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PRÓLOGO

En este libro resuenan grandes ideas, sacadas de la Sagrada Escritura, de los Padres y de la fe viva de la Iglesia, para ayudarnos a conocer lo grande y bueno que es Dios, haciéndonos ver cómo ha creado pequeñas familias humanas y la gran familia de la fe como imágenes del misterio más profundo y entrañable: el misterio de Dios mismo.

Dios es grande y está lleno de amor. No es un Dios solitario. No domina sobre el cielo y la tierra como un ser en completa soledad. Es Padre, y tiene un Hijo eterno, al que está unido por el cariño más profundo mediante el amor que es el Espíritu Santo. Es una familia.

Porque es grande, Dios desea que sus hijos sean grandes y estén llenos de amor. Como el Padre eterno es eternamente miembro de la familia divina que llamamos Trinidad, no está solo y proclama desde el comienzo de la humanidad que «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Estamos hechos para vivir en amor y en familia: en nuestras modestas familias, en la familia de fe y en la familia de la Trinidad.

Las personas están llamadas a vivir en un amor grande, en familia. Hombre y mujer están llamados a descubrir el amor que supera la profunda soledad y el egoísmo, que son herencia de nuestra propia carne, mediante la entrega total del uno al otro en el amor que crea el matrimonio y los hogares, y que llama a la existencia a unos hijos que son lo más querido que hay para sus padres.

El amor humano es débil, y las familias humanas necesitan ser introducidas en la gran familia de Dios para llegar a ser lo que anhelan ser. Antes incluso de que Dios nos enseñara plenamente el misterio de la Trinidad, quiso que el primer hombre considerase a Dios como su Padre, que viviera como hijo de Dios y que hiciera por su Padre las tareas familiares de cultivar la tierra y guardarla.

El primer cabeza de la familia humana fracasó, así que Dios hizo lo que ya sabemos y nos envió a su Hijo eterno, para traernos, de un modo más sublime, los dones de amor y unidad que quería que tuviésemos. El cardenal Newman habla de cómo lo que fracasó en Adán, en absoluto fracasó en Cristo.

¡Oh, amada sabiduría de nuestro Dios!

Cuando todo era pecado y culpa,

vino un segundo Adán

para el rescate y la lucha.

¡Oh, el más sabio amor!, esa carne y sangre

que en Adán se vio fenecer

se esforzará de nuevo contra el enemigo,

se esforzará y logrará vencer.

Y un don más alto que la gracia

carne y sangre pondrá en refino:

la presencia de Dios y su mismo Ser

y Esencia totalmente divinos.

Comienza este libro con la historia de aquel primer Adán y vuelve una y otra vez a esa historia, como en espiral, examinando la narración del Génesis a la luz del segundo Adán, Jesucristo. En Cristo, nuestras pequeñas familias humanas han de ser introducidas en la sublime familia de Dios y saber, con el calor de la fe, que Dios es verdaderamente su Padre. Pero nuestras familias han de ser introducidas también en la gran familia visible que nos abarca, más bendita y salvadora que ninguna de las «familias depositarias» de la antigüedad (cf. capítulo 2). Nuestras familias han de ser introducidas en la familia de la Iglesia. Porque la Iglesia refleja esa Familia de Dios, que es la Trinidad, y al mismo tiempo es en la tierra la Familia de Dios, que da aliento constante y dones de vida a las pequeñas familias.

Son del todo sorprendentes los caminos por los que Jesús, el Hijo eterno, aúna el misterio de la familia humana y el misterio, mucho mayor, de la Familia de Dios. En este libro se habla con gran ardor del lugar que ocupa la Eucaristía (capítulo 7). Cuando Adán fue incapaz de mostrar el amor que Dios le dio para que lo compartiera, y condujo a su familia humana al pecado, el Hijo eterno se hizo nuestro propio hermano y nueva cabeza y fundador de nuestra familia humana..., y Él no fracasó. Nos dio a nosotros, y a todos en nuestras familias, un parentesco con Dios. Como escribe el profesor Hahn: «Nuestro parentesco con Dios es tan real que su misma sangre fluye por nuestro cuerpo... En la comida de la nueva Alianza, la Familia de Dios come el cuerpo de Cristo y por tanto se convierte en el cuerpo de Cristo... “Los hijos participan en la carne y en la sangre” (Heb 2,14)».

El libro incluye también un tesoro de citas y notas a pie de página, cuya riqueza te animo a consultar.

En la familia visible de la Iglesia, como en la familia trinitaria que es Dios, cada persona, por mucho que se hayan roto su hogar y sus esperanzas, puede encontrar una familia de lo más entrañable. La Iglesia ofrece fuerza y luz a toda pequeña familia, de manera que pueda ser con alegría y perfección aquello para lo que fue creada: un lugar de amor, que reluce con los dones de Dios, que es quien capacita a la familia y a cada uno de sus miembros para que puedan conseguir diversos y maravillosos modos de perfección.

Toda familia, incluso la más débil y sufrida, está llamada a ser grande. Y puede llegar a ser grande, porque esto significa ser introducida (y eso es posible) en la gran familia de Dios, que es la fuente de la alegría de la grandeza sin fin.

RONALD D. LAWLER, O. F. M. Cap.

Miembro de la Pontificia Academia Romana de Teología

Lo primero es el amor

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