hijo para aceptar algo de forma amable.

»Uketomeru la empleará una madre para aceptar “la explosión de emociones de su hijo” cuando “algo suceda con mucha fuerza”.

»Toriireru se utiliza para describir la aceptación de misioneros protestantes por parte de Japón.

»Ukenagasu significa “recibir y dejar que se vaya”».

Yumi aportaba aún más detalles: «Es como si estuvieras en mitad de un riachuelo y te pusieras de lado para que disminuyera la presión del agua en tu cuerpo. Así pues, aquí, en Japón, las personas aceptan los desastres como parte de la vida y ponen en práctica el ukenagasu para no verse muy afectados psicológicamente.

»Kikinagasu conlleva escuchar, oír y dejar que se vaya, lo que significa que hacemos ver que prestamos atención a la actitud irritante de alguien para no tomárnosla en serio.

»Juyo-Suro se utiliza para describir la aceptación de los pensamientos y sistemas modernos de Occidente».

Yumi me contó que «jyō puede suponer seis palabras diferentes y que ukeireru se utiliza mucho en el día a día».

Hace muchos años que conozco a Yumi y a su familia. He disfrutado hablando con Nozomi, su hijo, acerca de su tesis universitaria sobre los filósofos judíos europeos posteriores al Holocausto cuando estuvo viviendo con mi esposa y conmigo durante un par de semanas; hemos ido a cenar los dos matrimonios a un carísimo izakaya de Ginza; he bebido té verde con Yumi en Shimoda, el pueblo de la prefectura de Shizuoka al que llegaron los infames «barcos negros» en julio de 1853 junto con un ultimátum de Matthew Perry —el comodoro, no el actor de Friends— donde exigía el comercio con Estados Unidos y la entrada de los barcos estadounidenses en los puertos japoneses.

Cuando Yumi me contó las muchas maneras que había de expresar aceptación en Japón, mi comprensión de la palabra se vio moldeada por nuestra amistad.

La siguiente persona a la que le pregunté sobre el significado de «aceptación» fue a Yuko Enomoto, a quien conocí hace unos veinte años en Tokio.9

Yuko me respondió con tres palabras: ukeireru, jkukugo y jiko jyu yuu.

«Jiko jyu yuu significa “la aceptación de uno mismo” —me contó—. Es algo que podemos sentir. Parece probable que jkukugo sea más intelectual. Ukeireru, por su parte, es bastante fácil de entender ¡y resulta divertido imaginarse dentro de uno mismo!».

De todas las personas que conozco en Japón, Yuko es la más urbana. Nos conocimos gracias a Slow Food, la organización de comida italiana, y fue ella la que me enseñó tantísimo acerca de las muchas casas de té, salones de café, galerías de arte y pequeños restaurantes de vecindario que hay ocultos por Tokio. Hoy en día, con un marido que es uno de los chefs más reconocidos de la ciudad —dedicado a la cocina italiana y peruana— y un bebé que parece ser la personificación misma de la bondad, Yuko está encontrando el equilibrio entre sus dones profesionales y las exigencias de la maternidad, y acepta con despreocupación cuanto le llega.

La tercera persona de la que recibí ayuda fue Kiyomi Tsurusawa. A Kiyomi la conocí hace años en Kayotei, mi ryokan («balneario de aguas termales») preferido de Japón, situado en Yamanaka, en la prefectura de Ishikawa. Kiyomi fue mi intérprete a lo largo de varios días en los que trabajamos en un libro sobre los artesanos de la región. En aquel entonces, hablamos de oficios tradicionales, pero también de la pasión que ambos compartíamos por el jazz.10

«Son muchas las palabras japonesas que se pueden traducir como “aceptación” —me comentó Kiyomi—. Es complicado, pero aquí tienes seis… ¡aunque haya bastantes más!: shodaku, jyu yuu, shiji, ninjyu, gokaku y ukeireru. Shodaku puede significar aceptar una invitación. Jyu yuu, aceptar un regalo. Shiji, aceptar una idea o pensamiento. Ninjyu, aceptar las dificultades. Gokaku, aceptar a una persona. Y ukeireru, en fin, puede significar aceptar la realidad».

Al final, me enamoré de esta definición de ukeireru: «a una madre que acepta con amabilidad algo que le entrega su hijo, le resulta divertido reconocerse aceptando la realidad».

¿Cómo sería actuar a diario inspirados por el ukeireru? ¿Qué llegaríamos a hacer? ¿Qué diríamos? ¿En qué tipo de acontecimientos participaríamos para tener esa sensación de bienestar logrado gracias a la aceptación?

Ukeireru supone mucho más que la aceptación de sí mismo. Significa la aceptación de nuestras relaciones en la familia, en el colegio, en el trabajo y en nuestra comunidad. Implica aceptar a los demás. Admitir la realidad y dar forma a contextos que amplíen la perspectiva estrecha, confinadora y agotadora del yo.

Mediante el abrazo de lo efímero y lo imperfecto, el ukeireru aplica los principios del budismo zen y del sintoísmo al Japón moderno para crear bienestar y satisfacción. Esto es evidente en ese acercamiento estético compartido que empezó y se desarrolló hace siglos. El arte estableció una manera de ver. Originada desde arriba, podríamos decir, por una colaboración entre instituciones religiosas y señores feudales, la estética hizo que cambiaran las tornas sobre la pérdida que, en realidad, se debe a la ignorancia: Japón tenía pocas instituciones, poca ciencia, estructuras socioeconómicas rígidas, un entorno natural inclemente. No obstante, en vez de desesperarse por las duras condiciones del día a día, la estética estableció que el significado de la vida radicaba en aceptar, abrazar e incluso buscar la pérdida.

El objetivo consiste en crear un estado mental en el que te sientas cómodo, con suficiente consciencia y confianza. Aceptas y abrazas la pérdida. También te das cuenta de que, al margen de cómo te definas, el hecho de adquirir consciencia se basa en tu compromiso con la naturaleza y la sociedad.

En Estados Unidos tenemos una sociedad que celebra lo individual y que ha convertido la felicidad en un objetivo, y si para conseguirlo tienen que sufrir otros, pues cuánto lo siento y a otra cosa mariposa.

«Gana o vete a casa».

«A mi manera o nada».

«Pero ¿qué saco yo de todo esto?».

Lo que hace el ukeireru es magnificar las relaciones en las que nos encontramos. Proporciona la fuerza necesaria para realizar cambios no solo de carácter personal, sino también estructural.

Para poder cambiar algo —ya sea grande, como el racismo sistémico, o pequeño, como un mal servicio al cliente— necesitas contar con un estado de ánimo tranquilo y proceder de modo concentrado, con reflexión e intensidad. Necesitas un plan.

Dicho plan consiste en aceptarte a ti mismo, pero también a tu familia, a tus amigos, a tus colegas, a tu comunidad. Mientras lo procuras, es más posible que seas capaz de entender otros puntos de vista.

Si no eres consciente de ti mismo y careces de un estado de reposo, no serás capaz de cambiar nada, en especial, las condiciones que crearon o contribuyeron al estrés en primer lugar.

Crea bienestar y, después, si quieres, enfréntate a los problemas que te han llevado al aislamiento, a preocuparte y a estar triste. No se trata de una llamada a las armas. Tampoco es cuestión de tomarse un té verde calentito, darse un buen baño, echar una cabezada y volver a la calle. Pero si lo deseas, puedes valerte de la energía que te proporcione dicha paz interior e intentar hacer los cambios necesarios.

Practicar esos hábitos y adoptar comportamientos asociados a la cultura japonesa me ha ayudado a observar, leer y escribir con mayor concentración y comprensión que nunca. Es como si el paso del tiempo se ralentizara —no estoy todo el rato pensando en lo que está por venir ni en lo que ya ha pasado—. El ukeireru crea una especie de sensación de inmediatez básica, de necesidad de vivir el presente.

Ver y aceptar una situación desde el punto de vista de otra persona, de alguien con quien estoy enfadado y en desacuerdo, me ha permitido reconocer que muchas de las cosas que me molestaban antes, en realidad, no tienen importancia. En consecuencia, si estoy molesto con alguien a quien quiero o con quien trabajo, ya sea un amigo o un desconocido, estoy mejor preparado para retrasar una reacción o incluso puedo llegar a inhibirla. Al fin y al cabo, ¿por qué debería importar nada de eso? Afecta por el mero hecho de que yo concedo que lo haga. Pero es muy posible que no moleste en sí mismo y, desde luego, en unos meses, es muy probable que no lo haga en absoluto. Para entonces, tendré algo nuevo de lo que preocuparme o por lo que sentirme mal.

O bien, en caso de que importe, si de verdad se trata de un problema que provoque estrés y haya que solucionar, aceptarlo sin reaccionar enfadado o de inmediato te va a brindar el tiempo necesario para pensar en cuál podría ser la solución al margen de la reacción.

Así pues, puedo entender mejor que aquello que me molesta es muy probable que tenga más que ver con quién me molesta que no conmigo mismo. La persona que agravia suele tener que vivir con ello a diario. Yo, por el contrario, lo único que hago es echar un vistazo a qué se siente al ser como ellos.

Si te parece que una persona es una verdadera molestia, créeme, lo es mucho más para ella misma. Si alguien se comporta como un idiota en un bosque pero está solo, ¿acaso sigue siendo un idiota?


Me encanta la manera en que se puede aplicar en el día a día esa perspectiva japonesa de que las situaciones duren poco.

Reconocer el estrés y el cansancio que provoca el enfado también ayuda a mantenerlo alejado. Poca gente se siente bien después de haber estado enfadada y la principal forma de aliviar ese estrés consiste en volver a enfadarse. ¡Menuda distracción! ¡Qué pérdida de tiempo y energía!

De manera consciente, hago cuanto está en mi mano por evitar lo que me provoca dicho estrés, lo cual abarca no solo situaciones, sino también individuos tremendamente destructivos —mi ausencia debería dejaros claro quiénes sois—. En vez de fijarme en la negatividad, intento concentrarme y conectar con las personas y las situaciones que me sustentan.

Ukeireru no significa, pues, mostrar sumisión, ceder, aceptar condiciones destructivas o rendirse a relaciones abusivas o que te exploten. Más que nada, consiste en entender que cada uno de nosotros se halla definido en buena medida por quienes nos rodean, y no en pensar en nosotros como partes independientes de estas relaciones.

Y significa también que, al abandonar esos ideales egoístas, ganamos capacidad para cambiar las situaciones que provocan tanto dolor, además de participar y establecer relaciones buenas y respetuosas.

Una diferencia muy importante entre Japón y Estados Unidos en cuanto al concepto de identidad, es que en Norteamérica el individuo tiene más autoridad que el grupo. En Japón es al revés, es el grupo el que establece tu identidad preferente.

Hayao Kawai, un gran psicólogo japonés, ofrecía un ejemplo destacado de cómo funciona esta diferencia. En su libro Buddhism and the Art of Psychotherapy, el doctor Kawai dice que un orador japonés se disculpará al principio del discurso con algo como: «Quiero empezar diciendo que no estoy cualificado para dar esta charla y que no sé lo suficiente sobre psicoterapia». Eso se debe a que «cuando los japoneses se reúnen, comparten un sentimiento de unidad, independientemente de si se conocían o no de antes, porque uno nunca debería estar solo, separado de los demás». Kawai contrasta esta identidad de grupo con el típico orador estadounidense, quien a menudo empezará su discurso con un chiste, «lo que fomentará que sus oyentes, al reírse al unísono, experimenten esa unidad».

Gordon Mathews se adhiere a esta idea en su libro acerca de Japón —del que ya hemos hablado— al describir el concepto acuñado por el filósofo Asyun Hamaguchi sobre las diferencias que hay entre la mentalidad japonesa y la occidental: «Hamaguchi acuña un término nuevo para el ego japonés, kanjin, que es una persona cuya identidad se sitúa en la intersección entre el yo y los demás, a diferencia del kojin occidental, cuya identidad se localiza en el ego autónomo».

Así que ¿cuál es mejor? ¿La cohesión de grupo japonesa o la mentalidad autónoma estadounidense?

A decir verdad, ni la una ni la otra. ¿Quién quiere sufrir el confinamiento de un grupo día sí y día también? Y, a su vez, ¿hay alguien que desee padecer la soledad que produce no pertenecer a un grupo, estar solo en el mundo?

Estoy de acuerdo con el doctor Kawai, quien estudió en California y en Suiza, cuando dice que deberíamos quedarnos con lo mejor de ambas culturas. «Al buscar una consciencia posmoderna —comenta— podemos, a mi entender, llegar a conocernos unos a otros y, para nuestro provecho, encontrar algo nuevo».

Hay razones para que Japón haya desarrollado una cultura de la aceptación y del silencio. En Japón, incluso hoy en día, las maneras antiguas, las formas de relacionarse, las costumbres, prácticas culturales y expectativas se traslucen en las relaciones, que son muy diferentes de la manera en que se experimenta la amistad, el trabajo, el ocio, la familia y el matrimonio en Estados Unidos.

Esos hábitos fueron forjándose debido a una serie de circunstancias que resultan exclusivas de Japón. Su situación geográfica en el mundo propiciaba que las cosas no cambiaran mucho con el paso del tiempo. Durante siglos, la cultura fue más estática y aislada que la de la mayoría de los países.

En Estados Unidos, el aislamiento geográfico respecto de los países de procedencia de la mayoría de los estadounidenses —exceptuando, claro está, a los indígenas y a los pobladores de las naciones limítrofes— implicaba que el carácter de la gente que vivía allí, aunque conformado por la historia, los recuerdos y las reglas de generaciones previas, podía ser nuevo.

Uno de los mitos estadounidenses dice que en este país es posible llegar a ser quien quieras. Puedes cambiar de nombre, de apariencia y de objetivos. No tienes por qué regirte por las normas de ningún grupo. No tienes por qué ser como tus padres. Puedes nacer pobre y morir rico.

¿Quién quiere ser millonario?

Entre las muchas razones por las que los estadounidenses padecen tanto estrés a lo largo de la vida se encuentra la sensación de haberse quedado cortos en lo tocante a esta fantasía, de creer que la imposibilidad de convertirse en protagonista del mito en cuestión es culpa del propio individuo, que no lo han intentado lo suficiente.

Sin embargo, Raj Chetty, un economista de Harvard y Stanford, demostró que no era así. Raj y su equipo crearon el Atlas de las Oportunidades. Este atlas demuestra que tu código postal determina si tendrás éxito con mucha mayor fiabilidad que los factores individuales en juego.

Si resides en Estados Unidos, visita la página electrónica www.opportunityatlas.org e introduce tu código postal. Verás cómo el nivel de ingresos del sitio en el que hayas crecido determina, inextricablemente, tu éxito financiero en la vida. Como es evidente, algunas personas alcanzan un gran éxito a pesar de haber nacido en barrios pobres y qué duda cabe de que hay niños que crecen en vecindarios ricos que se empobrecen. Pero, de acuerdo con los datos, la mayoría de las personas mantiene su estatus.

Adiós al Sueño Americano, a esa máxima según la cual el trabajo duro conduce siempre al éxito. Ahora bien, el mensaje no es ni mucho menos: «no trabajes duro». El mensaje es más bien: «si no tienes éxito a la primera, podría deberse a la falta sistemática de oportunidades económicas basadas en la raza, el género y la clase social a la que pertenezcas».

Darse cuenta de que tu estrés no es tan solo tuyo amplía el debate. Implica que formas parte de otros muchos grupos: ser rico o pobre; negro, blanco, asiático o hispano; clase media, trabajadora; heterosexual u homosexual; joven o viejo; y lo que te entristezca probablemente haga que otras personas de tu grupo, de todos los grupos a los que perteneces, también se entristezcan. No estás solo.

Ayuda saber que el estrés que experimentas no es únicamente personal. Cualquier paso que des hacia la mejora de ti mismo es bueno; pero, además de estos pasos, las fuentes de estrés de tu grupo de pertenencia no desaparecerán a menos que te enfrentes a ellas.

Aprende a vivir con las causas sistémicas del estrés o no lo hagas, eso depende de ti. En cualquier caso, es bueno conocer por qué podrías sentirte asustado y miserable.

Cualquier libro sobre felicidad gana legitimidad al destacar la baja rentabilidad de la infelicidad.

Tal y como me comentó Raj: «Tengo familia por todo el mundo y sé que alcanzar unas metas no solo depende de trabajar duro»11.

Aunque los mitos puedan resultar inspiradores y, en parte, definir un discurso para muchos ciudadanos de un mismo país, también generan lastres y estrés si se toman al pie de la letra.

No es verdad que puedas ser quien quieras en Estados Unidos, o que vayas a ganar tantísimo dinero que logres dejar atrás la clase económica en la que naciste, o que puedas ir por el mundo como si fueras un sheriff o un buscador de oro en el Salvaje Oeste. Sí, es verdad, mucha gente lo consigue, trasciende sus orígenes y amasa fortunas, pero investigaciones académicas recientes demuestran que el sitio en que nacieron y las circunstancias en que crecieron determinan, casi por completo, dónde va a seguir la mayoría.

Hay gente a la que le toca el gordo de la lotería o millones en un sorteo, pero eso no es lo mismo —ni se parece— que alcanzar el mito del Sueño Americano.

El dramaturgo David Mamet dijo en una entrevista que la intención de los estudios cinematográficos, al pagarle por sus guiones sumas astronómicas de dinero, era confundir y distraer a todo el mundo. Con unos pocos ganadores, los «perdedores» pueden seguir aferrándose a sueños irreales en vez de concentrarse en cambiar el sistema. Es como vivir en un casino.

Resulta emocionante imaginar que los mitos son inspiradores, y está muy bien hacerlo, pero eso también fomenta que las instituciones que restringen el movimiento —colegios, bancos, empresas, diferentes cuerpos de la ley, sistemas médicos, juzgados— no se perciban tan problemáticas como son en realidad.

En consecuencia, es muy posible que acabes diciéndote cosas terribles, tales como que sea culpa tuya no ser feliz o no haber alcanzado tus sueños.

Los mitos existen para distraer a las personas y conseguir que no lleven a cabo esas transformaciones que los reemplazarían. Además, los mitos son brutalmente estrictos y alimentan el odio a uno mismo.

Creer en los mitos dificulta la acción que podría combatir las fuentes del estrés de manera realista.

Si te convences de que en Estados Unidos puedes ser quien quieras pero no consigues tu objetivo, ¿a quién hay que culpar? ¡Pues a ti, cómo no!

Los mitos de Japón también fueron característicos de su desarrollo como nación. Un mito definitorio es el de la cohesión de las apariencias: las cosas deben parecer primitivas y apropiadas, y el grupo debe participar en la creación de esa apariencia.12

En Japón, el avance hacia esa cohesión de las apariencias podría haberse debido a que, en su día, fue clave para sobrevivir. Al tener que enfrentarse a los peligros de la naturaleza y del aislamiento, el individuo no tenía apenas oportunidades. Además, el cultivo de arroz, la piedra angular de la economía japonesa durante siglos, necesita un gran número de personas trabajando en grupo. La cohesión de las apariencias está pensada para ser inspiradora, además de una manera de promover la seguridad y de aumentar la productividad: trabajar junto con otros para crear la apariencia de una armoniosa norma de grupo.

En términos positivos, esto significa que, antes de actuar, has de pensar en el efecto que tu comportamiento pueda tener en los demás. No debes alterar el curso de los acontecimientos. Si no actuamos juntos, puede que no estemos dando lo mejor de nosotros.

Japón tiene una geografía dura, inclemente. Son pocos los lugares del mundo que se ven obligados a lidiar con tantos terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas a un tiempo.

Por si las catástrofes periódicas y las crisis fueran poco, que Japón sea tan montañoso y esté tan industrializado significa que, según la CIA World Factbook, solo el 11,7 por ciento de la tierra del país es arable, lo que lo deja en el puesto quincuagésimo primero del mundo, por detrás de Camerún, Sudán, Pakistán, Italia, etc. Por lo tanto, las hambrunas, las dietas de subsistencia y la aparcería han definido la agricultura de Japón hasta hace poco menos de setenta años.

Gracias a nuevas fuentes de riqueza, Japón consigue mucha comida del extranjero: arroz del Sureste Asiático, fruta de Sudamérica y África, y soja de Estados Unidos y China. La mayor parte de la salsa de soja, del tofu y del miso utilizados en los productos japoneses se hace con soja de otros países.

La topografía y los suministros de comida constituyen una parte muy importante de lo que define a una nación. Además, hay que tener en cuenta el aislamiento geográfico de Japón, que lo aleja del continente. Las influencias extranjeras que moldean la cultura japonesa —china, coreana, portuguesa, holandesa, estadounidense y, hoy en día, de todo el mundo— llegaron, arraigaron, crecieron y, a su vez, fueron moldeadas por la sociedad aislada que las recibió.

Todo esto contribuyó a poner al grupo japonés en el centro de la consciencia y de la cohesión social. Una manera estupenda de crear grupos consiste en dar forma a experiencias compartidas —en especial, que sean visuales y repetitivas— que todos llevan a cabo de igual modo.

La tarea consiste en preservar y promover las diferencias individuales por medios que resulten respetuosos. Es comparable, pero al revés, con la tendencia estadounidense de culparse a uno mismo por no ser capaz de alcanzar el Sueño Americano. En Japón existe una tendencia a culparse a uno mismo por no encajar o ajustarse a las normas y expectativas del grupo.

Y aunque la cultura individualista estadounidense obtenga grandes beneficios, también los consigue la excelencia japonesa a la hora de formar grupos. La manera en que se espera que te comportes en un baño público. Las oraciones. Las formas diarias de comer y beber. Las muestras de respeto. Y, sobre todo: la aceptación silenciosa del otro y de su entorno.

La cultura japonesa sintetizó los comportamientos individuales con las estructuras sociales de una forma muy original. Esta síntesis, que incluyó el desarrollo de la conciencia de grupo y el sentido de pertenencia frente al individualismo, hizo que la aceptación, el ukeireru, fuera esencial para la supervivencia.

Aunque a Japón se la exalte por su elevada capacidad para perfeccionar, y menosprecie por su incapacidad para inventar o crear, también es una nación en donde la originalidad artística es posible. Si bien es famoso por su habilidad en mejorar cualquier cosa, Japón es también una nación profundamente original.

Aunque en Japón el grupo importe más que en ningún otro país del mundo, se valora el esfuerzo individual —siempre que beneficie al grupo por medios originales de evitar el conflicto o sirva para demostrar dimensiones que no se entendían hasta entonces—. Esforzarse por alcanzar la perfección es parte del día a día en Japón y, aunque se considere natural no conseguirlo, lo normal es tener objetivos que fortalezcan la comunidad, ya sea el tren bala, ya la aspiración de lograr ciudades más seguras y accesibles o una sanidad asequible.

Por otro lado, mediante el arte y la gastronomía japonesas se crea una serie de placeres compartidos que se suman a la cultura y al bienestar del grupo.

El abanico tradicional de lo que se ve y se come y de cómo se come no es amplio, lo que significa que la gente no difiere mucho la una de la otra. Ahora bien, la variedad limitada puede hacer que la experiencia sea más profunda. Dado que en casi todos los restaurantes se ofrece yakitori, ramen, udon, soba, gohan y tonkatsu, a menudo, los japoneses consumen los mismos alimentos. Además, muchas veces, los restaurantes solo ofrecen un ingrediente o un menú cerrado para que todo el mundo coma idéntico. Muchos restaurantes no tienen carta y es el jefe de cocina quien decide —omakase— qué se va a comer.13

Esto me recuerda el día de Acción de Gracias, cuando prácticamente en todo Estados Unidos muchos de nosotros vamos a comer pavo mientras compartimos una experiencia con el potencial de hacer que todos nos sintamos y pensemos de manera similar —aunque solo sea por un día.

A veces, eso sucede cuando, como es natural, todo el mundo come lo mismo del igual modo —desde la forma en que se colocan los palillos en la mesa hasta la manera en que se supone que ha de comerse el arroz, pasando por dónde y de qué forma debería sentarse cada comensal.

Es como esa frase de «We the People», del grupo A Tribe Called Quest, que canta Q-Tip: «Cuando tenemos hambre, comemos la misma puta comida, fideos ramen».

En Japón, esa semejanza tiene lugar a diario en toda la nación. Comer la misma comida es recibido por los demás como una señal de que tienes algo en común con ellos.

Significa formar parte del grupo cuando comes y, al mismo tiempo, supone esforzarse por ser parte de la naturaleza en función de lo que haya en el plato. La naturaleza como una faceta de la experiencia de grupo es algo actual.

Aunque empezara a gestarse hace mucho tiempo.

Durante el período Heian (794-1185), la naturaleza emergió de manera prominente como temática del arte japonés. Lo que llamaba la atención de los artistas, por aquel entonces, y que sigue afectando la consciencia, es una forma de ukeireru evidente en el interés que se le presta a cuanto no dura mucho: las flores de cerezo, las ranas, los grillos, las luciérnagas, etc.

El novelista Haruki Murakami escribe a este respecto, y también sobre la aceptación de la brevedad y sobre cuánto valora lo efímero. Si no prestamos atención, si no observamos con todas nuestras fuerzas, nos perdemos, nos separamos de la naturaleza.

Murakami escribió: «Las flores de cerezo, las luciérnagas y las hojas rojas pierden su belleza en muy poco tiempo […] y, en cierta manera, nos sentimos aliviados al confirmar no solo que son preciosas, sino también que enseguida empiezan a caer, a perder su pequeña luz, su brillante belleza. Encontramos paz, sosiego, en el hecho de que esa cima de belleza haya pasado y desaparecido».

Después de que aquello de lo que estábamos pendientes haya desaparecido, podemos abrazar su ausencia. La ausencia es tan importante como la presencia; puede que incluso más. La paz alcanzada a raíz de la pérdida es una forma de aceptación muy profunda.

El período Muromachi (1336-1573) fue posterior al Heian y, con él, llegó el yugen. Los japoneses me han descrito el yu como algo que se estima inconmensurable o misterioso. El término, el concepto, resulta fundamental para el arte y la psicología de Japón: todo está implícito y el hecho de obligarse a llevar a cabo una observación indirecta es una manera de que esa observación sea más profunda. La observación aumentada te exige, te obliga a permanecer en silencio, a escuchar, a absorber y a creer que lo que estás viendo y experimentando podría ser una representación de algo más profundo, que solo llegarás a apreciar o a entrever si dejas tu yo y tu opinión a un lado. Mediante este proceso, te unes a los demás, que también están tratando de desentrañar su entorno, y te conviertes, a su vez, en parte de aquello que estés observando en tu esfuerzo por descifrarlo. La belleza como algo implícito en vez de como algo que experimentas directamente, un acercamiento que no se entiende a menos que estés observando en calma, apreciando su temporalidad, aceptando que hay mucho más y menos de lo que acontece.

Cuando nos topamos cara a cara con algo que posee elementos del yugen, podemos llegar a formar parte de ese algo, de lo que está sucediendo, en vez de separarnos de ello. Porque para entender, apreciar y aceptar la observación, tienes que concentrarte mucho y en silencio durante largo rato. No puedes permitir que tus opiniones y perspectivas te guíen; si lo haces, te perderás el hecho en sí y no entenderás su significado como algo independiente de ti.

Cuando admiras la caligrafía japonesa, la porcelana, los objetos lacados o el washi («papel»), puedes llegar a adquirir la sensación de que formas parte del objeto, y no solo al observar el arte, sino al ser consciente de que hay otros que, probablemente, estén realizando las mismas observaciones que tú o muy similares. La uniformidad de la estética, cómo se crea para evocar respuestas compartidas por muchos, es parte de la creación de una mentalidad de grupo en Japón.

El término japonés nihon no kokoro, que podría considerarse que significa «el corazón de Japón», es una manera de expresar este fenómeno de comunión estética.14


Al aceptar nuestro lugar dentro del esquema de las cosas, estamos más capacitados para pensar y sentir con una concentración más profunda. Más observación y menos opinión implica más aceptación.

Desarrolla la comprensión, además de la habilidad de observar y, a través de ambas, intenta entender lo que la naturaleza espera de ti y cuál es la verdad más profunda sobre tu persona. Si lo haces, es posible aceptar cómo los demás pueden sentir, pensar, temer y desear, y descubrir cómo podrías serles de ayuda. Incluso podrías llegar a reunir la energía requerida para cambiar o abordar las fuentes del estrés que haya en tu vida.

(Pista: no tiene que ver contigo, tiene que ver contigo en relación con los demás y con tu entorno).

Si aprendes a observar tus imperfecciones y adquieres consciencia de la fugacidad de la vida, el ukeireru te empuja a reducir la velocidad y a absorber lo que haya a tu alrededor, tanto personas como objetos y situaciones. La vida no es perfecta, ninguna relación es perfecta y es mejor que aprecies el presente porque pasa volando. (Ningún dolor dura para siempre).

El famoso poema de Ezra Pound —poeta que estuvo influido por la tradición poética japonesa del haikú— es un buen ejemplo de lo que significa ukeireru:

Y los días no están lo bastante llenos. Y las noches no están lo bastante llenas. Y la vida se escapa como un ratón de campo que ni siquiera mueve la hierba

Vive la vida a fondo, cerca de la naturaleza, aceptando que el tiempo es breve y que no importa lo que hagamos, porque la naturaleza ni se conmueve ni se emociona con nuestra fragilidad y acciones. Somos insignificantes.

Hay vías prácticas en las que se puede aplicar el ukeireru a nuestra existencia. Consistiría en llevar a cabo actividades que nos alejen de nuestras preocupaciones. Como reconocer que la felicidad de uno mismo importa menos que cómo se sientan los demás. O comprender que nuestro bienestar depende de la satisfacción que proporcionemos al otro. O sacar tiempo cada día para participar en experiencias no productivas que nos ayuden a escapar de nosotros mismos y consigan que, después, nos sintamos renovados o rejuvenecidos.

En Japón, esta manera de pensar y de organización social cuenta con siglos de antigüedad. ¿Qué otra nación tiene en su haber un libro clásico acerca de los beneficios de no hacer nada? Se titula Pensamientos al vuelo y lo escribió entre 1330 y 1332 el monje budista Yoshida Kenkō. El libro celebra el valor de observar y de la calma que llega cuando uno se olvida de sus preocupaciones personales.

Estos esfuerzos por aceptar donde nos encontramos en relación con la naturaleza y las personas proporcionan un estado de calma que puede ser útil para cambiar la forma en que nos estresamos en primer lugar.

Cuando Jerry Seinfeld le dice a Judd Apatow en su entrevista sobre el significado de la comedia, que tiene un mapa de la galaxia en su despacho para recordarse a sí mismo lo insignificante que es y sacudirse de encima la presión, eso es ukeireru. (Seinfeld agrega: «Me siento muy atraído por el zen»). En una entrevista posterior con Howard Stern, Seinfeld añade a esta observación: «No me vuelvo loco por disfrutar. No creo que sea importante. Creo que lo importante es que sean ellos [los espectadores] los que disfruten».

Cuando Ariana Huffington ideó una empresa que proporciona un espacio para que la gente pueda echar una cabezada durante el horario laboral, eso es ukeireru. Cierra los ojos, no seas productivo.

Cuando la revista Afar informa de que en los núcleos urbanos están empezando a aparecer espacios en donde la gente se asea conjuntamente, eso es ukeireru.

Así pues, en Japón vives el ukeireru en los salones de café, en las estancias para echar una cabezadita, en las celebraciones públicas de pequeños cambios estacionales y en los baños públicos. A lo largo del día y por todo el país, tanto en el trabajo como en casa, los japoneses se esfuerzan por mantener la calma, por prestar atención a las necesidades de los demás y por aceptar su lugar en el esquema natural de las cosas.

En la medida en que la armonía y el sentimiento de comunidad son evidentes y contribuyen al bienestar, la puesta en práctica satisfactoria del ukeireru está presente en el día a día.


Una kōan zen o parábola en la que pienso mucho ilustra el poder del ukeireru: Buda llega a un pueblo y, de inmediato, lo rodean personas que lo veneran y que le cantan alabanzas. Sin embargo, un hombre se mantiene apartado de la muchedumbre y se dirige a él enfadado. Se tira un buen rato despotricando, afirmando que Buda es un ladrón, que solo quiere riquezas y fama. Por fin, Buda le pregunta si ha acabado de gritar y, cuando el hombre dice que, en efecto, así es, le pregunta: «Si le haces un regalo a una persona y esa persona se niega a aceptarlo, ¿a quién pertenece el regalo?». El hombre mira con desdén a Buda y se ríe de él diciendo que esa es la típica estupidez budista. «Pues le pertenece a la persona que ha hecho el regalo —dice—. ¡Eso lo sabe cualquiera!», a lo que Buda responde: «Exacto y tu ira es tu regalo. Me niego a aceptarlo, así que te pertenece a ti. Nadie quiere tu ira».

Así es como funciona el ukeireru. Imagina que se te ocurren otras maneras de enfrentarte a la ira, al miedo y a las discusiones que no se parecen en nada a lo que habías probado hasta ahora. No reaccionando, sino afrontando la situación, entendiendo y aceptando lo que siente la otra persona, y, a continuación, decidiendo cómo actuar —o no actuar— para volver a formular la situación dentro del contexto de la relación.

Cada vez que recibo un correo electrónico de alguien enfadado, que conozco a una persona maleducada o que me hablan sin respeto, traigo a la memoria la kōan de la que acabo de hablar y pienso que esa ira pertenece a la otra persona.15

Gracias al hecho de ser consciente de la importancia de los grupos, Japón tiene una sociedad cohesionada y pragmática: carece de tiroteos en masa o de epidemias de opiáceos, la seguridad ciudadana del país es increíble, sigue existiendo el decoro público y la proporción de mujeres trabajadoras en Japón es mayor que en Estados Unidos.16

Por otro lado, los japoneses viven más de media, en comparación con los estadounidenses, y gastan menos en salud pública. Japón destina el 10,2 por ciento de su presupuesto a la salud pública, mientras que en Estados Unidos destinamos el 17 por ciento; además, los resultados son mejores en Japón.

Parte del éxito del bienestar japonés se debe a la voluntad de beneficiar a los grupos —por encima de los deseos individuales— adoptando medidas de salud pública.

¿Por qué ser feliz?

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