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1.

PROHIBIDA LA NOSTALGIA

TUVE UNA INFANCIA IDÍLICA. O, al menos, siempre he querido creerlo así.

Hace poco, mientras recorría en coche las calles que me vieron crecer en compañía de un amigo mío, iba enseñándole entusiasmado los colegios, los campos de béisbol, etc., y me imagino que aburriéndole con mis recuerdos. Pero, al ver que me seguía la corriente, continué hablándole de mis amigos de la infancia a medida que íbamos pasando por las casas en las que se criaron.

Mientras le contaba qué había sido de mis compañeros de clase, el halo de perfección en el que había envuelto mi niñez se desvaneció rápidamente. Uno se había hecho adicto al alcohol y a las drogas desde muy joven. Otro, según nos enteramos más adelante, había sufrido malos tratos. Otro se había suicidado.

Entonces recordé mi adolescencia. Pensé en lo terriblemente cerca que había estado de que los cálidos recuerdos que otros tenían de mí se enfriaran, y en lo afortunado que había sido de escapar de ese destino. Y comprendí que los problemas que persiguieron a esos chicos no surgieron de la nada. Bajo los cómodos ropajes de una vida de clase media, de puertas adentro y en el interior de unas mentes tan frágiles, se desarrollaron dramas y tragedias ocultas. No hubo que esperar mucho para cosechar los frutos decrépitos de una cultura profundamente corrompida.

Aunque esta constatación no acabó del todo con mi nostalgia, sí le puso algunas trabas. La comunidad y las relaciones que acompañaron mi infancia tuvieron muchas cosas buenas, y no hay nuevos datos ni reflexiones capaces de destruirlas. Aun así, tampoco existen épocas ni lugares tan perfectos como desearíamos desesperadamente que fueran.

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Nací el mismo mes en que la CBS estrenó Leave It to Beaver[1]. Y me gradué en el instituto el año en que se estrenó Saturday Night Live[2] en la NBC. Huelga decir que mi niñez coincidió con una etapa de cambios culturales decisivos, no muy distinta de la que vivimos en la actualidad.

A día de hoy, y debido en buena parte al éxito de las reposiciones que emite la televisión, Leave It to Beaver representa el máximo exponente de la nostalgia de la época que siguió a la segunda guerra mundial. Las cercas de madera blancas, la seguridad de las calles, la honradez de fondo de las familias y del barrio (a excepción de Eddie Haskell)...: no es difícil enamorarse de la sencilla y decorosa bondad de ese mundo. ¡Qué casualidad que Hugh Beaumont, que interpretaba a Ward Cleaver, fuese, además de actor, pastor metodista!

Sabemos, por supuesto, que aquello distaba mucho de ser un retrato global de la vida norteamericana. Mientras Ward jugaba al golf en el club de ese Mayfield ficticio, la policía de Birmingham disolvía con mangueras las concentraciones de negros de carne y hueso. Mientras June Cleaver repartía guisos perfectos en tupperwares perfectos, en Estados Unidos se comercializaba por primera vez la píldora anticonceptiva. Mientras Wally y Beaver cometían amables travesuras, se recrudecía la guerra de Vietnam y crecía una generación turbulenta. Por cada familia perfecta de 1957 había otra rota por los malos tratos, el alcoholismo o el adulterio.

Todos estos problemas no anulan la sencilla bondad que existió realmente en la sociedad americana de la posguerra: no más de lo que las constataciones acerca de mi niñez anulan la bondad real que viví. Pero, si queremos aprender del pasado, hay que verlo tal cual fue. En esta época de veloces cambios sociales y culturales, de creciente inestabilidad política y económica, no nos podemos permitir enfrentarnos con ingenuidad a las lecciones que nos ofrece la historia.

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¿A qué viene darle tantas vueltas al pasado? ¿Qué importancia tiene la nostalgia? ¿Y por qué debería preocuparnos?

La respuesta a estas preguntas coincide con los motivos que han originado este libro. No es ningún secreto que las nociones del matrimonio y la familia atraviesan una crisis generalizada. Los titulares más llamativos derivados de esta crisis son los que recogen las decisiones del Tribunal Supremo en los casos de Windsor contra U.S. y Obergefell contra Hodges, que han redefinido jurídicamente el matrimonio en todo el país. Ahora el matrimonio se define oficialmente como poco más que una unión romántica reconocida por el Estado.

Pero lo cierto es que estas leyes se han limitado a codificar una realidad cultural preexistente. La gran mayoría de norteamericanos ya veía el matrimonio como un mero contrato basado en el afecto y en el compromiso reconocido por el gobierno. Una vez que fue ganando terreno la idea del matrimonio entre personas del mismo sexo, la oposición se desvaneció tan rápidamente porque la noción generalizada del matrimonio carecía del respaldo de unos principios con los que resistirse a la innovación.

No hace falta que te recuerde los problemas de nuestra cultura del matrimonio. Basta con unas cuantas frases: el divorcio es moneda corriente; los jóvenes retrasan el matrimonio o lo evitan definitivamente; los matrimonios que no desean tener hijos están a la última; las élites mejor vistas promueven un matrimonio abierto y plural; etc., etc., etc.

Todo esto no ha sucedido de la noche a la mañana. Llevamos décadas viviendo como si esta versión hueca del matrimonio —la versión que dice que el matrimonio es una relación que se define por sí misma y está basada en las contingencias de la atracción sexual y la realización personal, con la esperanza (pero no con la expectativa) de un compromiso de por vida— fuera el amor auténtico. Eso es lo que recogen nuestras películas y nuestros programas de televisión, nuestras canciones y nuestros libros. No podemos evitarlo, igual que no podemos evitar respirar polvo. Está en nuestra atmósfera social.

Eso significa que el matrimonio entre personas del mismo sexo no es la causa, sino un síntoma. Naturalmente, este síntoma concreto, a su vez, empeorará la enfermedad latente. Los casos Windsor y Obergefell acostumbrarán a las generaciones venideras a esta noción deshidratada del matrimonio no solo en la práctica, sino con las leyes; y no solo con las leyes, sino con la propia Constitución de los Estados Unidos. (Aunque no debemos menospreciar las consecuencias derivadas de incluir el matrimonio moderno en la Constitución, tampoco deberíamos permitir que nos obsesionen. El matrimonio entre personas del mismo sexo no es el problema en sí mismo, sino que forma parte de un problema más amplio que reside en nuestra forma de entender el matrimonio).

Estamos atravesando una tormenta cultural: por eso buscamos un puerto seguro. Y, como el horizonte no parece ofrecernos ninguna tabla de salvación, es normal que volvamos los ojos al pasado: a antes de Roe contra Wade; a antes del divorcio amistoso; a antes de La mística de la feminidad; a antes de la píldora. Y desde allí, mirándonos con sus ojos sabios y cómplices, está Ward Cleaver.

Pero siento decirte que solo es un espejismo.

***

La nostalgia es un sentimiento humano, y un sentimiento incluso bueno. Pero puede ponernos unas gafas de color de rosa: gafas que filtran las realidades difíciles y dolorosas y son capaces de nublar nuestra memoria. De ahí la imposibilidad de servirnos de la nostalgia como base para un análisis riguroso de nuestras circunstancias sociales y políticas actuales, o para una propuesta de futuro.

Ya he mencionado antes el lado más oscuro de la época de Leave It to Beaver en la historia de Estados Unidos. Por otra parte, una nostalgia desordenada no solo oscurece el pasado: también puede oscurecer el presente y el futuro. Es difícil ver con claridad dónde estamos o hacia dónde vamos si idealizamos dónde hemos estado.

El objeto idealizado de nuestra nostalgia puede convertirse en un punto de partida engañoso: en un falso telón blanco sobre el que proyectar nuestros problemas de hoy. Si, por ejemplo, identificamos 1957 como el momento ideal de la sociedad norteamericana, quedan descartadas de nuestro análisis todas las tendencias anteriores a ese año, por no hablar de las contracorrientes y las corrientes de fondo de la vida de 1957.

La sociedad humana no funciona así. Cualquier época tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, y cualquier época se basa en las que la han precedido y depende de ellas. Durante la revolución francesa, los revolucionarios intentaron crear un calendario que asignaba el número uno al primer año de la república. A su modo de ver, la república francesa representaba tal ruptura con el pasado que la nueva etapa iniciada en la historia de la humanidad era totalmente distinta. La historia, sin embargo, no se mostró tan complaciente, y el calendario solo duró un poco más que la primera república: unos doce años.

La década de 1950 no puede aislarse de su contexto. Todas las características que atribuyamos a esa época dependen de corrientes que estuvieron actuando mucho tiempo antes en la política, la economía y la cultura, tales como la prosperidad y el atrincheramiento social que siguieron a la segunda guerra mundial. Frente a ese mundo respetable de Mayfield que retrataba Leave It to Beaver, al mismo tiempo se relajaban las costumbres sexuales. Hugh Hefner, por ejemplo, fundó Playboy en 1953.

Y esta búsqueda de la perfección histórica no se circunscribe a los años 50. Algunos católicos llegan a apuntar a la Edad Media como el periodo cuyo orden social se debería intentar recuperar. (Más adelante hablaré sobre esta época: ahora me limitaré a decir que fueron tiempos más complicados de lo que la arrogancia de los modernos y la ingenuidad de los tradicionalistas están dispuestas a creer). Otros piensan que, si pudiéramos detener el sonido de las campanas del movimiento progresista que acompañó el cambio de siglo, hoy disfrutaríamos de una espléndida civilización cristiana y liberal.

Estas idealizaciones del pasado no se pueden calificar estrictamente de nostalgia, porque no queda nadie que haya vivido esos momentos históricos. Pero la pulsión es la misma: identificar un orden social histórico al que se debería regresar para crear una sociedad sostenible y virtuosa.

Eso no sería un análisis riguroso, sino una forma de eludir la realidad. Buscar un momento perfecto de la historia es como buscar al monstruo del Lago Ness: no existe; y, si intentas fingir que existe, todo el mundo adivinará lo que te propones. Lo mismo ocurre con la nostalgia: no hay relatos ni recuerdos de dos personas que coincidan, y no hay dos experiencias nostálgicas que sean las mismas. La nostalgia es un sentimiento profundamente personal, de modo que no puede servir de base para un discurso político, y mucho menos para un orden político.

Entre todas las personas a las que les transmitieras tus sentimientos sobre —pongamos por caso— principios de la década de 1960, siempre habría unas cuantas que considerarían tu relato falto de credibilidad. El motivo podría estar en las diferencias de raza, clase o sexo; o en el mero hecho de que mentes distintas recuerdan las cosas de distinta manera.

Pero, incluso en caso de encontrar en la historia algún momento perfecto, la triste realidad —el aguijón típico de la nostalgia— es que no se podría regresar a él.

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La palabra «nostalgia» procede de dos términos griegos que se combinan para designar el dolor asociado al deseo de regresar a casa. Tanto si nuestra nostalgia cultural atañe a un tiempo que hemos vivido personalmente como a un tiempo anterior a nuestro nacimiento, se trata, al fin y al cabo, de un deseo de «volver» a un tiempo y un lugar en los que nuestros valores y nuestro estilo de vida recibirían aplausos y aliento: igual que el deseo de regresar a casa.

No hay prácticamente nada más humano que el deseo de estar en casa; y este, a su vez, va unido a muchos otros deseos naturales del hombre. Queremos tener vínculos con un lugar que existía antes que nosotros y que seguirá existiendo después de nosotros. Queremos que nuestros relatos se entretejan con otros relatos más amplios —de familias, lugares, acontecimientos, etc.— que recorren el tiempo. Queremos amar y ser amados por quienes nos son más cercanos.

Pero hemos de ser conscientes de que todos esos deseos son solo el reflejo del principal deseo de toda persona humana: la comunión eterna con Dios en el cielo, nuestra verdadera casa. Solo allí veremos satisfechos todos nuestros deseos. Solo en el cielo nos sentiremos definitiva, verdadera y plenamente en casa.

La tragedia de toda nostalgia —sobre todo de la nostalgia de un tiempo y no de un lugar— es que en esta vida nunca se verá satisfecha. Podremos ver satisfechos pedacitos de nostalgia —con un antiguo programa de televisión o un aroma evocador—, pero en este mundo nunca podremos experimentar una satisfacción plena y duradera.

Eso no hace peor la nostalgia, pero sí significa que debemos situarla en el lugar que le corresponde. La nostalgia, igual que el resto de las pasiones, debe estar al servicio de la razón. Y, desde luego, no puede constituir la base de una renovación cultural, social y política: ese es un peso que la nostalgia, simplemente, no es capaz de asumir.

Por otra parte, las peculiaridades del momento de la historia que estamos viviendo hacen que recrear el pasado —incluido el reciente— se convierta en una aventura quijotesca.

***

La sociedad en la que vivimos hoy es la más secularizada de toda la historia de Occidente. Hasta la sociedad romana más tardía, por decadente y monstruosa que nos pueda parecer en muchos aspectos, valoraba la piedad pública (aunque fuera una piedad pagana y reducida a una manifestación de adhesión al imperio). La civilización actual, por su parte, no solo evita cualquier manifestación religiosa en el espacio público, sino que está dispuesta a desmantelar intencionadamente su propia herencia cristiana.

El patrimonio cristiano es, por un lado, inagotable. La Verdad no se puede acabar nunca. Es imposible gastar bienes sobrenaturales infinitos y eternos como el amor de Cristo o la gracia de Dios. Y eso es algo que no debemos olvidar nunca a la hora de reflexionar sobre la tarea de los cristianos en nuestra civilización.

Lo que sí se puede agotar es nuestro patrimonio cristiano cultural. De hecho, el pozo está a punto de secarse. Es poquísima la gente que tiene una idea de cómo debería ser una sociedad verdadera e integralmente cristiana. Y no me refiero solo a lo que solemos llamar «cultura»: el arte, la música, la arquitectura, etc. Me refiero a nociones cristianas relativas a la política y la sociedad como la primacía del bien común, el papel esencial de la Iglesia en la vida pública y la dignidad inalienable de la persona. Aunque estas verdades —como cualquiera de las que forman parte del tesoro de la enseñanza de la Iglesia— no cambian nunca, sí se pueden perder o, al menos, olvidar temporalmente.

Cualquier debate en torno a las aspiraciones de una re-forma cristiana de la sociedad debe tener en cuenta dónde nos encontramos. La Edad Media, el siglo XIX y la década de 1950 recurrieron a abundantes reservas de la cultura cristiana de las que hoy, sencillamente, no disponemos. Incluso en el caso de que alguna época anterior nos pareciera en términos generales lo suficientemente buena para servirnos de modelo, no contamos con los recursos de nuestro patrimonio cristiano que nos permitan hacerlo. Sentar unas bases destinadas no solo a recuperar ese patrimonio, sino a reunir un patrimonio nuevo para el siglo XXI en adelante, debe formar parte del núcleo del debate.

El secularismo ha situado el pasado más lejos de nuestro alcance que nunca. Por eso el momento que vivimos presenta nuevos desafíos que requerirán respuestas nuevas e innovadoras. En cualquier caso, el hecho de no poder recrear el pasado no significa que no podamos aprender de él.

***

Una relación saludable con el pasado nunca nos llevará a rendirle culto, pero tampoco a ignorarlo. De hecho, cuando retrocedemos a momentos o lugares que nos inspiran a la vez admiración y desprecio, la regla es muy sencilla: quedarnos con lo bueno y descartar lo malo.

Tanto la década de 1950 como la Edad Media, así como cualquier otra época que despierte nuestra admiración, tuvieron sus cosas buenas. Nuestra tarea, guiada por la prudencia, no consiste únicamente en separar lo bueno de lo malo, sino en discernir qué y de qué modo puede aplicarse de forma eficaz a nuestro momento histórico.

En cualquier época de la historia podemos encontrar reflejos de las verdades intemporales. Cada época aplica sus propios filtros para crear esos reflejos, y es tarea nuestra discernir la imagen real para, a continuación, trasladarla al mundo posmoderno.

Si nos centramos, por ejemplo, en la unidad familiar y en las leyes de género estadounidenses durante la década de 1950, descubriremos un importante reflejo de la antropología cristiana. Pero conviene recordar que se trata únicamente de un reflejo: esas ideas pueden convertirse rápidamente en ídolos que, en lugar de revelar la verdad, la encubran.

Fijémonos en la familia nuclear. Su primacía constituye un fenómeno relativamente moderno y distanciado del bíblico que contiene algo muy bueno: la importancia para la sostenibilidad de la sociedad de unas relaciones estables entre padres e hijos. Pero también puede oscurecer la importancia de la amplia familia intergeneracional que ha constituido la norma histórica, fomentando una visión limitada de la identidad y los deberes familiares.

De modo semejante, la primacía de la Iglesia en todos los aspectos de la vida que caracterizó a la mayor parte de la Edad Media es un claro reflejo de la verdad que la lógica sacramental de la Iglesia puede y debe aplicar en la sociedad. No obstante, cualquiera con un somero conocimiento de la historia medieval sabe que muchas veces esa primacía generó una gran corrupción dentro de la Iglesia. Dado que no queremos recrear un pasado necesariamente idealizado, hay unas cuentas preguntas que nos deberían guiar. ¿Cómo podemos aplicar la lógica sacramental de la fe a las circunstancias concretas del siglo XXI sin dejar de aprender al mismo tiempo de las trampas del pasado? ¿Cómo puede servirse la Iglesia de esa lógica no solo para dialogar con el secularismo, sino para derrotarlo? ¿Podemos encontrar ahí los recursos intelectuales y espirituales para un renacimiento de la civilización cristiana?

Buena parte de lo que queda de este libro reflexiona sobre las respuestas a estas preguntas. Pero antes retrocedamos a los inicios, al primer matrimonio de los primeros seres humanos.

[1] Serie norteamericana emitida por la cadena de televisión CBS entre 1957 y 1963 que traslada una imagen idílica de las típicas familias de clase media instaladas en las afueras de las ciudades estadounidenses en los años 50 del siglo pasado (N. de la T.).

[2] Programa nocturno de variedades estrenado en 1975 por la NBC con un carácter totalmente innovador para esa época. Incluye entrevistas a invitados famosos, sketches, parodias, actuaciones musicales, etc., y se sigue emitiendo en la actualidad (N. de la T.).

La primera sociedad

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