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ACLARANDO NUESTRAS IDEAS
LA CONFESIÓN ES UN ASUNTO arduo para muchos católicos. Cuanto más la necesitamos, menos parecemos desearla. Cuanto más optamos por pecar, menos deseamos hablar de nuestros pecados.
Esta reticencia a hablar de nuestros fallos morales es completamente natural. Si has sido el pitcher perdedor en la final del Campeonato del Mundo de béisbol, no vas en busca de los comentaristas deportivos cuando vuelves a los vestuarios. Si tu mala gestión de los negocios familiares ha llevado a la ruina a la mayoría de tus parientes, probablemente no darás a conocer esa información en un cóctel.
Por otra parte, el pecado es la única cosa de nuestra vida que debía avergonzarnos. Porque el pecado es una trasgresión contra Dios Todopoderoso, un tema mucho más serio que un fracaso económico o un lanzamiento fallido. Al pecar, rechazamos hasta cierto punto el amor de Dios, y nada queda oculto para Él.
SUPERAR EL TEMOR
Es pues, bastante natural, que nos estremezca la idea de arrodillarnos ante los representantes de Dios en la tierra, sus sacerdotes, y hablar en voz alta de nuestros pecados en términos claros, sin disimulos ni excusas. El hecho de acusarse a uno mismo nunca ha sido el pasatiempo favorito de la humanidad, pero es esencial en toda confesión.
El temor a la confesión es bastante natural, sí, pero nada «bastante natural» puede ganarnos el cielo, o incluso alcanzarnos la felicidad aquí en la tierra. El cielo es sobrenatural; está por encima de lo natural, y toda felicidad natural es efímera. Nuestro instinto natural nos dice que evitemos el dolor y abracemos el placer, pero la sabiduría de todos los tiempos nos dice cosas como: «sin dolor, no hay fruto».
Por mucho que suframos hablando de nuestros pecados en voz alta, el dolor es mucho menor que el que nos causa el hecho de vivir en un rechazo interno o externo, actuando como si nuestros pecados no existieran o como si no tuvieran importancia. «Si decimos que no tenemos pecado, nos dice la Biblia, nos engañamos a nosotros mismos» (1 Jn 1, 8).
El propio engaño es una cosa desagradable en sí misma, pero no es más que el comienzo de nuestros problemas, porque cuando empezamos a negar nuestros pecados, empezamos también a vivir en la mentira. Con nuestras palabras o con nuestros pensamientos, rompemos la importante conexión de causa y efecto, pues negamos la propia responsabilidad en nuestras faltas más graves. Una vez que lo hemos hecho, incluso en una materia insignificante, empezamos a mermar los límites de la realidad. No podemos aclarar nuestras ideas, y eso no ayuda, sino que afecta a nuestras vidas, nuestra salud y nuestras relaciones... más directamente y más profundamente a nuestras relaciones con Dios.
Ésta es una afirmación grave, y algunas personas podrían pensar que es exagerada. Rezo para que el resto del libro confirme esta lección, una lección cuyo duro camino empecé a aprender mucho antes de creer en Dios o de ver un confesonario.
EL LADRÓN DE PITTSBURG
He de hacer una confesión. Durante mi adolescencia me junté con una clase de gente que era la pesadilla de todos los padres. Hicimos algunas travesuras de poca importancia antes de pasar a delitos menores. Durante algún tiempo, nuestro pasatiempo de las tardes del sábado consistía en raterías en el centro comercial. Un día, me pillaron robando unos álbumes discográficos. No os voy a cansar ahora con los detalles. Sólo diré que era más hábil como embustero que como ladrón.
Dos detectives de los almacenes, unas mujeres de mediana edad, me arrastraron al departamento de interrogatorios del comercio. Debía tener un aspecto lamentable. Era el chico más bajo de mi clase de octavo. Tenía trece años pero representaba unos diez. Una de las detectives me miró y dijo: «Pareces demasiado joven para robar... ¿Eran para ti los álbumes que robaste?»
Ella no lo sabía, pero con sus palabras me había proporcionado una excusa. Apoyándome en su insinuación, me inventé la historia de que un grupo de chicos de la localidad —conocidos delincuentes y consumidores de droga— me habían amenazado con pegarnos a un amigo y a mí a menos que robáramos unos álbumes para ellos.
El rostro de la interrogadora enrojeció de indignación maternal: «¿Cómo han podido hacer una cosa semejante? ¿Por qué no se lo dijiste a tu mamá?»
«Tenía miedo», respondí mansamente.
Enseguida llegó un oficial de policía de Pittsburg y rápidamente me las arreglé —¡con ayuda de las detectives del local!— para convencerle de que los auténticos culpables eran otros. A su vez, el policía me ayudó a hacer convincente el tema ante mi madre.
SCOTT-LIBRE[1]
Muy pronto, estuve literalmente libre en mi casa. Cuando mi madre aparcó el coche en la entrada, murmuré algo sobre estar cansado. Ella se mostró comprensiva, y yo me fui directamente a mi cuarto y cerré la puerta.
Inmediatamente oí una conversación apagada al pie de las escaleras. No podría distinguir las palabras, pero sabía que la voz suave era la de mi madre y que la voz que aumentaba gradualmente el tono y el volumen era la de mi padre. Aquello no presagiaba nada bueno.
Enseguida me llegó el sonido de unas fuertes pisadas desde la entrada en la planta baja hasta mi habitación. Más que oír, sentí llamar a la puerta.
Era mi padre, y le dije que entrara.
Clavó los ojos en mí, que inmediatamente fijé los míos en un punto distante de la alfombra.
«Tu madre me ha contado lo que ha sucedido hoy».
Asentí.
Continuaba mirándome. «¿Te viste obligado a robar esos álbumes de discos?»
«Sí».
Me miró severamente y repitió: «¿Te viste obligado a robar los discos?»
En respuesta, asentí de nuevo. Pude ver sus ojos dirigidos hacia el imponente montón de discos apilados junto a mi estéreo.
Me miró de nuevo: «¿Y dónde tenías que dejar los discos después de robarlos?»
«En el tocón de un árbol, repuse, en el bosque cercano al centro comercial».
«¿Puedes enseñarme ese tocón de árbol?»
Afirmé de nuevo.
«De acuerdo, dijo. Ponte el abrigo, Scott. Vamos a dar un paseo».
EL TOCÓN DEL BOSQUE
El bosque estaba a unas trescientas yardas de casa, y el centro comercial aproximadamente a media milla de camino a través de él. El follaje era espeso y yo estaba seguro de que vería cantidad de tocones de árbol. Todo lo que tenía que hacer era elegir uno de ellos.
Bastante confiado, mientras caminábamos podía ver gran cantidad de árboles, gran cantidad de hojas, gran cantidad de leña, incluso algunas ramas caídas... pero una manifiesta carencia de tocones. Mi padre me seguía, de modo que no podía ver mis ojos escrutando de un lado a otro con creciente desesperación. Sentí cierto pánico cuando vi clarear. Los bosques acababan y no había visto ni un tocón.
Al borde de los bosques, con el centro comercial frente a nosotros, dije: «Allí. Ahí estaban los chicos esnifando pegamento».
«De acuerdo, replicó padre, ¿dónde está el tocón?»
«Es ese montículo de barro. Ese montón de tierra». Se volvió a mirarme: «Dijiste un tocón».
Yo, sufriendo: «Bueno, montón, tocón...»
«Montón, tocón», repitió, deteniéndose dolido entre ambas palabras. Yo esperaba ver explotar su temperamento, volverse hacia mí encolerizado y llamarme mentiroso, pero se limitó a decir: «Vamos a casa».
Durante la eternidad que duró el camino a través de los bosques mi padre no pronunció palabra. Yo ya no temía la explosión, casi la deseaba. Su silencio me estaba matando.
Llegamos a casa. Cerró la puerta. Se quitó la chaqueta, los zapatos y subió al piso de arriba.
En un momento, yo subí también a mi habitación, solo, y cerré la puerta. Pensaríais que estaba celebrando una victoria: me las había arreglado para mantener mi tortuosa historia con la suficiente seriedad como para engañar a las dos detectives del centro comercial, al policía ¡y a mi madre! Pero no había nada que celebrar. Estaba experimentando algo completamente nuevo. En aquel momento empecé a comprender lo que significa tener un corazón humano. Sentía una abrumadora sensación de vergüenza porque mi padre no había creído mi historia, porque él sabía que el hijo al que amaba había mentido y había robado.
Lo que me sucedía no era simplemente el despertar de una conciencia. Era el descubrimiento de una relación. Toda mi vida había visto a este hombre como un juez, un jurado y un verdugo. Cada vez que había hecho algo malo, temía ser descubierto, juzgado y castigado. Pero aquel día descubrí que había algo peor que provocar la cólera de padre: era romper el corazón de padre. Yo lo había hecho, y lo odiaba.
PONER LAS COSAS EN CLARO
Mi padre no era lo que cualquiera podría llamar un creyente devoto. Ni siquiera estaba seguro de creer en Dios. No obstante, a lo largo de los años, he descubierto gradualmente que en aquel momento solitario en que cumplí los trece, mi padre representaba para mí la paternidad de Dios, y empecé a poner las cosas en claro. Ya no disfrutaría con mis «triunfantes» mentiras y mis hurtos. Mi culpa estaba en evidencia; me sentía avergonzado de mí mismo y más solo de lo que había estado nunca.
Me gustaría poder decir que aquel fue el momento de mi conversión a Cristo: un milagro repentino y deslumbrante, como el encuentro de San Pablo con Jesús en el camino de Damasco, pero no fue el caso. Era, todavía, un despertar, un comienzo.
Mi delincuencia juvenil destacaba, quizá, entre la mayoría de los jóvenes. Sin embargo, no estoy seguro de ser el único en buscar excusas: lo hacemos todos, lo hace cada generación desde Adán y Eva. A veces un poco, otras mucho. Lo hacemos en nuestras conversaciones cotidianas y en nuestros ensueños personales. Cuando relatamos nuestros problemas —en el trabajo o en el hogar— ¿incluimos los detalles que podrían dejar caer una sombra sobre nuestra responsabilidad en el asunto? O, al contrario, ¿nos describimos como un héroe o una víctima indefensa en una oficina o en un drama doméstico? Si tú y yo estudiamos seriamente el modo en que hablamos de los sucesos de la vida cotidiana, probablemente encontraremos ejemplos en los que exageramos nuestro victimismo y magnificamos las faltas de los demás, mientras ignoramos las nuestras. Encontramos excusas y circunstancias atenuantes para nuestros propios errores, pero nos mostramos claramente implacables relatando los de nuestros vecinos o colegas. Con frecuencia, amigos y familiares creerán nuestra versión de la historia y, con frecuencia, empezaremos a creerla nosotros mismos.
Todo esto, te dirán algunas personas, es —como la aversión a la confesión— «bastante natural». Pero eso no es cierto. No es natural en absoluto. Falsificar los hechos significa realmente destruir la naturaleza. Destruye las cosas-como-son, junto con el delicado tejido de causa y efecto, y los sustituye con las cosas-como-desearíamos-que-fueran: castillos en el aire.
OLVIDADO, NO PERDONADO
Uno de mis filósofos favoritos, Josef Pieper, escribió que esta «falsificación de la memoria» se encuentra entre nuestros peores enemigos, porque ataca «a las raíces más profundas» de nuestra vida moral y espiritual. «No hay un modo más insidioso de establecer el error que esta falsificación de la memoria por medio de ligeros retoques, sustituciones, atenuaciones, omisiones o cambios en el énfasis»[2].
Una vez que hacemos esto —y todos lo hacemos— comenzamos a perder el auténtico hilo narrativo en nuestra vida. Las cosas ya no tienen sentido para nosotros. Las relaciones se enfrían. Perdemos el rumbo y nuestras señas de identidad.
Lo diré de nuevo: esto es algo que todos hacemos, aunque nunca debemos pensar que es lo natural. Por eso, tales síntomas de malestar nos son, quizá, tan familiares a todos. Entonces, ¿cómo superar ese desasosiego, que es pandémico, y tan sutil que impide el diagnóstico? Incluso Josef Pieper encuentra la tarea abrumadora. «El peligro, decía, es mayor por ser tan imperceptible... Tampoco pueden detectarse rápidamente tales falsificaciones explorando la conciencia, aunque se aplique a esta tarea. La sinceridad del recuerdo solamente puede asegurarse por una rectitud del conjunto del ser humano».
No es fácil, pero es alcanzable, como vemos en las vidas de los santos. Lo que es más, semejante rectitud es la que Dios pide a todos y cada uno de nosotros. «Sed perfectos, dijo Jesús, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Si Dios nos ha ordenado esto, seguramente nos dará la fuerza para llevarlo a cabo. Sobre todo, en ese breve mandato nos revela incluso la fuente de nuestro poder: la paternidad de Dios. «Sed perfectos... como vuestro Padre».
Si hubiera pasado mi adolescencia a la vista de mi padre de la tierra, nunca habría robado, y ciertamente, nunca le habría mentido.
Sin embargo, Dios es nuestro Padre y vivimos en cada instante bajo Su mirada; y a pesar de todo, pecamos. Nos comportamos como los niños que piensan que mamá no los ve si ellos no ven a mamá. Así que se vuelven de espaldas y consiguen las galletas prohibidas.
Vivimos siempre en la presencia de nuestro Padre, que nos quiere perfectos. Si nuestro padre de la tierra desea que llevemos a cabo una tarea, se asegurará de que contemos con todo lo necesario para realizarla. Con toda seguridad, nuestro Padre celestial —que es Todopoderoso y Dueño de todo— hará lo mismo.
Lo esencial es que reconozcamos Su presencia constante, de modo que advirtamos que, en cierto sentido, siempre estamos bajo juicio. Sin embargo, Dios no preside nuestras vidas como un magistrado en el tribunal: nos juzga como juzga un padre, con amor. Es, por supuesto, una espada de doble filo, porque los padres pedirán a sus hijos más de lo que pide un juez al acusado, pero también mostrarán mayor clemencia.
EL CAMINO MÁS TRANSITADO
Ansiamos conseguir la paz en brazos de nuestro Padre, pero algo oscuro en nuestro interior nos dice que es más fácil volverle la espalda. Deseamos vivir en medio de la verdad, sin secretos que guardar ni mentiras que proteger, pero algo en nuestro interior nos dice que es mejor no hablar de nuestros pecados.
«Hay caminos que parecen rectos al hombre», dice el sabio rey en la Biblia, «pero al fin son caminos de la muerte» (Prov 14, 12). ¿Cómo reconocer este camino sin salida cuando lo vemos? Podemos tener la seguridad de que no es el camino —por recto que nos parezca— que nos aleje de confesar nuestros pecados a Dios del modo en que Él lo desea. Lamentablemente, nuestros antepasados recorrieron dicho camino casi desde el principio de su viaje terrenal.
[1] Juego de palabras entre el apellido Scott y un juego de ordenador (n. del t).
[2] J. Pieper, The Four Cardinal Virtues, Notre Dame, Ind., University of Notre Dame Press, 1966, p. 15.