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LA PRIMERA SOCIEDAD

ESTE ES UNO DE LOS EJES FUNDAMENTALES DE LA BIBLIA: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Hasta ese momento, en el doble relato de la creación —los seis días de Génesis 1 y el jardín de Génesis 2 y 3— Dios declara «buenos» todos los aspectos de su creación; y, en el caso del hombre, «muy bueno». Es ahora cuando, por primera vez, el Señor considera que en su creación hay algo que «no es bueno»: la soledad.

Aparentemente, todo estaba terminado y ocupando su sitio. Gracias al jardín, Adán tenía una casa, toda la comida y la bebida que era capaz de comer y beber, y tantas mascotas como para no saber qué hacer con ellas. Es más: tenía a Dios, a cuya imagen y semejanza estaba hecho. No obstante, ni la creación ni Adán estaban acabados. Adán se encontraba solo, y eso no era bueno.

Todos sabemos qué ocurre a continuación: Dios seda a Adán y le quita una costilla. Y convierte ese hueso en la pieza básica del único ser idóneo para hacer compañía al hombre: la mujer. Como dice Adán, «esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne» (Gn 2, 23). Ahora el hombre está completo. La imagen y semejanza de Dios es plena.

Y aún hay más. Eva no fue solo la primera mujer: Eva fue también quien completó la primera familia. La primera comunidad humana creada por Dios no era una pareja formada por compañeros de piso o por simples amigos, sino una pareja casada. La unión del hombre y la mujer como esposo y esposa (y, si es voluntad de Dios, como padre y madre) constituye el fundamento no solo de cualquier sociedad humana, sino de toda la humanidad.

El orden divino de la creación no es arbitrario. Hemos sido creados para la comunidad, es decir, nuestra naturaleza halla su máxima expresión en comunidad con otras personas. A Aristóteles no le hizo falta la revelación divina para entenderlo así: el hombre es un ser social. Y ha seguido siéndolo desde entonces hasta hoy: la familia es la primera sociedad, tanto en el orden del tiempo como en orden de importancia.

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El postulado de la teoría del átomo —la unidad de materia indivisible y discreta— se remonta a la Antigüedad. Los científicos no encontraron una evidencia real de esta teoría hasta principios del siglo XIX y, durante buena parte de los cien años siguientes, supusieron que los átomos eran las partículas más pequeñas del universo.

Hoy sabemos que existen electrones, protones, neutrones y bosones de Higgs, y un sinfín de partículas subatómicas. Pero, en su significado más básico, la teoría de los antiguos y el modelo de los primeros científicos estaban en lo cierto: el átomo es la unidad de materia más pequeña que conserva todas las propiedades de un elemento. Y, aunque puede que no sea la partícula más pequeña del universo, sí es la unidad básica de la materia.

Mientras los científicos iban acumulando evidencias de la teoría atómica, otros pensadores fueron formulando nuevos modos de concebir las sociedades humanas. Estas nuevas ideas liberales hacían más hincapié en el individuo que en la familia, el clan o la comunidad. Hoy damos por sentada la primacía del individuo; es decir, damos por sentado que la unidad básica de la sociedad es el individuo. Los sociólogos toman prestado un término científico para describir el desmantelamiento de la sociedad civil provocado por el individualismo: atomización.

Aunque no se debe ignorar la importancia del individuo, lo cierto es que reducir la sociedad a un conjunto de individuos independientes equivaldría a intentar reducir la naturaleza a un conjunto de átomos independientes. Lo cual no nos llevaría demasiado lejos. No cabe duda de que existirían el oro, el nitrógeno y los diamantes (que no son más que una estructura ordenada de carbono). Pero no existirían moléculas como el agua, los azúcares o las proteínas indispensables para la vida, todos ellos combinaciones de átomos. Hasta el gas oxígeno es la mezcla de dos átomos de oxígeno, y no partículas individuales que flotan en el espacio.

Del mismo modo, nadie se pasa toda la vida solo. Tenemos comunidades de amigos, de compañeros de estudios y de colegas de trabajo. Nos adherimos con entusiasmo a algún equipo deportivo o a un programa de televisión. Necesitamos ayudarnos unos a otros cuando surgen dificultades, tanto a título personal como a través de sistemas de apoyo social. Y, naturalmente, rendimos culto juntos (aunque no tanto como en el pasado).

Y lo más importante: nacemos dentro de una comunidad. Una comunidad (idealmente) formada por la madre, el padre y el hijo. Nadie —ni siquiera Jesucristo— ha nacido plenamente formado de un modo estrictamente aislado. Nacemos totalmente indefensos dentro de una comunidad. A esa comunidad la llamamos familia. Y, así como la unidad básica de la humanidad es el individuo, la unidad básica de la sociedad es la familia.

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Cualquier familia, cualquier comunidad, cualquier sociedad empiezan de uno u otro modo con un hombre y una mujer: un Adán y una Eva. Así nos ha creado Dios. Y, de hecho, es así como compartimos más plenamente su imagen y semejanza, tal y como dice el Génesis: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).

Ya he dicho antes que la pareja casada es la primera sociedad en el orden del tiempo y en orden de importancia. Pero ¿qué quiere decir eso exactamente?

Empecemos por el orden del tiempo. Es obvio que eso significa que, en los primeros tiempos del jardín, Dios no le dio al hombre un colega o un mentor, sino una esposa. Dios podría haber establecido como la primera entre sus nuevas creaciones cualquier tipo de relación, pero optó por la de la familia. Y no lo hizo arbitrariamente: de ese modo quería indicar que, dentro de su valiosa creación, la unión del hombre y la mujer poseía un valor especial y permanente.

Pero el concepto de la pareja casada como espacio inicial no terminó en el jardín. Con cada matrimonio se vuelve a establecer algo totalmente nuevo. Puede que Dios no vuelva a montar nuestras piezas, como hizo en el caso de Eva, pero sí reorganiza de un modo real nuestras almas. Cada pareja casada es una nueva creación: «Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 2, 24).

La consumación del matrimonio es en un sentido real y radical un nuevo comienzo: la creación de una nueva familia, reflejo de la creación original de toda la humanidad; solo que esta vez colaboramos con Dios. Tanto si Dios bendice esa unión con hijos como si no, la pareja ha creado algo nuevo que no había existido nunca antes ni volverá a existir nunca. Esta participación en el poder creador de Dios es el fundamento de la sociedad humana.

Por eso la pareja casada no es solo la primera en el orden del tiempo, sino también en importancia. Si Dios no concede a esa relación ese poder único creador, no puede haber más comunidad, no puede existir una sociedad autosostenible. De ahí el interés y el cuidado especiales que hay que dedicar al matrimonio. Sin menospreciar otro tipo de relaciones, se puede decir que no hay nada de lo que dependan tantas cosas como el matrimonio. No existe un sustituto para la unión de un hombre y una mujer como esposo y esposa.

Una sociedad en la que no se construyan relaciones de amistad sólidas y basadas en el amor se debilita. Una sociedad en la que no se construyan relaciones laborales basadas en la confianza se empobrece. Y una sociedad en la que no se construyan matrimonios va camino de extinguirse.

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El ADN es básicamente el plano de cada una de las moléculas extraordinariamente complejas que deben fabricar las células vivas. Si las células no producen determinadas moléculas orgánicas, o si las moléculas que producen son deformes o no están bien formuladas, es factible toda clase de problemas, incluida la muerte.

Así es como funciona el envenenamiento por radiación: pequeñas partículas atraviesan el cuerpo y, por el camino, colisionan con las cadenas de ADN, desbaratándolo todo. La radiación emborrona los planos, dando lugar a mutaciones, es decir, a cambios impredecibles e irreparables que se transmiten a la creación de nuevo ADN. Cuando los planos emborronados son muchos y los errores se van acumulando, el cuerpo acaba siendo incapaz de seguir funcionando.

Si la cultura es el ADN de la sociedad —de donde proceden los planos—, donde se siguen y se ejecutan las instrucciones es en el matrimonio. Pero, a diferencia de las células individuales, las parejas casadas pueden corregir los planos: pueden discernir si los cambios son positivos o peligrosos y reaccionar en consecuencia. Son las únicas capaces tanto de formar como de ejecutar el ADN de la sociedad.

La mayoría de los elementos humanos básicos de la sociedad se construye en el matrimonio. No me refiero solamente a cada hijo: como he dicho antes, el matrimonio nos permite participar del poder creador de Dios para formar y mantener tanto comunidades nuevas como individuos nuevos. Cuando el matrimonio no cumple esa función o no la cumple correctamente, sufre todo el cuerpo social.

Si los matrimonios son débiles o dejan de formarse, los padres (y especialmente las madres solas) se hallan indefensos frente al ADN cultural predominante. Sin la fuerza social y sacramental del matrimonio, es extraordinariamente difícil hacer otra cosa que no sea ejecutar las instrucciones que proporciona la cultura. Las familias se encuentran sometidas a las fluctuaciones de las tendencias y las modas. Y, por lo general, de las mutaciones dañinas del ADN se derivan otras de generación en generación.

¿Y qué ocurre cuando sí se construyen matrimonios, pero los individuos que los componen presentan malformaciones? Aunque la situación es más estable que la de una sociedad con una cultura del matrimonio débil o inexistente, las consecuencias apenas son menos peligrosas. Los matrimonios malformados se adaptarán sin pensarlo al ADN cultural. Aceptarán lo que tendrían que desechar y desecharán lo que tendrían que aceptar. Y las mutaciones dañinas seguirán sin corregirse.

El problema es que nuestra sociedad se halla invadida por una peligrosa radiación. Está por todas partes. Está dentro de nosotros. Y está alterando nuestro ADN social de una manera tan compleja (y muchas veces oculta) que no somos capaces de darnos cuenta del todo. Aun así, hemos de reaccionar de algún modo.

Los católicos, no obstante, partimos con ventaja. En la enseñanza intemporal de Cristo y de la Iglesia disponemos de un ADN inmune a cualquier radiación cultural, por potente y peligrosa que sea. Vamos a fijarnos en dos aspectos del ADN de la Iglesia para el matrimonio, la familia y la sociedad: la naturaleza trinitaria y sacramental del matrimonio.

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No «era bueno» que Adán estuviese solo. ¿Por qué? ¿Lo que preocupaba a Dios era únicamente el estado emocional de la soledad? ¿O se trataba de algo más profundo, de algo intrínseco al hombre o al mismo Dios?

Como afirma el credo atanasiano, adoramos «a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar las sustancias». El misterio trinitario —¿cómo puede ser Dios a la vez uno y trino?— forma parte del núcleo de nuestra fe.

Al margen de todo lo que se pueda decir acerca de un misterio tan insólito, hay una cosa clara: Dios es al mismo tiempo unidad y comunidad. En Dios encontramos tanto el concepto de unicidad como el concepto de unión. Y, además, ambos conceptos no se contradicen ni rivalizan entre ellos, sino que se complementan y se completan el uno al otro.

Por eso «no era buena» la soledad de Adán. No es solo que estuviera emocionalmente incompleto: estaba incompleto en su condición de criatura hecha a semejanza de Dios. Estar realmente hecho a imagen de Dios implica ser un individuo en una comunidad.

Y el matrimonio, como hemos dicho, constituye la primera comunidad humana. Es el modo fundamental de participar de la esencia trinitaria de Dios. Eso no significa que los sacerdotes y religiosos célibes y los solteros no sean reflejo terrenal de la Trinidad: todos somos miembros de una u otra comunidad, sea secular o religiosa, en la que se materializa nuestra orientación natural a unirnos a otros.

El matrimonio, no obstante, lleva a cabo esa unión de un modo especial y único: en «una sola carne». No hay ninguna otra frase en las Escrituras que exprese una unidad-en-comunidad tan radical aplicada a los seres humanos. La capacidad del matrimonio de engendrar hijos completa la analogía trinitaria: la madre, el padre y el hijo.

¿Y qué es lo que sostiene la familia? El amor mutuo entre todos sus miembros. Cuando lo demás falla —cuando escasean los medios económicos, cuando enloquecen las hormonas de la adolescencia, cuando se calientan los ánimos—, el amor mutuo conserva esa unidad-en-comunidad.

Es ese amor mutuo, quizá por encima de cualquier otra cosa, el que refleja la esencia de Dios. Con convicción y con fe, afirmamos que «Dios es amor». Pero el amor requiere un sujeto y un objeto: alguien que da y alguien que recibe. Es evidente que el amor de Dios se ha derramado sobre nosotros, la cima de su creación: eso justifica la afirmación «Dios ama», pero no explica del todo la afirmación más honda de que Dios es amor.

Podemos decir que Dios es amor porque es, en sí mismo, tanto el sujeto como el objeto del amor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —cada uno de los cuales es plenamente Dios— viven una relación eterna de amor entre ellos. Este permanente don de sí mismo hace que Dios sea quien es. Y eso es lo que el matrimonio, de un modo imperfecto pero espléndido, refleja en este mundo.

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Muchas generaciones antes de que Jesucristo fundara la Iglesia católica, Dios Padre mostró la naturaleza sacramental del matrimonio en la relación de Adán y Eva. La unión del hombre y la mujer como esposo y esposa fue bendecida de un modo especial por Dios desde el principio.

La palabra «sacramento» procede del término latino sacramentum, que significa «vínculo» o «juramento». A lo largo de la Escritura, el juramento —la promesa hecha en el nombre de Dios— aparece una y otra vez como elemento esencial de las alianzas. De hecho, cuando más adelante en el Antiguo Testamento un ángel de Dios anuncia la alianza con Abrahán, declara que el Señor está haciendo un juramento en su propio nombre (Gn 22, 16-18).

¿Y qué queremos decir con la palabra «alianza»? Quizá nos sirva de ayuda establecer una comparación entre dicho concepto y el de «contrato», con el que se suele confundir fácilmente. Por lo general, un contrato establece en qué términos se entrega, se recibe o se comparte determinado aspecto de nosotros mismos: una propiedad, unos bienes, el trabajo, etc. La alianza, por su parte, establece en qué términos se une a otro todo nuestro yo. La alianza añade algo tan importante al contrato que este se convierte en algo real y sustancialmente diferente.

«Alianza» es, por lo tanto, la única palabra válida para definir la relación entre Dios y la humanidad. No somos propiedad suya: somos sus hijos e hijas adoptivos. Los contratos crean acuerdos de propiedad temporales y contingentes, mientras que las alianzas crean vínculos familiares permanentes.

La relación entre Adán y Eva y de ambos con el Señor poseía todos los rasgos distintivos de una alianza sellada con un juramento: de un sacramentum. Los dos primeros seres humanos no eran simples amantes: estaban unidos sacramentalmente, lo que equivale a decir que eran un matrimonio. Y de esa alianza procede toda la humanidad[1].

Y aquí viene lo más maravilloso de este vínculo sacramental en particular: según los ancianos rabinos, se selló en sabbath, signo de la alianza de Dios con toda la humanidad. En el primer capítulo del Génesis, Dios ensambló todas las piezas del universo durante seis días, pero la creación no se completó hasta el día de su descanso. Obviamente, Dios no necesita descansar. Ese séptimo día —el sabbath— es una invitación que nos dirige Dios a descansar para participar así de su vida íntima.

El matrimonio de Adán y Eva quedó sellado el día que es signo de la alianza de Dios con la cima de su creación. Ese vínculo sacramental sienta las bases no solo para todas las futuras generaciones humanas, sino para todas las futuras alianzas: entre las personas, y entre Dios y su pueblo. Además de ser la primera sociedad humana, el matrimonio es, en cierto modo, el primer sacramento.

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El matrimonio es, por lo tanto, la primera sociedad y la sociedad básica. Del matrimonio brotan y adquieren su estructura todas las demás sociedades. Esta conexión intrínseca entre el matrimonio y la sociedad sugiere que la naturaleza trinitaria y sacramental del matrimonio tiene algo que enseñarnos acerca de las sociedades humanas en general.

El aspecto trinitario del matrimonio nos enseña que cuando más participamos de la semejanza de Dios es estando en comunidad con otros. Recordemos que la soledad fue lo primero de la creación que el Señor declaró «no bueno». Desde una perspectiva católica, la comunidad no es una limitación innecesaria de nuestra personalidad y de nuestra individualidad. Una sociedad recta, por el contrario, nos ayuda a hacer realidad nuestro verdadero yo: el de seres creados para buscar al Señor, encontrarle y vivir toda la eternidad unidos a Él.

La naturaleza sacramental del matrimonio indica, por otra parte, la orientación divina de la sociedad humana. El matrimonio es una relación de alianza que refleja la alianza de Dios con la humanidad (y, en particular, con la Iglesia). Del mismo modo, la sociedad debe reconocer y reflejar nuestros deberes de alianza con el Señor. Sería muy extraño que las comunidades basadas en la institución sacramental del matrimonio no fueran más que invenciones seculares sin ninguna orientación a Dios y al bien. Sería algo más que extraño: no tendría ningún sentido.

De esto trata el resto de este libro: de lo que implica la realidad del matrimonio para la sociedad y para el Estado. Pero antes vamos a analizar la historia cultural del matrimonio, en la que se puede distinguir claramente esa realidad, pero siempre aplicada de un modo imperfecto.

[1] Véase John GRABOWSKI. Sex and Virtue: An Introduction to Sexual Ethics (Washington, DC: Catholic University of America Press, 2002).

La primera sociedad

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