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2. EL DENOMINADOR COMÚN DEL SACERDOTE

Revisión de los puntos básicos

Me crié presbiteriano, aunque en un vecindario en el que habitaban abundantes familias católicas. Por ello, no tardé mucho en darme cuenta de que mis amigos católicos eran distintos de mí y de mis amigos protestantes en numerosos aspectos. Tomemos como ejemplo la geografía. Tendíamos a marcar las lindes municipales de acuerdo con los distritos escolares: ¿Tú vas a Mount Lebanon o a Bethel Park? Con sólo cruzar una calle, acudías a un colegio de secundaria diferente. Podrías considerarte en un país totalmente diferente.

Por su parte, los católicos dividían el territorio por parroquias. ¿Vas a la de St. Bernard o a la de St. Germaine? E incluso daban un paso más en la geografía católica, pues cada parroquia era identificada por su párroco: Father Lonergan en la de St. Bernard, y Father Hugo en la de St. Germaine. En cierto modo me asombra que, aun habiendo crecido como presbiteriano, todavía me acuerde de estos detalles después de tantos años. En las clases de geografía del colegio tuve que memorizar las capitales de los principales países del mundo, y posiblemente no pueda citar hoy en día ni la mitad de ellas. No obstante, sí que recuerdo con claridad los nombres de las parroquias y de sus párrocos, a quienes jamás conocí. No importa, pues los países y sus capitales aparecen y desaparecen, mientras que las parroquias siguen en pie en su lugar, y los parroquianos todavía veneran los nombres de aquellos pastores.

Los católicos saben quiénes son sus sacerdotes, de eso no cabe duda. La pregunta es, ¿tenemos nosotros igual de claro qué es un sacerdote? Quizás no.

No es un simple trabajo

Si hubiese preguntado a mis antiguos amigos del vecindario, seguramente me habrían explicado que un sacerdote es a la parroquia católica lo que un ministro es a la iglesia protestante. Es el director general de todas las operaciones, la persona que preside el culto cada domingo.

En cierto modo así es. El «trabajo» que un sacerdote realiza a lo largo de una semana cualquiera puede mostrar en apariencia numerosas similitudes con el «trabajo» de un ministro protestante, cargo que yo mismo ocupé durante cierto tiempo antes de convertirme al catolicismo. Como pastor presbiteriano, prediqué sermones, aconsejé a la gente y visité a los enfermos. Me preocupé por las goteras del tejado de la iglesia, trabajé con las congregaciones de los «grupos de los mayores» y participé en programas para la recaudación de fondos. Todas estas obligaciones eran comunes a las del clero católico en las parroquias de la ciudad.

Sin embargo, existían otras diferencias más amplias y profundas entre nosotros, ministros protestantes, y ellos, sacerdotes católicos. Del mismo modo, existen diferencias amplias y profundas en la forma en que los sacerdotes católicos y los ministros protestantes entienden su oficio, su trabajo y su vida.

El ministro protestante apareció tras la Reforma protestante del siglo XVI, como un rechazo consciente a la concepción católica tradicional del sacerdote. De ahí que las diferencias sean fundamentales, hasta el punto de llegar a producir divisiones de larga duración entre los cristianos. No es mi intención hacer hincapié en las diferencias, pero considero que es indispensable que seamos conscientes de ellas, pues afectan a nuestro entendimiento del clero. Más aún para aquellos de nosotros que vivimos en sociedades cuya historia ha sido esculpida por el cristianismo protestante.

En un momento volveremos a centrarnos en esas diferencias. Por ahora, basta con que examinemos qué enseña la Iglesia Católica sobre el sacerdocio.

Por el bien de los sacramentos

Me gustaría dejar claro desde el principio que los sacerdotes son también ministros. Son ordenados para cumplir su ministerio. Y dado que la palabra ministerio significa «servicio», los ministros son siervos. El catecismo de la Iglesia deja muy claro que la vida de un sacerdote está consagrada «al servicio de»[1] sus feligreses. Tras la ordenación, considerará el resto de su vida como un «periodo de servicio». Lo que haga durante su ministerio deberá medirse «según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos. El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él»[2]2.

Ahora bien, un hombre puede servir de formas muy variadas a las personas de su comunidad. Puede cortar el césped de sus jardines, preparar sus impuestos, organizar los banquetes de bodas o cambiar el aceite a los coches, y todos estos propósitos serán nobles. No obstante, no es la manera en que un sacerdote es llamado a servir.

El Nuevo Testamento es bastante específico respecto al ministerio y a las principales obligaciones de los sacerdotes. Éstas son rituales y expiatorias, tal como leemos en la Carta a los Hebreos: «Porque todo Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5, 1). ¿Qué podemos deducir de esto? Que un sacerdote es alguien que ofrece sacrificios. Es un mediador entre Dios y la humanidad. Y ésta es la verdadera naturaleza de su servicio.

Cuando Jesús ordenó trabajos específicos a sus apóstoles (de forma colectiva), estos trabajos eran invariablemente sacramentales y rituales. Lo vemos en cada uno de los Evangelios. Jesús ordenó a sus apóstoles que bautizaran: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos» (Mt 28, 19). Les ordenó que dijeran Misa: «Y tomando pan […] lo partió […] diciendo: Esto es mi cuerpo […]. Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). Les otorgó el poder de escuchar confesiones y absolver a los pecadores: «A quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos» (Jn 20, 23). Les envió a ungir a los enfermos: «Y llamó a los doce y comenzó a enviarlos […]. Y […] ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6, 7-13).

Por ello, tanto entonces como ahora, el principal trabajo del sacerdote es litúrgico y sacramental. Un sacerdote puede ofrecer consejo, gestión, recaudación de fondos, y muchas otras cosas, pero se trata de trabajos puramente secundarios en su vida, ya que ha sido ordenado para el ministerio sacramental.

Así ocurrió en tiempos de Jesús, y así viene ocurriendo desde entonces. Este entendimiento del ministerio, sin embargo, era bastante reciente en tiempos de la Nueva Alianza. De hecho, se usa la misma palabra tanto en hebreo como en griego para describir el culto ritual y el trabajo manual. El término puede interpretarse como servicio (trabajo servil) o como liturgia. Incluso a día de hoy, nos referimos a nuestros actos de culto público como «servicios» y como «liturgias».

Por cualquier otro nombre

Esta dimensión sacramental es lo que convierte el ministerio católico en «sacerdotal». Cuando los autores bíblicos hablaban de los «ministros» del tabernáculo o del Templo, utilizaban una palabra especial para describirlos. En griego era hiereus, cuyo significado literal es «persona sagrada». Pero en inglés se suele traducir esta palabra como «priest», y en español, como sacerdote. Este título no significaba que esos hombres fuesen especialmente sabios, bondadosos o justos. Simplemente significaba que eran personas escogidas para las funciones sagradas. Su trabajo era sagrado porque Dios así lo había ordenado, no por ningún valor intrínseco del sacerdote.

Por ello, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, los términos sacerdote y ministro se utilizan hasta cierto punto de manera intercambiable. Los sacerdotes cumplían con el ministerio expiatorio, prestando un servicio a la entera comunidad. San Pablo comprendió su misión en sentido sacerdotal. Habló de su llamada como de «la gracia que me ha sido dada por Dios de ser ministro de Cristo Jesús entre los gentiles, cumpliendo el ministerio sagrado del Evangelio de Dios» (Rm 15, 15-16).

Con la llegada de Cristo se produjo un «cambio en el sacerdocio» (Hb 7, 12). El propio Jesús era ahora sacerdote de la Nueva Alianza. De hecho, San Pablo habló de Jesús como sacerdote expiatorio a la vez que víctima expiatoria (cfr. Ef 5, 2).

Pero Jesús también compartió su sacerdocio con aquellos hombres a quienes designó como apóstoles; les ordenó que observaran los ritos que él estableció, los sacramentos de la Iglesia, los sacramentos de la Nueva Alianza. Como sacerdote de Cristo, San Pablo podía reclamar los derechos anteriormente reservados solo al sacerdocio del Templo de Jerusalén. «¿No sabéis que los que se dedican al culto reciben el sustento del culto, y que los que sirven al altar participan del altar? Así también ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio, que vivan del Evangelio» (1 Co 9, 13-14).

El término inglés priest (presbítero en español) procede de otro término del Nuevo Testamento, del griego presbuteros (que los latinos redujeron a prester). La palabra aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, y suele traducirse como «el mayor». En la Carta de Santiago (5, 14), por ejemplo, se describe a los hombres (sin duda alguna en referencia a los cristianos más maduros) que recibieron la llamada al ministerio sacramental. Ahí los vemos ungiendo a los enfermos y perdonando los pecados.

¿Qué hace a un sacerdote ser lo que es?

A diferencia de los sacerdotes de la Antigua Alianza, el sacerdocio de Jesucristo no le llegó a los hombres por herencia o descendencia carnal. Les llegó por vocación. Cristo miró a los hombres a los ojos y les dijo: «Seguidme» (por ejemplo, en Mt 4, 19 y 9, 9). De ahí en adelante, fueron separados para el servicio.

Llegado el momento oportuno, esos hombres transmitieron su ministerio sacerdotal mediante un rito sacramental: la imposición de manos (cfr. Hechos 6, 6). Los apóstoles impusieron sus manos ritualmente sobre aquellos hombres que se convertirían por ello en sus colaboradores y sucesores. Mediante este rito de ordenación, los apóstoles confirieron el don del sacerdocio a una nueva generación (cfr. Tm 1, 6). Y así se ha ido transmitiendo a través de los milenios, hasta llegar a los sacerdotes que nos sirven en la actualidad.

Mediante esta acción, quienes son ordenados reciben el Espíritu de Jesucristo, y de este modo reciben el poder para realizar acciones que resultan totalmente divinas.

Tan estrecha es su comunión con Jesús que le representan (le re-presentan). Cuando San Pablo perdonaba pecados, aseguraba hacerlo en prosopo Christou (2 Co 2, 10). Este término griego, prosopo, está plagado de connotaciones. Literalmente significa «rostro», pero también puede significar «persona» o «presencia». En nuestro idioma, estas palabras y otros términos cercanos tienen significados que se solapan. Si estoy presente, estoy aquí en persona. Y mi persona es otra palabra utilizada para definir el rostro que te muestro.

La Biblia latina tradujo esa frase como in persona Christi. Por tanto, la tradición siempre la ha leído como en la persona de Cristo (cfr, por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica, 1142, 1348, 1548, 1563, 1566 y 1591).

Así es como San Pablo entendió su sacerdocio, y así es como lo entendemos a día de hoy: ser la presencia, la persona y el rostro de Cristo, Sumo Sacerdote. Por el sacramento de las Sagradas órdenes, un hombre ejerce la misión confiada por Cristo de manera única y permanente, recibiendo el poder de realizar lo que sólo Cristo tiene el derecho y el poder de hacer. Por tanto, la tradición católica se refiere al sacerdote como alter Christus (otro Cristo). En palabras de San Ignacio de Antioquía (contemporáneo de los apóstoles), mediante el orden sagrado un hombre se convierte, como Cristo, en la viva imagen de Dios Padre (cfr. CCC 1549, Jn 14,9, Col 1, 15). De ahí que no dudemos en dirigirnos a Él como «Padre».

Se trata de un privilegio, sin duda alguna, pero no es un privilegio que pueda merecerse. Es un regalo de Dios, y es también un ministerio, un servicio a la Iglesia. Dios lo otorga para que el sacerdote pueda fortalecer la santidad de los cristianos dispensando la gracia desde las propias manos de Cristo mediante las aguas sagradas del bautismo, el pan vivo de la Eucaristía y los aceites sagrados de la unción.

Trabajar para lo más Alto

La Iglesia católica ordena el rango del clero mediante una jerarquía. Ahora bien, si queremos entender lo que verdaderamente significa este término, tenemos que desprendernos de algunos de sus usos más comunes. Cuando hablamos de jerarquía en un negocio, tal vez evocamos la «escalera corporativa», a la que los ejecutivos se aferran para subir hasta lo más alto, pisando si es necesario las espaldas de sus subordinados. Cuando hablamos de jerarquía en el campo político, la imagen no es mucho más alentadora. Nos imaginamos la «maquinaria política» dirigida por gobernadores todopoderosos, una máquina que tritura a los candidatos antes de escupirlos lejos.

Desafortunadamente, en ocasiones nos vienen a la mente estas imágenes cuando pensamos en la jerarquía eclesiástica. Cuando esto ocurre, concebimos el ministerio como una gestión, según el modelo corporativo o político. A cierto nivel, esperamos que no sea más que una meritocracia, donde se otorga el poder al más cultivado, y tal vez así queremos que sea.

Sin embargo, no es así como funciona la jerarquía en el ámbito espiritual. La propia palabra deriva de dos términos griegos que significan «orden sagrado». Este orden sí que es piramidal, pero a diferencia de los gráficos corporativos o políticos, la pirámide está boca abajo. Quienes han recibido dones espirituales superiores deben servir a quienes han recibido menos dones. Jesús dijo a sus apóstoles en su primera clase de ordenación: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos» (Mc 9, 35).

Sí, el sacerdote sigue de forma muy especial las directrices de Cristo, Hijo de Dios; pero Cristo se vació a sí mismo, se humilló «tomando la forma de siervo» (Flp 1, 7). De ahí que los sacerdotes sean ministros porque son Cristo para el mundo, y Cristo es un ministro, un siervo. Así funciona el principio a lo largo y ancho de la jerarquía eclesiástica. Los obispos deben servir a sus sacerdotes así como al laicado. Y el Papa debe estar a la altura de su título honorífico: «Siervo de los siervos de Dios».

Como dije antes, un sacerdote es alguien que media entre el hombre y Dios. Un sacerdote es alguien que ofrece sacrificios. En la Carta a los hebreos aprendemos que el propio Jesús era el perfecto sacrificio, ofrecido «de una vez para siempre» (Hb 10, 10); pero será a través de las manos de sus sacerdotes de la Nueva Alianza como su sacrificio llegará a «todos» por medio de los sacramentos. Aprendemos en la Primera carta de San Pablo a Timoteo que «uno solo es Dios, y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Tm 2, 5); pero en el mismo capítulo encontramos que hemos de compartir su mediación intercediendo por «todos los hombres» (2 Tm 2, 1).

Sacerdote para siempre

Cuando un hombre recibe el sacramento del Orden Sagrado, cambia para siempre. El sacramento confiere un carácter permanente, al igual que el bautismo. Una vez bautizado, uno ha cambiado para siempre. Es cristiano para siempre. Y como recuerda el dicho: una vez católico, siempre católico. Puede que en ocasiones sea el lector un cristiano inmoral, o incluso un cristiano perdido. Pero siempre será cristiano, porque el carácter del bautismo es permanente.

De igual forma, una vez que un hombre es ordenado, éste será «sacerdote para siempre» (Sal 110, 4; Hb 7, 21). Puede tratarse de un sacerdote inmoral o, en caso de que la Iglesia lo haya sancionado, un sacerdote apartado del sacerdocio que ya no puede celebrar los sacramentos ni ser llamado «Padre». Pero seguirá siendo sacerdote.

Como antes mencioné, el poder sacramental no depende de que uno lo merezca o no. Cristo lo merece todo. Es todopoderoso, puro, libre de pecado, y es él quien actúa en la persona del sacerdote, a través de su voz y sus manos. Y esto ocurre a pesar de sus debilidades e incluso de sus pecados. Así ha sido desde la primera generación, cuando Jesús ordenó tanto a Pedro como a Judas. San Agustín lo expresó con convicción: Cuando Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; cuando Judas bautiza, es Cristo quien bautiza.

Y deberíamos entenderlo como buenas noticias. Para nosotros es muy duro soportar el escándalo, mas hemos de aceptarlo: es parte de la vida en la tierra, y lo será hasta que Dios nos llame a su reino. Nadie es merecedor de la misión confiada por Cristo. Nadie es merecedor del servicio de Dios.

Al fin y al cabo, ¿quién puede hacer lo que Cristo ordenó cuando dijo «haced esto en memoria mía»? ¿Quién de entre nosotros es capaz de realizar los prodigios divinos, las maravillas que ocurren cuando un sacerdote unge o absuelve?

Estas acciones no son simplemente difíciles. ¡Son humanamente imposibles! Aun así, son muchos los llamados a realizarlas, y son llamados por Dios, que es quien más sabe de todo. Para llevar a cabo su trabajo, los sacerdotes reciben el poder de Dios, capaz de realizar todas las cosas. Y ellos pueden también realizar todas las cosas en Él, que les otorga fortaleza para ello (cfr. Flp 4, 13).

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1547, 1120.

[2] Ibid, 1551.

Muchos son los llamados

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